Capítulo 35


Nueva York, estado de Nueva York

20 de julio

Charles Phillip Hendrix II se encontraba en medio de una presentación ante varios importantes inversores de Alemania y Taiwán que discurría en la sala de juntas de Centauro. A lo largo de la sala estaban expuestos los distintos sistemas de armamento que la compañía estaba construyendo o en cuyo desarrollo participaba como principal proveedor. El joven Hendrix había guardado en un cajón el incidente Farbeaux a la espera de que los equipos de seguridad de la corporación dieran caza al francés. Después, ese hijo de puta descubriría lo que significaba traicionarlo, puesto que desde su punto de vista, traicionar a Centauro era lo mismo que traicionar a los Estados Unidos de América.

—Caballeros, si son tan amables de observar el índice de crecimiento de nuestros contratos militares periféricos, podrán colegir que Centauro está en condiciones de lograr…

Las puertas de la sala de juntas se abrieron de repente; su secretaria entró caminando de espaldas, se giró e hizo un gesto de disculpa. Tras ella, al menos diez hombres vestidos con cazadoras azul marino entraron en la sala y se desplegaron por el lujoso salón de conferencias. Hendrix pudo ver que a la espalda todos llevaban la insignia del FBI cosida en letras amarillas.

—Lo siento, señor Hendrix, dicen que tienen una orden…

—Charles Phillip Hendrix II, soy el agente especial Robert Martínez, estoy al mando de esta operación. Queda usted detenido bajo la acusación de conspiración para cometer un asesinato, espionaje industrial y traición contra el pueblo de los Estados Unidos. —El agente cogió a Hendrix por el brazo y amablemente le hizo colocar las manos sobre la mesa.

Los posibles inversores se levantaron lentamente y fueron apartándose hacia una de las esquinas de la sala, la más lejana de la mesa de reuniones.

—Tiene derecho a permanecer en silencio…

Hendrix no escuchaba cómo le leían los derechos, su atención estaba puesta en el hombre que había de pie junto a la puerta; se preguntaba qué pintaba allí un oficial de la marina.

El capitán de corbeta Carl Everett, con su gorra de plato bajo el brazo roto, vio cómo Hendrix era detenido. Del cabestrillo del que colgaba el brazo extrajo un teléfono móvil, marcó uno de los números que había grabados en la agenda y esperó.

—Everett —dijo cuando la llamada fue contestada, luego le acercó el teléfono a Hendrix.

—¿Sí? —dijo este de forma brusca.

—Hendrix, ¿reconoce mi voz?

—Sí, señor presidente —contestó mientras dejaba caer los hombros y el tono de su voz indicaba el abandono de toda esperanza.

—Doy por hecho entonces que ya ha sido detenido.

—Por el momento. Durante el juicio, apelaré directamente al pueblo estadounidense —contestó Hendrix con toda la petulancia de la que fue capaz.

—Por lo pronto, vamos a dejarnos de juicios. Desde ya, se le retiran todos los negocios que tiene en los Estados Unidos. Todos los bienes a su nombre, tanto a título personal como el de su empresa serán congelados. A partir de ahora es usted un asesor sin sueldo al servicio del gobierno federal; informará de todos los conocimientos que su compañía haya recopilado acerca de la tecnología extraterrestre y de las intenciones que puedan tener hacia nosotros los habitantes de otros planetas. Nos ofrecerá esa información a cambio de su vida. Si en algún momento incumple usted este acuerdo, será llevado ante un tribunal y será declarado culpable de traición en tiempos de guerra. Más le vale ser diligente y que su información sea provechosa, su inútil vida depende de ello.

Everett vio que Hendrix cerraba los ojos y daba signos de que la llamada había terminado, así que le arrebató el teléfono y le hizo un gesto a una mujer que estaba esperando al otro lado de la puerta.

—Esta es la señora Celia Brown; en el futuro próximo ella será la encargada provisional de dirigir Centauro, al menos hasta que el Servicio de Impuestos Internos y la Oficina General de Cuentas la saquen a subasta.

Celia Brown, miembro del Grupo Evento, entró en la sala y pasó junto a Hendrix. A continuación, se acercó y les tendió la mano a dos de los inversores, que se habían quedado atónitos y habían ido a sentarse a uno de los sofás del fondo.

Everett se acercó a Hendrix y le susurró en el oído.

—Un saludo de parte del Grupo Evento.

Hendrix no contestó ni tampoco presentó resistencia cuando el FBI se lo llevó hacia su nuevo destino como huésped del país al que tanto amaba, y en el que iba a tener que dar por perdido todo aquello por lo que, hasta la fecha, había estado trabajando.

Despacho Oval, Casa Blanca

El presidente cortó la comunicación con Everett, se puso en pie y se desperezó. Bostezó, volvió a sentarse en la silla, excesivamente forrada, y se quedó mirando a los directores del FBI, la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional. Dirigió la vista al otro extremo del Despacho Oval e hizo un gesto con la cabeza a los dos agentes del servicio secreto, que escoltaban a un tercero.

El presidente pasó por alto su presencia y centró su atención en el teléfono al tiempo que presionaba el intercomunicador.

—Marjorie, pásame la llamada.

—Collins.

—Collins, aquí ya hemos hecho el trabajo, y lo de la empresa de Nueva York ya está resuelto también. Dígale al senador Lee que puede estar contento —transmitió el presidente.

—Sí, señor.

—Oye, Jack, quiero que sepas que me equivoqué totalmente al intentar apartarte del servicio. El trabajo en el desierto ha sido impresionante: te informo de que tienes a tus órdenes cualquier agrupación de combate que elijas.

Hubo un momento de silencio, luego Jack dijo:

—Ya tengo un equipo a mis órdenes, señor presidente, creo que el aire del desierto no me irá mal una temporada.

—Entonces, buena suerte, Jack, cuida por mí del director Compton. —El presidente colgó el teléfono sin añadir nada más y luego levantó la vista hacia el hombre que estaba de pie, esposado entre los otros dos agentes del servicio secreto.

—¿Qué vamos a hacer contigo, agente Davis? —dijo cerrando los ojos con aire meditabundo.

Edificio Sage, Manhattan

Después de hablar con el presidente, Collins se quedó mirando al senador, que estaba plácidamente sentado en el vestíbulo del edificio Sage. El recepcionista ocupaba una silla tras el elegante escritorio, llevaba puestas unas relucientes esposas y se mantenía en silencio, con dos agentes del FBI escoltándolo, uno a cada lado. El senador dio unos golpecitos con su bastón; Jack se puso de pie y lo ayudó a levantarse. Alice había querido acompañarlos, pero Garrison no se lo había permitido.

Mientras ayudaba a incorporarse al hombre de avanzada edad, Collins torció el gesto a causa del dolor que le seguían provocando sus costillas. Todos habían intentado convencerlo de que no fuera, pero era necesario que acompañara a Lee.

—Antes de que bajemos, Jack, quiero darte las gracias por quedarte en el Grupo. Te necesitamos. Niles precisará un brazo fuerte ahora que es imprescindible reclutar nuevos miembros para reemplazar a los que hemos perdido —explicó el senador con tono triste.

—Niles no tendrá ningún problema, para mí será un honor quedarme y ayudarlo.

Lee asintió y dijo:

—Vamos, ahí abajo hay un viejo amigo al que tengo que saludar.

Mientras descendían en el refinado y seguro ascensor, Jack observó al senador y se dio cuenta de que ya no era capaz de seguir engañando al tiempo y de que su rostro reflejaba al fin su verdadera edad. El bastón apenas le servía ya de apoyo suficiente y el pelo parecía ahora más ralo, una vez pasado el Evento del desierto. Daba la impresión de que Lee había cumplido el ciclo que iba desde Roswell hasta Chato's Crawl, y que ahora el tiempo venía a cobrarse lo que era suyo. Jack desvió la atención hacia los cinco agentes del FBI que los acompañaban al subsuelo del edificio Sage; todos estaban aquí gracias a un canalla que continuaría representando una complicación en el futuro: el coronel Henri Farbeaux.

El sótano era el lugar donde debían encontrar al fundador del Grupo Génesis y de Centauro. Las puertas se abrieron y los agentes salieron primero, con las armas desenfundadas apuntando hacia el suelo. Habían sido extremadamente correctos a la hora de detener al personal de seguridad una hora antes. La mayoría de los detenidos eran antiguos soldados de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos y no habían salido de su asombro cuando los agentes federales los habían empujado y reducido. Seguramente están muy acostumbrados a ser ellos lo que empujan, pensó Jack; a continuación trató de determinar si alguno de los que había visto formaba parte de los tristemente famosos Hombres de Negro. Si era así, desde luego no parecían tan formidables a la hora de enfrentarse con gente que sabía cómo actuar.

Jack ayudó al senador a salir del ascensor; los dos dieron la vuelta y vieron una plataforma bien iluminada con dos grandes recintos acristalados. En el de la izquierda había tres cajas de aluminio, inclinadas de manera que las luces ocultas en el techo iluminaban su contenido: los restos de los cuerpos del accidente de Roswell. Lee movió la cabeza, impresionado, y admiró la reconstrucción del platillo que acogía la inmensa sala cubierta de paneles de vidrio que había a la derecha. A continuación, fijó su atención en la solitaria figura que, sentada en una silla de ruedas, observaba todos los objetos expuestos. Collins ayudó al senador a descender por el pasillo que bajaba por entre las filas y filas de asientos. Con cierta cautela, se aproximaron hasta el hombre solitario, mientras los agentes del FBI continuaban con las armas desenfundadas y casi apuntando a la figura que seguía allí sentada e inmóvil. Collins ayudó a Lee a acomodarse en una silla un poco más pequeña que se encontraba a la derecha de la del otro hombre. El senador se quedó un momento pensando, apoyado en el bastón que tenía puesto entre las rodillas.

—Así que has estado vivo todo este tiempo —dijo en voz alta.

El viejo sentado en la silla de ruedas de alto respaldo oyó perfectamente aquellas palabras, pero no se giró, continuó centrado en el platillo que había al otro lado del cristal.

—Mi hijo me ha contado que se ha producido otro encuentro, ¿es cierto? —preguntó Charles Hendrix padre.

Garrison se quedó mirando a Hendrix, su figura le recordó a la de una arpía que envejece por momentos. Era el mismo hombre al que Curtis LeMay y Allen Dulles habían ayudado a desaparecer tras una falsa muerte hacía muchísimos años.

—Sí, bajó otro como ese —contestó Lee mientras se giraba y escudriñaba el platillo recubierto de cristal.

—¿Y el animal y la tripulación?

—Todos están muertos.

Hendrix se quedó inmóvil durante un instante.

—He tenido mucho tiempo para pensar en todo esto. Muy pronto los Grises se cansarán de intentar tomar el camino más fácil y, antes o después, para bien o para mal, vendrán ellos mismos en persona —dijo Hendrix mirando por fin a los ojos a su antiguo adversario.

—En el Grupo hemos llegado a la misma conclusión —dijo Lee. El senador miró hacia otro lado y luego, poco a poco, volvió la vista hacia aquel hombre—. Hendrix, por lo que tengo entendido, ese Farbeaux que trabajaba para vosotros nos ha dado la localización de mis hombres, los que murieron en 1947.

Hendrix se rió entre dientes y señaló el lado derecho de su cabeza, a la altura de la sien.

—Están todos aquí, Lee, nunca se han marchado. Han estado aquí conmigo y no se han ido. ¿Por qué no los dejas ahí donde están? Acuérdate de lo que te dije ya hace muchos años: la violencia controlada. Nunca tuviste el coraje suficiente como para acarrear con la responsabilidad necesaria para hacer de este país un lugar seguro. Yo sí, y tengo aquí dentro los fantasmas que lo prueban. —Hendrix se dio varios golpes en la cabeza con el dedo derecho—. Justo aquí, Lee —dijo levantando la voz y haciendo un gesto de dolor que lo dejó paralizado.

—Todo lo que tu compañía ha desarrollado a partir de Roswell podría haber servido de ayuda a la gente de mi equipo, a los civiles, a los jóvenes soldados y a los miembros de la Aviación que han perdido la vida. ¿Por qué no los habéis ayudado? —preguntó Lee.

Hendrix miró una vez más al senador y un gesto de dolor volvió a reflejarse en su rostro.

—Centauro ha ayudado a esos chicos de muchas maneras, los ha ayudado con parte del material que han utilizado para combatir contra esos animales. El mismo que será utilizado, una y otra vez, para defender este país. —Hendrix se llevó la mano al pecho y arrugó con sus dedos el grueso abrigo que llevaba puesto—. Sigues siendo un boy scout que quiere ser héroe de guerra, Lee —le espetó Hendrix en voz tan baja que solo Garrison lo pudo escuchar.

El anciano sacó, tembloroso, las pastillas de nitroglicerina que llevaba en el interior del abrigo y forcejeó con la fina tapa hasta que el delicado estuche se le cayó de las manos y todas las pastillas rodaron por el suelo, y algunas de ellas fueron a parar al lado de Lee. Hendrix lo miró con gesto triste y el senador no apartó la mirada. A continuación, Lee recogió del suelo las pastillas, le hizo un gesto con la mano a Jack para que se quedara donde estaba y se puso de pie sin ayuda del bastón. Luego se acercó a Hendrix, cuyos ojos empezaban a parpadear a toda prisa mientras sentía los primeros síntomas de un ataque al corazón.

—¿Violencia controlada? Me parece que por fin he acabado de comprenderlo —dijo Lee—. Acabo de darme cuenta de que sí que soy capaz.

Lee hizo un gesto a los agentes del FBI para que ayudaran a Hendrix, consciente de que al viejo solo le quedaban unos instantes de vida.

—Vámonos a casa, Jack.

Cerca de Roswell, Nuevo México

22 de julio

Cuando llegó al pedazo de tierra yerma que perteneció una vez al ganadero Mac Brazel, el senador Garrison Lee sintió que regresaba a casa. De pie, apoyado sobre Collins y con un brazo alrededor de Alice Hamilton, que se había quitado las gafas de sol para enjugarse una lágrima, observó cómo Niles Compton dirigía las operaciones del equipo forense, que estaba empezando a desenterrar las primeras bajas causadas tras un intento de invasión llevado a cabo por seres de otro planeta.

—A ver si consigo no ponerme demasiado sentimental —dijo Lee al mismo tiempo que se levantaba una ligera y fresca brisa.

—Ya todo ha terminado. Estos hombres se merecen que te emociones, se merecen todo lo que podamos darles, y lo mínimo es el recuerdo de la amistad —contestó Alice mientras se secaba las lágrimas con el pañuelo.

—Hizo usted lo correcto; por esto valía la pena dejar que Farbeaux saliera del país —dijo Jack.

El senador Garrison Lee agachó la cabeza; una lágrima recorrió su rostro mientras veía a Niles y a su equipo sacar al último cuerpo del lugar donde había estado enterrado y oculto durante cerca de sesenta años. El cadáver del doctor Kenneth Early fue el último en ser identificado y el último de los esqueletos que recibió la luz del sol. Lee se quedó erguido, mirando cómo cubrían el cuerpo de su viejo amigo con una bandera estadounidense que se ondeó un momento, mecida por la brisa, antes de posarse sobre el último miembro del Grupo Evento que recibía finalmente homenaje como agradecimiento al servicio prestado por el bien de su país.