El lunes llega puntual. Duermes durante las primeras diez horas del día. Sólo Dios sabe qué ha pasado con el domingo.
Esperas el metro durante quince minutos en la plataforma de la estación. Finalmente llega, embadurnado de graffiti. Te sientas y desdoblas tu ejemplar del New York Post: El Post es la más vergonzosa de tus adicciones. Odias contribuir con tus treinta centavos a mantener esa clase de basura, pero eres un admirador secreto de las Abejas Asesinas, Policías Heroicos, Pervertidos Sexuales, Únicos Acertantes de las Quinielas, Violadores al Acecho, Nuevos Grupos Terroristas, Elizabeth Taylor, Dietas Milagrosas y Bebés Coma. Este último aparece en la página dos: LA HERMANA DEL BEBÉ SUPLICA: SALVEN A MI HERMANITO. Hay una fotografía de una niña de cuatro o cinco años con expresión atónita. Es la hija de una mujer embarazada que, tras sufrir un accidente automovilístico, yace en coma desde hace una semana. El interrogante que viene planteando el Post a sus lectores durante días es si el Bebé Coma llegará a ver la luz de la sala de partos o no.
El metro avanza ruidosamente por el túnel y se dirige a la calle Catorce, parándose un par de veces para tomar aliento. Estás leyendo un artículo sobre el nuevo novio de Liz Taylor cuando sientes que una mano asquerosa te toca el hombro. No necesitas levantar la mirada para saber que te has topado con una víctima, uno de los chiflados que vagan por la ciudad. Estás más que dispuesto a darle unas monedas a cualquier minusválido que te las pida, pero los tipos de ojos perdidos te sacan de quicio.
Cuando te toca el hombro por segunda vez lo miras. La ropa y el pelo tienen un aspecto bastante limpio, como si hubiera abandonado recientemente las convenciones sociales, pero sus ojos parecen haberse ido a pasear y su boca se mueve furiosamente.
—Mi cumpleaños es el 13 de enero —dice—. Cumpliré veintinueve. —De alguna manera, ha conseguido dar a estas dos frases un contenido más que amenazador.
—Magnífico —dices, y reanudas la lectura.
Cuando vuelves a levantar la mirada, el tipo está en mitad del vagón, contemplando detenidamente el anuncio de una academia de secretarias. Acto seguido, se sienta en la falda de una anciana. La mujer trata de librarse de él, pero la tiene atrapada.
—Perdone, señor, pero creo que está sentado encima de mí —dice la viejecita—. Perdón, señor…
Casi toda la gente del vagón contempla la escena y disimula. El tipo se cruza de brazos y se acomoda en la falda de la viejecita.
—Señor, por favor, quiere levantarse de encima de mí…
No puedes creerlo. Hay por lo menos media docena de hombres en torno a la viejecita. Tú mismo estuviste a punto de levantarte pero creíste que reaccionaría alguno más próximo. La mujer está sollozando. A cada segundo que pasa se te hace más difícil hacer algo sin ponerte en evidencia por no haber reaccionado antes. Tienes la secreta esperanza de que el tipo se levante y deje tranquila a la viejecita. Puedes imaginarte los titulares del Post: ANCIANA APLASTADA POR CHIFLADO ANTE COBARDES TESTIGOS.
—Por favor, señor.
Por fin te levantas. En ese preciso instante, el tipo hace lo mismo. Luego se sacude las arrugas de la americana con la mano y se aleja hacia el otro extremo del vagón. Te sientes un estúpido, allí de pie. La viejecita se está enjugando las lágrimas con un pañuelo de papel. Te gustaría preguntarle si está bien, pero a estas alturas no serviría de mucho. Te sientas.
Bajas en Times Square a las once menos diez. La luz del sol es excesiva. Recorres la Séptima Avenida pestañeando. Te tanteas buscando tus gafas de sol. Sigues por la calle Cuarenta y Dos donde empieza el barrio de las putas. Todos los días oyes la misma cantinela del tipo de la acera: «Chicas, chicas, chicas. Pasen y vean, sin compromiso, caballeros. Compruébenlo ustedes mismos». Siempre las mismas palabras y el mismo tonillo de voz. Karla, Lola, y su sexacional show en vivo. Chicas, chicas, chicas.
Mientras esperas que cambien las luces detectas entre los anuncios de eventos ya pasados, pegados unos encima de otros en el poste del semáforo, el más reciente: DESAPARECIDA, dice, y una foto sonriente de una chica con grandes dientes. Lees: «Mary O’Brien McCann, estudiante de la NYU; ojos azules, cabello castaño. Fue vista por última vez en las inmediaciones de Washington Square. Vestía blusa blanca y falda azul». Tu corazón se estremece. Piensas en los seres queridos de la pequeña Mary, que redactaron a mano el anuncio y lo pegaron allí, y que seguramente jamás darán con ella. Cambia el semáforo y cruzas.
Te paras en la esquina a tomar un café y un donut. Son las once menos dos minutos. Ya has recurrido demasiadas veces a la misma excusa del metro estropeado. Podrías decirle a Clara que te retrasaste por comprobar sin compromiso los atributos de Karla y te mordió su serpiente.
Cuando entras en el edificio sientes una opresión en el pecho, anticipatoria, y la garganta seca. Exactamente lo mismo que al llegar a la escuela los lunes por la mañana, cuando no habías hecho los deberes, ¿y al lado de quién te sentarías a la hora del almuerzo? No era muy agradable ser el «nuevo» de la clase todos los años. El rancio olor a desinfectante de los pasillos y las caras inexpresivas de los maestros. Tu jefa, Clara Tillinghast, te recuerda remotamente a una profesora de cuarto curso, una de esas perpetuas tiranas que creen que todos los niños son malvados y todas las niñas frívolas, que una mente ociosa es terreno abonado para el diablo y que enseñar es machacar información en las cabezas recalcitrantes. La señorita Clara Tillinghast, alias la Fiera, dirige el Departamento de Verificación de Datos como una clase de ortografía, y últimamente no has sacado muy buenas notas en los dictados. Estás en la cuerda floja. Si se cumplieran los deseos de la Fiera, te habrían despedido hace tiempo, pero hay en la revista una tradición: no reconocer jamás los errores cometidos. Se dice que nunca han despedido a nadie; ni siquiera al alcoholizado crítico teatral que confundió dos estrenos de off-Broadway y escribió un comentario que combinaba elementos de una saga familiar sureña y una farsa sobre Vietnam; ni siquiera a la periodista premiada que plagió un artículo de cinco mil palabras de Punch y le estampó su firma. Es un poco como la Ivy League,[1] de donde provienen casi todos los miembros de la redacción, o como uno de esos impenetrables clanes aristocráticos de Nueva Inglaterra, que ocultan a la oveja negra en el aprisco. De todos modos, tú serías algo así como un primo lejano del clan, y si la familia tuviera negocios en una lejana colonia disentérica, te habrían despachado allí hace tiempo, sans quinina. Tus errores han sido numerosos. En este momento no podrías enumerarlos, pero Clara guarda la lista completa en uno de sus archivadores. De vez en cuando la saca y te deleita con la lectura parcial de ellos. La mente de Clara es una trampa para osos y su corazón, un auténtico huevo duro.
Lucio, el ascensorista, te da los buenos días. Es siciliano y hace diecisiete años que maneja este ascensor. Con una semana de entrenamiento podría sin duda encargarse de tu trabajo y cederte la tarea de ir arriba y abajo en esa espléndida máquina. Llegas al piso veintinueve en un suspiro. Te despides de Lucio y saludas a Sally, la recepcionista, seguramente la única persona de la redacción que no tiene acento elegante. Vive en un barrio muy apartado y hace infinitas combinaciones de tren para llegar. Por lo general, la gente de aquí habla como si no bebiese otra cosa que té inglés. Clara Tillinghast, por ejemplo, aprendió en Vassar a pronunciar las vocales como elipses y las consonantes como golpes de kárate. No le gusta que le recuerden que procede de Nevada. Los escritores, por su parte, son una especie muy particular (entre ellos hay extranjeros y otros indeseables). Entran y salen de sus madrigueras del piso treinta a las horas más extrañas. Te pasan manuscritos por debajo de la puerta durante la noche y se ocultan en la primera oficina vacía que encuentran si te ven acercarte por el pasillo. Uno de los más misteriosos, apodado el Fantasma, está trabajando en el mismo artículo desde hace siete años.
Las oficinas del Departamento Editorial ocupan dos pisos. Ventas y Publicidad están varios pisos más abajo. Esta división pretende resaltar la estricta independencia entre arte y negocios que predomina en la revista. Los del piso veinticinco llevan traje y hablan un lenguaje diferente y tienen moquetas y litografías originales. Se supone que no debes hablarles. Aquí arriba, el aire está tan rarificado que no resistiría ni siquiera una alfombra rústica de segunda mano. Si aparece alguien con los zapatos lustrados o el pantalón planchado se convierte automáticamente en sospechoso, y corre el riesgo de ser acusado de italiano. El tamaño de las oficinas es muy apropiado para topos y demás roedores, y los pasillos apenas permiten la doble circulación (de carril único).
Surcas el linóleo en dirección al Departamento de Verificación de Datos. La oficina de Clara da al pasillo. Tiene siempre la puerta abierta, de modo que todos los que entran o salen de su reinado se someten a su escrutinio. Su pobre alma atormentada fluctúa entre el deseo de aislamiento, con todos los honores, privilegios y demás que eso supone, y el ansia de vigilar sus dominios.
Esta mañana tiene la puerta abierta de par en par. Lo único que te queda es persignarte y pasar lo más rápido posible. Antes de entrar en la oficina echas un vistazo por encima del hombro y ves que su despacho está vacío. Todos tus colegas están en sus puestos, salvo Phoebe Hubbard, que ha ido a Woods Hole para verificar los datos de un artículo en tres entregas sobre criaderos de langostas.
—Buenos días, camaradas —dices, y te sientas en tu sitio. El Departamento de Verificación de Datos ocupa el cuarto más grande de la revista. Si los equipos de ajedrez tuvieran vestuarios, serían una cosa así. Tiene seis escritorios, uno reservado para redactores de visita, y miles de diccionarios y enciclopedias en los estantes. El suelo es de linóleo marrón, la superficie de los escritorios de formica gris. Existe una jerarquía absoluta que se refleja en la asignación de estos últimos, desde el más lejano de la oficina de Clara y más cercano a la ventana (reservado para el más veterano), hasta el tuyo, que se halla contra los estantes y frente a la puerta. Pero en el Departamento de Verificación de Datos reina una democrática camaradería. La fanática lealtad hacia la revista que impera en el resto de los empleados se subordina aquí a una lealtad de departamento: nosotros contra los demás. Si se desliza un error en la revista no se crucificará al autor sino a alguno de nosotros. No habrá despido, pero sí una severa reprimenda; por ejemplo, una degradación a la sección de reparto o a los batallones de mecanógrafas.
Rittenhouse, que se ha pasado los últimos catorce años de su vida detectando deslices y haciendo las consiguientes correcciones, te da los buenos días. Parece preocupado. Supones que Clara te ha estado buscando. Flota en el ambiente un aroma a peligro.
—¿Anda la Fiera por aquí? —preguntas. Él asiente y se ruboriza hasta la corbata de pajarita. A Rittenhouse le encanta la irreverencia, pero no puede evitar sentirse culpable por ello.
—Está un poco nerviosa —dice—. Al menos eso me pareció —agrega, haciendo gala de los escrúpulos propios de su oficio.
Este hombre se ha pasado más de la mitad de su vida leyendo la mejor literatura de su tiempo con el único propósito de diferenciar los datos de las opiniones, dejar de lado estas últimas y comprobar los primeros a través de polvorientas obras de consulta, microfilmes y conferencias telefónicas internacionales, hasta establecer si son ciertos o falsos. Es un detective de talla mundial, pero su dedicación lo lleva a ser cauteloso cuando habla, como si Clara Tillinghast montara guardia en su laringe, lista para señalar cualquier opinión no comprobada.
Tu vecino más cercano, Yasu Wade, está corrigiendo un artículo científico. Es una señal de confianza, ya que Clara suele reservarse dichos artículos, cuya verificación fáctica es tan urgente como satisfactoria. Wade está hablando por teléfono. «Está bien, pero dígame —dice—, ¿dónde entra el neutrino en todo esto?». Wade creció en sucesivas bases de la Fuerza Aérea hasta que pudo huir a Bennington y Nueva York. Habla con un ceceo nasal, a veces confunde las erres con las eles, especialmente cuando utiliza la expresión «presidente electo». Su madre es japonesa, su padre capitán de la Fuerza Aérea, nativo de Houston. Se casaron en Tokio durante la ocupación norteamericana, y Yasu es el inverosímil resultado. Se llama a sí mismo el «Amarillo Incomparable». Es absolutamente irreverente, pero siempre se las arregla para hacer gracia en vez de ofender. Es el favorito de Clara (dejando de lado a Rittenhouse, quien se ha adaptado tanto al ambiente que resulta invisible).
—Tardísimo, tardísimo —te dice Wade cuando cuelga el teléfono—. Vas por mal camino. Los hechos no esperan a nadie. Toda tardanza es una manifestación del error si tomamos como parámetro el meridiano de Greenwich. En este momento son precisamente las cinco y cuarto, hora de Greenwich; lo que significa que, para mucha gente de Nueva York, en este momento son las once y cuarto de la mañana. El horario de oficina empieza a las diez en punto. En otras palabras, un error por tu parte de una hora y quince minutos.
Pero las cosas no son tan rígidas como asegura Wade: Clara hace uso de sus prerrogativas llegando entre las diez y cuarto y las diez y media. Mientras uno se las arregle para estar en su puesto a las diez y media, está a salvo. Pero, de alguna manera, logras traspasar ese límite por lo menos una vez a la semana.
—¿Está como una mona? —preguntas.
—Yo no usaría esa expresión —dice Wade—. La prefiero en su acepción más ortodoxa, como sinónimo coloquial de ebriedad. Por ejemplo, el cónsul de Malcolm Lowry pilló una mona de mezcal en un bar de Quauhnahuac, si no recuerdo mal el nombre del dichoso pueblo.
—¿Puedes deletrearlo? —preguntas.
—Por supuesto. Pero, volviendo a tu pregunta inicial, diría que sí, que Clara está un poquito irritada. No parece muy satisfecha contigo. O a lo mejor está muy satisfecha porque has confirmado sus peores expectativas. Creo que está sedienta de sangre. Si yo estuviera en tu lugar… —Wade mira hacia la puerta y levanta las cejas—. Si estuviera en tu lugar, me daría la vuelta.
Clara está apoyada contra el marco de la puerta; podría ser una foto de las de Walker Evans durante la Depresión: una expresión hosca y suspicaz. La guardiana del saber, la sacerdotisa de la lengua, con su mirada aguileña y su pico de cigüeña. Te dedica una mirada que haría estallar una copa de cristal y luego se esfuma. Va a dejarte sufrir un rato.
Te arrastras hasta tu escritorio y sacas un inhalador. Lo aspiras con la esperanza de que logre abrir un camino a través de la coca incrustada en tu cerebro.
—Sigues con el problemita de nariz —dice Wade, con tono sarcástico. A pesar de creerse muy sofisticado, es demasiado quisquilloso como para hacer algo sucio o arriesgado. Sospechas que su orientación en materia sexual es sobre todo teórica; preferiría un buen chisme a un buen culo. Se pasa el día contándote quién se acuesta con quién. No es que te importe. La semana pasada eran David Bowie y el príncipe Rainiero.
Tratas de concentrarte en un artículo sobre las elecciones en Francia. Tu trabajo consiste en asegurarte de que no tenga datos equivocados ni errores de ortografía. En este caso, los datos son tan confusos que te sumergen en las vastas regiones de la interpretación. El autor, un excrítico gastronómico, se prodiga en los adjetivos y desdeña los sustantivos. Describe a un viejo ministro del Gobierno como «protuberante» y a un socialista en ascenso como «levemente bronceado». Supones que Clara te ha dado ese artículo para que te cuelgues solo. Sabía que era caótico. También sabe que el amplio conocimiento del francés que declaraste en tu currículum fue un mero farol y que tu amor propio te impide reconocerlo ahora. Para verificar los datos debes hacer una serie de llamadas telefónicas a Francia, y la semana pasada te luciste por teléfono ante varios subsecretarios y sus ayudantes con tu Je ne comprends pas. Por no mencionar los motivos personales que te impiden marcar el código de París, hablar una palabra de francés o incluso pensar en ese maldito país. Motivos que se relacionan con tu esposa.
No va a haber manera de que verifiques todo el contenido del artículo y tampoco ves manera de reconocer el fracaso con elegancia. No te queda otro recurso que confiar en que el autor haya acertado con los nombres y los datos, y que Clara no lea las pruebas con su acostumbrado ojo crítico.
¿Por qué te odia? A fin de cuentas, fue ella quien te contrató. ¿Cuándo empezó a ir todo mal? Tú no tienes la culpa de que sea una solterona. Desde tu propio Pearl Harbor matrimonial has comprendido que dormir solo puede acarrear antipatía y comportamiento voluble. A veces te entran ganas de decirle: Te comprendo, sé muy bien de qué se trata. La has visto a veces en un piano bar cerca de Columbus con una copa en la mano y esperando que se acerque alguien a saludarla. Cuando te fastidiaba mucho, te entraban ganas de decirle: ¿Por qué no admites que te sientes herida? Pero cuando lo descubriste ya era demasiado tarde. Quería tu pellejo.
Quizá todo empezó con el asunto Donlevy. Era una de tus primeras semanas de trabajo y Clara se había tomado unos días de vacaciones. Donlevy estaba escribiendo una crítica de libros para la revista, manteniéndose en forma después de su segundo premio Pulitzer. Las críticas de libros eran despreciadas por todos en el Departamento de Verificación de Datos, y Clara la dejó en tus manos. En tu ingenuidad, no sólo corregiste los errores ocasionales en las citas sino que llegaste a sugerir cambios en la prosa e incluso cuestionaste la interpretación del libro criticado. Entregaste las pruebas y volviste a casa, satisfecho. Pero algo sucedió en Composición, pues le enviaron tus pruebas a Donlevy, en vez de las que tenían las sugerencias del editor. Éste resultó ser una chica recién salida de la revista universitaria de Yale, que no cabía en sí de pavor por su súbita proximidad a Donlevy. Y cuando se enteró de lo ocurrido y leyó la copia de tus pruebas, quedó horrorizada. Se te convocó inmediatamente a su despacho y se te reprendió severamente por tu increíble desfachatez. ¡Entrometerse con la prosa de Donlevy! Espantoso. Inaudito. Tú, un desconocido aprendiz de corrector. Si hubieras ido a Yale, habrías aprendido algo de modales. Y cuando la pobre se devanaba los sesos buscando cómo explicarle a Donlevy el desastre, éste llama y le dice que agradece las sugerencias y que está dispuesto a aceptar algunas. Esto te lo contó la telefonista, que escuchó la conversación. La chica de Yale no volvió a dirigirte la palabra. Cuando regresó Clara, tuviste que soportar otro sermón por el estilo, con el añadido de que los habías humillado, a ella y al Departamento. Pero cuando se publicó ese número, comprobaste con satisfacción que tus mejores sugerencias habían sido incorporadas. A partir de entonces cesó bruscamente el calor maternal que te dedicaba Clara.
Para ser justos con ella, digamos que últimamente no has sido intachable en el cumplimiento de tus deberes. Es un problema de temperamento. Por mucho que te esfuerzas te cuesta concebir que el trabajo sea cosa de Dios; ni siquiera cosa de seres humanos. ¿Acaso no se supone que las computadoras nos liberarán de esta trampa?
El único dato cierto es que no te interesa estar en Datos. Preferirías estar en Narrativa. Lo has sugerido con cautela un par de veces, pero no hay vacantes en ese departamento desde hace años. Tus compañeros de corrección tienden a despreciar la narrativa, pues la consideran una fachada de palabras sin esqueleto de datos que la sustente. En general están convencidos de que si la narrativa no ha muerto, es al menos algo totalmente inútil. Pero tú preferirías sin dudarlo un momento un cuento de Bellow a un artículo en seis entregas sobre la última Convención Republicana. Toda la narrativa que aparece en la revista pasa por tu departamento y, como nadie quiere corregirla, te encargas de hacer las comprobaciones de rutina: si en un cuento ambientado en San Francisco aparece un psicótico llamado Phil Doaks, debes verificar que no figure tal nombre en la guía telefónica de San Francisco, para evitar posibles demandas judiciales. Es el procedimiento opuesto al de un artículo de no ficción. Debes comprobar que el cuento no coincide fortuitamente con personas o hechos reales. Y al mismo tiempo te permites un rato de lectura decente.
Al principio, a Clara le gustó que aceptaras un trabajo que nadie quería, pero ahora te acusa de dedicar demasiado tiempo a la narrativa. Eres un soñador en el reino de los datos concretos. Por otra parte, la gente de Narrativa se irrita cuando les informas de que en un cuento de pescadores hay una escena en la que se ambienta incorrectamente en Oregón una pesca de róbalos, pues en Oregón nunca ha habido róbalos. Eres un representante, a tu pesar, del reino de la pedantería. «¿Qué carajo se pesca entonces en Oregón?», te pregunta el editor. «Salmones», contestas. Y querrías decirle: Lo siento, es mi trabajo; tampoco a mí me gusta.
Megan Avery se acerca a tu mesa. Coge el bordado enmarcado que te hizo Wade para tu cumpleaños, que dice:
Datos, y opiniones fenecen.
Datos, que jamás me obedecen.
TALKING HEADS
Cuando Wade te hizo ese regalo dudaste entre agradecérselo por el tiempo y el esfuerzo empleados o mostrarte ofendido por la obvia alusión a tu incapacidad profesional.
—¿Cómo va todo? —te pregunta Megan.
Le contestas que no te puedes quejar.
—¿Seguro?
Megan hace que la honestidad parezca una alternativa viable. Es una persona que podría impartir clases de cordura. ¿Por qué nunca le has confiado tus problemas? Es mayor y más sabia que tú. No sabes qué edad tiene, y es difícil calcularlo. Podría describírsela como atractiva y seductora, pero esa naturaleza práctica a ultranza que la caracteriza te impide pensar en ella como objeto sexual. Casada y separada, es la clásica chica de West Village que ha decidido hacer su vida y ayudar a sus amigos con problemas. La admiras. No conoces mucha gente. Podrías comer con ella uno de estos días.
—Estoy bien, de verdad —le dices.
—¿Necesitas ayuda para ese artículo sobre Francia? No tengo mucho que hacer.
—Creo que puedo arreglármelas solo. Muchas gracias.
Clara aparece en la puerta y te dice:
—Hemos decidido adelantar ese artículo para el próximo número. Lo quiero en mi mesa antes de que te vayas a casa. El cierre es mañana por la tarde. —Y después de una pausa añade—: ¿Puedes hacerlo?
No existe ni la más remota posibilidad de que lo consigas y sospechas que ella lo sabe.
—Podría entregarlo directamente a Composición y ahorrarle el trabajo —sugieres.
—En mi mesa —dice ella—. Dime si necesitas ayuda.
Niegas con la cabeza. Te asesinaría si viera el aspecto de las galeradas que estás corrigiendo. No has seguido las reglas. Has usado tinta donde debías usar lápiz, y has marcado en rojo lo que debías marcar en azul. Hay números de teléfono anotados en los márgenes y varias manchas de café. Has hecho todo lo que el Manual de Verificación de Datos dice que no hay que hacer. Tienes que ingeniártelas para conseguir urgentemente otro juego de galeradas.
El desolador panorama laboral reaviva el dolor de cabeza con que te levantaste. Ya estás agotado. Te recuperarías con sólo que pudieras dormir un poco; digamos, unos ocho días seguidos. O con un cargamento entero de Polvo Mágico Boliviano. Pero hacerle frente a secas es demasiado para ti. Deberías protestar por el adelantamiento del artículo. Al menos, podrían haberte consultado. Incluso si supieras francés te llevaría un par de días más. Si no temieras que Clara o el Druida vieran esas galeradas tal como están, protestarías.
Un momento ideal para hacerte el harakiri, si fueras un samuray japonés. Escribirías un poema de despedida sobre los cerezos en flor y la fugacidad de la juventud, envolverías la espada en seda blanca, te la clavarías y empujarías hacia arriba, a través de tus intestinos. Y, por favor, nada de lamentos ni lágrimas. Conoces el ritual al dedillo gracias a un artículo sobre Japón que te tocó corregir. Pero careces de la firme resolución del samuray. Eres esa clase de tipo que siempre espera un milagro en el último minuto. Y, aunque Manhattan no es zona sísmica, siempre queda la posibilidad de una guerra nuclear. Aparte de eso, nada puede cambiar el plan de publicaciones de la revista.
Poco después del mediodía el Druida pasa de puntillas por el pasillo. Como estás con la mirada perdida en la puerta, te cruzas con su famosa mirada de miope. Te saluda con una ceremoniosa inclinación de cabeza. El Druida es muy esquivo. Para conseguir verlo hay que mirar con detenimiento y con la expresa intención de encontrarlo. Nunca has visto un oficinista Victoriano, pero seguramente se parecería al Druida. En la revista, su tradicional reticencia se ha erigido en norma. Hace veinte años que está al mando, es el cuarto de su dinastía. La ocupación principal de toda la redacción es averiguar en qué está pensando. Nada se publica sin su entusiasta aprobación y su revisión final. Jamás da explicaciones. Le duele en el alma requerir los servicios de toda una redacción para editar la revista, pero se muestra invariablemente cortés. No tiene lugarteniente ni mano derecha, porque eso implicaría una eventual sustitución, y el Druida no puede imaginarse la revista sin su persona. Piensas que el Kremlin ha de ser parecido. No se aceptan cuentos que aborden expresamente el tema de la muerte, quizá porque el Druida sospecha que es mortal, pese a todo; cualquier referencia a la miopía es sistemáticamente eliminada por los correctores de estilo. Ningún detalle le resulta nimio.
Tu único contacto directo con el Druida fue cuando te llamó, preocupado por el vocabulario del Presidente de Estados Unidos. Estabas corrigiendo un artículo en donde el Presidente manifestaba desconfiar de toda acción precipitosa. El Druida consideraba que el Presidente había querido decir precipitada. Te pidió que llamaras a la Casa Blanca para que aprobaran el cambio. Llamaste obedientemente y trataste de explicarles la importancia de esa diferenciación. Te tuvieron varias horas al teléfono; los que te tomaban en serio no parecían tener el menor interés en obtener la aprobación solicitada y los demás te mandaban a la porra. Mientras tanto, llegó la hora de cierre. El Druida te llamó tres veces para estimularte en tu tarea. Finalmente, cuando los de Taller pedían a gritos los textos, se llegó a un arreglo ajeno al Presidente y a sus ayudantes. En vista de que uno de los diccionarios de consulta daba ambas palabras como sinónimos, el Druida te llamó para decirte que se aprobaba el término original, no sin cierta inquietud. La revista fue a la imprenta. El Gobierno siguió su curso.
A la una bajas a comer un bocadillo. Megan te pide un Tab. Sales por las puertas giratorias del edificio y piensas lo agradable que sería no tener que regresar nunca. Piensas también lo agradable que sería dejar pasar la tarde en el bar más cercano. El resplandor de la acera te deslumbra, buscas tus gafas de sol en el bolsillo superior de la chaqueta. Ojos sensibles, sueles decirle a la gente. Entras en el delicattessen y pides un bocadillo de jamón y un huevo relleno. El dependiente silba feliz mientras te lo prepara.
—Hoy ha salido jugoso —murmura—. Y ahora un poquito de mostaza. Como lo preparaba mamá.
—Y usted qué sabe —le dices.
—Bueno, tampoco es para tomárselo así —te contesta, mientras lo envuelve. Todo esto, la carne congelada detrás del cristal, todo te quita el hambre.
Mientras esperas que cambie el semáforo te llama un tipo que está apoyado contra la pared.
—Oye, amigo, ven a ver esto. Relojes Cartier genuinos. Cuarenta dólares. Úsalo y todas te pedirán la hora, viejo. Auténtico. Cuarenta pavos.
El tipo está junto a un maniquí que tiene los brazos cubiertos de relojes. Te tiende uno.
—Vamos, pruébatelo.
Si te lo pruebas, estarás en un compromiso. Pero no quieres ser descortés. Coges el reloj y lo miras.
—¿Cómo sé que no es falso?
—Saber, siempre saber… ¿No dice Cartier ahí en el medio? Lo tienes en la mano, puedes verlo, puedes tocarlo. ¿Te parece falso? Cuarenta pavos. Una oferta única.
Parece auténtico. Plano, rectangular, con números romanos y un zafiro en la ruedecita. La correa parece de cuero. Pero, si es auténtico, es robado. Y si no es robado, es falso.
—Te lo dejo en treinta y cinco. Precio de coste.
—¿Cómo puede ser tan barato?
—Oferta especial.
Hace años que no tienes reloj. Quizás el mero hecho de saber la hora en cualquier momento sea un primer paso para poner orden en el caos de tu vida. No eres la clase de tipo que usa esos relojes digitales. Pero un Cartier no estaría nada mal. Parece auténtico, aunque no lo sea, y da la hora, qué mierda.
—Treinta dólares —dice el hombre.
—Está bien, lo compro.
—A ese precio no lo compras, lo robas.
Pones en hora tu nuevo reloj y lo contemplas con admiración en tu muñeca. La una y veinticinco.
Cuando llegas a la oficina te das cuenta de que te has olvidado el Tab que te pidió Megan. Le pides perdón y te ofreces a bajar de nuevo. Ella dice que no te preocupes. Mientras estabas fuera te llamaron dos personas: Monsieur Algo, del Departamento de No Sé Qué, y tu hermano Michael. Ninguno de los dos te interesa en particular.
A las dos de la tarde son las ocho en París, y seguramente ya se han ido todos a casa. Durante el resto del día deberás arreglártelas con los libros de consulta y un par de llamadas al consulado francés en Nueva York. Los párpados te pesan como bolsas de arena. Pestañeas una y otra vez.
Tu reloj nuevo se para a las tres y cuarto. Lo sacudes. Tratas de darle cuerda y te quedas con la ruedecita en la mano.
El editor de tu artículo te llama para saber cómo van las cosas. Le dices que andan. Se excusa por el adelantamiento; intentó retrasarlo al menos hasta el mes próximo, pero no lo consiguió. El Druida tomó la decisión sin motivo aparente.
—Sólo te quería avisar de que verifiques todos los datos que puedas.
—Es mi trabajo —dices.
—Lo sé. Pero éste es un caso especial. Hace doce años que el tipo no sale de Nueva York, y se pasa el tiempo de restaurante en restaurante. Jamás verifica nada.
Madre mía, piensas.
Durante la tarde llamas dos veces al autor para preguntarle sus fuentes de información. La primera vez le lees una lista de errores y él los reconoce alegremente.
—¿De dónde ha sacado que el gobierno francés tiene acciones de la Paramount? —le preguntas.
—¿No es cierto? Bueno, mierda, táchelo.
—Los tres párrafos siguientes se basan en esa afirmación.
—Vaya. Quién me lo habrá dicho.
Hacia la mitad de la segunda llamada comienza a irritarse, como si sus errores fueran de tu invención. Así es la cosa con los autores: te odian en la misma medida en que dependen de ti.
Más tarde llega a la oficina un memorándum dirigido «al Personal». Está firmado por la secretaria del Druida; es decir, palabra de Dios.
Ha llegado a nuestros oídos que un tal Richard Fox está escribiendo un artículo sobre la revista. Es probable que este sujeto haya intentado ponerse en contacto con algunos miembros del personal. Tenemos motivos para considerar que sus intenciones no coinciden con los intereses de nuestra revista. Por ello, se recuerda a todo el personal que cualquier solicitud de entrevista o reportaje debe ser desviada a esta oficina. Bajo ninguna circunstancia podrá un empleado hacer declaraciones en nombre de la revista sin previa autorización superior. Se recuerda asimismo a todo el personal que la totalidad de los asuntos internos es de naturaleza estrictamente confidencial.
El memorándum origina jugosos comentarios en el Departamento de Verificación de Datos. La revista se ha visto envuelta en varios juicios sobre libertad de prensa, pero el texto del memorándum no muestra el menor asomo de ironía.
—Me encantaría que me llamara ese Richard Fox —dice Wade.
—Olvídalo, Yasu —dice Megan—. Sé positivamente que Fox es heterosexual.
—¿Positivamente? Me gustaría saber cómo lo verificaste.
—No me cabe duda de que te gustaría saberlo.
—De todas maneras —dice Yasu—, lo que me gustaría saber es cuánto paga ese tipo por los trapitos sucios de nuestra bienamada institución. Pero no me interpretéis mal, no es que Fox no me atraiga…
Rittenhouse está limpiando sus gafas con el pañuelo, señal de que desea decir algo.
—En mi opinión, Richard Fox no parece un periodista objetivo. Tiene tendencia al sensacionalismo.
—Totalmente de acuerdo —dice Wade—. Por eso nos gusta.
El poseer información peligrosa produce una breve sensación de poder en el Departamento de Verificación de Datos. Te gustaría que a Richard Fox o a cualquier otro le preocupara lo suficiente Clara Tillinghast como para tramar un atentado.
A las siete se han ido todos. Te ofrecieron ayuda pero dijiste que te las arreglarías solo. Hay un raro orgullo en fracasar absolutamente a solas.
Clara asoma la cabeza por la puerta.
—En mi mesa —te dice.
En el culo, piensas.
Asientes con la cabeza y vuelves a sumergirte en las pruebas, con fervor. Ahora lo único que te queda es tachar con lápiz todo lo que no has podido verificar y rogar que no se te pase nada importante.
A las siete y media te llama Tad Allagash.
—¿Qué haces ahí a estas horas? —dice—. Tengo planes monstruosos para esta noche.
Dos de las cosas que te gustan de Allagash son que jamás te pregunta cómo estás ni espera a que le contestes sus preguntas. Antes te molestaba, pero ahora, que todas las novedades que puedes contarle son pésimas, te alivia que haya alguien que no tenga interés en escucharlas. Ahora tu único deseo es permanecer en la superficie de las cosas, y Tad es una especie de patinador que jamás se interesa por los tiburones que hay debajo del hielo. Otros amigos tuyos se preocupan por ti y les gusta hablar de intimidades. Últimamente los eludes. Tu espíritu se halla en un estado tan caótico como tu apartamento, y hasta que no pongas un poco de orden no quieres que nadie lo visite.
Allagash dice que Inge y Natalie se mueren por conocerte. El padre de Natalie es un magnate del petróleo, Inge está a punto de aparecer en un anuncio de televisión. Además, los Deconstructionits tocan en el Ritz, una agencia de modelos ha organizado una competición de «musculitos» en Magique y Natalie es la afortunada poseedora de una buena cantidad del Producto Nacional de Bolivia.
—Tengo que trabajar hasta tarde —dices. En realidad, estás a punto de irte, pero una noche con Tad y sus amigas no es el mejor remedio para tu enfermedad. Piensas irte a la cama. Estás tan cansado que podrías tirarte en el suelo y sumirte en el más profundo de los sueños.
—Dame diez minutos para pasarte a buscar —dice Tad.
La frase «con un esfuerzo sobrehumano» salta de la columna que estás corrigiendo y te avergüenza hasta la médula. Piensas en los griegos de las Termópilas, en los tejanos de El Álamo, en John Paul Jones en su bañera. Te gustaría comenzar ahora mismo una cruzada contra la falsedad y el error. Le dices a Tad que lo llamarás dentro de media hora. Más tarde, cuando suena el teléfono, lo ignoras.
Pasadas las diez de la noche depositas las pruebas sobre la mesa de Clara. Te aliviaría pensar que lo has conseguido. Pero te sientes como un estudiante que entrega una hoja de examen en parte copiada, en parte absurda y, lo que es peor, incompleta. Has detectado y corregido una cantidad de errores colosales, que sólo sirven para hacerte sospechar aún más de todo lo que no has verificado. El autor contaba con el Departamento de Verificación de Datos para sustentar sus insidiosas observaciones y torpes generalizaciones. No es muy justo por su parte, pero tu trabajo consiste en contribuir a la verosimilitud del artículo, y es tu trabajo lo que ahora peligra. La revista sólo se retractó una vez en su historia, y el corrector culpable del error fue fletado inmediatamente a Publicidad. Tu única esperanza es que Clara no lo lea. Podría desatarse un incendio en la oficina, por causas misteriosas. Clara podría emborracharse esta noche y abrirse la cabeza al caer del taburete del bar. Algún Violador al Acecho podría atacarla. Cualquier lector del Post lo consideraría más que posible. Ocurre todos los días.
Había unos dibujos animados que solías ver, o al menos así lo crees, en los que figuraban una tortuga viajera del tiempo y un mago providencial. La tortuga viajaba por el túnel del tiempo, digamos que hasta la Revolución francesa, e inevitablemente se metía en líos. En el último segundo, cuando ya estaba bajo la guillotina, gritaba «¡Socorro, señor mago!», y el mago, al otro extremo del túnel del tiempo, movía su varita y rescataba a la desventurada tortuga.
Te invade una sensación de nostalgia cuando recorres el estrecho pasillo de la oficina, con todas las puertas cerradas. Recuerdas lo que sentiste la primera vez que pasaste por allí, rumbo a tu entrevista con Clara. El miserable aspecto de ese pasillo sólo acrecentó tu sensación de respeto. Pensabas en todos los grandes nombres que se habían hecho aquí. Pensabas en ti mismo en tercera persona. Se presentó a la entrevista con un blazer azul marino. Había una vacante en el Departamento de Verificación de Datos; un trabajo que, incluso en aquel entonces, debió de parecerle impropio para su bohemio temperamento. Pero no estaba destinado a languidecer entre datos.
Aquellos primeros meses te parecen ahora muy prometedores. Estabas convencido de la importancia de tu trabajo y de tu futuro ascenso. Conociste gente que habías admirado durante años. Te casaste. El Druida te envió una tarjeta de felicitación. En pocos meses descubrirían que estaban malgastando tu talento en Datos. Pero algo pasó. En algún momento las cosas se estancaron.
La señora Bender, una de las correctoras de estilo, está trabajando aún. Te asomas para despedirte. Ella te pregunta por el artículo sobre Francia y le dices que ya has terminado.
—Es tan confuso —dice ella—. Parece traducido literalmente del chino. Esos autores pretenden que hagamos el trabajo que les corresponde a ellos.
Asientes con la cabeza y sonríes. Su queja es refrescante, como un chaparrón después de un día bochornoso. Te apoyas contra el marco de la puerta. Ella sacude la cabeza y suspira.
—¿Se quedará mucho rato más? —le preguntas.
—Más de lo que me gustaría.
—¿Le subo un bocadillo?
—No —agradece ella—. Me serviría de excusa para quedarme hasta más tarde.
—Hasta mañana, entonces.
Ella te sonríe y vuelve a concentrarse en su trabajo.
Caminas hasta el ascensor y aprietas el botón.