Hasta el momento he presentado dos aspectos en los que la actual ideología dominante del mundo digital, el totalitarismo cibernético, ha fracasado.
El primer caso puede considerarse un fracaso espiritual. La ideología ha alentado filosofías cerradas que niegan el misterio de la experiencia. Un problema práctico que se puede derivar de este error es que nos volvemos proclives a desviar el esfuerzo de fe que llamamos «esperanza» de las personas hacia las máquinas.
El segundo fracaso es de conducta. Sucede que los proyectos que celebran la noosfera y otros ideales del totalitarismo cibernético tienden a subestimar a los humanos. Los ejemplos son las invocaciones omnipresentes de anonimato e identidad grupal. No debería sorprender que esos diseños tiendan a reforzar un tratamiento indiferente o pobre de los humanos. En esta parte se presenta un tercer fracaso, esta vez en la esfera económica.
Para millones de personas, internet es sinónimo de copias ilimitadas de música, vídeos y otras formas de expresión humana individual. Para unas pocas personas brillantes y afortunadas, internet ha significado la capacidad de inventar estratagemas financieras que, por su complejidad, era imposible que existieran en el pasado, creando esa peligrosa ilusión temporal de que se puede crear dinero de la nada y sin correr ningún riesgo.
Voy a sostener que hay semejanzas y vínculos ocultos entre estas dos tendencias. En cada caso, a algunas personas les esperan obviamente beneficios a corto plazo, pero en última instancia a todos nos espera un desastre a largo plazo.
Primero hablaré de la «cultura libre». El desastre relacionado con la cultura libre todavía está en sus fases iniciales. Las formas de expresión humana que requieran un ancho de banda bajo, como la música y la información periodística, ya están siendo degradadas a un estado lamentable. Las expresiones que necesitan un ancho de banda alto, como las películas, van camino de correr la misma suerte.
Otro problema de la filosofía que estoy criticando es que conduce a ideas económicas que desaprueban las elecciones humanas más elevadas. En esta sección y las siguientes abordaré una ortodoxia que ha surgido recientemente en el mundo de la cultura digital y los emprendedores. Los problemas relacionados con estructuras financieras demasiado abstractas, complejas y peligrosas están ligados a los ideales de la cultura «abierta» o «libre».
La ideología que vino a dominar gran parte de la escena de la computación en nube —ejemplificada por causas como la cultura libre o abierta— puede echar por tierra un momento histórico esperado como mínimo desde el siglo XIX. Una vez que los avances tecnológicos sean suficientes para ofrecer, al menos potencialmente, unas vidas llenas de salud y comodidad, ¿qué ocurrirá? ¿Solo se beneficiará una pequeña minoría?
Mientras que el número relativo de personas extremadamente pobres está disminuyendo, las diferencias de ingresos entre ricos y pobres aumentan a una velocidad vertiginosa. La zona intermedia entre la riqueza y la pobreza se está estirando, y es probable que aparezcan nuevas costuras.
La medicina está a punto de dominar algunos de los mecanismos fundamentales del envejecimiento. Las diferencias drásticas en la riqueza de las personas se traducirán en diferencias drásticas sin precedentes en la esperanza de vida. Puede que el mundo desarrollado empiece a conocer cómo se siente hoy la gente más necesitada, hambrienta y enferma en las zonas más pobres del mundo. La esperanza de vida de la clase media podría empezar a parecer insignificante comparada con la de la élite afortunada.
¿Qué pasaría si una mañana descubrieras que los métodos para aumentar la vida a los que se han sometido algunos de tus conocidos que han ganado o heredado grandes cantidades de dinero son demasiado caros para ti y tu familia? Una mañana así podría convertir prácticamente a cualquiera en marxista.
Marx se centró en el cambio tecnológico. Por desgracia, su enfoque para corregir las desigualdades dio pie a una terrible serie de revoluciones violentas. Él sostenía que el campo de juego debía nivelarse antes de que las tecnologías de la abundancia maduraran. Sin embargo, se ha podido confirmar que nivelar un campo de juego con una revolución marxista acaba matando, embruteciendo o corrompiendo a la mayoría de las personas en ese campo. Aun así, las nuevas versiones de sus ideas siguen ejerciendo un enorme atractivo en muchas personas, sobre todo jóvenes. Las ideas de Marx todavía tiñen el pensamiento tecnológico utópico, incluidas muchas de las ideas que parecen libertarias al menos en la superficie. (Más adelante examinaré el tecnomarxismo sigiloso).
Lo que nos ha salvado del marxismo es simplemente que las nuevas tecnologías en general han creado nuevos trabajos, y esos trabajos han sido en general mejores que los antiguos. Han sido cada vez más elevados —más cerebrales, creativos, culturales o estratégicos— que los trabajos sustituidos. Un descendiente de un ludita que destruía telares hoy podría estar programando telares robóticos.
Abraham Maslow fue un psicólogo del siglo XX que sostuvo que los seres humanos tratan de saciar necesidades cada vez más elevadas cuando ya han cubierto sus necesidades más básicas. Una persona hambrienta optaría por buscar comida en lugar de estatus social, por ejemplo, pero una vez que la persona ya no tiene hambre, el deseo de estatus se puede volver tan intenso como la búsqueda de comida.
La jerarquía de Maslow está arraigada en la tierra, en la agricultura y la subsistencia, pero se eleva a cotas más altas. Se suele visualizar como una pirámide, cuya base representa las necesidades básicas de supervivencia, como la comida. El siguiente estrato representa la seguridad, luego el amor/pertenencia, a continuación la estima y, finalmente, como pináculo, la realización personal. La realización personal incluye la creatividad.
Las mejoras históricas en la situación económica de las personas normales y corrientes pueden verse como un ascenso en la pirámide de Maslow. Una consecuencia del ascenso por la rampa del progreso tecnológico, como ocurrió rápidamente durante la industrialización, fue que un gran número de personas empezó a ganarse la vida satisfaciendo necesidades cada vez más elevadas en la jerarquía de Maslow. Una inmensa clase media compuesta por maestros, contables y, sí, reporteros y músicos, surgió donde antes solo había unas pocas personas al servicio de las cortes reales y las iglesias.
Las primeras generaciones de marxistas no odiaban a esos trabajadores destacados, pero sí trataban de nivelar el estatus en la sociedad. Mao introdujo una sensibilidad distinta, según la cual solo era digno de remuneración el trabajo duro del estrato base en la jerarquía de Maslow. Los campesinos, que trabajaban en los campos como lo habían hecho desde hacía milenios, eran dignos de elogio, mientras que los individuos de los estratos más altos, como los intelectuales, debían ser castigados.
El movimiento de la cultura abierta, curiosamente, ha promovido un resurgimiento de esa sensibilidad. El maoísmo clásico no rechazaba la jerarquía; tan solo suprimía cualquier jerarquía que no fuera la estructura de poder del Partido Comunista gobernante. Actualmente, en China, esa jerarquía se ha mezclado con otras, incluida la fama, el éxito académico, la riqueza y la posición social, y China se ha fortalecido indudablemente gracias a ese cambio.
De igual modo, el maoísmo digital no rechaza toda jerarquía. En cambio, premia de forma abrumadora la jerarquía preferida de lo metadigital, en la que un contenido agregado es más importante que las fuentes que han sido agregadas. Un blog de blogs es ensalzado más que un simple blog. Si uno se apodera de un nicho muy elevado en la agregación de expresión humana —como Google ha hecho con las búsquedas, por ejemplo—, se puede volver muy poderoso. Lo mismo es aplicable a un agente de un fondo de riesgo. Lo meta equivale a poder en la nube.
La jerarquía de lo meta es la jerarquía natural de los gadgets de la nube del mismo modo que la idea de Maslow describe una jerarquía natural de aspiraciones humanas.
Para ser justos, la cultura abierta se diferencia del maoísmo en otro aspecto. El maoísmo se asocia normalmente con el control autoritario de la comunicación de ideas. La cultura abierta no, aunque los proyectos de la web 2.0, como los sitios wiki, tienden a promover la falsa idea de que solo hay una verdad universal en algunos campos donde no es así.
Sin embargo, en términos económicos, cada año que pasa, el maoísmo digital se está convirtiendo en un término más adecuado. En el mundo físico, el libertarismo y el maoísmo son tan diferentes como pueden serlo dos filosofías económicas, pero en el mundo de los bits, tal y como lo concibe la ideología del totalitarismo cibernético, se confunden y cada vez resulta más difícil distinguir uno de otro.
Antes de la industrialización, todas las civilizaciones dependían de grandes clases de gente que eran esclavos o semiesclavos. Sin progreso tecnológico, el progreso político y moral del mundo, por muy lleno de buenas intenciones que estuviera, no habría bastado para cambiar las condiciones de vida de la gente normal.
Los esclavos posibilitaron incluso la democracia precoz de la antigua Atenas. Fue el desarrollo de las máquinas, que parecían capaces de extender los simples pensamientos más allá de sí mismos hasta convertirlos en realidades físicas, lo que dejó obsoleta la esclavitud.
Quiero ir todavía más lejos. Las personas se van a centrar en actividades que no tengan nada que ver con luchar y matarse entre ellas solo mientras los tecnólogos siguen proponiendo formas de mejorar el nivel de vida de todos a la vez. Eso no significa que el progreso tecnológico garantice el progreso moral. Sin embargo, es necesario expandir la riqueza si se desea que la moralidad tenga algún efecto a gran escala, y la mejora de la tecnología es la única forma de aumentar la riqueza de muchas personas al mismo tiempo.
Esto no siempre ha sido tan cierto como lo es hoy día. El colonialismo y las conquistas fueron formas de generar riqueza muy diferentes del progreso tecnológico, sin embargo el ámbito militar y el tecnológico siempre han estado estrechamente unidos. El descubrimiento de nuevos recursos naturales, como un yacimiento de petróleo, también puede expandir la riqueza. Pero ya no podemos contar con formas de expansión de la riqueza que no sea la innovación tecnológica. Ya no hay nada que se pueda conseguir sin esfuerzo. Hoy solo la inventiva extrema puede aumentar la riqueza.
Las máquinas permitieron que un gran número de personas dejaran de ser esclavos para convertirse en trabajadores especializados. Sin embargo, uno de los constantes aspectos negativos de la industrialización es que cualquier especialización, por difícil que sea de adquirir, puede quedar obsoleta con la mejora de las máquinas.
En el siglo XIX, los trabajadores empezaron a preguntarse qué ocurriría cuando las máquinas mejoraran lo suficiente como para trabajar de forma autónoma. ¿Habría que eliminar el capitalismo para garantizar la subsistencia de las masas que ya no serían necesarias para operar las máquinas? ¿Una transformación económica fundamental como esa podría darse de forma pacífica?
Hasta el momento, cada oleada de cambios tecnológicos ha venido acompañada de nuevas demandas de mano de obra. El automóvil hizo que los fabricantes de látigos para carruajes cayeran en el olvido, pero dio trabajo a un ejército de mecánicos. Las transformaciones de la mano de obra continúan: actualmente un número considerable de trabajadores en todo el mundo se ocupa de las piezas sueltas de los ordenadores. Trabajan en servicios de asistencia técnica, en compañías de mantenimiento para empresas y en departamentos de tecnología informática.
Pero nos estamos acercando a la etapa final de la coexistencia de personas y máquinas, al menos en algunos aspectos. Los robots están empezando a perfeccionarse. Los exploradores semiautónomos enviados a Marte han superado todas las expectativas, los aspiradores Roomba, pequeños y graciosos, nos barren el suelo, y ya se pueden comprar coches que se aparcan solos.
Pero donde los robots son todavía más admirables es en los laboratorios. Llevan a cabo misiones de combate e intervenciones quirúrgicas y, lo que es más inquietante, fabrican productos a partir de materias primas. Ya existen modelos de pequeños robots de fabricación casera ideales para amateurs con precios razonables que pueden crear artículos domésticos a petición del usuario en su propia casa, basados en planos descargados de internet.
En los primeros días de la revolución digital, una de nuestras principales esperanzas era que un mundo conectado podía crear más oportunidades de progreso personal para todo el mundo. Tal vez sea así con el tiempo, pero hasta la fecha se ha producido más bien el efecto inverso, al menos en Estados Unidos. Durante la última década y media, desde el debut de la red, incluso durante los mejores años del boom económico, la clase media ha declinado en Estados Unidos. La riqueza nunca ha estado tan concentrada.
No estoy diciendo que la culpa sea de la red, pero si se supone que los tecnólogos digitales tenemos que proporcionar la cura, no lo estamos haciendo lo bastante rápido. Si no podemos reformular los ideales digitales antes de nuestra cita con el destino, habremos fracasado en la tarea de crear un mundo mejor. En lugar de ello, habremos dado lugar a una edad oscura en la que todo lo humano será devaluado.
Este tipo de devaluación adquirirá gran velocidad cuando los sistemas de información puedan funcionar sin la intervención humana constante en el mundo físico, a través de robots y otros gadgets automáticos. En un mundo basado en la colaboración colectiva, los campesinos de la noosfera se debatirán entre el empobrecimiento progresivo bajo un capitalismo impulsado por robots y un peligroso socialismo precipitado y desesperado.
Por desgracia, solo existe un producto capaz de mantener su valor mientras todo lo demás se devalúa bajo el estandarte de la noosfera. Al final del arco iris de la cultura abierta, yace una primavera eterna de anuncios. La cultura abierta eleva la publicidad desde su papel como acelerador para situarla en el centro del universo humano.
En una etapa anterior más hippy, antes del insólito auge de Google, en Silicon Valley se palpaba la indignación con respecto a la publicidad. En aquel entonces se la consideraba un pecado capital del mundo de los medios de comunicación que estábamos derribando. Los anuncios se hallaban en el mismo corazón del peor de los demonios que destruiríamos: la televisión comercial.
Irónicamente, en el mundo que nos aguarda, la publicidad ha sido elegida como la única forma de expresión digna de protección comercial. Cualquier otra forma de expresión está allí para ser remezclada, convertida en anónima y descontextualizada hasta que llega a carecer de sentido. Sin embargo, los anuncios deben ser cada vez más contextuales, y el contenido del anuncio es hoy absolutamente sagrado. Nadie —y cuando digo nadie es nadie— se atreve a agregar los anuncios colocados por Google en los márgenes de un sitio web. Cuando Google empezó a aparecer en el horizonte, se podían escuchar conversaciones como la siguiente: «Un momento, pero ¿nosotros no odiábamos la publicidad?». «Bueno, odiamos la vieja publicidad. La nueva publicidad es discreta y útil».
La centralidad de la publicidad en la nueva economía de la colmena es absurda, y lo más absurdo es que no se lo reconozca. El argumento más cansino de la filosofía digital reinante es que las multitudes que trabajan gratis son mejores en algunas cosas que los expertos antediluvianos remunerados. A menudo se cita el caso de Wikipedia como ejemplo. Si eso es cierto —y como ya he explicado, puede serlo dadas las condiciones adecuadas—, ¿por qué ese principio no licua la persistencia de la idea de la publicidad como negocio?
Un sistema eficaz y sincero basado en la sabiduría de la multitud debería desbaratar la persuasión remunerada. Si la multitud es tan sabia, debería estar guiando a las personas de manera óptima en asuntos como la economía doméstica, el blanqueo dental y la búsqueda de pareja. Toda esa persuasión remunerada debería ser sometida a discusión. Cada centavo que gana Google hace pensar en un fracaso de la multitud, y Google está ganando muchos centavos.
Si te interesa saber lo que sucede realmente en una sociedad o ideología, solo tienes que seguir la ruta del dinero. Si va a parar a la publicidad y no a los músicos, los periodistas y los artistas, entonces esa sociedad está más interesada en la manipulación que en la verdad o la belleza. Si el contenido carece de valor, entonces la gente empezará a volverse tonta e insustancial.
La combinación de la mente colmena y la publicidad ha dado como resultado un nuevo tipo de contrato social. La idea básica de dicho contrato consiste en alentar a los autores, periodistas, músicos y artistas a tratar los frutos de su intelecto e imaginación como fragmentos para ser entregados gratuitamente a la mente colmena. La reciprocidad adopta la forma de la autopromoción. La cultura está destinada a convertirse solo en publicidad.
Es cierto que hoy día esa idea puede funcionar en algunas situaciones. Existen unas cuantas historias de éxito ampliamente celebradas, si bien excepcionales, que han adquirido cualidades míticas. Esas historias son posibles solo porque nos encontramos en un período de transición, en el que unas pocas personas con suerte pueden beneficiarse al mismo tiempo de las ventajas de los medios de comunicación viejos y nuevos, y en sus orígenes insólitos se puede hilar una historia de marketing todavía novedosa.
De ese modo, alguien tan improbable como Diablo Cody, que trabajó de stripper, puede tener un blog y recibir la suficiente atención como para que le ofrezcan un contrato por un libro, y luego tener la oportunidad de que su guión se convierta en película: la famosísima Juno. Sin embargo, para pensar en las tecnologías hay que aprender a pensar como si uno ya estuviera viviendo en el futuro.
Tengo la esperanza de que la edición de libros seguirá siendo remunerada en el ámbito digital. Pero eso solo ocurrirá si los diseños digitales evolucionan para hacerlo posible. Tal y como están las cosas, los libros se verán enormemente devaluados cuando un gran número de personas empiece a leer en soporte electrónico.
Lo mismo es aplicable a las películas. En este momento, todavía hay muchas personas que acostumbran a comprar películas o a ir al cine. Así es como funciona la cultura hoy en día. Hay que ofrecerla a través de algún tipo de hardware propietario, como un cine o un libro de papel, para cobrar por ella.
Esta no es una solución sostenible. Cuanto más joven es uno, más probable es que te descargues una película gratis de la red en lugar de comprarla. En cuanto a los cines, les deseo una vida larga y duradera, pero imaginad un mundo en el que se pueda montar un magnífico proyector de cincuenta dólares en cualquier parte, ya sea en el bosque o en la playa, y generar una experiencia igual de buena. Ese es el mundo en el que viviremos dentro de una década. Cuando el intercambio de archivos erosione Hollywood como está minando ahora a las compañías discográficas, la opción de vender un guión por el dinero suficiente para vivir de ello desaparecerá.
En los inicios de la llamada cultura abierta, yo fui uno de los primeros en hacer propio uno de los temas de debate que desde entonces se ha convertido en cliché: la idea de que los dinosaurios del viejo orden ya fueron avisados de la revolución que se avecinaba. Si no pueden adaptarse es por su obstinación, rigidez o estupidez. Hay que culparlos a ellos por su propia suerte.
Eso es lo que hemos seguido diciendo de nuestras primeras víctimas, como las empresas discográficas o los periódicos. Pero ninguno de nosotros fue capaz de aconsejarles acerca de cómo sobrevivir de forma constructiva. Y ahora los echamos de menos más de lo que estamos dispuestos a reconocer.
En realidad, al mismo tiempo que les echamos la culpa, está bien reconocer que echamos de menos a los decadentes «medios de comunicación dominantes». En una famosa entrada de un blog escrita en 2008, Jon Talton culpaba a los periódicos de su propia decadencia, conforme a las prácticas establecidas de la revolución. El comentario finalizaba con esta acusación estereotípica que cito extensamente:
El mayor problema […] fue la quiebra de un modelo de negocio insostenible. En pocas palabras, el modelo conllevaba la utilización de representantes de venta en minifalda para que vendieran anuncios a precios exorbitantes a lascivos vendedores de coches de segunda mano y dueños de tiendas de electrodomésticos. […]
Ahora la caída en picado continúa, y el daño causado a nuestra democracia es difícil de pasar por alto. No es ninguna coincidencia que Estados Unidos tropezara con Irak y se encuentre paralizado ante los grandes retos que se están produciendo en el país y en el mundo, precisamente en el momento en que el verdadero periodismo está siendo asediado. Algo así podría hacer creer a los que ven conspiraciones por todas partes que había un gran plan para mantenernos atontados.
Por supuesto, he seleccionado una sola entrada de un blog entre millones. Pero es muy representativa del talante de los comentarios vertidos en la red. Nunca nadie ha sido capaz de dar buenos consejos a los periódicos moribundos, pero todavía se considera adecuado culparlos de su propio destino.
Esta diatriba ha planteado una importante pregunta, y sería tabú formularla en círculos de internet si no estuviera disfrazada de ataque contra la dignidad de nuestras víctimas: ¿habrían sido distintos los últimos años de la historia de Estados Unidos, menos desastrosos, si el modelo económico del periodismo no se hubiera visto atacado? Teníamos más bloggers, sin duda, pero también menos Woodwards y Bernsteins en un período en el que se tomaron decisiones económicas y militares ruinosas. De forma casi unánime, los años del gobierno de Bush se consideran desastrosos: la falacia de las armas de destrucción masiva y la implosión económica. En lugar de tener que hacer frente a una prensa dura, el gobierno empezó a adquirir una vaga conciencia de la existencia de multitudes de bloggers que se oponían con mucho ruido pero que se anulaban unos a otros. Cierto, los bloggers destaparon algún que otro escándalo, pero también lo hicieron los bloggers del otro bando. El efecto de la blogosfera en su conjunto fue neutro, como siempre ocurre con la clase de los sistemas abiertos planos celebrados en la actualidad.
Si un vídeo gratuito de alguna proeza tonta consigue tantos espectadores como el producto de un cineasta profesional, ¿por qué pagar al cineasta? Si un algoritmo puede utilizar datos basados en la nube para conectar a esos espectadores con el vídeo del momento, ¿por qué pagar a editores o empresarios? En el nuevo esquema no hay más que localización, localización y localización. Domina la nube informática que canaliza los pensamientos de la mente colmena y serás inmensamente rico.
Ya podemos ver en los estudiantes el efecto de un contrato social emergente en el que el ganador se lo lleva todo. Los estudiantes más brillantes de informática se están desviando cada vez más de los aspectos más profundos de su campo de conocimiento con la esperanza de hacerse un hueco en la nueva realeza situada en el centro de la nube, tal vez programando un fondo de inversión. O los mejores alumnos podrían estar planeando el lanzamiento de un sitio de redes sociales para golfistas adinerados. Una de las facultades de ingeniería más prestigiosas de Estados Unidos prohibió extraoficialmente esa idea como modelo de negocio en una clase de entrepreneurship porque se había vuelto un lugar común. Mientras tanto, las personas creativas —los nuevos campesinos— son como animales convergiendo en torno a los oasis en vía de desaparición de los viejos medios en un desierto agotado.
Donde se examina el destino de los músicos en la emergente economía digital.
Hace poco más de una década y media, con el nacimiento de la red mundial, se puso en marcha un reloj. Los imperios de los antiguos medios de comunicación cayeron en un sendero de obsolescencia predecible. Pero ¿aparecería a tiempo un sustituto superior? «¡Espera y verás! Se crearán más oportunidades de las que serán destruidas», decíamos entonces los idealistas. ¿No son suficientes quince años de espera para que pasemos de una vez por todas de la esperanza al empirismo? Ha llegado el momento de preguntarse: «¿Estamos creando la utopía digital para las personas o para las máquinas?». Si los destinatarios son las personas, tenemos un problema.
La cultura abierta se regodea en percepciones estrafalarias y exageradas de los males de las empresas discográficas o de cualquiera que crea que los antiguos modelos de propiedad intelectual tenían cierto mérito. Para muchos universitarios, el intercambio de archivos se considera un acto de desobediencia civil. ¡Eso significa que robar materiales digitales te sitúa en el mismo plano que Gandhi y Martin Luther King![9]
Es cierto que la estrategia asumida por las empresas discográficas no las ha ayudado demasiado. Han reaccionado montando un escándalo, interponiendo demandas contra gente bien dispuesta o emprendiendo espionajes detestables, y así sucesivamente. Por otra parte, el negocio de la música cuenta con un largo historial de falta de transparencia, corrupción, doble contabilidad y fijación de precios.
Llegado 2008, algunas de las principales figuras del movimiento de la cultura abierta empezaron a reconocer lo evidente, que es que no todo el mundo se ha beneficiado con el movimiento. Hace una década, todos dábamos por hecho, o al menos esperábamos, que la red proporcionaría tantos beneficios a tantas personas que a aquellos desafortunados que no cobraban por lo que hacían les terminaría yendo aún mejor porque encontrarían nuevas formas de ser remunerados. Hoy día todavía se oye ese argumento, como si las personas vivieran para siempre y pudieran permitirse esperar una eternidad a que les sea revelada una nueva fuente de riqueza.
Kevin Kelly escribió en 2008 que la nueva utopía
es una buena noticia para dos clases de personas: unos pocos agregadores con suerte, como Amazon y Netflix, y seis mil millones de consumidores. De esas dos clases, creo que los consumidores obtienen la mayor recompensa de la riqueza oculta en infinitas áreas.
Pero sin duda, para los creadores, el long tail es una bendición contradictoria. Los artistas, productores, inventores y fabricantes individuales no tienen cabida en la ecuación. El long tail no supone un gran aumento de las ventas de los creadores, sino que añade una enorme competencia y una incesante presión a la baja sobre los precios. A menos que los artistas se conviertan en un gran agregador de obras de otros artistas, el long tail no ofrece ninguna solución al estancamiento de sus minúsculas ventas.
Las personas que dedican sus vidas a la creación de expresiones culturales comprometidas que se pueden difundir a través de la nube —como opuestos a los contribuyentes esporádicos que prácticamente no requieren compromiso— son, tal como reconoce Kevin, los perdedores.
Su nuevo consejo se parecía a la clase de cosas que solíamos sugerir en arrebatos de ilusión y esperanza desaforada hace diez, quince e incluso veinte años. Sugirió que los artistas, los músicos o los escritores busquen algo relacionado con su trabajo que no sea digital, como las actuaciones en directo, la venta de camisetas, etc., y que convenzan a mil personas para que gasten cien dólares al año en el producto en cuestión. Así un artista podría ganar cien mil dólares al año.
Deseo creer con todo mi corazón que algo así lo pueda conseguir algo más que un pequeño número de personas que se ven beneficiadas por unas circunstancias poco comunes. La dominatrix ocasional o el coach personal pueden utilizar internet para llevar a cabo este plan. Pero después de diez años viendo a muchísimas personas intentarlo, me temo que para la inmensa mayoría de periodistas, músicos, artistas y cineastas que se enfrentan al olvido profesional por culpa de nuestro idealismo digital fallido, no va a funcionar.
No caí fácilmente en el escepticismo. Al principio me imaginaba que el fervor y la ingenuidad empresarial encontrarían un camino. Como parte de la investigación para la escritura de este libro, he salido una vez más en busca de algunos tipos culturales que se estaban beneficiando de la cultura abierta.
Tenemos como punto de referencia a la clase media musical a la que la red está llevando a la quiebra. Al menos deberíamos buscarles apoyo en la nueva economía. ¿Pueden veintiséis mil músicos encontrar, cada uno, mil aficionados de verdad? ¿O pueden ciento treinta mil, cada uno encontrar entre doscientos y seiscientos aficionados de verdad? Además, ¿cuánto se consideraría esperar demasiado para que esto suceda? ¿Treinta años? ¿Trescientos años? ¿Hay algo malo en sufrir la pérdida de varias generaciones de músicos mientras esperamos a que surja la solución?
El patrón usual que cabría esperar es una curva en forma de S: solo habría un pequeño número de adoptadores tempranos, pero una visible tendencia al alza en su número. En Silicon Valley es habitual ver que los nuevos comportamientos se adoptan a altísima velocidad. Durante un breve período de tiempo, hubo unos pocos bloggeros pioneros; luego, de repente, había millones. Lo mismo podría ocurrir con los músicos que se ganan la vida con la nueva economía.
De modo que a estas alturas, una década y media desde el nacimiento de la red, una década desde la adopción generalizada de los archivos de música compartidos, ¿cuántos ejemplos de músicos que vivan según las nuevas reglas deberíamos esperar encontrar?
Solo por decir un número aproximado, estaría bien que ahora hubiera tres mil. Luego, dentro de unos pocos años, tal vez habría treinta mil. Después las curvas se manifestarían plenamente y habría trescientos mil. Una nueva clase de músico profesional debería de entrar en escena con la tremenda velocidad de un nuevo sitio web de redes sociales.
Basándote en la retórica de las muchas oportunidades disponibles que se están dando, podrías pensar que buscar tres mil músicos es de cínicos. ¡Ya debe haber decenas de miles! O quizá seas realista y pienses que todavía es demasiado pronto; trescientos tal vez sea una cifra más realista.
Me daba un poco de miedo escribir abiertamente en la red sobre mi búsqueda, pues aunque soy un crítico de la ortodoxia abierta/libre, no quería perjudicarla, si es que tenía alguna oportunidad. Imagina que obtuviera un resultado poco alentador. ¿Eso desanimaría a las personas que de otra forma se habrían esforzado para que la nueva economía funcionara?
A Kevin Kelly mi miedo le parecía ridículo. Él es más bien un determinista tecnológico: cree que la tecnología encontrará una forma de alcanzar su destino más allá de lo que la gente piense. De modo que se ofreció a dar a conocer mi búsqueda en su famoso blog Technium, con la esperanza de que los ejemplares de la nueva economía musical dieran un paso al frente.
También publiqué un artículo de opinión extremista en el New York Times y escribí acerca de mis temores en otras plataformas visibles, todo ello con la esperanza de inspirar a la nueva vanguardia de músicos que se ganan la vida con la red libre a contactarse.
En los viejos tiempos —cuando yo mismo estaba contratado por un sello— había pocos artistas importantes que triunfasen trabajando de forma independiente, como Ani DiFranco. Ella se hizo millonaria vendiendo sus compactos cuando aún eran un producto con alto margen de ganancias que la gente acostumbraba a comprar, antes de la era del intercambio de archivos. ¿Ha empezado a aparecer un ejército de nuevas Ani DiFranco?
Para mi sorpresa, he tenido problemas para encontrar al menos un puñado de músicos de los que se pueda decir que están siguiendo los pasos de DiFranco. Bastantes músicos se pusieron en contacto conmigo para atribuirse la victoria en el nuevo orden, pero una y otra vez resultó que se trataba de otra cosa.
A continuación propongo algunos ejemplos de trayectorias profesionales que efectivamente existen online, pero que no me hacen albergar demasiadas esperanzas en el futuro:
La carrera por la vanidad: este caso es demoníaco. La música es glamourosa, de manera que tal vez haya más personas que afirman que se ganan la vida como músicos que las que lo hacen de verdad. Seguramente siempre ha habido muchas más personas que han intentado iniciar una carrera musical que las que han tenido éxito. Esto es totalmente cierto en el caso del mundo online. Hay cientos de miles de músicos que buscan exposición en sitios como MySpace, Bebo, YouTube, etc., y está clarísimo que la mayoría no se ganan la vida por estar ahí.
Hay una cantidad aparentemente ilimitada de personas dispuestas a fingir que tienen carreras musicales profesionales y van a pagar a agentes de prensa para tratar de crear esa ilusión. Desde luego, no soy un detective privado, pero basta con realizar unas cuantas búsquedas en la red para descubrir que un músico determinado ha heredado una fortuna y apenas es mencionado fuera de su propio sitio web.
Jonathan Coulton es un ejemplo de éxito sacado a colación una y otra vez. Tiene una buena carrera centrada en las parodias y las canciones de comedia, y su público está compuesto por los bichos raros de la informática. Desde luego no se está haciendo millonario, pero al menos parece haber alcanzado el nivel suficiente como para poder mantener de forma estable a una familia sin la ayuda de los antiguos medios de comunicación (aunque tiene un agente en Hollywood, de modo que es un ejemplo que no satisfará a los puristas). Solo quedaban unos cuantos candidatos más. El comediante bloggero Ze Frank ha grabado alguna que otra vez melodías en su sitio, por ejemplo, y ha ganado dinero con algún anuncio de alcohol.
Es preocupante el pequeño número de casos de éxito. La historia de la red está llena de casos de éxito marcados por la novedad que son irrepetibles. Una joven creó un sitio web donde pedía donaciones para ayudarla a pagar sus tarjetas de crédito, ¡y dio resultado! Pero ninguna de las muchas personas que han intentado imitar el truco ha tenido éxito.
La situación me parece increíble. A estas alturas, una década y media después del inicio de la red, cuando iTunes se ha convertido en la mayor tienda de música, en un período en que empresas como Google son los faros de Wall Street, ¿no debería al menos haber unos cuantos miles de pioneros de un nuevo tipo de trayectoria musical capaces de sobrevivir en nuestra utopía? Tal vez dentro de poco aparezcan más, pero la situación actual es desalentadora.
A los músicos prometedores del mundo abierto se les plantean cada vez más dos opciones: intentar seguir el rastro de los clics del ratón dejado por Jonathan Coulton (y al parecer casi nadie puede conseguirlo); o buscar un sustento más fiable convirtiéndose en refugiados dentro de los últimos focos del mundo de los antiguos medios de comunicación que antes atacaban.
Por supuesto, con el tiempo la situación puede mejorar. A lo mejor después de una o dos generaciones sin músicos profesionales, surge un nuevo hábitat que los devuelva a la vida.
Los instrumentos financieros fuera de control están vinculados con el destino de los músicos y las falacias del totalitarismo cibernético.
El ascenso precipitado de China a la riqueza se ha basado en gran medida en la mano de obra barata y altamente cualificada. Pero cabe la posibilidad de que, en algún momento en las próximas dos décadas, un vasto número de empleos queden obsoletos en China y en otros lados con tal rapidez que cientos de millones de personas sentirán un duro golpe.
Si las oleadas de cambio tecnológico vienen acompañadas de nuevas clases de empleo, ¿cómo será? Hasta ahora, todas las tecnologías relacionadas con la informática que han creado los humanos son siempre confusas, intrincadas, engorrosas y llenas de errores. Como resultado de ello, el icono del trabajo en la era de la información ha sido el servicio técnico.
Durante muchos años he propuesto que la expresión «servicio técnico», definida generosa y ampliamente para incluir aspectos como la gestión de conocimientos, el análisis de datos, la consultoría en software, etc., puede ofrecernos una forma de imaginar un mundo en el que el capitalismo y la tecnología avanzada coexistan con una población de seres humanos con pleno empleo. Yo llamo a esta situación el «planeta de los servicios técnicos».
Esto nos lleva a la India. La economía de la India ha renacido al mismo tiempo que la de China, para gran asombro de los observadores del resto del mundo, pero a partir de un modelo significativamente distinto del de China. Tal como ha señalado Esther Dyson, la economía india destaca en los servicios no rutinarios.
Gracias a la facilidad con la que sus ciudadanos se desenvuelven en inglés, la India alberga una gran parte de los servicios de atención telefónica del mundo, así como una cantidad considerable de empresas de desarrollo de software, producción creativa como la animación por ordenador, servicios administrativos subcontratados y, cada vez más, cuidado de la salud.
Mientras tanto, Estados Unidos ha elegido un camino totalmente distinto. Aunque los capitalistas y tecnólogos más importantes de Estados Unidos hablan mucho de redes y emergencia, en realidad la mayoría tiene la esperanza de prosperar controlando la red por la que los demás se ven obligados a pasar.
Todo el mundo quiere ser un señor de la nube informática. Por ejemplo, en Cien mejor que uno, James Surowiecki exalta el ejemplo de una multitud online que ayudó a encontrar oro en una mina, aunque la mina de oro no les pertenecía.
Existen muchas formas de este tipo de anhelo. Estados Unidos todavía cuenta con importantes universidades y laboratorios privados, de modo que nos gustaría que el mundo siguiera aceptando las leyes de propiedad intelectual que nos devengan dinero por nuestras ideas, aun cuando son otros los que siguen adelante con esas ideas. Nos gustaría controlar indefinidamente los buscadores del mundo, las nubes informáticas, los servicios de colocación de publicidad y las redes sociales, aunque la ley de Moore, nuestro viejo amigo/enemigo, permite que aparezcan nuevos competidores cada vez más rápidos y frugales.
Nos gustaría encauzar las finanzas del mundo mediante nuestra moneda en beneficio de nuestros fondos de riesgo. A algunos de nosotros les gustaría que el mundo pagara para ver nuestras películas de acción y escuchar nuestra música rock en un futuro indefinido, aunque otros de los nuestros han estado promoviendo los servicios audiovisuales gratuitos con el fin de ser los dueños de la nube que coloca anuncios. Los dos bandos tienen la esperanza de poseer los nodos centrales de la red de una forma u otra incluso a costa de desacreditarse entre ellos.
Una vez más, nos encontramos ante una simplificación excesiva. Hay fábricas norteamericanas y hay servicios técnicos estadounidenses. Pero, mezclando metáforas, ¿puede Estados Unidos mantener un yate de lujo virtual flotando en el mar de las redes del mundo? ¿O es que nuestra cabina de peaje de todas las cosas inteligentes se hundirá por su propio peso en un océano de conexiones globales? Incluso si somos capaces de ganar el juego, pocos estadounidenses serán contratados manteniendo el yate a flote porque parece que la India seguirá mejorando su capacidad de operar los servicios técnicos.
Voy a ser optimista y voy a sugerir que Estados Unidos convencerá de algún modo al mundo de que nos permita conservar nuestro papel privilegiado. Los motivos, cuya escasa solidez reconozco, son: a) ya lo hemos hecho antes, de modo que el mundo está acostumbrado a nosotros, y b) las alternativas son potencialmente menos atractivas para muchos participantes internacionales, de modo que, como opción menos mala, podría darse una amplia aceptación, aunque sea a regañadientes, de al menos un tipo de centralidad estadounidense de largo plazo.
La corrupción siempre ha sido posible aun sin computación, pero esta ha hecho más fácil a los delincuentes engañarse incluso a sí mismos y convencerse de que no son conscientes de sus propios planes. Los escándalos de ahorro y préstamo de los años ochenta fueron posibles sin usar grandes redes informáticas. Lo único que hizo falta fue malversar un plan de emergencia del gobierno. Otros ejemplos más recientes de gestiones financieras desastrosas, empezando por Enron o el fondo Long-Term Capital Management, solo fueron posibles por el uso de grandes redes informáticas. La oleada de catástrofes financieras que tuvo lugar en 2008 estuvo basada significativamente en la nube.
En la era predigital nadie tenía la capacidad mental para engañarse a sí mismo de la manera en que podemos hacerlo ahora rutinariamente. Antes, las limitaciones de la memoria y del cálculo humano ponían un coto a las complejidades del autoengaño. En las finanzas, la aparición de fondos de riesgo asistidos por ordenador y operaciones similares han convertido el capitalismo en un buscador. Uno opera con el buscador en la nube informática, y él se ocupa de buscar dinero. Es comparable a alguien que aparece en un casino con un superordenador y un puñado de sensores complejos. Sin duda uno puede ganar en el juego con ayuda de la alta tecnología, pero para ello hay que sustituir el juego al que uno finge estar jugando. El casino protestará y, en el caso de las inversiones en el mundo real, la sociedad también debería protestar.
Visitar las oficinas de los motores financieros de la nube (como los fondos de riesgo de alta tecnología) es como visitar Googleplex, la sede de la compañía Google. Hay ingenieros de software por todas partes, pero pocos de esa clase de expertos y analistas que normalmente pueblan las empresas de inversión. Esos pioneros han llevado el capitalismo a una nueva fase, y no creo que esté dando resultado.
En el pasado, un inversor al menos tenía que saber algo acerca de lo que lograría con una inversión. Tal vez se construiría un edificio, o se comercializaría un producto, por ejemplo. Pero ya no es así. Hay tantas capas de abstracción entre la nueva clase de inversor de élite y los hechos reales y palpables, que el inversor ya no tiene ni idea de lo que verdaderamente se está haciendo como resultado de las inversiones.
Los verdaderos partidarios de la mente colmena parecen creer que por muchas capas de abstracción que haya en un sistema financiero, la eficacia del sistema no puede ser opacada. Según la nueva ideología, que es una mezcla de la fe en la cibernube y en una nueva versión de la economía de Milton Friedman, el mercado no solo hará lo que es mejor, sino que lo hará mejor cuanta menos gente lo entienda. Yo no estoy de acuerdo. La crisis económica provocada por la debacle hipotecaria de 2008 fue un caso de demasiada gente creyendo excesivamente en la nube.
Por muy bien que haya sido diseñada, cada capa de abstracción digital aporta cierto grado de error y confusión. Ninguna abstracción se corresponde totalmente con la realidad. Muchas de esas capas se terminan convirtiendo en un sistema independiente, que funciona al margen de la realidad oculta muy por debajo. Ganar dinero en la nube no lleva necesariamente lluvia a la tierra.
Llegamos a uno de los vínculos existentes entre el ideal de la música «libre» y la corrupción del mundo financiero.
Silicon Valley ha hecho proselitismo activamente en Wall Street para que apoye las doctrinas de la cultura abierta/libre y la subcontratación voluntaria. Según Chris Anderson, por ejemplo, en 2007 el banco Bear Stearns hizo público un informe «para abordar el rechazo y otras objeciones por parte de los pesos pesados de la industria de los medios de comunicación, que constituyen gran parte de la base de clientes del banco».
Lo que rechazaban esos pesos pesados era la afirmación de Silicon Valley de que el «contenido» procedente de humanos identificables ya no importaba, y que la cháchara de la multitud era una mejor opción comercial que pagar a personas para que hagan películas, libros y música.
Chris señalaba su cita favorita del informe de Bear Stearns:
Hasta donde nos alcanza la memoria, la industria del entretenimiento ha vivido de acuerdo con el axioma «el contenido es el rey». Sin embargo, ninguna empresa ha demostrado ser capaz de producir «gran contenido», tal como lo confirma la volatilidad de los índices de audiencia televisiva y la taquilla de las películas de los estudios cinematográficos, dada la inconstancia inherente de la demanda de productos de entretenimiento.
Como Chris explica, «pese a las fanfarronadas sobre los track records y el gusto… todo es impredecible. Es mejor jugar al juego estadístico de los contenidos generados por el usuario de acuerdo con la gran n, como ha hecho YouTube, antes que apostar fuerte por unos pocos caballos como la televisión por internet».
La «gran n» hace referencia a n, un símbolo típico de una variable matemática. Si tienes una red social gigantesca, como Facebook, tal vez una variable llamada n obtenga un gran valor. A medida que n aumenta, las estadísticas se vuelven más fiables. Esto también podría significar, por ejemplo, que se vuelve más probable que alguien en la multitud te provea de una joya gratuita como una canción o un vídeo.
Sin embargo, hay que señalar que en la práctica, aun si uno cree en la gran n como sustituto del juicio, n casi nunca es lo bastante grande como para tener valor en internet. A pesar de lo enorme que se ha vuelto internet, generalmente no es lo bastante grande para generar estadísticas válidas. La abrumadora mayoría de entradas que consiguen críticas en sitios como Yelp o Amazon tiene muy pocos críticos como para alcanzar un nivel significativo de utilidad estadística. Ni siquiera cuando n es grande hay garantías de que sea válida.
En el viejo orden, muy ocasionalmente surgían sonrisitas o gruñidos por algún caso notorio de incompetencia. Esas afrentas se consideraban excepciones a la regla. Por lo general, se daba por sentado que el director del estudio, el gestor de fondos de riesgo y el director general tenían aptitudes especiales, algún motivo para estar en una posición de gran responsabilidad.
En el nuevo orden no funciona esa suposición. La multitud trabaja gratis, y los algoritmos estadísticos supuestamente eliminan el riesgo de las apuestas si uno es el señor de la nube. Sin riesgo, no hacen falta las habilidades. Pero ¿quién es ese señor que posee la nube que conecta a la multitud? No cualquiera. Unos pocos afortunados (pues la fortuna es lo único que entrará en juego) serán sus dueños. El privilegio ha alcanzado su Singularidad y se ha vuelto infinito.
A menos que el algoritmo no sea perfecto. Pero somos tan ricos que podemos aplazar el descubrimiento de si es perfecto o no. Esa es la gran estafa unificada de la nueva ideología.
Debería estar claro que la locura que ha contagiado Wall Street no es más que otro aspecto de la locura de los que insisten en que si la música puede ofrecerse gratis, debe ofrecerse gratis. El Chico de Facebook y el Señor de la Nube son el siervo y el rey del nuevo orden.
En los dos casos, la creatividad y el entendimiento humanos, sobre todo la creatividad y el entendimiento propios, se consideran inútiles. En lugar de ello, se confía en la multitud, en la gran n, en los algoritmos que eliminan los riesgos de la creatividad de una forma demasiado sofisticada para ser entendida por una simple persona.
Donde se presentan alternativas a las ideas doctrinarias sobre la economía digital.
En este punto hay que plantear una pregunta lógica: ¿existe alguna alternativa, alguna opción, al margen de las posturas radicalmente opuestas de los antiguos medios de comunicación y la cultura libre?
Al principio, una de las ideas destacables acerca de cómo una cultura con una red digital podía —y debía— funcionar era que la necesidad de dinero se podía eliminar, ya que dicha red podía mantener un registro de los intercambios fraccionarios entre grupos muy grandes de personas. No sé si esa idea volverá a entrar en el debate, pero parece que en un futuro cercano estamos destinados a utilizar dinero para el alquiler, la comida y los medicamentos. De modo que ¿hay alguna forma de introducir el dinero y el capitalismo en una era de abundancia tecnológica sin empobrecer a casi todo el mundo? A Ted Nelson se le ocurrió una idea inteligente.
Nelson quizá sea la figura más formativa en el desarrollo de la cultura online. En los años sesenta inventó el media link digital y otras ideas centrales de los medios online. Lo llamó «hipermedia».
Las ambiciones de Nelson para la economía de los enlaces eran más profundas que las que están en boga en la actualidad. Propuso que en lugar de copiar los medios digitales, debíamos mantener de manera eficaz una sola copia de cada expresión cultural —como en el caso de un libro o una canción— y pagarle al autor una pequeña cantidad razonable cada vez que accediéramos a ese contenido. (Por supuesto, según la práctica de la ingeniería, tendría que haber muchas copias para que el sistema funcionara eficazmente, pero eso sería un detalle interno, que no afectaría la experiencia del usuario).
Así pues, cualquiera podría enriquecerse con el trabajo creativo. Las personas que graban un vídeo de una broma que adquiere una popularidad momentánea podrían ganar mucho dinero en un solo día, pero un erudito poco conocido también podría ganar lo mismo a lo largo de los años a medida que su obra fuera citada reiteradamente. Hay que señalar que esta idea es muy distinta a la del long tail, porque recompensa a los individuos y no a los dueños de la nube.
La popularidad actual del contenido amateur da respuesta a una de las objeciones más antiguas a las ideas de Nelson. Hubo una época en que el hecho de que la mayoría de las personas no quisieran ser creativas o expresivas era motivo de preocupación, con lo que tan solo unos pocos artistas se enriquecerían y el resto de gente se moriría de hambre. Recuerdo que Nelson intentó hablar en un acto, y unos jóvenes norteamericanos maoístas lo abuchearon porque temían que su sistema favorecería al intelectual por encima del campesino.
Yo solía enfrentarme a esta objeción continuamente cuando hablaba de la realidad virtual (que trataré más a fondo en el capítulo 14). Muchas de las conferencias que daba en los años ochenta acababan con un escéptico entre el público que comentaba en voz alta y con tono de seguridad que solo una pequeña minoría escribiría algo en la red para que otros lo leyeran. No creían que un mundo con millones de voces activas fuera posible… pero así es el mundo que ha surgido.
Si los idealistas hubiéramos sido capaces de convencer a esos escépticos, puede que hubiéramos entrado en un mundo distinto, y mejor, cuando empezó a verse que la mayoría de las personas estaban interesadas en expresarse en el ámbito digital, que eran capaces de hacerlo.
Espero que un día haya un sistema verdaderamente universal similar a lo propuesto por Nelson. Creo que la mayoría de las personas aceptarían un contrato social en el que los bits tuvieran valor en lugar de ser gratuitos. Todo el mundo tendría fácil acceso a los bits creativos de los demás a precios razonables… y todo el mundo recibiría un pago por sus bits. Ese acuerdo celebraría plenamente la condición de persona en su totalidad, ya que la expresión personal sería valorada.
En la cultura digital existe un sesgo libertario intensamente marcado, y es probable que lo que he dicho en el apartado anterior enfurezca a los partidarios del libertarismo digital.
No es difícil ver por qué. Si propongo un sistema universal, inspirado por el trabajo inicial de Ted Nelson, ¿no significa eso que el gobierno interferirá en el flujo de bits para hacer cumplir las leyes relacionadas con la compensación a los artistas? ¿No sería una intrusión? ¿No equivaldría a una pérdida de libertad?
Desde el punto de vista ortodoxo, seguramente así se ve, pero espero convencer aún a los creyentes más puros de que tienen que elegir su veneno, y de que el veneno que estoy proponiendo es preferible a la larga, sobre todo desde una perspectiva libertaria.
Es importante recordar que en los sistemas digitales lo inventamos todo hasta un grado extremo, al menos durante el período idílico antes de que el anclaje restringiera nuestras libertades. Hoy todavía estamos a tiempo de reconsiderar la forma en que pensamos los bits online y, por consiguiente, deberíamos pensar detenidamente si lo que se convertirá de otra forma en el futuro oficial es realmente lo mejor a lo que podemos aspirar.
Tomemos el dinero —el sistema de información abstracta original para tratar los asuntos humanos— como ejemplo. Podría ser tentador imprimir tu propio dinero o, si eres el gobierno, imprimir una cantidad excesiva. Pero las personas inteligentes optan por no hacer ninguna de esas dos cosas.
Se acostumbra a afirmar que si copias un archivo de música digital, no has destruido el original, de modo que no ha habido ningún robo. Lo mismo se podría decir si consiguieras piratear el acceso a tu banco e ingresaras dinero en tu cuenta online. (O, para el caso, cuando los comerciantes de exóticos valores apuestan por extraordinarias transacciones de magnitudes arbitrarias, que luego producen catástrofes como la debacle económica internacional de 2008). El problema en cada caso no es que hayas robado a una determinada persona, sino que has menoscabado la escasez artificial que permite el funcionamiento de la economía. Del mismo modo, la expresión creativa en internet se beneficiará de un contrato social que imponga un modesto grado de escasez artificial a la información.
En el sistema de Ted Nelson, no habría copias, de modo que la idea de la protección anticopia sería discutible. La conflictiva gestión de derechos digitales —ese engorroso sistema por el cual eres dueño de una copia de bits que has comprado, pero no de verdad, pues siguen siendo gestionados por el vendedor— no existiría. En lugar de colecciones de bits ofrecidas como producto, se presentarían como servicio.
La expresión creativa podría convertirse entonces en el recurso más valioso de un mundo futuro con abundancia material creado mediante los logros de los tecnólogos. En los años ochenta, en mi retórica temprana, siempre decía que en un mundo virtual de infinita abundancia solo la creatividad podría escasear alguna vez, lo que garantizaba que la creatividad se convertiría en el bien más preciado.
Recuerda la anterior explicación sobre la jerarquía de Maslow. Incluso en el caso de que hubiera un robot capaz de mantenerte sano que costara tan solo un centavo, ¿cómo ganarías ese centavo? La mano de obra manual no será remunerada, ya que se encargarán de ello robots baratos. En el futuro de la cultura abierta, tu creatividad y expresión tampoco serán remuneradas, pues serás un voluntario del ejército del long tail. De modo que no te quedará nada.
La única alternativa a la visión de Nelson a largo plazo —cuando la tecnología alcance su potencial para hacernos a todos la vida más fácil— sería instaurar una forma de socialismo.
De hecho, ese es el desenlace que muchos previeron. Tal vez el socialismo se pueda tornar compasivo y eficiente (o eso soñaron algunos pioneros digitales) añadiéndole simplemente una columna vertebral digital.
Yo no desprecio del todo esa perspectiva. Tal vez haya una forma de conseguir que funcione. Sin embargo, espero que las nuevas generaciones de socialistas digitales se tomen en serio una serie de advertencias.
Es probable que un repentino advenimiento del socialismo, después de que todo el mundo se haya precipitado por la pirámide de Maslow hasta el lodo, sea peligroso. Cuando se produce una revolución súbita, a menudo la gente equivocada toma el poder. (Véase el caso de Irán). De modo que si nos encaminamos hacia el socialismo, deberíamos hablar de ello ahora para poder abordarlo de forma progresiva. Si es un tema tan tóxico que no podemos hablarlo abiertamente, entonces deberíamos reconocer que no tenemos la capacidad para manejarlo de forma competente.
Me imagino que a algunos lectores todo esto debe de parecerles una extraña exhortación, ya que el socialismo puede verse como el máximo tabú en un entorno tan libertario como Silicon Valley, pero bajo la superficie de los círculos digitales tiene mucho predicamento un socialismo furtivo. Esto es particularmente cierto entre los jóvenes cuya experiencia del mercado ha estado dominada por los fallos de mercado que tuvieron lugar en los años del gobierno de Bush.
No es disparatado imaginar que habrá toda clase de nuevos ejemplos de cooperación comunitaria posibilitada por internet. El crecimiento inicial de la propia red fue uno de ellos y, aunque no me gusta la forma en que se trata a las personas en los diseños de la web 2.0, esos diseños han brindado muchos más ejemplos.
Una destacada corriente de entusiasmo por los sitios wiki, el long tail, la mente colmena, etc., presupone que las profesiones se verán desacreditadas una tras otra. Las multitudes conectadas digitalmente realizarán cada vez más servicios de forma voluntaria y colectiva, desde la medicina a la resolución de crímenes, hasta que todos los trabajos se hagan de esa forma. Los señores de las nubes todavía podrán aferrarse a sus tronos, motivo por el cual hasta los capitalistas más acérrimos de Silicon Valley a veces alientan esta forma de pensar.
Esta versión demanda preguntarse cómo ganará dinero para pagar el alquiler una persona que trabaja voluntariamente para la colmena todo el día. ¿Se convertirá el espacio vital en algo repartido por la colmena? (¿Lo solucionarías tú al estilo de las guerras de edición de Wikipedia o de las votaciones de Digg? ¿O el espacio vital solo se heredará, de tal forma que tu posición en la vida estará predeterminada? ¿O se asignará al azar, reduciendo así la condición del libre albedrío?).
La propiedad privada en un marco de mercado proporciona una forma de evitar un estándar reducido en el establecimiento de los límites de la privacidad. Esa es la razón por la cual una economía de mercado puede incrementar la individualidad, la determinación y la dignidad, al menos de las personas a las que les va bien. (El hecho de que no a todo el mundo le vaya bien es un problema, desde luego, y más adelante propondré algunas formas en que la tecnología digital podría contribuir al respecto).
¿Puede una versión digital de socialismo ofrecer también dignidad y privacidad? Me parece un problema importante… y muy difícil de solucionar.
¿Cómo podría funcionar exactamente la transición de la copia abierta al acceso de pago? Se trata de una situación en la que tiene que haber soluciones universales y gubernamentales a determinados problemas.
Todo el mundo tiene que estar de acuerdo para que algo tenga valor monetario. Por ejemplo, si el resto de gente cree que el aire es gratis, no será fácil convencerme para que empiece a pagarlo yo solo. Hoy día me asombra recordar que en el pasado compré suficientes cedés musicales para llenar una pared entera de estanterías; pero en aquellos día tenía sentido, ya que todos mis conocidos también gastaban mucho dinero en cedés.
Las percepciones de la justicia y las normas sociales pueden respaldar o minar cualquier idea económica. Si sé que mi vecino está consiguiendo música, o la señal de la televisión por cable, o lo que sea, de forma gratuita, resulta un poco más difícil convencerme para que pague por las mismas cosas[10]. Por ese motivo, para que todos podamos ganarnos la vida cuando las máquinas se perfeccionen, deberemos acordar que vale la pena pagar por nuestras expresiones culturales y creativas.
Hay otros casos en los que será necesario el consenso. Un requisito online que perjudicó a los periódicos antes de que se dieran por vencidos y se volvieran «abiertos» fue la necesidad de introducir una clave (y a veces el número de tu tarjeta de crédito) en cada sitio de pago al que te interesaba acceder. Te podías pasar cada minuto de tu vida diaria introduciendo esa información en un mundo con millones de maravillosos sitios de pago. Tiene que haber un sistema simple y universal. Pese a algunos intentos, no parece que la industria sea capaz de ponerse de acuerdo en la solución, de modo que esa molestia parece definir una función natural del gobierno.
Resulta extraño tener que señalarlo, pero dado el ambiente hiperlibertario de Silicon Valley, es importante hacer notar que el gobierno no siempre es malo. Me gusta la lista de exclusión telefónica, pues ha permitido controlar la plaga del telemarketing. También me alegro de que solo tengamos una moneda, un solo sistema judicial y un solo ejército. Incluso el libertario más extremista tiene que reconocer que el comercio fluido debe circular por canales que presuponen un gobierno.
Naturalmente, uno de los principales motivos por los que los emprendedores digitales tienden a preferir el contenido libre es que cuesta dinero gestionar los micropagos. ¿Y qué pasa si te cuesta un centavo gestionar una transacción de un centavo? Cualquier vendedor que corre con el gasto se sitúa en desventaja.
En un caso así, toda la polis debería pagar el gasto, como función del gobierno. Ese centavo extra no se desperdicia; es el precio de mantener un contrato social. Gastamos más dinero en encarcelar a un ladrón que el dinero que robó el ladrón. Se puede alegar que sería más barato no llevar los pequeños delitos a los tribunales y limitarse a reembolsar a las víctimas, pero las leyes se hacen cumplir para crear un ambiente habitable para todos. Lo mismo ocurre al poner precio a la creatividad humana en un mundo tecnológicamente avanzado.
Nunca dejamos constancia del verdadero coste de la existencia del dinero porque la mayoría de nosotros aportamos tiempo voluntario para mantener el contrato social que da su valor al dinero. Nadie te paga el tiempo que te tomas a diario para asegurarte de que llevas dinero en la cartera, o para pagar las facturas… o por el tiempo que pasas preocupándote por todo. Si ese tiempo fuera reembolsado, el dinero se volvería una herramienta demasiado cara para una sociedad.
Del mismo modo, el mantenimiento de las libertades del capitalismo en un futuro digital requerirá una aceptación general de un contrato social. Pagaremos un impuesto para gozar de la capacidad de ganar dinero con nuestra creatividad, nuestra expresión y nuestro punto de vista. Será un buen trato.
La transición no tendría que ser simultánea y universal, aunque el objetivo último sería lograr la universalidad. Un buen día tu proveedor de servicios de internet podría ofrecerte una opción: podrías dejar de pagar la tarifa mensual a cambio de firmar el nuevo contrato social en el que se paga por bits. Si un mes determinado no hubieras accedido a bits de pago, no pagarías nada.
Si decidieras cambiar, tendrías la posibilidad de ganar dinero con tus bits —como fotos o música— cuando otras personas los visitaran. Tú también pagarías cuando visitaras los bits de otros. El total que pagarías por mes terminaría siendo en principio similar, en promedio, porque eso es lo que el mercado toleraría. Poco a poco, cada vez más personas darían el paso, ya que las personas son emprendedoras y querrían tener la oportunidad de ganar dinero con sus bits.
Los detalles serían complicados, pero no más que en el sistema actual.
La multitud partidaria de la cultura abierta cree que el comportamiento humano solo puede ser modificado a través de medios involuntarios. Para ellos eso tiene sentido, pues no creen demasiado en el libre albedrío ni en la condición de persona.
Por ejemplo, los defensores de la cultura libre suelen afirmar que si no se puede crear una tecnología anticopia perfecta, las prohibiciones de copia son inútiles. Y desde el punto de vista tecnológico, es cierto que no se puede crear un sistema anticopia perfecto. Si las restricciones perfectas a la conducta son la única influencia posible sobre el comportamiento en casos como estos, más vale que no volvamos jamás a pedir a nadie que pague la música o los periódicos. Según esta lógica, la sola idea es una causa perdida.
Pero esta es una forma pesimista y poco realista de pensar en las personas. Ya hemos demostrado que somos mejor que eso. Es fácil robar coches y casas, por ejemplo, y sin embargo pocas personas lo hacen. Las cerraduras no son más que amuletos de dificultad que nos recuerdan a todos un contrato social del que nos acabamos beneficiando. Es solo la elección humana la que hace que el mundo funcione. La tecnología puede motivar a la elección humana, pero no sustituirla.
Una vez tuve una epifanía que me gustaría poder provocar en el resto del mundo. La viabilidad de nuestro mundo humano, el hecho de que no todos los edificios se desplomen y de que se puedan comer alimentos no envenenados, es una prueba palpable de la existencia de un océano de buena voluntad y buena conducta por parte de todo el mundo, vivo o muerto. Estamos rodeados de algo que puede llamarse amor.
Y sin embargo, ese amor se manifiesta mejor a través de las restricciones de la civilización, ya que esas restricciones compensan los fallos de la naturaleza humana. Debemos contemplarnos de forma sincera, y comprometernos de forma realista, para convertirnos en mejores personas.
En este capítulo hablaré de tres proyectos a largo plazo en los que he trabajado, en un intento por corregir algunos de los problemas que he descrito en el capítulo 4. No tengo certezas de que alguno de mis intentos por lograr que la revolución digital fomente el humanismo en lugar de coartarlo dará resultado. Pero por lo menos creo que demuestran que la variedad de futuros posibles es más amplia de lo que uno pensaría si solo hiciera caso a la retórica de los partidarios de la web 2.0.
Dos de las ideas, los songles y los telegiggins, abordan problemas del futuro de la expresión cultural remunerada. La tercera idea, la expresión financiera formal, representa un método para evitar que la colmena arruine las finanzas.
Hubo una época, antes de que se inventara el cine, en que los espectáculos en vivo ofrecían el nivel de producción más elevado de cualquier forma de expresión humana.
Si en la era de internet el contenido enlatado se ha vuelto un producto más difícil de vender, el regreso a la actuación en vivo —en un nuevo contexto tecnológico— podría resultar el punto de partida de nuevos planes de negocios exitosos.
Abordemos primero esta idea planteándola a pequeña escala. ¿Y si pudieras contratar a un músico en vivo para una fiesta, aunque ese músico se encontrara lejos? La actuación se sentiría «presente» en tu casa si tuvieras proyectores holográficos inmersivos. Imagínate a actores, oradores, titiriteros y bailarines telepresentes ofreciendo espectáculos interactivos en tiempo real que incluyeran efectos especiales y un nivel de producción superiores a los de las películas más caras de hoy. Por ejemplo, un titiritero contratado para una fiesta de cumpleaños infantil podría llevar a los niños a un viaje imaginario por un extraordinario mundo inmersivo de fantasía diseñado por el intérprete.
Ese diseño brindaría a los intérpretes una oferta que podrían satisfacer razonablemente, ya que no tendrían que viajar. La actuación telepresente también proporcionaría a los clientes un valor que el intercambio de archivos no puede ofrecer. Sería inmune a los problemas del comercio online que ha minado los sellos discográficos.
Esta podría ser la solución al problema de cómo los músicos pueden ganarse la vida online. Evidentemente, la idea de la «teleactuación de alquiler» sigue siendo una mera especulación en este momento, pero la tecnología parece avanzar en una dirección que lo hará posible.
Ahora pensemos a lo grande. Imagínate que se pudiera aprovechar a grandes estrellas y escenarios virtuales de gran presupuesto, y a grandes medios de producción, para crear un mundo simulado en el que pudiera ingresar un gran número de participantes desde sus casas. Sería un cruce entre Second Life y la teleinmersión.
En muchos aspectos, este tipo de soporte para una fantasía masiva es a lo que parece encaminarse la tecnología digital. Es la visión que muchos de nosotros teníamos en mente hace décadas, en las etapas tempranas de nuestras aventuras como tecnólogos. Los artistas y los empresarios de medios de comunicación podrían evolucionar y adoptar nuevos roles, creando la gigantesca máquina de los sueños anticipada en miles de relatos de ciencia ficción.
Un songle es un dongle para una canción. Un dongle es una pequeña pieza de hardware que se conecta a un ordenador para ejecutar un software comercial. Es como una llave física que hay que comprar para que el software funcione. Crea una escasez artificial en materia de software.
Todas las baratijas del mundo —las tazas de café, las pulseras, los aros para la nariz— tendrían doble función como llaves de un contenido como la música.
Se trata de un enfoque ecologista. Actualmente, las propuestas que consiguen que la gente pague contenidos requieren la manufactura de un hardware adicional que de otra forma no sería necesario. Entre ellas se cuentan los reproductores musicales como los iPod, los sintonizadores de televisión por cable, las consolas de videojuegos, etc. Si la gente pagara por los contenidos, no serían necesarios esos aparatos, ya que los chips y monitores de un ordenador normal bastarían para realizar todas esas tareas.
Los songles ofrecerían un método físico de crear escasez artificial. Podría ser más fácil hacer la transición hacia los songles que poner en práctica un método más abstracto para volver a llevar la expresión bajo la tienda del capitalismo.
Para ir a una fiesta, podrías usar un collar songle y al llegar a la fiesta, la música contenida en el songle se activaría y se escucharía saliendo del sistema de entretenimiento que provee de música a la fiesta. Para que eso sucediera, el collar se comunicaría con el sistema audiovisual. La selección musical de una reunión podría estar determinada por la suma de songles que llevaran los asistentes.
A diferencia de los dos apartados anteriores, este aborda los problemas de los señores de las nubes, no de los campesinos.
Uno de los problemas más difíciles a los que nos enfrentaremos cuando salgamos de la crisis económica que nos asedió en 2008 es que los financieros deberán seguir innovando en la creación de nuevos instrumentos financieros, aunque hasta hace poco algunos han fracasado estrepitosamente. Necesitamos que aprendan a hacer su trabajo de forma más eficiente —y segura— en el futuro.
Se trata de un asunto crucial para un futuro verde. A medida que el mundo se vuelva más complejo, necesitaremos estructuras financieras innovadoras para manejar desafíos nuevos e imprevistos. ¿Cómo se pueden financiar las conversiones masivas hacia las tecnologías verdes que están en parte centralizadas y en parte descentralizadas? ¿Cómo puede un diseño financiero evitar pérdidas catastróficas, cuando partes enormes de la infraestructura del antiguo ciclo energético quedan obsoletas? Para combatir el calentamiento global serán necesarios nuevos patrones de desarrollo que requieren a su vez nuevos instrumentos financieros.
Sin embargo, puede pasar un tiempo hasta que los gobiernos sean más permisivos en lo tocante a grandes innovaciones financieras. Las instituciones reguladoras han sido incapaces de mantenerse al nivel de los recientes inventos; de hecho, por desgracia está quedando claro que en algunos casos las propias personas que inventaron los instrumentos financieros no los entienden realmente.
De modo que el dilema al que nos enfrentamos es: ¿cómo podemos evitar poner trabas a la innovación financiera después de una gran crisis de confianza?
La economía se basa en la mejor forma de combinar una serie de normas que no podemos cambiar con normas que sí podemos cambiar. Las normas que no podemos cambiar pertenecen a las matemáticas y al estado de la realidad física en un momento dado (incluyendo factores como las reservas de recursos naturales). Confiamos en que las normas que podemos cambiar nos ayuden a lograr los mejores resultados de las que no podemos cambiar. Es la parte racional de la economía.
Pero en toda empresa humana hay una parte irracional. La irracionalidad en el mercado no solo se halla presente en los individuos, sino también en los economistas que los estudian y en los reguladores que tratan de guiar sus acciones.
A veces las personas deciden seguir utilizando una tecnología que no provoca más que decepciones, incluso a veces insisten en usar tecnologías mortalmente peligrosas. Los automóviles son un buen ejemplo. Los accidentes de tráfico matan a más personas que las guerras, y sin embargo nos encantan los coches.
Con el capitalismo ocurre algo parecido. Nos proporciona la emoción de la libertad. Lo adoramos, a pesar de que se ha estrellado en varias ocasiones. Siempre fingimos que será la otra persona la que saldrá lastimada.
Nuestra disposición a sufrir por la percepción de la libertad es extraordinaria. Creemos lo bastante en los bits alojados en los ordenadores del mundo financiero como para seguir viviendo por ellos, aunque nos hagan daño porque esos bits, esos dólares, son las abstracciones que nos ayudan a sentirnos libres.
A veces los ingenieros emprendemos la tarea de por sí absurda de hacer que una tecnología deliberadamente imperfecta sea algo menos imperfecta. Por ejemplo, normalmente los automóviles se diseñan para que alcancen velocidades ridículas e ilegales porque eso nos hace sentir libres… y, además, vienen equipados con airbag. Eso es lo absurdo de la ingeniería destinada al mundo real.
De modo que la tarea en cuestión tiene un elemento inevitablemente absurdo. Si la ingeniería económica tiene demasiado éxito, todo el sistema podría perder su atractivo. Los inversores quieren sentir periódicamente que están saliéndose con la suya, que están viviendo al límite, que están corriendo riesgos disparatados. Queremos que el capitalismo se sienta salvaje, como una jungla, o como nuestros modelos más brillantes de sistemas complejos. Sin embargo, tal vez podamos hallar una forma de mantener esa impresión al tiempo que domesticamos un poco el sistema.
Una idea que me estoy planteando es el uso de técnicas de inteligencia artificial para crear versiones formales de ciertos contratos complejos o innovadores que definen instrumentos financieros. Si esta idea tuviera aceptación, podríamos clasificar los contratos financieros en dos campos. La mayoría de las transacciones seguirían respondiendo a una descripción tradicional. Si una transacción siguiera un patrón uniforme, sería manejada como en la actualidad. De ese modo, por ejemplo, la venta de acciones seguiría como siempre. Los instrumentos financieros muy regulares tienen cosas positivas: se pueden intercambiar, por ejemplo, ya que son comparables.
Pero los contratos muy innovadores, como las coberturas por riesgos crediticios o los proyectos basados en operaciones de alta frecuencia, se crearían de forma totalmente nueva. Se les privaría de ambigüedad y se describirían formalmente. La invención financiera tendría lugar dentro del mundo lógico y simplificado con el que cuentan los ingenieros para la creación de la lógica de los chips informáticos.
Reducir la capacidad de expresión de contratos financieros poco convencionales puede sonar como una pérdida de diversión para las personas que los han inventado, pero, en realidad, gozarán de mayores poderes. La disminución de flexibilidad no es óbice para las ideas creativas e insólitas. Piensa en toda la variedad de los chips que han sido diseñados.
En algunos casos, los sistemas formales y restringidos pueden analizarse de formas vedadas a las expresiones más informales. Esto significa que se pueden crear herramientas para ayudar a los financieros a entender lo que están haciendo con mucha más profundidad que antes. Cuando las estrategias analíticas mejoradas sean posibles, los financieros, reguladores y otros interesados no tendrán que depender únicamente de simulaciones acumulativas para estudiar las consecuencias de su trabajo.
Esta premisa ha demostrado ser polémica. Las personas con inclinaciones técnicas que son entusiastas de las ideas relacionadas con la «complejidad» suelen desear que los instrumentos financieros gocen de las mismas cualidades abiertas que definen la vida, la libertad, la democracia, la ley, el lenguaje, la poesía, etc. Y luego hay un grupo opuesto de personas afectadas por los recientes problemas económicos que quieren tomar medidas drásticas contra las finanzas y forzar a adoptar estructuras repetitivas fáciles de regular.
La economía es una herramienta, y no hay motivo por el que tenga que ser tan abierta y desbocada como muchos elementos desbocados de nuestra experiencia. Pero tampoco tiene por qué estar tan sujeta como algunos desearían. Puede, y debería, tener un nivel de complejidad intermedio.
La expresión financiera formal delimitaría una zona intermedia, no tan abierta como la vida o la democracia pero no tan cerrada como un mercado público de valores. Las estructuras de esta zona todavía podrían ser interesantes, pero tanto ellas como sus combinaciones podrían estar sujetas a ciertos análisis formales.
¿Aceptarían los financieros semejante evolución? En un principio parece una limitación, pero los trade-off terminarán resultando favorables al espíritu emprendedor y experimental.
Habría una sola representación formal estándar de las transacciones, pero también una amplia diversidad de aplicaciones que harían uso de ella. Esto significa que los diseños financieros no tendrían que seguir pautas preexistentes y se podrían desarrollar de una gran variedad de formas, pero aun así se podrían registrar ante los reguladores. La capacidad para registrar ideas complejas y creativas en un formato estándar transformaría el carácter de las finanzas y su regulación. Sería posible crear un método confidencial, anónimo salvo por mandato judicial, para que los reguladores rastrearan transacciones poco comunes. Eso resolvería un gran problema reciente como la imposibilidad de contar con una contabilidad detallada de la profundidad del agujero que quedó después de la crisis, dado que los exóticos instrumentos financieros estaban descritos en términos que podían estar sujetos a interpretaciones muy variadas.
La capacidad para entender las implicaciones de una gran variedad de transacciones innovadoras y no estándar permitirá que los bancos centrales y otras autoridades fijen en el futuro una política con pleno conocimiento de lo que están haciendo. Y esto permitirá que los financieros sean innovadores. Sin un método para eliminar la ceguera institucional que ha conducido a las catástrofes económicas recientes, es difícil imaginar cómo se puede volver a aceptar la innovación en el sector financiero.
Seguramente un organismo internacional cooperativo establecería unos requisitos específicos para la representación formal, pero cualquiera de las aplicaciones individuales que hicieran uso de ella podrían ser creadas por un gobierno, una organización no gubernamental, un individuo, un colegio o una organización con ánimo de lucro. El formato formal de transacción-representación formal sería no patentado, pero habría un gran mercado para las herramientas patentadas que lo hacen útil. Esas herramientas rápidamente pasarían a formar parte de la práctica financiera estándar.
Habría una diversidad de aplicaciones informáticas para crear contratos, así como para analizarlos. Algunas se verían como procesadores de texto especializados capaces de crear la ilusión de escribir un contrato tradicional, mientras que otras podrían tener interfaces gráficas experimentales para usuarios. En lugar de limitarse a producir un contrato escrito de tipo convencional para definir un instrumento financiero, los interesados también crearían un archivo informático adicional derivado de un contrato como parte del proceso guiado de redacción. Ese archivo definiría la estructura del instrumento financiero según el procedimiento formal estandarizado a nivel internacional.
Se podrían crear aplicaciones análogas a «Mathematica» que transformaran, combinaran, simularan y analizaran las transacciones definidas en esos archivos.
Por ejemplo:
Se trata de una visión muy ambiciosa porque, entre otras cosas, conlleva la representación de ideas que normalmente se expresan en el lenguaje natural (en los contratos), y porque, en el plano de la nube, debe reconciliar múltiples contratos que a menudo pueden estar mal especificados y revelar ambigüedades y/o contradicciones en un sistema emergente de expresiones.
Pero si bien esos problemas supondrán un dolor de cabeza para los desarrolladores de software, a la larga también obligarían a los financieros a describir mejor lo que hacen. No son artistas a los que se deba permitir realizar creaciones ambiguas e imposibles de analizar. La necesidad de interactuar con la «estupidez» del software podría ayudarles a emprender su trabajo de forma más clara y segura.
Además, este tipo de representación transaccional ya se ha realizado a nivel interno en algunos de los fondos de riesgo más sofisticados. La informática está lo bastante madura como para afrontar ese problema.