Capítulo 28


Chato's Crawl, Arizona

9 de julio, 13.40 horas

Julie Dawes se había visto obligada a pedirle ayuda a Tony, que estaba sobrio porque había vuelto a perder su camioneta la noche anterior y no había sido capaz de regresar al bar. Ahora se ocupaba de servir las mesas para poder dar abasto con la cantidad de gente que había llegado con el Ejército. Juan y Carmella estaban detrás de la barra ayudando con los platos. Julie también le había pedido a Hal Whikam, que trabajaba de barman los fines de semana y de gorila siempre que hacía falta, que se encargara de la cocina mientras ella tomaba los pedidos.

Hal el Grandullón tenía la barba roja y llevaba puesta una de sus muchas camisetas con frase ingeniosa. La de ese día hacía referencia a Star Trek y decía: «Kirk está por encima de Picard y a Janeway la tengo justo debajo». No era tan graciosa como otra que decía: «Solo Dios puede perdonar a Osama Bin Laden, pero solo un marine puede hacer que se conozcan». Hal era tan grande que casi no cabía en la camiseta. No es que estuviese gordo, es que era un gigantón. Julie sabía que nadie iba a dar problemas en el Cactus Roto, porque el exmarine sabía hacer que nada se descontrolara, y si había un día en que eso podía suceder, sin duda era aquel.

El Ejército había empezado a reunir a todos los periodistas, cámaras y turistas, y gracias a Dios, la mayoría habían sido sacados del pueblo en autobús, pero, como allí había comida y bebida, el Cactus Roto se había convertido de forma natural en el punto de encuentro de la localidad donde esperaban el próximo turno todos los que tenían que ser evacuados de la zona de cuarentena.

La mayoría de la gente del pueblo estaba sentada en las veintidós mesas rinconeras que había en la cafetería, mirando los sucesos que se desarrollaban delante de sus ojos. Casi todos estaban atónitos escuchando cómo los corresponsales gritaban por los teléfonos móviles explicando a sus productores el lío en el que estaban metidos. Mientras tanto, los cámaras grababan todas las imágenes que podían, lo que por supuesto suponía iluminar con potentes luces las caras de otros periodistas. Entonces, a la 1.45 de la tarde, la cobertura telefónica en el valle fue interrumpida. El teniente Jason Ryan acababa de colocar el último inhibidor que impedía cualquier comunicación. Así que lo único que se oía ahora era a unos treinta periodistas maldiciendo al mismo tiempo a su compañía de telefonía móvil por la pérdida de señal.

Ryan había vuelto a entrar dos veces desde la mañana y había anunciado que estaban en estado de cuarentena debido a un brote de brucelosis en el valle. Cuando le bombardearon a preguntas, Ryan explicó muy seriamente que Thomas Tahchako había perdido casi todo su ganado, y que cabía la posibilidad de que la enfermedad se extendiese más allá del valle y pudiera contagiarse incluso a seres humanos. Julie había presenciado cómo, sin perder la calma en medio de la lluvia de protestas y preguntas, había repartido unas cuantas copias de un comunicado de prensa. La dueña del bar había visto también cómo la había mirado y le había sonreído antes de marcharse de nuevo. Esa sonrisa había hecho que se le pusiese la carne de gallina, como si fuera una colegiala, cosa que hacía años que no le pasaba. Hacía mucho tiempo que nadie le hacía sentir así.

Julie, aunque agradecida, andaba un poco desbordada por todo el trabajo extra, pero eso no quitaba que en el desierto estuviera sucediendo alguna cosa. Tenía ganas de que llegara la orden de que cerrara y se dirigiera a alguno de los autobuses que se suponía que tenían que llegar en cualquier momento. Estaba pendiente en todo momento de ver si Billy aparecía por entre toda aquella aglomeración de desconocidos; ya hacía varias horas que se había marchado. Tenía la esperanza de que estuviese en algún lugar dentro del pueblo.

—Hola —dijo un hombre levantando la voz y arrimándose a la barra, con un pie apoyado en el taburete.

Julie miró al lugar de donde venía la voz y vio al desconocido sonriéndole. Era un hombre atractivo, debía de tener o treinta años largos o cuarenta y pocos. Su pelo era rubio y peinado hacia atrás. Las gafas pequeñas y circulares le daban una apariencia de ratón de biblioteca que estaba muy de moda en aquella época. Llevaba unos pantalones Levi's y una camisa vaquera de color azul.

—Hola —contestó alzando también la voz, mientras se acercaba y abría su libreta de pedidos.

—¿Está esto siempre tan concurrido? —preguntó el hombre, sonriendo y señalando a los periodistas.

Julie miró a un cámara que la enfocaba con una Minicam a menos de medio metro de la cara y que la deslumbraba con el foco. Reconoció al periodista que iba con él: era ese pesado de Kashihara, de Phoenix. Estaba grabando tomas sueltas e iba hablando al micrófono para matar el tiempo hasta que les dejaran irse, cosa que Julie había oído que no iba a pasar de momento. Entrecerrando los ojos, Julie lanzó hábilmente uno de los trapos de cocina sobre la lente de la Minicam.

—Eh, ¿qué haces? —dijo el cámara.

—Señora, acaba de arruinar una bonita toma —dijo Kashihara, alzando la voz.

El desconocido de la barra se plantó delante del periodista y le dijo:

—Parece que a la señora no le gusta que la graben como si estuviera en un escaparate, y a mi jefe tampoco le gustará nada verme aquí, se supone que debería estar trabajando. Váyase a jugar a otro sitio. —Luego le dio la vuelta y le propinó un elegante empujón.

—¿Quién demonios es usted, su padre? —preguntó Kashihara mientras se alejaba y proponía a su cámara marcharse a la heladería de enfrente, que parecía más tranquila.

—Gracias —dijo Julie, alzando la voz para que se la pudiera oír en medio del bullicio del concurrido bar. Sonrió al recién llegado y dijo—: ¿Qué desea?

El hombre miró alrededor y luego se acercó más, apoyando las dos manos en la barra, y dijo:

—Agua y un sándwich de jamón y queso, por favor.

—Tendrá que ser con pan blanco, se ha acabado el integral.

—Blanco está bien.

—¡Un sándwich de jamón y queso, Hal! —gritó mientras sacaba un vaso de debajo de la barra y le servía un poco de agua helada al único cliente razonable que había tenido en lo que llevaba de día. Le puso el vaso delante y se quedó mirándolo—. Respondiendo a su pregunta: no, no suele estar así de concurrido. ¿Es usted uno de ellos? —preguntó, señalando con la cabeza hacia los periodistas.

—Henry Tomlinson, departamento de Interior —dijo extendiendo la mano.

Julie aceptó la mano y la estrechó.

—Julie Dawes, propietaria de este manicomio. Me imagino que está aquí por esta historieta de la cuarentena de la que habla el Ejército.

El hombre la miró por encima de las gafas después de dar un largo trago de agua fría. Sus ojos se fijaron en el cuerpo de la mujer que había tras la barra, evaluándola durante un instante con el suficiente disimulo.

—Digamos que estoy aquí para examinar la situación. Si no le importa que le pregunte, ¿por qué dice que es una «historieta»?

Julie se secó las manos en el trapo y miró a los ojos al hombre.

—No nací ayer. Todos esos hombres vestidos con monos del centro de control de enfermedades van armados. No es una forma muy normal de enfrentarse con una bacteria, ¿no?

—Pues quizá, yo solo sé lo que me dice mi jefe en Washington. Pero una cosa sí tengo clara: alguien se podía montar un negocio de helicópteros usados ahí fuera.

Julie sonrió ante la referencia a la cantidad de helicópteros que había en el pueblo. La mayoría habían sido obligados a aterrizar por helicópteros militares de apariencia mortífera que, con mucha delicadeza, les habían pedido que aterrizaran o que se atuvieran a las consecuencias.

El hombre vio cómo Julie recorría el bar recogiendo platos y rellenando vasos de agua. Desde algún rincón del fondo, la máquina de discos se puso en marcha y sonó Hey Tonight, un viejo tema de Creedence Clearwater Revival, entre algún que otro aplauso y algún abucheo de la multitud.

El tipo se sentó y se quedó observándolo todo mientras Julie regresaba con el sándwich de jamón y queso y empezaba a escribirle la nota.

—Un sándwich de jamón y queso con pan blanco, ¿alguna cosa más?

—No, ya está. ¿Puede decirme dónde tiene su base el Ejército? —preguntó, antes de darle un bocado al sándwich.

La pregunta hizo que Julie dudase por un momento y se preguntase por qué aquel hombre, que decía pertenecer al gobierno, no sabía dónde estaba acampado el Ejército. Pero aun así no le pareció una persona sospechosa.

—No lo sé, están por todas partes. Pero quizá debería preguntar por el teniente Ryan. Parece que él está al mando aquí en el pueblo. —Julie levantó la vista y miró al hombre a los ojos—. Hágame un favor, si ve que está con un muchacho con un quad, dígale que su madre necesita que vuelva a casa, ¿de acuerdo? —dijo mientras sus preciosos ojos parpadeaban varias veces.

—Será un placer, señora. El hombre que dice se llama Ryan, ¿verdad? ¿Y cómo puedo reconocer al muchacho?

—Fácil, es el único niño que hay en este manicomio.

El talkhan observó cómo sus crías emprendían por separado su viaje hacia la superficie. Habían devorado con avidez toda la comida que había almacenado para ellas, pero ahora su metabolismo exigía más alimento para poder desarrollar plenamente sus nuevas capacidades. Volvían a estar hambrientas.

La actividad que podían percibir y sentir proveniente de la superficie era suficiente para que instintivamente decidieran iniciar el camino hacia el mundo exterior.

La única cría que se quedó rezagada fue el macho. Se quedó quieto esperando, alejado de las hembras. La madre se le había acercado antes para intentar liberar de sus garras a una de las hembras más pequeñas, pero el intento había sido en vano. El macho infló el armazón púrpura que tenía alrededor del cuello y retrocedió unos cuantos pasos, sin dejar de mirar a su progenitora, a la que ya había igualado en tamaño. La madre, consciente del peligro, se alejó para cuidar a las hembras. El inquietante macho se sumergió en la tierra, y, dejándose llevar por el instinto, se alejó del resto para no poner en peligro su propia supervivencia. Las hembras, tras haberse agotado la comida, se dividieron y cada una tomó un rumbo distinto hacia la superficie.

La madre observó cómo se marchaban, luego ella también se internó en la tierra y emprendió la ascensión desde la cueva donde había dado a luz. Ella cazaría por su cuenta.

La definitiva extinción de la humanidad estaba a punto de dar comienzo: un nuevo monarca reinaría en solitario en lo más alto de la cadena alimenticia.

Ryan estaba intentando con todas sus fuerzas controlar su mal genio al tratar con aquel agente de policía. Lo sentía por aquel tipo: aunque su hermano no apareciese no podía dejarle volver al desierto. Los otros veinte agentes estatales que lo rodeaban tampoco paraban de maldecir.

Los cuarenta efectivos de la 101 Aerotransportada que estaban bajo las órdenes de Ryan se habían desplegado por el pueblo, pero algunos decidieron acercarse al escuchar los gritos que provenían del grupo de policías y que comenzaba a adquirir un tono ligeramente amenazador.

—Escuchad, tenemos tropas allí desplegadas. No hemos intentado colaros una historia falsa como al resto, además, ya habéis visto con vuestros propios ojos de lo que es capaz ese animal. ¿Queréis enfrentaros a eso solo con vuestra pistola y vuestras porras?

—Sabemos cuidar muy bien de nosotros mismos y no necesitamos que venga el puto Ejército a atarnos de pies y manos —gritó Dills mientras los otros agentes asentían y gritaban cosas como «¡Tiene razón, joder!»—. Estamos dispuestos a seguiros la corriente con la historia de la enfermedad, pero tenéis que darnos un respiro. Dejad que volvamos ahí y hagamos nuestro trabajo. Dos de los nuestros han desaparecido, y mi hermano es uno de ellos —gritó Dills.

Ryan notó entonces que alguien le tiraba de la manga. Sin atender a los enfurecidos gritos de los policías, se dio la vuelta. A su lado aparecieron un hombre y una mujer. Tenían el pelo muy alborotado; la mujer lo llevaba suelto, cada mechón apuntaba en una dirección distinta y aún tenía un par de rulos sosteniéndose a duras penas. El hombre estaba lívido, tenía algunos cortes en la cara y en el cuello, y la piel quemada por el sol.

—¿Sí? —dijo Ryan, mirando a las dos personas como si estuviera viendo a alguien que acabara de caer del cielo.

Los agentes de policía se calmaron y se quedaron también mirando a la pareja que parecía recién salida de un ascensor procedente del mismísimo infierno.

El hombre se aclaró la garganta, miró a Ryan y después a los agentes de policía. Dills y su compañero recordaban vagamente haber ayudado a cambiar una rueda a estas personas la noche anterior.

—Quiero informar de… un… un accidente —dijo el hombre, con voz entrecortada.

La mujer alzó la mirada al cielo con gesto exasperado.

—Una mierda un accidente, Harold —afirmó Grace Tracy, con un tono extrañamente tranquilo. Luego fijó su atención en Ryan y sin pestañear en ningún momento, añadió—: Un monstruo atacó nuestra caravana en el desierto hasta hacerla volcar, y me gustaría saber qué van a hacer ustedes al respecto. —Con los ojos abiertos de par en par miraba alternativamente a Ryan y a los agentes estatales.

Ryan y los demás la observaron sin decir nada, impresionados ante su desquiciada mirada.

—¿Entonces qué, van a hacer algo o no?

Ryan estaba a punto de decirle que uno de los agentes le tomaría declaración cuando escuchó gritos provenientes del centro del pueblo. Cuando dirigió su atención hacia allí, vio a la gente salir en estampida del Cactus Roto. Alguien arrojó una silla que atravesó el ventanal, y varias personas saltaron corriendo por el hueco, cayendo unas encima de otras, ansiosas por alejarse del bar. Ryan se quedó un instante quieto mirando el extraño espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Luego volvió en sí y echó a correr hacia el centro de la población, seguido inmediatamente por sus hombres y, a muy poca distancia, por los agentes de policía, que empuñaban sus pistolas reglamentarias y algunas escopetas que habían sacado de los coches patrulla.

Harold y Grace Tracy supieron que habían vuelto a Chato's Crawl en el momento menos oportuno. Mientras se alejaban de la espantosa escena que ya habían vivido, y que esta vez ocurría en el lugar donde habían comido el día anterior, un único pensamiento pasó por la mente de Harold: se arrepintió de todo corazón de no haber ido a Colorado a visitar a su cuñada.

Julie no se dio cuenta de los ataques hasta que el suelo estalló bajo sus pies. La música sonaba muy alta, pero no al suficiente volumen como para disimular el crujido del pavimento al saltar en medio de la confundida multitud de periodistas. Julie se sobrecogió al escuchar los gritos y al ver cómo la gente era tragada por la tierra que había debajo del destrozado suelo del bar.

Tomlinson pasó por encima de la barra y empujó a Julie hacia un lado mientras el tablón que tenía a sus pies empezaba a partirse hasta convertirse en astillas. Ella rodeó rápidamente la barra sin dejar de gritar.

De pronto, una figura oscura que parecía salida de una pesadilla saltó desde el agujero que había detrás de la barra mientras daba un alarido y extendía los apéndices blindados en forma de plumas que tenía alrededor del cuello y de la cabeza. Las personas que había alrededor de la barra se quedaron paralizadas mirando y gritaron al unísono junto a la criatura. La bestia medía unos dos metros y medio de alto, y la luz que entraba por la ventana hacía resplandecer el pelo oscuro y espeso que la cubría. Las enormes garras se clavaron sobre la barra de caoba y cortaron la madera reforzada, de diez centímetros de grosor, como si fuera mantequilla. El monstruo se les quedó mirando con sus verdes ojos, la boca abierta y las mandíbulas abiertas de par en par, mostrando las tres hileras de dientes similares a los de un tiburón. Por encima del enorme hocico, unido a la mandíbula por medio de abultados músculos, asomaban las puntiagudas orejas. Las gruesas cejas estaban cubiertas por pedazos de blindaje que sobresalían y remarcaban sus espantosos ojos. Lanzó hacia delante la cola, con su aguijón en forma de púa del que supuraba una sustancia venenosa, y por poco no alcanzó a Tomlinson, que cayó de espaldas encima de Julie, derribándola.

—¡Corre! —le gritó a Julie, mientras esta intentaba zafarse del peso del hombre, saliendo hacia atrás apoyada en su trasero. No le hacía falta que ningún desconocido le dijese que tenía que salir de allí lo antes posible.

Con la velocidad del rayo, el hombre sacó de algún sitio de su cuerpo una pistola y abrió fuego sobre la bestia, que había trepado ágilmente sobre la barra y estaba lista para saltar. La criatura balanceó la enorme cabeza hacia la izquierda y luego hacia la derecha, analizando las posibles amenazas; la coraza que llevaba alrededor del cuello estaba en reposo y ondeaba con el movimiento como si fuese un tocado. De las diez balas disparadas, una no acertó su objetivo y cinco impactaron en la armadura más gruesa que cubría el pecho del animal y salieron rebotadas. Pero los cuatro siguientes disparos que efectuó el francés consiguieron alcanzarle en los ojos. La criatura de pesadilla dio un alarido y arremetió contra su contrincante, que esquivó el ataque por cuestión de milímetros. El monstruo cayó desde la barra contra el suelo, donde dos enormes garras de otro animal destruyeron los tablones de madera, agarraron a la bestia moribunda y la arrastraron hacia abajo, produciendo un sonido chirriante y estremecedor.

Tomlinson se dio la vuelta rápidamente, se puso en pie y se unió a Julie en el camino hacia la salida de aquel matadero.

—¿Qué demonios era eso? —gritó Julie.

El hombre la cogió y le gritó:

—Hay que salir de aquí. Tengo que encontrar a mis hombres.

Mientras le decía eso, Julie se vio arrastrada por la marea de gente que intentaba escapar desesperadamente del Cactus Roto.

En la cocina, los azulejos blancos y negros que conformaban el pavimento salieron volando por los aires mientras otra de las criaturas emergía del suelo. Cuando fue consciente de lo que estaba sucediendo, Hal cogió el primer arma que encontró, un enorme cuchillo de carnicero, y se lanzó al ataque. Justo en ese momento, Tony salía de la sala frigorífica con un montón de hamburguesas bajo el brazo. Hal empujó al sorprendido borrachín de vuelta a la despensa y cerró la puerta, consiguiendo así ponerlo a salvo y asegurarse más espacio para poder luchar.

La bestia rodeó al enorme exmarine. Mientras apretaba las garras, la saliva le chorreaba por las mandíbulas. Los ojos verdes y hambrientos de la criatura estaban fijos en aquel hombre que se atrevía a enfrentarse a ella. Mientras tanto, la cola no dejaba de balancearse a su espalda describiendo rápidos círculos y clavando el aguijón cada pocos segundos en la encimera de acero inoxidable; cada vez que esto sucedía, el choque resonaba con un sonido parecido al de un disparo y un nuevo agujero rodeado de un líquido azul verdoso se abría en la encimera. Las pezuñas eran muy grandes y raspaban con las garras en forma curva el suelo hecho de cuadros blancos y negros. Hal calculó que la bestia debía de pesar muchísimo, porque con cada paso que daba partía alguno de los azulejos y rompía las vigas de madera que había debajo.

—Venga, hija de puta, ¿quieres un poco de esto? Venga, cabrona, ven que te dé un poco.

La bestia dobló la cintura, emitió un alarido y embistió con la cabeza gacha contra el cocinero.

—¡La puta madre! —gritó Hal mientras se apartaba hacia un lado, de forma que el animal solo le rozó. Rápidamente alzó el cuchillo de cocina y se lo clavó con todas sus fuerzas. El cuchillo se hundió en el hombro del bicho recién salido de una película de serie B.

El animal exhaló un alarido y se giró; con la inercia, la cuchilla se soltó de su espalda. A continuación, saltó encima de Hal, que empezó a darle puñetazos mientras la criatura le clavaba los dientes en el hombro. Hal gritó y empezó a arrancar el ojo derecho del bicho. La bestia bramó una vez más, saltó en el aire y, sin soltar a Hal, se introdujo por el agujero por el que había entrado. A Hal le dio tiempo a coger del mostrador otro largo cuchillo de carnicero, del tamaño de una espada, antes de zambullirse en el olvido.

Kashihara no podía creer lo que estaba viendo desde la heladería. Acababan de llegar y estaban rodando un plano que no tenían muy claro si usarían cuando volvieran a Phoenix. Una señora mayor, Gail Ketchum, estaba criticando duramente al Ejército por cerrarle el local. Entonces escuchó los gritos que venían del local que acababan de abandonar. ¿Cómo hemos podido tener tanta suerte?, pensó mientras él y su cámara se acercaban hacia el ventanal.

—¿Lo estás grabando? —preguntó.

—¿Tú qué crees?

Ken escuchó un ruido detrás de él.

—Gracias, señora, enseguida volvemos con…

No llegó a decir nada más. Mientras se giraba vio cómo la señora decía algo sin sentido mientras una garra inmensa la atrapaba. Kashihara supo que aquello no tenía nada que ver con la brucelosis. La bestia aplastó a la anciana y se quedó mirando fijamente a Ken, que no apartaba la vista de la criatura mientras le daba golpes con el brazo a su cámara para que se girase. Cuando lo hizo, la cámara a punto estuvo de caérsele de las manos, mientras contemplaba espantado lo que tenía delante de los ojos.

El animal dio un alarido, elevó a la señora en el aire y se la pasó a la otra garra, como si quisiera proteger su presa de aquellos dos hombres aterrorizados.

Kashihara se aferraba a su cámara con todas sus fuerzas; por el rabillo del ojo, vio a varios hombres y mujeres que se dirigían hacia los helicópteros que había en el exterior.

—¡Creo que ya hemos grabado bastante! —gritó mientras salía corriendo por la puerta, seguido de cerca por el cámara, que llevaba la Minicam colgando de la correa.

—¡Más vale, porque yo paso desde ahora mismo de este trabajo!

Ryan y los veinte agentes que tenía alrededor vieron cómo la tierra se tragaba tanto a soldados como a civiles. Cuando la primera criatura hizo su aparición, todos se quedaron boquiabiertos.

La bestia saltó desde su agujero y aterrizó a escasos metros de los sorprendidos hombres. El animal parpadeó varias veces mientras agitaba la cola como si fuera una serpiente de cascabel. Después tomó impulso y volvió a saltar en el aire. El grupo de hombres vio horrorizado cómo se alzaba unos cuarenta metros y caía justo en medio de los helicópteros.

Los gritos se volvieron incesantes mientras la bestia comenzó a atacar a la gente. Las entrañas de las víctimas caían desparramadas por el suelo después de que las afiladas garras del animal los abrieran en canal. También empezaron a escucharse disparos de pistola, pero casi tan rápido como había comenzado, el ataque terminó en el momento en que el animal volvió aullando a meterse en el agujero del que había salido, llevándose consigo a uno de los agentes de policía.

—¡Ese bicho es el que atacó a mi hermano! —gritó Dills.

Por un momento, la atención de todos se fijó en un helicóptero con un gran número cuatro de color azul pintado en los lados que comenzaba a despegar desde uno de los descampados que había a las afueras del pueblo. Dos hombres y una mujer iban colgando de los patines de aterrizaje del Bell Ranger.

El helicóptero se alzó lentamente en el aire y comenzó a girar hacia el noroeste, en dirección Phoenix. El Bell Ranger había ascendido unos setenta metros y parecía que iba a conseguir huir cuando de pronto, delante de Ryan y de los agentes, se produjo una explosión. Tres de las extrañas criaturas surgieron de la tierra como si hubieran sido disparadas por un cañón.

El temblor en el suelo estuvo a punto de hacer perder el equilibrio a Ryan y a los demás. Sobrecogidos, vieron cómo las criaturas salían catapultadas hacia el cielo dejando un rastro de tierra y arena parecido a los gases que liberan los cohetes al ser disparados. Una de ellas golpeó contra la parte inferior del helicóptero y se agarró al patín derecho, provocando la caída de una mujer bien vestida cuyos gritos se extinguieron al impactar contra el suelo. La segunda criatura rompió la ventanilla lateral y se metió en el interior. La última de las tres se lanzó contra los motores, destruyéndolos como si estuviesen hechos de cristal y haciendo que las piezas cayeran sobre el pueblo. El helicóptero comenzó a girar sobre sí mismo, pero no de la forma ordenada para la que había sido diseñado, sino obligado por la falta de potencia, y acabó precipitándose como un peso muerto en medio de la calle principal del pueblo y siendo devorado rápidamente por las llamas. Los agentes de policía y los soldados vieron horrorizados cómo el animal que se había metido en el interior del helicóptero salía ahora de él llevándose en las garras a un hombre en llamas que no dejaba de gritar. La bestia emitió un alarido de dolor y de sorpresa al sentir cómo su armadura ardía y saltó dentro de uno de los agujeros, llevándose consigo a su víctima.

En distintos puntos de la población se escuchaban las detonaciones de las armas automáticas de los soldados de la 101 Aerotransportada, pero el sonido que más se oía era el de los gritos de las personas que intentaban zafarse de los ataques.

—¡Vamos! —gritó Ryan a los agentes—. Tenemos que sacar a esta gente de aquí y organizar algún tipo de defensa.

—¿Cómo hostias vamos a luchar contra esas cosas? —le contestó Dills.

Ryan miró a su alrededor y de pronto, en un momento de lucidez, una idea le vino a la cabeza.

—¡A los tejados! —gritó—. ¡Llevad a la gente a los tejados de los edificios!

Tan solo dos minutos después de que Ryan hubiera dado su desesperado aviso, el Blackhawk ya estaba en el aire. Otros helicópteros militares venían del lugar del accidente con más tropas de refuerzo.

—¿Qué es lo que ha dicho el teniente, comandante? —preguntó Mendenhall en voz lo suficientemente alta como para que se le escuchara pese al ruido del motor.

—Que aquello es un infierno; hay muchas bajas, tanto civiles como militares —informó Collins mirando al sargento, luego volvió la vista hacia Sam Fielding—. Dicen que se han visto completamente desbordados.

Palillo y Gus se miraron el uno al otro. El pequeño alienígena se sentó al lado de Billy, que tenía la vista fija en la ventanilla.

—Tu madre estará bien —dijo Gus, mirando al muchacho.

El chico se giró y miró al viejo, y luego a Palillo. En sus ojos se podía percibir toda la inquietud por la situación de su madre. El pequeño alienígena cerró los ojos, con aspecto de sentirse responsable de la pesadilla en la que se hallaban inmersos.

Conforme el helicóptero se acercaba a la ciudad, se le unieron seis Blackhawk enviados por el Batallón 103 de Aviación Especial desde Fort Hood, en Texas. Que los acompañaran algunas tropas venidas del lugar del accidente los tranquilizaba un poco, si bien a Collins no le gustaba la idea de dejar tan pocos hombres de seguridad guardando el campamento.

—Fijaos en eso —dijo Fielding, señalando por la ventana.

Lo que vieron los dejó a todos sobrecogidos. Ryan había conseguido reunir a los supervivientes y ponerlos a salvo en los tejados de los edificios del pueblo. La gente del pueblo, tres o cuatro periodistas, los agentes de policía y unos pocos soldados estaban repartidos entre la enorme marquesina de la gasolinera, lo poco que quedaba en pie del almacén y el tejado de la fachada del Cactus Roto. Encima de la heladería había algunos soldados más, que disparaban contra las zanjas que había abiertas en torno a los edificios.

—¡Dios mío, parece la última batalla de Custer! —gritó Fielding.

Dejaron de escucharse disparos, todo el pueblo permanecía en silencio. Las tropas se habían desplegado alrededor de los edificios, pero la actividad de los animales había cesado. Durante los últimos diez minutos no había habido ningún ataque. Collins tenía colocadas ametralladoras M60 en cada una de las casas, por si reaparecían.

—Informe, Ryan —dijo Collins nada más llegar al tejado del Cactus Roto.

Ryan guardó su pistola de 9 mm y dio un paso al frente; estaba cubierto de sangre y de polvo, y aparentaba mucha más edad que la última vez que lo habían visto esa misma mañana.

—Hemos perdido al menos a diez agentes de policía. —Se aclaró la garganta, miró a su alrededor y bajó un poco el tono de voz—. Veinticinco o treinta de los hombres de la división aérea, aún no hemos tenido oportunidad de hacer un recuento, pero yo solo he podido ver a unos diez. —Se quedó mirando a Fielding, que tenía los dientes apretados—. Lucharon hasta el final, coronel, intentando poner a salvo a esta gente. Y lo mismo los agentes de policía, no murieron porque sí. Dios mío, Jack, unos veinte o veinticinco civiles cayeron en la primera embestida, la mayoría de los periodistas que quedaban… Ha sido espantoso.

Fielding se quitó las gafas y se frotó fuertemente los ojos. Se giró hacia Ryan y le dio unas palmadas en el hombro.

—Esto no es como la Marina, ¿verdad, hijo?

Ryan bajó la vista y dijo que no con la cabeza.

Billy estaba de pie detrás de Collins, moviéndose un poco para ver las caras de los supervivientes; de pronto, avistó a su madre socorriendo a uno de los soldados, que estaba apoyado contra la falsa fachada del edificio.

—¡Mamá! —gritó, mientras corría hacia ella.

Julie reaccionó inmediatamente al oír su voz: apoyó con cuidado la cabeza del soldado contra la pared y corrió al encuentro de su hijo.

—Dios mío, estaba tan preocupada por ti, cariño, ¿estás bien? —preguntó mientras lo apretaba contra su pecho.

Gus, que llevaba en brazos a Palillo, escondido bajo una de las sábanas de su catre, sonrió. El pequeño pudo sentir mentalmente el mismo alivio que sentía el anciano.

—¿Y qué hay de esos animales? —preguntó Collins, abriendo las cremalleras del peto que llevaba adherido al pecho y dejando que entrara un poco de aire.

Ryan miró a su jefe y luego a Sam Fielding; alargó la mano y le dio unas palmadas en la cabeza a Billy. A continuación miró a Julie un momento y se dio cuenta del alivio que parecía ahora reflejarse en su rostro, después de haber estado al borde de un ataque de nervios durante la operación en la que todos habían subido a los tejados. Ryan volvió a mirar a Collins.

—Parecen salidos de una puta pesadilla, comandante. Son rápidos y fuertes; han tenido ustedes suerte de que esos hijos de puta se retiraran, porque esos cabrones pueden saltar. Han derribado uno de los helicópteros de los noticiarios que volaba a casi setenta metros. —Ryan se acercó a Collins y a Fielding para que Billy no pudiese escucharle—. Se comen a la gente que se llevan, comandante, todos lo hemos visto.

Casa Blanca. Washington D. C.

9 de julio, 15.00 horas

La conexión entre Washington, el Grupo Evento y Chato's Crawl no había cesado ni un momento durante los últimos diez minutos. Niles estaba manteniendo su propio enfrentamiento con los más altos líderes militares del país, defendiendo las acciones de la 101 y de sus equipos sobre el terreno.

—Tal y como he declarado, señor presidente, no hubiese sido posible hacer nada para cambiar el resultado de este primer enfrentamiento. Los animales nos atacaron mientras los equipos sobre el terreno estaban todavía inmersos en el proceso de evaluación de la situación. —Niles hizo una pequeña pausa—. Los efectivos de acción ofensiva en los túneles se están organizando en estos momentos.

El presidente se giró para mirar al director de la CIA y general de las Fuerzas Aéreas, Max Hardesty, actual jefe del Estado Mayor.

—Muy bien, estoy con Compton y su equipo en cuanto a las recomendaciones de cómo se debe combatir a esos bichos. Una cosa muy importante que quiero que quede clara: la operación Orión solo se llevará a cabo como último recurso. El uso de armas nucleares requerirá de mi autorización específica.

Los distintos directores del equipo de Seguridad Nacional expresaron su conformidad.

—Ahora bien, debemos aclarar qué necesita el comandante Collins para… —comenzó a decir el presidente mientras levantaba uno de sus dedos—. Uno: rescatar a todos los civiles que hay en ese pueblo. —Levantó otro dedo—. Dos: ¿qué equipo podemos trasladar a la zona para combatir esas malditas cosas? —Levantó un tercer dedo—. Y número tres: ¿qué otras armas, que no sean nucleares, podemos utilizar para contener el avance de esos bichos si salen del valle?

El general Hardesty se puso de pie y se acercó a un gran mapa de la parte occidental de los Estados Unidos que había proyectado sobre la pared.

—Señor presidente, hemos trasladado efectivos del Séptimo Batallón de Aviación desde Fort Carson, en Colorado. Acaban de aterrizar. —Hardesty trazó una línea desde Colorado hasta Arizona. Al contacto con el dedo, una línea roja recorrió la pantalla de plasma desde Colorado hasta las montañas de la Superstición—. Tendremos a diez helicópteros Apache listos dentro de una hora. Con ellos podremos cubrir a los cuatro MH-53J Pave Low III que acaban de llegar desde MacDill, en Florida. Servirán para sacar del pueblo a los civiles. Collins y Sam han diseñado un plan para evacuarlos directamente desde los tejados de los edificios. El helicóptero Pave Low es una enorme plataforma volante con gran capacidad de carga. Creemos que con cuatro será suficiente para evacuar a todo el personal colateral fuera del pueblo.

—¿Y para llevar a cabo operaciones de contención? —preguntó el presidente.

—Estamos reuniendo a un grupo de F-15 Strike Eagles y de F-16 Fighting Falcon para apoyar las operaciones terrestres. Llevarán destructoras de búnkeres y munición de racimo estándar que hará que esos putos roedores tengan algo sobre lo que escribir a sus mamás. Si es necesario, podemos sembrar de bombas todo el valle. Estamos acumulando todo lo que podemos, señor presidente, y en cuanto lo despachemos habrá muchas más cosas disponibles. Estamos llevando también por aire un escuadrón de tanques Paladin para que sirvan de apoyo a los equipos cuando entren en los túneles.

—¿Qué hay de las tropas especiales que ha solicitado el señor Compton?

—Han aterrizado a las afueras de la población y los Blackhawk los están transportando al lugar del accidente. Son los mejores hombres que tenemos, señor. El comandante Collins dispondrá de un potente efectivo de unidades de los Delta y del Tercer Batallón de los Ranger para que se unan a los equipos de minas y de túneles del Grupo.

El presidente se giró hacia la cámara.

—Compton, sé que no es una pregunta fácil de responder, pero ¿qué informaciones hemos obtenido del tripulante de la nave?

Niles se colocó bien las gafas y miró directamente a la cámara.

—Tras conseguir herir o matar a dos o tres de las crías, sabemos que aproximadamente quedan unas noventa en perfecto estado, eso sin contar a la madre, que por las noticias que tenemos no ha estado presente en el ataque. El tripulante que ha sobrevivido al accidente asegura que si somos capaces de matar a todas las crías y luego a la madre en las próximas —miró un momento el reloj que había en la pared— nueve horas, podremos evitar tener que enfrentarnos a otro ciclo de cría todavía más numeroso, ya que cada animal que sobreviva dará a luz a otra centena de especímenes.

—¿Entonces si sobrevive tan solo una de las crías…? —preguntó el director de la CIA.

—Todo vuelve a empezar otra vez —dijo Niles.

El presidente mantuvo su mirada en sus altos consejeros y finalmente la fijó en la cámara.

—Señor Comtpon, ustedes se ocupan del visitante, y el comandante Collins y su Grupo siguen al mando de todo lo que pase bajo la superficie de ese valle. Niles, dígale al comandante Collins que acabe con esos cabrones.

Chato's Crawl, Arizona

9 de julio, 14.10 horas

Julie observó cómo el MH-53J Pave Low III del Tercer Escuadrón de Operaciones Especiales daba vueltas alrededor del pueblo. Se sintió más segura al observar que desde las puertas laterales y desde la rampa trasera, los cañones rotatorios apuntaban en dirección al desierto. También diez helicópteros de combate Apache AH-64D Longbow sobrevolaban el pueblo con la carga letal de dieciséis misiles Hellfire cada uno. La visión de los cañones M230 de 30 mm moviéndose y cubriendo toda la zona alrededor de los edificios daba al menos a los supervivientes una cierta sensación de seguridad. Más arriba todavía, sobrevolaban varios grupos de cazas de combate. A su llegada, los pocos habitantes del pueblo y periodistas que habían sobrevivido estallaron en gritos de júbilo.

Pero Julie tenía la cabeza puesta en otra cosa. Mientras miraba a los soldados y civiles heridos, desperdigados por el tejado de lo que una vez había sido su tranquilo y apartado bar-asador, y a los médicos del Ejército que trataban de curar sus heridas, se mordió el labio y tomó una importante decisión.

—Mamá, ¿qué haces? —preguntó Billy mientras ella se alejaba del resto caminando hacia atrás—. El teniente Ryan ha dicho que no nos movamos de aquí.

Julie se dirigió deprisa hasta la trampilla que algunos de los clientes habían utilizado para acceder hasta el tejado. Escudriñó a su alrededor para ver si alguien se fijaba en ella, pero todos tenían la vista puesta en el cielo, en los gigantescos helicópteros que empezaban a aproximarse a los tejados.

—Quédate aquí, tengo que ver si Hal y Tony están bien —gritó debido al ruido de los motores—. No puedo marcharme sin saberlo.

—Eso es una locura, mamá. Ryan ha dicho que volvería enseguida, y el señor comandante se enfadará mucho —le rogó Billy, tirándole de la camiseta—. Deja que lo miren ellos, mamá. No se van a dejar a nadie.

—Son nuestra familia, Billy. Tenemos que aseguramos. Voy a bajar solo un minuto. —Después abrió la trampilla y se sumergió en la oscura escalera.

Billy miró nervioso a su alrededor y deseó que Gus estuviese allí, pero él y Palillo habían despegado con Ryan, el coronel y el comandante hacía veinte minutos. Billy se preguntaba si estarían en el lugar del accidente. Él también se mordió el labio mientras tomaba una decisión, y luego siguió los pasos de su madre.