Ciento sesenta kilómetros al este de Apache Junction, Arizona
7.50 horas
Augustus Simpson Tilly había vivido en este desierto desde el final de la guerra de Corea. Su mulo, Buck, lo había acompañado la tercera parte de ese tiempo, y junto con las montañas que exploraban, los dos se habían convertido en una leyenda en esa región. Los paisanos, dependiendo de la edad, se referían a él como «el viejo Gus» o «el viejo chiflado». El viejo sabía que lo llamaban así, pero realmente no le importaba. Escuchaba los murmullos y las risas poco discretas que surgían a su paso en el asador del Cactus Roto, en Chato's Crawl, al lado de la carretera que conducía a Apache Junction. Julie Dawes, la dueña del bar, hacía callar a los parroquianos, invitaba a Gus a una cerveza y le decía que aquella gente no sabía de lo que hablaba. Pero Gus, en el fondo de su corazón, era consciente de la imagen que proyectaba en los demás: un viejo sucio y canoso con todos los años de su vida reflejados en el rostro, un rostro que había visto infinidad de cosas horribles.
En Corea, Gus había sobrevivido a la Reserva de Chosin, un prolongado y olvidado valle que los libros de historia siempre intentan eludir. Fue uno de esos sucesos que marcó la historia del Ejército y del cuerpo de los marines para siempre. Gus tuvo que superar el haber tenido que atar con correas los cuerpos de sus mejores amigos a los laterales de los tanques para poder sacarlos de aquel valle helado y mortal. Vio a muchos hombres, entre ellos sus compañeros, perecer bajo el frío y la nieve. Fue una época terrible y desalentadora. Después de haber visto lo que era capaz de hacer el ser humano, Gus prefirió la compañía de Buck. Perseguir la leyenda de la recóndita mina de oro oculta y repleta de riquezas no era la única razón para escoger el desierto: le gustaba vivir allí porque nunca pasaba frío. Podía quejarse en voz alta del calor infernal, pero ese mismo calor alcanzaba partes de su ser a las que, durante aquellos espantosos días de frío en Corea, creyó que el sol nunca volvería a tener acceso. El desierto se había convertido en su mejor amigo durante los últimos cincuenta años, su refugio en un mundo que era mucho mejor sin su presencia.
Buck y él habían estado caminando desde el alba para alcanzar la falda de las montañas antes del mediodía. Quería empezar a cavar en un lugar nuevo que había descubierto la semana anterior. Le había dicho a Buck que aquel lugar parecía prometedor.
De pronto, un intenso viento del sur se levantó sin avisar. La arena se estrelló contra el viejo y su mulo como si se tratara de un vertiginoso muro hecho de alfileres. El mulo corcoveó y comenzó a dar coces; los rebuznos del animal se perdieron en medio de la repentina furia del viento y de la arena. Gus se cubrió rápidamente la boca y la nariz con su pañuelo de color rojo y tiró con una mano de los arreos para tranquilizar al animal, mientras con la otra trataba de evitar que el vendaval se llevara su maltrecho sombrero de fieltro marrón.
—Eh, Buck, tranquilo, que solo es una racha de nada —gritó, pero sus palabras fueron engullidas por el viento.
El mulo sabía por instinto, igual que el viejo, que aquello no era un vendaval producido de forma natural. La temperatura había descendido al menos diez grados y ni tan siquiera un soplo de brisa había precedido al suceso. Gus Tilly había pasado en esas montañas toda su vida adulta y nunca había vivido nada parecido, no de esta manera. Además, sabía que Buck no se asustaba fácilmente, y sin embargo este extraño cambio de tiempo había inquietado muchísimo a su viejo amigo.
Los botes, las sartenes y el resto de utensilios del viejo buscador de oro tintineaban al tiempo que Buck intentaba liberarse de la pesada carga que llevaba. Mientras Gus trataba desesperadamente de tranquilizarlo, tanto el hombre como el animal escucharon un ruido ensordecedor. El viejo se agachó; por encima de su cabeza algo surcó los cielos provocando un inmenso estruendo. El vapor condensado proveniente de las nubes lo cubrió todo. A continuación, otro estruendo, diferente al primero, recorrió el cielo. Con la misma premura con la que había comenzado, el viento dejó de soplar y la arena se estabilizó. El anciano se quedó mirando el cielo y luego al mulo, que continuaba inquieto, observando el calmado desierto y olfateando el aire. Las orejas le temblaban.
—Esta es la cosa más condenadamente rara que he visto en mi vida, Buck. ¿Tú qué dices? —preguntó, quitándose de la cara el pañuelo cubierto de polvo.
El mulo se quedó mirando a su dueño y luego enseñó los dientes, los ocho que tenía. Pero antes de que pudiera decir nada más, una gran explosión recorrió el desierto y el viejo cayó de espaldas sobre las piedras y la maleza, y se quedó sin aliento a causa del golpe. Luego se dio la vuelta y se protegió la cabeza con las manos. El estruendo hizo que se le escapara el poco aire que le quedaba en los pulmones. Buck intentó extender sus fuertes patas para poder apoyarse mejor, pero perdió el equilibrio y se desplomó. Cayó primero sobre las rodillas y luego de lado, aplastando la carga cuidadosamente empaquetada. El suelo tembló un momento y luego se detuvo y todo volvió a recuperar la calma.
El viejo respiró con dificultad e intentó con todas sus fuerzas coger aire. Rodó sobre su dolorida espalda, levantó la vista y vio las estribaciones y las montañas que había un poco más allá. Estaban igual que en el último medio siglo de vida. Silenciosas y en calma. Pero le invadió un sentimiento de extrañeza que no había sentido nunca allí antes. Tragó saliva y se sostuvo sobre los codos, luego giró el cuerpo y se puso de pie. Nunca le había prestado especial atención a las montañas, pero ahora mirarlas atentamente le producía cierta inquietud. Mientras las observaba, varios conejos salieron de sus madrigueras y echaron a correr hacia el desierto, en dirección contraria a las montañas. Luego un coyote cruzó por delante de él, siguiendo a los conejos, pero sin ánimo de perseguirlos. El coyote echó la vista atrás, hacia las rocosas montañas, luego giró la cabeza y corrió todavía más rápido, con la lengua colgando.
Gus seguía sosteniendo en sus fuertes manos las riendas del mulo, y fue viendo, medio atontado, que Buck iba perdiendo la carga conforme caía hacia la derecha, se hincaba de rodillas y conseguía al fin enderezarse. El mulo miró al anciano con gesto acusatorio, como si él fuera el responsable de todo aquel embarazoso episodio.
Gus negó con la cabeza para despejar cualquier duda.
—No me mires así, hijo de puta, que bastante raro es ya todo esto y no he sido yo el que te ha tirado al suelo.
Pero Buck no escuchaba, tiró de las riendas, libre ya del control del viejo y, al igual que los conejos y el coyote, se alejó de las montañas todo lo deprisa que su pesada carga le permitió. Gus se quedó quieto, mirando con asombro al mulo correr por el desierto. Luego fue dándose lentamente la vuelta y se quedó observando las de nuevo tranquilas y, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, amenazantes montañas de la Superstición.
A Gus le costó más de una hora encontrar a Buck. Siguió el rastro de botes, sartenes y palas hasta que llegó al lugar donde su viejo compañero mascaba algo de artemisa junto a un derrubio. El mulo masticaba tranquilo, como si ya casi no recordara lo que les acababa de suceder. De uno de los lados del mulo pendía abierta la lona, de donde colgaban las pocas pertenencias del viejo que no habían caído al suelo durante la estampida. El anciano insultó al mulo mientras intentaba volver a meter las cosas y a colocar bien las alforjas. El animal, mientras tanto, apenas le prestaba atención.
—Muy bien, sigue como si no fueras tú el que corría como un conejo asustado —refunfuñó. Se puso delante de él y lo miró directamente a los ojos—. Podrías haberte roto una pata corriendo de ese modo por este secarral. —Gus se rascó la barba de cuatro días y habló con un tono más suave—. Ese viento también me ha asustado a mí, viejo, tampoco te pongas así.
Gus golpeó en el hocico del animal. A Buck le tembló el ojo derecho y agitó las orejas, pero siguió comiendo como si nada.
—Muy bien, no me hagas caso, cabrón. No te voy a volver a hablar en todo el día. Venga, vamos de vuelta para arriba y a trabajar.
Cogió las riendas y empezó a estirar. El mulo, después de una débil resistencia inicial, empezó a caminar mientras seguía masticando.
El viejo se ajustó el sombrero de fieltro y se secó el sudor de la cara.
—Dios, hoy va a hacer calor de verdad —dijo para sí mirando el sol—. En marcha, muchacho, el oro nos espera —afirmó sin mucho entusiasmo mientras emprendía a regañadientes el camino hacia la montaña.