Utilidad de la narrativa

Te consideras la clase de tipo que disfrutaría de una noche tranquila en casa, con un buen libro, un disco de Mozart, una taza de chocolate caliente en el apoyabrazos del sillón y pantuflas en los pies. Lunes por la noche; parece jueves como mínimo. Cuando sales del metro rumbo a tu apartamento te dices que debes suprimir ese temor creciente que te invade al regresar a casa por la noche. A fin de cuentas, el hogar de un hombre es su castillo. Desde la calle observas el obtuso concepto de los castillos europeos que tenía el arquitecto de tu casa: entre las almenas de la azotea asoma el depósito de agua y la puerta principal es una torpe imitación de una reja palaciega.

Entras y abres tu buzón. Ni idea de lo que te espera. Podría ser una carta de Amanda, explicando su abandono del hogar, pidiendo que la perdones o que le envíes sus cosas a su nueva dirección.

Pero sólo hay una factura de VISA, una carta petitoria de una organización caritativa, un sobre impreso para Amanda White y una carta de Jim Winthrop de Chicago, compañero de la universidad y testigo de tu boda. Abres primero la carta de Jim. Empieza diciendo «Hola, extraño» y termina con un «saludos a Amanda». El sobre para ella es una carta impresa de una compañía de seguros, y dice:

En su trabajo, su rostro es la posesión más valiosa. La carrera de modelo es atrayente y está bien remunerada. Al parecer, su futuro está asegurado. Pero ¿qué ocurriría si sufriera usted un accidente y quedara desfigurada? Incluso una herida superficial podría poner punto final a una lucrativa carrera, y significaría una pérdida de beneficios potenciales de cientos de miles de dólares.

Haces una bola con la carta impresa y la tiras al cubo de basura junto al ascensor. Piense por ejemplo en la posibilidad de que un marido rechazado le arroje ácido a la cara. No. Basta. Esta no es la parte mejor de ti. El ruido de los cerrojos de la puerta de tu piso te hace imaginarte una mazmorra. Este lugar está hechizado. Sin ir más lejos, esta mañana encontraste un cepillito de maquillaje junto al lavabo. Los recuerdos se amontonan como el polvo en el fondo de los cajones. El equipo estéreo es un modelo especial que sólo toca música llena de asociaciones tristes.

Éste es el segundo piso que compartiste con Amanda; os mudasteis ahí para que cupieran todos los regalos de boda. Amanda quería vivir en el Upper East Side, como las demás modelos. Te trajo prospectos para comprar un piso y cuando le preguntaste de dónde sacaríais el dinero para pagarlo, te propuso que pidieras un préstamo a tu padre. Le preguntaste qué le hacía pensar que, incluso si tu padre tuviera ese dinero, estaría dispuesto a prestártelo. Ella se encogió de hombros.

«No importa, yo ahora gano bastante», dijo. Y de pronto descubriste que ella creía que venías de una familia rica. Y, para los parámetros de su niñez, tenía razón. «Ven a ver esta cocina», dijo.

Transigiste en este apartamento, que era un edificio elegante en un barrio pobre. Techos altos, portero, chimeneas auténticas… Os gustaron los suelos y revestimientos de madera. A manda dijo que era un sitio donde no resultaría ridículo usar la flamante vajilla de porcelana y los cubiertos de plata. Porcelana, vajillas y cristalerías la desvelaban durante los preparativos para la boda. Insistió en que compraras cubiertos en Tiffany; según ella, la plata estaba subiendo y su valor se multiplicaría en pocos meses. Se lo había dicho un famoso diseñador. Acabó comprando ella seis juegos, con el dinero que ganó en tres semanas de desfiles. A los pocos días el precio de la plata cayó en picado y los seis juegos valían ahora lo que ella pagó por uno.

Cuando supo que tu familia tenía un escudo, quiso grabarlo en la plata, pero por ahí sí que no pasabas. Comenzaste a temer su urgencia por gastar. Parecía ansiosa de equiparse para toda la vida. Y, antes del primer aniversario de su locura consumista prenupcial, te dejó. Ahora compras la comida hecha y ya no te gusta el revestimiento de madera. Y hay algo peor: el sueldo no te alcanza para pagar el alquiler. Todos los días prometes buscar un nuevo apartamento, hacerte la comida y no mandar más ropa a la tintorería.

Cierras la puerta y te quedas en el vestíbulo, atento a cualquier ruido. Los primeros días después de la partida de Amanda, te parabas allí con la esperanza de que hubiera vuelto; la descubrirías, arrepentida y sumisa, al entrar en el living. Ya no queda nada de esa esperanza, pero aún conservas el hábito de esa breve pausa expectante en que tratas de establecer las características del silencio: si es sólo el melancólico silencio de la ausencia o si está lleno de gritos y susurros. Hoy no estás seguro de lo que es. Entras en el living y dejas caer tu chaqueta en el sofá. Decidido a pasar una noche tranquila en casa, buscas las pantuflas y miras los lomos de los libros en la biblioteca. El azaroso orden te produce vértigo: Mientras agonizo, Bajo el volcán, Anna Karenina, Ser y tiempo, Los hermanos Karamazov. Una ambiciosa juventud. Por supuesto, varios lomos están intactos. Ya llegará el tiempo de leerlos.

Nada parece atraerte hasta que consideras la idea de escribir un poco. Se supone que el sufrimiento es la materia prima de todo arte. Podrías escribir un libro. Sientes que, si tan sólo pudieras sentarte frente a la máquina de escribir, podrías darle forma a lo que ahora parece meramente una serie de desastres en cadena. O al menos tomarte revancha, contarlo todo desde tu punto de vista: una versión de ti mismo en el papel del héroe malogrado. Hamlet en las almenas. O podrías salirte de la autobiografía, perderte en el imperativo formal de las palabras en sorprendente y justa secuencia; o tal vez crear un mundo fantástico de pequeñas criaturas peludas y otras grandes y escamosas.

Siempre quisiste ser escritor. Cuando entraste en la revista, pensaste que ése era sólo el primer paso hacia la celebridad. Los cuentos que escribías te parecían infinitamente superiores a los que se publicaban en la revista cada semana. Los mandaste a Narrativa; te los devolvieron con una nota cortés que decía: «No es lo que necesitamos en este momento, pero gracias por mandarlos». Intentaste interpretar el mensaje: ¿querría decir que podías enviarlos en otro momento? No dejaste de escribir por esa nota, sino por el esfuerzo que exigía. Pero eso no te impidió seguir considerándote un escritor de paso por el Departamento de Verificación de Datos. Entre el trabajo y la vida matrimonial no te quedaba mucho tiempo para recordar emociones en paz. Durante varias semanas te levantaste a la seis de la mañana para escribir en la cocina, mientras Amanda dormía en el cuarto. Después la vida nocturna cobró mayor atractivo y complejidad, y cada vez te costó más levantarte temprano. Pero estabas reuniendo experiencias para una novela. Ibas a fiestas donde había escritores y gente del ambiente, cultivabas una personalidad de escritor. Querías ser un Dylan Thomas sin resaca, un Scott Fitzgerald sin colapso. Querías ahorrarte la aburrida rutina de la creación. Después de trabajar durante todo el día en los textos de otros autores (que en lo más profundo te parecían inferiores a los tuyos), lo último que querías al llegar a casa era sentarte a escribir. Amanda era la famosa modelo y tú trabajabas en la famosa revista. A la gente le gustaba invitaros a sus fiestas. Y era muy divertido. Por supuesto, siempre estabas registrando cosas, mentalmente. Para el día en que te sentaras y escribieras tu obra maestra.

Sacas del armario la máquina de escribir y la instalas encima de la mesa del comedor. Te has traído una resma de papel de la oficina. Colocas una hoja en la máquina. Su blancura te intimida, así que escribes la fecha en el margen superior derecho. Y decides pasar directamente al cuento que tienes en la cabeza. No perder tiempo en preliminares. Escribes:

Cuando estaba a punto de salir hacia el aeropuerto para esperar el vuelo de la tarde procedente de París, ella lo llamó desde Francia.

—¿Has perdido el avión? —preguntó él.

—No —dijo ella—. Voy a empezar una nueva vida.

Lees lo que has escrito. Arrancas la hoja y colocas otra en la máquina.

No empezar por el final. Remontarse a los orígenes del caos. Darle un nombre y una ambientación definida.

A Karen le gustaba hojear las revistas de moda de su madre. Las mujeres eran elegantes y hermosas, y siempre estaban subiendo y bajando de taxis y cochazos, rumbo a grandes tiendas y restaurantes. No había tiendas ni restaurantes así en Oklahoma. A Karen le hubiera gustado ser como esas mujeres. Quizás así su padre regresara a casa.

Espantoso. Rompes la hoja en pedacitos y los tiras a la papelera. Colocas otra hoja en la máquina. Vuelves a escribir la fecha. En el margen izquierdo escribes: «Querida Amanda».

Basta. No pareces en forma para hacer literatura esta noche. Necesitas relajarte. A fin de cuentas, has trabajado como un enano todo el día. Abres la nevera; ni una cerveza. Sólo una botella con restos de vodka. Podrías bajar a comprar un par de latas. O seguir hasta el bar de la esquina ya que sales, para ver si hay alguien conocido. Puede que allí te encuentres con una chica sans tatuajes, avec pelo.

Cuando estás cambiándote la camisa suena el interfono. Contestas:

—¿Quién es?

—Brigada de Narcóticos. Estamos recolectando fondos para los niños del mundo que no tienen droga.

Aprietas el botón. No sabes muy bien qué te parece la visita de Tad Allagash. Aunque quieres compañía, no es precisamente la compañía que necesitas. De todos modos, cuando abres la puerta te alegra verlo. Viste très sportif con una americana de hilo negro y unos pantalones rojos de tejido rústico. Te da la mano.

—¿Listo?

—¿Adónde vamos?

—Al corazón de la noche. Dondequiera que haya mujeres, drogas y música, allí estaremos. Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo, ¿verdad? Y hablando de droga, ¿en dónde escondes tu alijo?

Niegas con la cabeza.

—¿Ni una mísera línea para el joven Tad?

—Lo lamento.

—¿Ni siquiera un resto de polvillo blanco en algún espejo?

—Compruébalo, pero lo dudo.

Tad se acerca al espejo enmarcado en caoba que heredaste de tu abuela. Amanda siempre temía que tu primo te despojara de él. Lo descuelga y pasa la lengua por el cristal.

—Algo hay —dice.

—Polvo.

Tad hace un gesto de resignación.

—En este piso el polvo tiene más cocaína que la mierda que compramos en la calle. Tantos adictos estornudando… —Pasa el dedo por una mesilla—. Podrías dar un curso sobre los secretos del polvo, aquí. ¿Sabías que el noventa por ciento del polvo que se acumula en una casa es sustancia epidérmica? Piel humana, para que me entiendas.

Quizás eso explica la omnipresencia de Amanda. Ha dejado restos de su piel.

Tad se acerca a la mesa del comedor y lee lo que escribiste a máquina.

—¿Un poquito de literatura nocturna? «Querida Amanda». Mira, a ver si entiendes la situación de una vez. Te he dicho un montón de veces que cuando las chicas oigan que tu mujer ha muerto se te echarán encima. Es el fenómeno de la compasión. Y me parece mucho más efectivo que el cuento de París y la infidelidad. Lo de que te rechacen no favorece.

Cuando le contaste a Tad que Amanda se había ido, su primera reacción fue de auténtica y amistosa pena por ti. Pero enseguida te dijo que tus conquistas eróticas se multiplicarían si repetías la historia tal como se la habías contado, con unos toques de angustia y cruel ironía aquí y allá. Por último, te aconsejó que dijeras que Amanda había muerto en un accidente de aviación, cuando regresaba de París para celebrar contigo el primer aniversario de casados.

—¿Seguro que no hay nada de droga aquí?

—Algunos Mandrax en el baño.

—Me decepcionas, camarada. Siempre pensé que eras uno de esos que guardan algo para los días malos. Un tipo precavido.

—Son las malas compañías —dices.

—Alcánzame el teléfono. Tengo que conseguir combustible. Cherchez les grammes.

Todos los que podrían tener droga no están en casa. Y los que están en casa no tienen ni un mísero gramo. Situación habitual.

—Me cago en Warner —dice Tad—. Jamás contesta el teléfono. Seguramente está sentado sobre una montaña de cocaína en su maldito apartamento. —Cuelga el teléfono y mira su reloj, que da la hora de todas las capitales del mundo, incluyendo Dubai, Omán y demás urbes del golfo Pérsico—. Doce menos cuarto. Un poco temprano para ir al Odeon, pero podemos dar una vuelta por ahí antes y ver qué pescamos. ¿Vamos?

—¿Alguna vez has sentido la abrumadora necesidad de pasar una noche tranquila en casa, a solas? —le preguntas.

Tad reflexiona un momento.

—Nunca —dice al fin.

El brillo y las curvilíneas superficies del Odeon son tranquilizadores. Es un lugar para sentirse a gusto a cualquier hora, incluso en los malos momentos, con su luminosidad y su decoración elegante. En la barra ves caras familiares bajo la luz artificial, de gente cuya existencia diurna es solamente una etiqueta: diseñador, artista, escritor. Ves una modelo de la agencia de Amanda. No quieres que te vea. Tad va directamente hacia ella y le da un beso. Te quedas en el otro extremo de la barra y pides un vodka. Te lo tomas y pides otro cuando Tad te hace señas. La modelo está con otra chica. Tad te las presenta: Elaine y Theresa. Elaine, la modelo, tiene aspecto de punk de alta costura, pelo oscuro muy corto, pómulos altos y cejas depiladas. Un par de adjetivos te vienen a la mente: metálica, masculina. Ambos con M.

Theresa es rubia; le falta altura y le sobra busto para ser modelo. Elaine te está mirando como si fueras un artículo comprado apresuradamente que piensa devolver.

—¿No eres el novio de Amanda White?

—Marido. Mejor dicho, ex.

—Amanda estaba en París, para las colecciones de otoño —dice Tad—, y se cruzó en un tiroteo entre terroristas palestinos y la policía francesa. Esas cosas absurdas que pasan. Pobre chica. Pero a él no le gusta hablar de eso —dice, señalándote. Tad es elocuente y persuasivo. Tú mismo estás a punto de creerle. Ese tono intimista hace verosímiles las historias más escandalosas.

—Qué horror —dice Theresa.

—Una tragedia —dice Tad—. Perdonadme, tengo un asunto pendiente. Vuelvo enseguida. —Y se dirige hacia la salida.

—¿Es cierto? —pregunta Elaine.

—En realidad, no.

—¿Y qué hace ahora Amanda?

—No sé —dices—. Creo que todavía está en París.

—Un momento —dice Theresa—. ¿Está viva?

—Sí. Solamente nos separamos.

—Qué pena —dice Elaine—. Amanda era genial. —Y mira a Theresa—. Tenía una frescura y una ingenuidad increíbles… La típica chica de al lado. Supernatural.

—No lo entiendo —dice Theresa.

—Yo tampoco —dices. Y estás más dispuesto a cambiar de tema. No te gusta el papel de pajarito con las alas rotas, en especial porque ése es exactamente tu estado de ánimo. Preferirías ser un halcón o un águila despiadada que vuela sobre las altas cumbres solitarias.

—Tú escribes, o algo así, ¿verdad?

—Algo así. Trabajo en una revista.

—Dios mío —dice Theresa cuando mencionas el nombre de la revista—. La leo desde que era pequeña. Quiero decir, la compraban mis padres. Siempre la leo en el ginecólogo. ¿Cómo te llamas? ¿Se supone que debo conocerte? —Te pregunta acerca de varios escritores y dibujantes de la redacción. Le ofreces el consabido catálogo de infamias y calumnias que no saldría indemne del proceso de verificación de Clara.

Sin dar demasiados detalles, sugieres que tu trabajo es difícil y fundamental. Antes podías convencerte de ello tanto a ti como a los demás, pero ahora ya no pones empeño. Odias esa pose, a pesar de insistir en ella como si te fuera esencial que esas dos extrañas te admiraran por falsas razones. Tu trabajo servil en esa venerable institución no es gran cosa, pero es todo lo que te queda.

Hace tiempo dabas por sentado que eras un tipo atractivo. Que tuvieras una bella esposa y un trabajo interesante te parecía algo normal. Eras un buen tipo. Merecías un gran éxito. Después de conocer a Amanda y venir con ella a Nueva York, sentiste que ya no eras el extraño que siempre miraba las cosas desde fuera. En tu niñez, sospechabas que todos los demás estaban al tanto de algún secreto fundamental que tú ignorabas. Los demás sabían qué hacer en cada situación. Esta convicción se intensificó a medida que fuiste cambiando de colegio. Los traslados laborales de tu padre te convirtieron en el chico nuevo perenne. Cada año debías adecuarte a un nuevo código: el color de tus calcetines, la marca de tu bicicleta… Nunca acertabas. Si alguna vez te psicoanalizas, insistirás en que el conflicto básico no es el coito de tus padres sino un corro de chicos en el colegio, como indios alrededor de una caravana, riéndose con malicia y señalando tus diferencias. Cuando llegaste a la universidad, donde todos eran nuevos, comenzaste a aprender los trucos para ganarte amigos y ser influyente. Pero nunca dejaste de pensar que aquello que en los demás era una cualidad natural, en ti se trataba de una destreza adquirida. A pesar de que convencías a todos, te aterrorizaba la idea de que alguien descubriera al furtivo impostor que se había colado en su círculo. Así es como te sientes últimamente. Mientras te vanaglorias de tus falsas aventuras en el mundo editorial, captas por un instante la mirada perdida de Eliane por encima de tu hombro. Está bebiendo champán. Se lleva la copa a los labios y pasa la lengua por el borde, distraídamente.

Una mujer que te parece famosa saluda desde su mesa. Elaine también la saluda. Su sonrisa se congela en cuanto la mujer le quita los ojos de encima.

—Fíjate bien —dice—. Pura silicona.

—¿Tú crees? No tiene mucho que digamos…

—Las tetas no. Las mejillas. Se puso silicona para que se le noten los pómulos.

Tad aparece de improviso, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Bingo —dice.

Es más de medianoche. Cualquier cosa que comience a partir de este instante no terminará a una hora razonable. Contemplas la posibilidad de escabullirte a casa. Se rumorea que ocho horas de sueño producen todo tipo de efectos beneficiosos. Pero, por otro lado, no te vendría nada mal un poquito de nieve. Sólo la suficiente para levantarte la moral.

En un momento los cuatro os ponéis en route hacia el lavabo, escaleras abajo. Tad coloca varias gruesas líneas sobre la tapa del váter. Elaine y Theresa esnifan su parte. Tad te tiende el billete enrollado. El áspero roce del polvo en tus fosas nasales te estremece como el sabor de una cerveza fría en un día caluroso de agosto. Tad prepara otra ronda para todos. Cuando sales del lavabo te sientes omnipotente. Está a punto de ocurrirte algo maravilloso, no hay duda.

—Larguémonos de aquí —dice Tad.

—¿Adónde? —pregunta Theresa—. ¿Dónde están los chicos?

—Donde están las chicas —dice Elaine. No sabes si se trata de una broma entre ellas o de algo más complicado.

Decidís ir a Heartbreak, y salís los cuatro en busca de un taxi.

Cuando llegáis hay una muchedumbre en la puerta; por su aspecto te das cuenta de que ninguno de ellos tiene la más mínima posibilidad de entrar. Tad se abre paso entre los suplicantes, conferencia brevemente con el tipo de la entrada y os hace señas de que os acerquéis. Cuando llega el momento de pagar, Elaine y Theresa no se dan por aludidas. Tad paga por una y tú por la otra. Entráis. Dentro aún hay sitio para moverse.

—Es temprano —dice Tad, malhumorado. Odia llegar antes de que todo el mundo esté en su sitio. Se enorgullece de sus llegadas oportunas, siempre el último.

Elaine y Theresa desaparecen. Tad se encuentra con unos amigos. Gente del mundo publicitario.

Te acercas a la barra con todos los sentidos en estado de alerta para descubrir a cualquier dama solitaria. No parece haber ninguna. Todos se conocen. Tu euforia se desvanece poco a poco; empiezas a sentir el inevitable fastidio que te producen las discotecas. La expectativa que tenías al entrar es totalmente injustificada, según te indica tu experiencia. Siempre te olvidas de que no te gusta bailar. Pero estás dentro, y te sientes obligado a divertirte tanto como los demás. La música te estimula, quieres hacer algo, aunque no necesariamente bailar. La cocaína te hace sentir la música, y la música estimula tu deseo de cocaína.

Alguien te toca el hombro y te das la vuelta. La cara te resulta conocida. Te cuesta recordar quién es, pero cuando os estáis dando la mano, te sale el nombre: Rich Vanier, compañero de universidad. Le preguntas a qué se dedica. Trabaja en un banco, acaba de volver de Hispanoamérica; tuvo que salvar a una república bananera de la suspensión de pagos.

—Hice una reestructuración para que esos generales de mierda puedan seguir robando durante algún tiempo más. ¿Y tú? ¿Sigues escribiendo poesía?

—Yo también tengo algo que ver con Hispanoamérica.

—Me dijeron que te casaste con una artista.

—Activista. La hija ilegítima del Che Guevara. Hace un par de meses volvió a su país para visitar a su madre y la arrestaron y torturaron una serie de ricos generales sudamericanos. Murió en prisión.

—Estás… bromeando, ¿verdad?

—¿Tú qué crees?

Rich Vanier está deseando largarse. Te promete llamarte para comer juntos un día de éstos.

De vuelta hacia la mesa, ves a Elaine y a Theresa, caminando detrás de Tad.

Los alcanzas casi en la puerta del lavabo de hombres. Los cuatro ocupáis un cuartito y cerráis la puerta. Elaine se sienta en la cisterna y Theresa en la tapa del váter.

—Me paso la mitad de la vida en el váter —dice Theresa, antes de aspirar su línea.

Cuando sales del lavabo te cruzas con una chica que conociste en una fiesta. No recuerdas su nombre. Parece turbada cuando la saludas, como si hubiera ocurrido algo vergonzoso entre los dos; todo lo que tú recuerdas es una discusión sobre las ramificaciones políticas de The Clash. Le propones bailar y acepta.

En la pista inventas tu propio paso de baile. Some Girls sustituye a Shattered. Pierdes el ritmo constantemente. Tu pareja se mueve como un metrónomo. Cuando la miras, te parece que te contempla con simpatía. Pronto tienes la camisa empapada, y le propones tomar algo. Ella acepta con un decidido gesto de cabeza.

—¿Algún problema? —le gritas al oído.

—En absoluto.

—Te veo nerviosa.

—Es que me he enterado de lo de tu mujer —dice—. Lo siento, de verdad.

—¿Qué te han dicho?

—Lo que pasó… Bueno, lo de la leucemia.

El tren boliviano te lleva a través de los pueblecitos de la montaña hasta la cima de los Andes. Tad está a tu lado, en los lavabos. Theresa y Elaine están en los de mujeres, pero de visita legal.

—Tenemos ligadas a esas Serena y Elisa. Me parece que ya ha llegado el momento de llevarlas a algún lugar más íntimo.

—No me gustó nada eso de la leucemia, ¿sabes?

—Lo hice para promocionarte. Puedes considerarme tu representante.

—No me hace ninguna gracia. Es de mal gusto.

—El gusto es una cuestión de gustos —dice Tad.

Estás bailando con Elaine y Tad con Theresa. Elaine se mueve eléctricamente, te recuerda las figuras de las tumbas egipcias. Puede que sea el ritmo de moda. Pero te intimida un poco. Te cuesta seguirla. Elaine no te atrae particularmente, te parece demasiado angulosa. Ni siquiera la consideras simpática. Pero todavía sientes esa necesidad de demostrar que sabes divertirte tanto como los demás, que eres como ellos. Sabes que, objetivamente, Elaine es atractiva, y te sientes obligado a desearla. Es tu deber. Y sigues pensando que, con un poco de práctica, aprenderás a disfrutar de las relaciones superficiales y dejarás de buscar el Consuelo Definitivo para tus penas. Aceptarás que la felicidad se alcanza a través de pequeños incrementos de placeres superficiales.

—Amanda me gustaba de verdad —te dice Elaine de pronto—. Espero volver a verla.

Hay un matiz confidencial en sus palabras, como si compartierais un secreto sobre Amanda.

Preferirías que Amanda no le cayera bien. Ya que te cuesta tanto pensar mal de ella, necesitas que otra gente la critique delante de ti.

Tad y Theresa han desaparecido. Elaine dice que volverá enseguida. Te sientes abandonado. Por un momento consideras la posibilidad de que hayan tramado algo contra ti. Quizás acordaron encontrarse fuera y dejarte aquí. Les resultas aburrido. O peor, demasiado colocado para sus gustos. Pides una copa, esperas cinco minutos más y emprendes un recorrido completo. Primero los lavabos de hombres. Luego los de mujeres.

—Adelante. Sobra sitio —te dice una rubia vestida de cuero, que se está arreglando el peinado frente al espejo.

Oyes una risita en uno de los váteres. Por debajo de la puerta asoman las sandalias de Theresa y las bailarinas de Elaine.

—Guardadme un poquito —dices, y abres la puerta lo suficiente como para introducir la cabeza y ver a Elaine y a Theresa semidesnudas, cometiendo actos deshonestos. Quedas atónito.

—Bienvenido a la fiesta —te dice Elaine.

Bon appétit —murmuras, y te escabulles del lavabo. Te sumerges en una babel de cuerpos y música.

Es muy tarde.