En las secciones anteriores he afirmado que al negar lo especial encerrado en la condición de persona, se obtienen resultados confusos e inferiores de la gente. Por otra parte, también he afirmado que el computacionalismo, un marco filosófico que no concede a las personas una posición especial, puede ser muy útil para la especulación científica. Cuando queremos conocernos a nosotros mismos en términos naturalistas, debemos hacer uso de una filosofía naturalista que da cuenta de un grado de complejidad irreductible, y hasta que a alguien se le ocurra otra idea, el computacionalismo es la única vía con la que contamos para lograrlo.
También debería señalar que el computacionalismo puede ser útil en determinadas aplicaciones de ingeniería. De hecho, resulta esencial un enfoque materialista del organismo humano en algunos casos en los que no es necesariamente fácil de sostener.
Por ejemplo, he trabajado en herramientas de simulación quirúrgica durante muchos años, y en esos casos trato de pensar por un rato en los cuerpos humanos como si fueran fundamentalmente distintas de los animales o los robots sofisticados. No es un trabajo que podría hacer tan bien sin la sensación de distancia y objetividad.
Por desgracia, de momento no tenemos acceso a una sola filosofía que tenga sentido en todos los casos, y es posible que nunca la hallemos. Tratar a las personas como si no fueran nada más que partes de la naturaleza constituye una base poco inspiradora para diseñar tecnologías que representen las aspiraciones humanas. El error contrario es igual de equivocado: es un error tratar a la naturaleza como una persona. Es un error que da lugar a confusiones como el diseño inteligente.
He marcado un límite básico entre las situaciones en las que es beneficioso considerar a las personas «especiales» y otras situaciones en las que no lo es.
Pero no he hecho lo suficiente.
También es importante abordar el atractivo romántico del totalitarismo cibernético. Se trata de un atractivo innegable.
Aquellos que ingresan en el teatro del computacionalismo reciben la paz psicológica que normalmente se asocia con las religiones tradicionales. Ello incluye consuelo por los anhelos metafísicos, en forma de competencia en pos de estados de representación digital más «meta» o más elevados, e incluso una escatología llamativa, en la forma de la Singularidad. Y, ciertamente, a través de la Singularidad, se pone a disposición de los creyentes más devotos una esperanza en el más allá.
¿Es concebible que un nuevo humanismo digital pueda ofrecer visiones románticas que puedan competir con ese espectáculo extraordinario? He descubierto que ese humanismo brinda un enfoque de la tecnología todavía más llamativo, heroico y seductor.
Se trata de estética y emociones, no de un argumento racional. Lo único que puedo hacer es contarte por qué me ha parecido verdadero y esperar que a ti también te lo parezca.
Donde presento mi forma romántica de pensar en la tecnología. Hablo de envidia del cefalópodo, «comunicación postsimbólica» y una idea del progreso centrada en el enriquecimiento de la profundidad comunicativa en lugar de la adquisición de poderes. Creo que estas ideas son apenas unos pocos ejemplos de los muchos que esperan a ser descubiertos y que demostrarán ser mucho más seductores que el totalitarismo cibernético.
La neotenia es una estrategia evolutiva que se manifiesta en mayor o menor grado en distintas especies, en las que las características del desarrollo temprano se prolongan y se mantienen en una edad cronológica de un organismo individual.
Por ejemplo, la neotenia se manifiesta en los humanos más que en los caballos. Un caballo recién nacido puede ponerse en pie solo y posee muchas de las aptitudes de un caballo adulto. Un bebé humano, por el contrario, se parece más al feto de un caballo. Nace sin las habilidades más básicas de un humano adulto, como la capacidad de andar.
Esas habilidades, en cambio, se aprenden durante la infancia. Nosotros, los mamíferos inteligentes alcanzamos esa condición gracias a que somos más tontos cuando nacemos que nuestros parientes más instintivos del reino animal. Llegamos al mundo básicamente como fetos desprotegidos. La neotenia abre una ventana al mundo antes de que nuestros cerebros se puedan desarrollar bajo la única influencia del instinto.
En ocasiones se afirma que el nivel de neotenia en los humanos no es fijo, que ha ido en aumento a lo largo del curso de la historia humana. Mi objetivo aquí no es participar en un debate sobre la semántica de la naturaleza o la educación. Pero creo que sin duda se puede decir que la neotenia es una forma increíblemente útil de entender la relación entre el cambio en las personas y la tecnología, y como ocurre con muchos aspectos de nuestra identidad, no sabemos tanto del componente genético de la neotenia como sin duda sabremos en un futuro próximo.
La fase de la vida que llamamos «infancia» se vio enormemente extendida debido al surgimiento de la alfabetización, ya que lleva tiempo aprender a leer. Los niños analfabetos iban a trabajar al campo todo el tiempo que podían, mientras que los que aprendían a leer pasaban el tiempo en un espacio artificial y protegido llamado clase, un útero extendido. Incluso se ha dicho que la aceptación general de la infancia como una etapa natural de la vida humana solo ocurrió cuando coincidió con la expansión de la imprenta.
La infancia se vuelve más inocente, protegida y concentrada con el aumento de la riqueza. Ello se debe, en parte, a que hay menos hermanos con los que competir por el botín material y la atención paterna. Un psicólogo evolutivo también podría decir que los padres tienen mayor motivación para dedicarse a un hijo cuando hay menos bocas que alimentar.
Con la riqueza se prolonga la infancia. Se suele decir que los niños ingresan en el mundo de la sexualidad antes que en el pasado, pero solo es una cara de la moneda. Su sexualidad también sigue siendo infantil durante un período más largo que antes. Los veinte años son la nueva adolescencia, y a los treinta las personas todavía siguen teniendo citas, sin haber escogido pareja o haber decidido si quieren tener hijos o no.
Si un trauma o una ansiedad infantil, puede quedar obsoleto por la tecnología, esto ocurrirá lo antes posible (tal vez incluso antes).
Los niños desean atención. Por consiguiente, los adultos jóvenes, en su infancia recién extendida, pueden considerar ahora que finalmente están recibiendo la suficiente atención que esperaban a través de las redes sociales y los blogs. Últimamente el diseño de la tecnología online ha pasado de responder a ese deseo de atención a aplicarse para una fase de desarrollo todavía más anterior.
La ansiedad por la separación se ve aliviada con la conexión constante. Los jóvenes anuncian hasta el más mínimo detalle de sus vidas en servicios como Twitter no para presumir, sino para evitar la puerta cerrada a la hora de dormir, la habitación desierta, el vacío aullante de una mente aislada.
En Silicon Valley, el cambio acelerado se ha convertido casi en una creencia religiosa. A menudo nos da la impresión de que todo se está acelerando con los chips. Eso puede llevarnos a muchos de nosotros a ser optimistas con respecto a bastantes cosas que aterran a casi todos. Los tecnólogos como Ray Kurzweil dirán que las mejoras aceleradas en los logros tecnológicos dejarán atrás, sin duda, problemas como el calentamiento global y el fin del petróleo. Pero no todo proceso relacionado con la tecnología se acelera de acuerdo con la ley de Moore.
Por ejemplo, como he mencionado antes, el desarrollo del software no se acelera forzosamente en sincronía con las mejoras en el hardware. En cambio, a menudo disminuye su velocidad a medida que los ordenadores crecen porque hay más oportunidades de cometer errores en programas más grandes. El desarrollo se vuelve más lento y más conservador cuando hay más en juego, y eso es lo que está sucediendo.
Por ejemplo, la interfaz de usuario de los buscadores sigue basada en la interfaz de línea de comandos, con lo que el usuario debe crear frases lógicas empleando símbolos como guiones y comillas. Así es como eran antes los ordenadores personales, pero se tardó menos de una década en pasar del Apple II al Macintosh. En cambio, ha pasado más de una década desde que aparecieron los servicios de búsqueda basados en la red, y todavía siguen atrapados en la época de la línea de comandos. A este paso, podemos esperar que en 2020 el desarrollo de software se haya desacelerado hasta alcanzar un estancamiento casi absoluto, como un reloj que se aproxima a un agujero negro.
Hay otra forma de lentitud ligada a la ley de Moore que interactúa con el proceso de neotenia. En general, se puede esperar que la ley de Moore acelere el progreso en la medicina porque los ordenadores acelerarán la velocidad de procesos como la genómica y el descubrimiento de drogas. Eso significa que la vejez sana se volverá todavía más sana y que la fase «juvenil» de la vida también se alargará. Las dos van de la mano.
Y eso significa que los cambios generacionales en materia de cultura y pensamiento se darán con menos frecuencia. El baby boom todavía no ha acabado, y los años sesenta siguen ofreciendo los puntos de referencia dominantes de la cultura popular. Esto se debe en parte, creo, a los fenómenos de la Retrópolis y la prolongación de la juventud, pero también a que las personas nacidas durante el baby boom no solo abundan y están vivas, sino que todavía gozan de vigor y contribuyen a la sociedad. Y eso es porque la medicina en constante progreso, la salud pública, la agricultura y otros frutos de la tecnología han aumentado la esperanza de vida. La gente vive más a medida que la tecnología mejora, de modo que el cambio cultural se ralentiza, pues está más ligado al reloj generacional saliente que al entrante.
Así pues, la ley de Moore retrasa el cambio cultural «generacional». Pero esa es solo la cara de la neotenia. Si bien resulta fácil considerar la neotenia como un énfasis de las cualidades juveniles, que son en esencia radicales y experimentales, cuando la neotenia cultural se lleva a un extremo, se vuelve conservadora desde que las perspectivas de cada generación se mantienen más tiempo y se vuelven más influyentes conforme se extiende la neotenia. Es decir, que la neotenia saca a la luz cualidades contradictorias en la cultura.
Vale la pena repetir verdades evidentes cuando una multitud enorme de personas sigue ajena a ellas. Por eso siento la necesidad de señalar el aspecto general más obvio de la cultura digital: que está compuesta de una sucesión de obras de juventud.
Algunas de las mayores inversiones especulativas en la historia de la humanidad siguen convergiendo en proyectos absurdos de Silicon Valley que parecen haber sido bautizados por el doctor Seuss. Es posible que el día menos pensado oigamos que decenas o cientos de millones de dólares van a ir a parar a un start up llamado Ublibudly o MeTickly. Me acabo de inventar estos nombres, pero si existieran serían una gran carnada para el capital de riesgo. En esas empresas uno se encuentra con salas llenas de ingenieros doctorados en el MIT que no se dedican a buscar curas contra el cáncer o fuentes de agua potable segura para el mundo subdesarrollado, sino a desarrollar proyectos para enviar imágenes digitales de ositos de peluche y dragones entre miembros adultos de redes sociales. Al final del camino de la búsqueda de la sofisticación tecnológica parece haber una casa de juegos donde la humanidad retrocede hasta el jardín de infancia.
Puede parecer que estoy cebándome en el carácter infantil de la cultura de internet, pero el ridículo es la menor de mis preocupaciones. Cierto, tiene que haber un espacio para la diversión, pero el negocio más importante está vinculando la neotenia del infantilismo tecnológico con una tendencia ambiciosa y audaz que caracteriza a la especie humana.
¡Y la verdad es que no hay nada malo en ello! No estoy diciendo: «Internet nos está convirtiendo a todos en críos, ¿no es terrible?»; todo lo contrario. La neotenia cultural puede ser maravillosa. Pero es importante entender su lado oscuro.
Todo lo que está pasando en la cultura digital, desde los ideales del software abierto hasta los estilos emergentes de Wikipedia, se puede entender en términos de neotenia cultural. La neotenia tendrá normalmente un lado bueno y uno malo, y equivaldrán a las cosas buenas y las malas que pasan en cualquier patio de recreo.
Hay que reconocer que la división de la infancia en lo bueno y lo malo es algo subjetivo. En La poética de la ensoñación, de Gaston Bachelard, se celebra una aproximación al lado bueno de la infancia, mientras que en El señor de las moscas, de William Golding, se describe un aspecto de la parte mala.
Entre lo bueno se cuenta una imaginación prodigiosa, la esperanza ilimitada, la inocencia y la dulzura. La infancia es la esencia misma de la magia, el optimismo, la creatividad y la invención abierta de uno mismo y del mundo. Es el núcleo de la ternura y la conexión entre las personas, de la continuidad entre generaciones, de la confianza, el juego y la reciprocidad. Es la época de la vida en que aprendemos a usar nuestra imaginación sin las restricciones impuestas por las lecciones de la vida.
Lo malo es más evidente, e incluye el bullying, la irritabilidad voraz y el egoísmo.
La red ofrece abundantes ejemplos de ambos aspectos de la neotenia.
La neotenia bachelardiana se encuentra, sin previo aviso, en alguna que otra página de MySpace que expresa el asombro y la extrañeza que un adolescente puede experimentar en el mundo que se extiende ante él. También aparece en Second Life y en entornos de juego en los que los chicos descubren sus capacidades expresivas. Sinceramente, la proporción entre estupideces banales y ternura y asombro genuinos es hoy día peor en la red que en el mundo físico, pero existen cosas buenas.
La parte goldingesca y desagradable de la neotenia es tan fácil de hallar online como mojarse en la lluvia, y se describe en las partes de este libro dedicadas a los trolls y el comportamiento de grupo en la red.
No hay nada más aburrido que escuchar a la gente hablar de experiencias indescriptibles, profundamente personales y reveladoras: un viaje de LSD o la visión de la cima de una montaña. Cuando vives en la zona de la bahía de San Francisco, aprendes a evitar cuidadosamente en una conversación esos pequeños detonadores que pueden acarrear el diluvio interminable de experiencias personales insondables.
De modo que ofrezco mi propia versión con inquietud. Voy a contar mi historia porque puede ayudar a hacer entender un punto tan básico, tan propio del entorno, que de otra forma sería casi imposible de aislar y describir.
En los años ochenta Palo Alto ya era la capital de Silicon Valley, pero todavía se podían hallar vestigios de su existencia anterior como frontera entre el campus de Stanford y un paraíso enorme de huertos soleados situados hacia el sur. Bajando por la carretera principal que salía de Stanford, se podía girar por un camino de tierra que avanzaba a lo largo de un arroyo y encontrar un grupo oscuro de casitas de estuco.
Algunos de mis amigos y yo habíamos colonizado ese pequeño enclave, en el que se respiraba un ambiente de «hippismo tardío». Yo había ganado algún dinero con los videojuegos, y estábamos usando las ganancias para fabricar máquinas de realidad virtual. Recuerdo que un día, en medio de aquel caos llamativo, uno de mis colegas —tal vez Chuck Blanchard o Tom Zimmerman— me dijo, con una sorpresa repentina: «¿Te das cuenta de que ahora mismo estamos en la habitación más interesante del mundo?».
Estoy seguro de que no éramos los únicos jóvenes que creíamos que lo que estábamos haciendo era lo más fascinante del mundo, pero después de todos estos años todavía me parece que era una afirmación razonable. Lo que estábamos haciendo era conectar a la gente en la realidad virtual por primera vez.
Si te hubieras tropezado con nosotros, esto es lo que habrías visto. Varios de nosotros estaríamos ante unas mesas dignas de un científico loco llenas de ordenadores y una maraña impenetrable de cables cuidándolos luego de alguna de las tantas crisis técnicas que había amenazado el sistema en ese momento. Uno o dos individuos con suerte estarían dentro de la realidad virtual. Desde fuera, los habrías visto con gafas negras enormes y guantes recubiertos de componentes electrónicos pequeños y extraños. Otras personas andarían cerca para asegurarse de que no chocaran con las paredes o tropezaran con los cables. Pero lo más interesante era lo que esos dos individuos veían desde dentro de la realidad virtual.
En un nivel, lo que veían eran imágenes absurdamente rudimentarias moviéndose con torpeza por todos lados, lo que les hacía prácticamente imposible recuperar el equilibrio después de girar la cabeza rápidamente. Ese era el estado natal de la realidad virtual. Pero había una diferencia crucial, y es que incluso en esas primeras fases de crudeza penosa, la realidad virtual transmitía una nueva experiencia increíble de un modo que ningún otro medio había logrado jamás.
Me decepciona tener que describirte esta experiencia con palabras más de un cuarto de siglo después. Algunas variaciones de la realidad virtual se han convertido en lugares comunes: en Second Life y otros servicios online puedes jugar con avatares y mundos virtuales. Pero sigue siendo muy raro poder experimentar lo que me dispongo a describir.
De modo que estás en la realidad virtual. Tu cerebro empieza a creer en el mundo virtual en lugar de en el mundo físico. Hay un momento extraño en que se produce la transición.
La realidad virtual primitiva de los años ochenta tenía un encanto casi perdido hoy. (Pero creo que volverá a aparecer en el futuro). Las imágenes eran minimalistas porque no existía la capacidad informática necesaria para representar un mundo visualmente rico. Pero nuestro diseño óptico tendía a crear un efecto saturado y suave, en lugar del cuadriculado que se suele asociar con los primeros gráficos de ordenador. Y nos veíamos obligados a usar nuestra capacidad gráfica, que era mínima, con mucho cuidado, de modo que había una elegancia forzada en los diseños geométricos multicolores que poblaban nuestros primeros mundos virtuales.
Recuerdo mirar el cielo virtual de color azul intenso y la primera mano virtual en vivo, una escultura cubista de cilindros y conos de color latón, que se movía con mis pensamientos y era yo.
Podíamos jugar con la realidad virtual en el plano más básico de la investigación básica, con creatividad y libertad. Hoy día, por desgracia, todavía es prohibitivo trabajar con la realidad virtual en toda regla, de modo que sin una aplicación concreta no se suele usar. Por ejemplo, antes siquiera de adquirir el equipo, necesitas unas salas especiales para que las personas deambulen cuando creen que están en otro mundo, y el espacio para disponer de esas salas en una universidad no es fácil de conseguir.
Hoy, la realidad virtual inmersiva madura se hace demasiado a menudo con un objetivo puntual. Si utilizas la realidad virtual para practicar una intervención quirúrgica, no hace falta que tengas nubes psicodélicas en el cielo. Puede que incluso prescindas del sonido, ya que no es esencial para la tarea. Irónicamente, se está volviendo cada vez más difícil encontrar ejemplos de la experiencia completa, exótica, de la realidad virtual, pese a que los precios de la tecnología básica se están abaratando.
Intentar crear los cuerpos virtuales lo más fielmente posible era un desafío obvio y tentador habida cuenta del estado primitivo de la tecnología en la época. Para hacerlo, desarrollamos unos trajes de cuerpo entero cubiertos de sensores. Una medida tomada en el cuerpo de alguno de los que llevaba uno de esos trajes, como un aspecto de la flexión de la muñeca, se aplicaba para controlar un cambio correspondiente en un cuerpo virtual. Pronto la gente estaba bailando y haciendo el tonto en la realidad virtual.
Por supuesto, había fallos. Recuerdo perfectamente un fallo maravilloso que hizo que mi mano se volviera enorme, como una red de rascacielos voladores. Como suele ocurrir, ese accidente condujo a un descubrimiento interesante.
Resultó que la gente aprendía rápido a habitar cuerpos extraños y distintos y a interactuar con el mundo virtual. Me empezó a despertar curiosidad cuán raro se podía volver el cuerpo antes de que la mente se desorientara. Me puse a juguetear con partes de extremidades alargadas y con miembros colocados en partes extrañas. El experimento más curioso que realicé incluía una langosta virtual. Una langosta tiene un trío de pequeños brazos en el torso a cada lado del cuerpo. Si a los cuerpos humanos físicos les brotaran las correspondientes extremidades, las habríamos medido con un traje adecuado y con eso habría bastado.
Doy por sentado que al lector no le sorprenderá si digo que el cuerpo humano no tiene esos pequeños brazos, de modo que surgió la pregunta de cómo controlarlos. La respuesta fue extraer un poco de información de cada una de las múltiples partes del cuerpo físico y combinar los datos en una única señal de control para una determinada articulación de las extremidades adicionales de la langosta. Un toque de un giro de codo humano, una pizca de una flexión de rodilla humana. Se podía mezclar una docena de movimientos similares para controlar la articulación central de la pequeña extremidad izquierda número 3. El resultado fue que los codos y las rodillas humanos podían controlar con brusquedad sus equivalentes virtuales igual que antes, a la vez que contribuían al control de las extremidades adicionales.
¡Sí, resulta que la gente puede aprender a controlar cuerpos con extremidades adicionales!
En el futuro, espero que los niños se conviertan en moléculas y triángulos para aprender de ellos a partir de una sensación somática y visceral. Espero que la capacidad de transformación se convierta en una aptitud tan importante en una cita como saber besar.
Cuando estás en la realidad virtual, hay algo extraordinario que puedes notar, aunque no hay nada que te obligue a ello: dejas de ser consciente de tu cuerpo físico. Tu cerebro ha aceptado el avatar como tu cuerpo. La única diferencia entre tu cuerpo y el resto de la realidad que experimentas es que sabes cómo controlar tu cuerpo, de modo que ocurre de forma automática e inconsciente.
Pero en realidad, debido a la flexibilidad homuncular, cualquier parte de la realidad podría ser perfectamente una parte de tu cuerpo si conectaras los elementos de software de forma que tu cerebro pudiera controlarla fácilmente. Tal vez si meneas los dedos de los pies, las nubes del cielo también se menearán. Luego las nubes podrían empezar a sentirse como parte de tu cuerpo. Todos los elementos de la experiencia se vuelven más fungibles que en el mundo físico. Y eso desemboca en la experiencia reveladora.
El cuerpo y el resto de la realidad ya no tienen un límite establecido. Entonces, ¿qué eres en este momento? Estás flotando allí dentro, como un centro de experiencia. Eres consciente de que existes, pues ¿qué otra cosa puede estar pasando? Piensa en la realidad virtual como una máquina que le permite a uno percatarse de su conciencia.
¿Te acuerdas de los efectos especiales informáticos de la película Terminator 2 que permitían que el terminator malo adoptara la forma y el semblante de cualquier persona con la que se encontraba? El morphing —la transformación en pantalla— violaba las reglas no escritas de lo que supuestamente era posible ver, y al hacerlo proporcionaba un placer intenso y estremecedor en lo más recóndito de la mente del espectador. Casi podías notar cómo tu sistema neuronal se desprendía y se unía de nuevo.
Por desgracia, el efecto se ha convertido en un lugar común. Hoy en día, cuando ves un anuncio de televisión o una película de ciencia ficción, una voz interior te dice: «Vaya, otra transformación». Sin embargo, hay un vídeo que muestro a menudo a mis alumnos y amigos para recordarles, y recordarme a mí mismo, los efectos fascinantes de la transformación anatómica. Es un vídeo tan asombroso que la mayoría de los espectadores son incapaces de procesarlo la primera vez que lo ven, de modo que piden verlo una y otra vez, una y otra vez, hasta que su mente se ha abierto lo bastante como para asimilarlo.
El vídeo fue grabado en 1997 por Roger Hanlon mientras buceaba frente a la isla de Gran Caimán. Roger es un investigador del Laboratorio Biológico Marino en Woods Hole; está especializado en el estudio de los cefalópodos, una familia de animales marinos entre los que se encuentran el pulpo, el calamar y la sepia. El vídeo está filmado desde el punto de vista de Roger mientras examina una roca poco destacable cubierta de algas bamboleantes.
De repente, increíblemente, un tercio de la roca y una mata enmarañada de algas se transforma y revela lo que es en realidad: los tentáculos ondeantes de un pulpo blanco. Al quedar al descubierto su camuflaje, el animal lanza un chorro de tinta a Roger y sale disparado, dejando a Roger, y al espectador del vídeo, con la boca abierta.
La estrella del vídeo, el Octopus vulgaris, es una de varias especies de cefalópodos capaces de transformarse, entre los que se encuentran el pulpo mimo y la sepia gigante australiana. La treta en cuestión resulta tan extraña que un día acompañé a Roger en uno de sus viajes de investigación para asegurarme de que no se trataba de una falsificación hecha con efectos de ordenador. Para entonces yo ya estaba enganchado a los cefalópodos. Mis amigos han tenido que adaptarse a mi obsesión: se han acostumbrado a mis discursos efusivos sobre esos animales. Por lo que a mí respecta, los cefalópodos son los animales inteligentes más extraños de la tierra. Constituyen el mejor ejemplo de lo distintos de nosotros que podrían ser los extraterrestres inteligentes (en caso de que existieran), y nos dan pistas del futuro posible de nuestra especie.
La fuerza intelectual en bruto de los cefalópodos parece tener más potencial que la del cerebro de los mamíferos. Los cefalópodos pueden hacer toda clase de cosas, como pensar tridimensionalmente y transformarse, capacidades que serían unas aptitudes innatas estupendas en un futuro de alta tecnología. La coordinación tentáculoojo debería ser un equivalente sin problemas de la coordinación mano-ojo. Desde el punto de vista del cuerpo y el cerebro, los cefalópodos están preparados para evolucionar en los desarrolladores supremos de herramientas de alta tecnología. Los cefalópodos deberían en buena ley tener la batuta y nosotros deberíamos ser sus mascotas.
Lo que nosotros tenemos y ellos no es la neotenia. Nuestra arma secreta es la infancia.
Las crías de cefalópodo deben abrirse camino solas desde el momento de su nacimiento. De hecho, se ha observado cómo algunas reaccionan al mundo visible a través de sus huevos transparentes aun antes de nacer, basándose únicamente en el instinto. Si las personas están en un extremo del espectro de la neotenia, los cefalópodos están en el otro.
Los cefalópodos macho no suelen vivir mucho después de aparearse. Para ellos no existe el concepto de crianza. Aunque los individuos cefalópodos individuales pueden aprender mucho durante una vida, no dejan nada a las futuras generaciones. Cada generación empieza de nuevo, como una pizarra en blanco, asimilando el extraño mundo al que se enfrentan sin más ayuda que los instintos legados en sus genes.
Si los cefalópodos tuvieran infancia, sin duda dominarían la tierra. Esto se puede expresar en una ecuación, la única que propongo en este libro:
Cefalópodos + Infancia = Humanos + Realidad virtual
El morphing de los cefalópodos funciona de forma algo similar a como lo hace en los gráficos de ordenador. Intervienen dos componentes: un cambio en la imagen o la textura visible en la superficie de una forma y un cambio en la propia forma. Los «píxeles» de la piel de un cefalópodo son unos órganos llamados cromatóforos. Se pueden dilatar y contraer rápidamente, y cada uno de ellos está lleno de un pigmento de un color determinado. Cuando una señal nerviosa hace que un cromatóforo rojo se expanda, el «píxel» se vuelve rojo. Un patrón de activaciones nerviosas produce una imagen cambiante —una animación— que aparece en la superficie del cefalópodo. En cuanto a las formas, un pulpo puede disponer rápidamente sus tentáculos para formar una gran variedad de formas, como un pez o un trozo de coral, e incluso puede generar verdugones en su piel para darle textura.
¿Por qué transformarse? Un motivo es el camuflaje. (El pulpo del vídeo probablemente está intentando esconderse de Roger). Otro es la comida. En uno de los vídeos de Roger aparece una sepia gigante persiguiendo a un cangrejo. La sepia tiene el cuerpo blando en su mayor parte; el cangrejo está totalmente acorazado. Cuando la sepia se acerca, el cangrejo de aspecto medieval adopta una postura de macho, agitando sus pinzas puntiagudas con intención de atacar el cuerpo vulnerable de su enemigo.
La sepia reacciona con un número psicodélico extraño e ingenioso. Imágenes raras, colores exuberantes y series sucesivas de lo que parecen relámpagos ondulantes y filigranas recorren su piel. La escena es tan increíble que hasta el cangrejo parece desorientado; su gesto amenazante se ve sustituido momentáneamente por uno que parece decir: «¿Eh?». En ese exacto instante la sepia ataca entre las rendijas de su armadura. ¡Usa el arte para cazar!
Como investigador que estudia la realidad virtual, puedo decir la emoción que recorre todo mi ser cuando veo a los cefalópodos transformarse: envidia.
El problema es que para transformarse en la realidad virtual, los humanos deben diseñar por adelantado avatares listos para transformaciones con todo lujo de detalles. Nuestras herramientas de software todavía no son lo bastante flexibles como para permitirnos improvisar distintas formas dentro de la realidad virtual.
En el terreno de los sonidos, podemos ser un poco más espontáneos. Podemos crear una gran variedad de sonidos extraños con la boca, de forma espontánea y a la velocidad del pensamiento. Por eso podemos utilizar el lenguaje.
Pero en lo tocante a la comunicación visual, y otras modalidades como el olor y las formas esculturales representadas espontáneamente que se pueden sentir, estamos atados de pies y manos.
Podemos imitar; de hecho, cuando doy conferencias sobre cefalópodos me gusta pretender que soy el cangrejo y la sepia para ilustrar el cuento. (Más de un alumno me ha señalado que con mi pelo me parezco cada día más a un cefalópodo). Podemos aprender a dibujar y a pintar, o a utilizar software para diseñar gráficos de ordenador, pero no podemos generar imágenes a la velocidad a la que las imaginamos.
Imagínate que tuviéramos la capacidad de transformarnos a voluntad, con la rapidez con que pensamos. ¿Qué clase de lenguaje lo haría posible? ¿Sería la misma vieja conversación de siempre, o podríamos «decirnos» cosas nuevas?
Por ejemplo, en lugar de decir: «Tengo hambre; vamos a cazar cangrejos», podrías simular la transparencia de tu cuerpo para que tus amigos vieran tu estómago vacío, o podrías convertirte en un videojuego sobre la caza de cangrejos para que tú y tus colegas pudierais practicar un poco antes de ir a cazar.
Yo llamo a esa posibilidad «comunicación postsimbólica». Puede resultar una idea difícil de concebir, pero es tremendamente excitante. No preconizaría la aniquilación del lenguaje tal y como lo conocemos —la comunicación simbólica seguiría existiendo—, sino que daría lugar a una ampliación intensa de significado.
Se trata de una transformación extraordinaria que la gente podría experimentar algún día. Tendríamos la opción entonces de eliminar el «intermediario» de los símbolos y crear directamente experiencia compartida. Una forma fluida de concreción podría resultar más expresiva que la abstracción.
En el terreno de los símbolos, podrías expresar una cualidad como lo «rojo». En la comunicación postsimbólica, podrías encontrar un cubo rojo. Lo vuelcas sobre tu cabeza, y podrías descubrir que por dentro es cavernoso. Allí estarían flotando todas las cosas rojas: paraguas, manzanas, rubíes y gotas de sangre. El rojo del interior del cubo no sería el rojo eterno de Platón. Sería concreto. Puedes ver por ti mismo lo que tienen en común los distintos objetos. Es un nuevo tipo de concreción tan expresiva como una categoría abstracta.
Tal vez sea un ejemplo árido y académico. Tampoco yo quiero aparentar que lo entiendo por completo. La concreción fluida sería un ámbito expresivo totalmente nuevo. Requeriría nuevas herramientas, o instrumentos, para que las personas pudieran adquirirla.
Me imagino un instrumento virtual similar a un saxofón con el que se pudiera improvisar en la realidad virtual tanto tarántulas doradas como un cubo con todas las cosas rojas. Si supiera cómo crearlo, lo haría, pero no lo sé.
Me parece una incógnita fundamental si es posible siquiera crear dicha herramienta de tal forma que saque al improvisador del mundo de los símbolos. Incluso si utilizaras el concepto de rojo en el curso de la creación del cubo de todas las cosas rojas, no habrías alcanzado ese objetivo.
Dedico mucho tiempo a ese problema. Estoy intentando crear una nueva forma de desarrollar software que escape de los límites de los sistemas simbólicos preexistentes. Se trata de mi proyecto fenotrópico.
El objetivo del proyecto es hallar una forma de crear software que rechace la idea del protocolo. En su lugar, cada módulo de software debe utilizar técnicas de reconocimiento de patrones emergentes y genéricas —similares a las que ya he descrito, que pueden reconocer caras— para conectar con otros módulos. La computación fenotrópica podría dar como resultado un tipo de software menos confuso e impredecible, pues al no haber protocolos no habría errores de protocolo. También señalaría un camino para escapar de la prisión de ontologías predefinidas y ancladas como MIDI en los asuntos humanos.
Espero que la comunicación postsimbólica demuestre que un humanista blandengue como yo puede ser tan radical y ambicioso con la ciencia y la tecnología como cualquier totalitario cibernético y, al mismo tiempo, seguir creyendo que la gente debería ser considerada de forma distinta, como encarnando una categoría especial.
Para mí, la perspectiva de un concepto de la comunicación totalmente distinto es más apasionante que una construcción como la Singularidad. Cualquier gadget, incluso uno grande como la Singularidad, se vuelve aburrido al cabo de un tiempo. Pero una profundización del significado es la aventura más intensa posible a nuestro alcance.