Base de la Fuerza Aérea de Nellis, Nevada
8 de julio, 20.00 horas
El doctor Gene Robbins esperaba pacientemente junto a las puertas de la sala blanca a que los tres militares se acabaran de colocar los incómodos trajes antiestáticos y herméticamente sellados. Les explicó de la mejor manera que pudo el sistema experimental Cray, conocido como «Europa».
—Verán, caballeros, los sistemas anteriores al Europa XP-7 eran buenos, rápidos, eficientes y fiables. El sistema que el director Compton y el senador Lee han conseguido aún no ha sido implantado en ningún otro lugar en todo el mundo. El Europa no solo es capaz de llevar a cabo las tareas que se le asignen a una velocidad vertiginosa, sino que también puede comprometer en ello a otros sistemas. Es simplemente increíble.
—Por la experiencia que tengo, la capacidad de un sistema, ya sea para uso civil o militar, depende de la gente que lo manipule —dijo Jack mientras se ataba la capucha.
—Puede que sea así en la mayoría de los casos, pero no con el Europa, comandante —intervino Robbins, negando con la cabeza, molesto por el comentario; a continuación, les hizo un gesto para que se dieran prisa.
—Está bien, doctor —dijo Jack, mientras le daba unas palmaditas en la espalda—, no se lo tome a mal, estoy seguro de que el Europa es todo lo que usted dice que es. ¿Podemos dejarnos de más historias y empezar de una vez?
Robbins se quedó mirando a Jack con gesto serio, luego se dio la vuelta y pasó su tarjeta por el lector que había al lado de la puerta. Los cuatro hombres habían bajado desde la sala blanca hasta el nivel diecisiete en un ascensor hermético, y apartado de los demás, que conducía a una zona conocida como el Nivel Blanco. Todos los ordenadores centrales del complejo estaban instalados allí, junto a los laboratorios donde se llevaban a cabo las pruebas biológicas. El nivel se mantenía siempre a una humedad constante y a una temperatura de veinte grados centígrados. En cuanto se abrieron las puertas, se quedaron impresionados por la habitación que albergaba al Europa XP-7. Junto a una de las paredes había una mesa de material acrílico de unos siete metros de largo, con siete sillas y micrófonos plegables. Una pantalla de tres metros por metro y medio estaba apoyada sobre la mesa. Enfrente había un muro de vidrio que estaba cubierto por lo que parecía una cortina metálica. Robbins invitó a los hombres a sentarse en las sillas que había frente a la mesa.
—Me lo esperaba más como una película de ciencia ficción —dijo Ryan.
Robbins lo miró y se colocó las gafas contra la nariz. Resopló y se sentó frente al teclado. Pulsó una tecla y el monitor se encendió. En la pantalla aparecían los cuatro hombres allí sentados, mirándose a sí mismos.
De pronto, las imágenes de cada uno aparecieron separadas en el monitor de alta definición y se desplazaron al lado derecho de la pantalla. En el izquierdo, comenzó a aparecer información de forma vertiginosa. Debajo de cada imagen aparecía el nombre, la fecha de incorporación y el departamento al que pertenecían.
—He llegado hoy y ya sabe quién soy —dijo Ryan.
—Mejor nos ahorramos eso para otro rato, doctor, vamos a empezar a trabajar.
El doctor manipuló el teclado y la cubierta de metal empezó a replegarse sobre la pieza de apoyo; detrás había un panel triple de cristal a prueba de balas, y detrás del panel estaba el Europa. Contemplar el sistema era en sí una maravilla. Había varios cilindros de tres metros de largo, uno encima de otro, con todos los programas almacenados. Llevaba incorporados cuatro brazos robóticos de la corporación Honda que iban colocando y retirando los programas.
—Este es el Sistema Automático de Carga de Programa, o SACP. Utiliza los diferentes programas para llevar a cabo búsquedas y cálculos a la velocidad de la luz. —Robbins usó el teclado para que apareciera una de las imágenes pertenecientes a las cintas que los hombres habían traído del club aquella mañana. Se trataba del hombre que Artillero había identificado como Farbeaux.
—Gracias por simplificarlo para que lo podamos entender, doctor —dijo Jack, mirando la imagen—. Intentemos ahorrar tiempo y supongamos que Artillero tenía razón, que el hombre que había en el club era el francés. Eso implica que lo más probable es que él, y quien trabaja para él, le sacaron a Reese toda la información y que saben lo que tenemos entre manos. Lo cual significa que en cualquier momento podemos tener una visita tanto de nuestro amigo el francés, y de la gente para la que trabaja, como de los gilipollas que intentaron matarlo a la salida del club.
Jack observaba cómo pasaban delante de sus ojos más y más carpetas y sistemas hackeados. Robbins y los tres oficiales habían mirado en todas las bases de datos y sistemas de redes donde consideraban que podría encontrarse alguna pista que les condujera hasta la gente para la que trabajaba el francés. Por lo visto, todos los fabricantes de ordenadores del mundo tenían prácticamente los mismos componentes, pero algunos de los más sofisticados eran híbridos sustituidos por la Agencia de Seguridad Nacional y la CIA. Estos microchips modificados permitían el acceso a todo sistema del que formaran parte. Eso incluía casi todas las agencias de información de la práctica totalidad de los gobiernos y todos los sistemas en red que utilizaban las universidades de todo el mundo. El Europa accedía a estos «espías» infiltrados y los activaba para que transmitieran la información perteneciente a los programas de seguridad de los ordenadores donde estaban alojados, seleccionando la información que resultara relevante en cada caso y borrando después cualquier rastro del proceso. O sea, que el Europa lograba una vía de acceso con la ayuda de los chips mágicos y una vez había obtenido la información que necesitaba del sistema, tapaba ese agujero sin dejar ningún rastro.
Habían descubierto que Farbeaux había comenzado a trabajar en la Comisión de Antigüedades después de ser dado de baja del Ejército francés. Obviamente, era allí donde había adquirido el gusto por los distintos objetos y artefactos antiguos. El Europa había descubierto algunas cuentas corrientes en las islas Caimán; los depósitos suizos que habían salido a la luz no eran lo suficientemente relevantes para sus inquisitivos ojos. A Robbins se le ocurrió algo que ninguno había pensado.
—Quizá al tipo no le paguen en dinero, quizá le paguen de alguna otra manera —aventuró Robbins, mirando a Jack y a los demás.
—¿Quieres decir con antigüedades o cosas así? —preguntó Everett.
—¿Por qué no? Es la mejor inversión de las últimas décadas, más segura que el dinero y más fácil de vender… o de ocultar —dijo el doctor—. Además, eso explicaría el interés que le despierta nuestro Grupo.
—Muy bien, ¿y eso adónde nos lleva? —preguntó Jack.
—A ninguna parte. Deberíamos habernos dado cuenta ya de que, le paguen como le paguen, no vamos a conseguir llegar a la gente que le recompensa con esos objetos —dijo Ryan.
Jack se quedó allí de pie y se desperezó, luego se dio la vuelta, se acercó hasta la pared de vidrio y echó un vistazo al sistema robótico de carga que alimentaba de programas al Europa.
—Doc —dijo Jack mientras seguía con la vista puesta en el interior de la sala blanca—, ¿puedes volver a mostrar su historial militar para comprobar si ha pasado una temporada en alguna embajada o en algún consulado en Estados Unidos?
—Sí, creo que eso lo tenemos, deja que lo mire. —Robbins tecleó una orden—. Sí, el programa está aún conectado.
—Europa —dijo Jack.
«Sí, comandante Collins.» En la pantalla apareció el texto en azul.
—Carpeta, Farbeaux, Henri, coronel. Asunto: cualquier relación entre sus funciones en el Ejército francés y visitas o misiones en Estados Unidos.
Jack se quedó mirando a los otros, que tenían la vista fija en la pantalla.
La pantalla se quedó en blanco.
—Eso sería demasiado fácil —dijo Everett.
—Quizá, pero vale la pena intentarlo. —Robbins se quedó mirando a Everett—. El comandante ha preguntado por algo que hemos asumido que estaría oculto, pero a veces es muy fácil pasar por alto algo así.
La pantalla volvió a iluminarse.
En letras de color azul apareció el siguiente texto: «Cinco visitas clandestinas, 2002-2005. Descubierto por el FBI a partir del examen de cintas de las aduanas de Estados Unidos. Una misión militar, de febrero a diciembre de 1996».
—¡Será posible! —dijo Carl mientras se apoyaba sobre la mesa y apuntaba todos los datos.
—Asunto: funciones relacionadas con la misión militar llevada a cabo en 1996 —enunció Jack, adelantándose a Robbins.
«Agregado militar, embajada de Francia, Washington D. C., luego enviado al consulado de Francia, Nueva York, estado de Nueva York, septiembre a noviembre de 1996.»
—Asunto: fotografías disponibles del archivo diplomático o público, e informes llevados a cabo por el coronel Farbeaux durante su cometido diplomático en Washington y en Nueva York —especificó Robbins.
De pronto, el sistema robótico de carga se accionó al otro lado del cristal, y los brazos cargaron, en cuestión de pocos segundos, al menos ocho nuevos programas con toda la información aparecida en los periódicos, todos los informes o todas las llamadas telefónicas que el gobierno había intervenido en relación con el francés.
La pantalla se quedó en blanco y casi instantáneamente volvió a aparecer nueva información:
«Todos los informes de la Agencia de Seguridad Nacional han sido clasificados como material sensible y han sido destruidos. Todos los informes de la CIA han sido considerados como material sensible y han sido destruidos.»
—Están ocultando sus propias huellas. ¿Creéis que tenía amigos en alguna parte? —preguntó Robbins, mirando a los militares que tenía alrededor.
Jack siguió mirando la pantalla sin mediar palabra. El sistema de carga introdujo un programa más, luego se detuvo.
En la pantalla empezaron a aparecer varias fotografías. Parecían haber sido extraídas de los periódicos y formar todas parte del mismo acto social. En ellas aparecía Farbeaux, vestido no con ropas militares, sino con un esmoquin, pero él no era el objetivo de la lente del fotógrafo. En casi todas las fotos había un hombre de pelo oscuro, sonriendo a la cámara con gesto bastante arrogante. El francés permanecía siempre a su lado.
«Los derechos de este material pertenecen al Washington Post.»
—Pregunta. ¿Tema principal del artículo? —preguntó Jack al Europa.
«Recepción al director ejecutivo del Grupo Génesis y de la Corporación Centauro en agradecimiento por la donación de doscientos millones de dólares concedida a la promoción de las artes en Washington D. C.»
—Pregunta. ¿Nombre del director de la Corporación Centauro? —intervino Robbins.
«Charles Phillip Hendrix II», contestó Europa.
Jack se quedó pensando en la historia que el senador le había contado acerca del accidente de Roswell en 1947.
—Europa, ¿alguna información sobre el Grupo Génesis, y en qué negocios está metida la Corporación Centauro? —preguntó Jack.
«Grupo Génesis: grupo consultor de estrategia militar y tecnología corporativa para la Inteligencia de Estados Unidos, Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Corporación Centauro: electrónica y óptica avanzada, divisiones en área aeroespacial, comunicación, genética y óptica. Obligaciones contractuales en la actualidad con la NASA, Lockheed Martin, Boeing, Jet Propulsion Laboratory, Bell Laboratories…»
—Europa, ¿año de fundación de la Corporación Centauro? —preguntó Jack, interrumpiendo la larga respuesta del ordenador.
«Documentos corporativos registrados en Nueva York, estado de Nueva York, el 3 de febrero de 1948.»
—Con contratos con compañías de esa envergadura, ¿cómo es posible que no supiéramos nada acerca de Centauro? Yo nunca había oído hablar de ese tanque de pensamiento llamado Génesis —dijo Robbins levantando bastante la voz.
—No sé por qué… —empezó a decir Jack.
—Europa, ¿hay alguna lista de la junta de dirección de la Corporación Centauro? —preguntó Everett.
El monitor borró todas las respuestas anteriores, y el sistema empezó a reaccionar ante la pregunta a través de archivos de periódicos e informes corporativos.
«No se ha hecho pública ninguna información acerca de la junta de dirección de la Corporación Centauro, solo que está compuesta por dieciséis miembros.»
—Necesitamos tener acceso al ordenador central de Centauro, ¿crees que serás capaz, Doc? —preguntó Jack.
—Creo que sí que podrá —contestó Robbins.
—Date prisa, Doc, todo está pasando demasiado deprisa y nos estamos quedando sin tiempo, necesitamos ponernos al día. Me parece que el senador está en lo cierto, tengo malas vibraciones acerca de todo esto y ahora hemos de enfrentarnos con estos cabrones.
—Europa, acceso a la base de datos de Centauro —ordenó Robbins.
«Accediendo», dijo, y luego la pantalla se quedó en blanco. «Imposible acceder. Sistema de seguridad desconocido por el momento. Ordenador central de Centauro inaccesible.»
—Es increíble —dijo Robbins—. Europa, accede al Grupo Génesis, ya sea al ordenador central o a cualquiera de las terminales.
«Accediendo», dijo Europa, y de pronto la pantalla se encendió.
—Excelente, tienen todo ese sistema de seguridad instalado en su parte corporativa, pero o no se han molestado o directamente les da igual proteger de la misma manera el tanque de pensamiento —dedujo Robbins.
«Encontrados diez discos duros personales.»
—Accede a Hendrix, Charles —pidió Jack.
«Hendrix, Charles. Títulos de programas: Defensa marítima. Defensa aérea. Ofensiva por debajo de la superficie. Híbrido viable de aluminio. Guerra biológica: especies humanas modificadas. Guerra óptica: simulaciones de partículas. Agujero de gusano: Abriendo la puerta, 1947. Plataforma de defensa de la estación espacial. Armadura de compuesto plástico de alu…»
—Alto —interrumpió Jack al tiempo que los otros daban un respingo—. Acceso al programa Agujero de gusano. —Se echó hacia delante y se quedó mirando fijamente a la pantalla—. ¿Sinopsis del estudio?
«Indicios de viajes a través de agujero de gusano, Puerta del hemisferio austral. El estudio indica que toda la actividad ovni se origina a 90 grados sur, 0 grados este. El proyecto Génesis confirma artefacto similar al del incidente de 1947. Las pruebas fotográficas indican el uso por parte del enemigo de los agujeros de gusano como pasillos para el acceso planetario, nombre en clave del proyecto: Cruce de Caminos. Estudio de la Defensa Aérea, operaciones ofensivas de los Estados Unidos contra la fuerza atacante.»
—Dios mío, esos cabrones han descubierto cómo llegan hasta aquí —dijo Jack—. Están desarrollando un plan para atacarlos en ese acceso cuando sean descubiertos.
—¿A qué punto corresponden esas coordenadas? —preguntó Everett—. Me resultan familiares.
—Europa, identifica las coordenadas 90 grados sur, 0 grados este, tal y como están registradas en el informe del proyecto Cruce de Caminos —ordenó Robbins.
«Antártida, Polo Sur.»
—El Polo Sur —repitió Ryan.
—Por eso los dos incidentes provenían del sur e iban siguiendo la misma ruta —dijo Carl, mirando a Jack.
Collins le dio unas palmaditas en la espalda al doctor Robbins.
—Que todo esto sea considerado de alta seguridad, doctor.
—Gracias, Europa, asigna a esta búsqueda el código Uno de seguridad —dijo Robbins en voz alta—, solo estará visible para el director y su equipo asesor. El personal presente tendrá autorización para futuras búsquedas acerca de —Robbins levantó la vista hacia Jack señalándolos a los tres— los archivos relacionados con Génesis y Centauro, ¿queda entendido?
«Nuevo archivo, asignado código Uno. Visible solo: director Compton, asesor G. Lee, asistente especial A. Hamilton; autorización para la investigación: Robbins, Everett, Ryan y Collins.»
—¿Qué hacemos con esta Corporación Centauro? —preguntó Carl.
—Aún no lo sé, tengo que pensar. Conseguidme algunas fotos de esa reunión en Washington, que las amplíen y que mejoren la resolución. Necesito fotos nítidas de Hendrix —dijo Jack, a continuación accionó su tarjeta de seguridad y abandonó la sala blanca.
Dieciséis kilómetros al sur de Chato's Crawl. Arizona
8 de julio, 21.30 horas
El talkhan se quedó sentado sobre la superficie y estudió el desierto que lo rodeaba. Nada se movía. El correteo de los animales había cesado: ahora, o bien permanecían quietos, o bien habían huido antes de que comenzara la matanza. La bestia estaba acumulando alimentos y sus instintos le dictaban que todavía necesitaba más. Cada poro de su piel alienígena percibía el aroma de las proteínas, tanto el de las más cercanas como el de las que estaban más distantes.
Su cola surcó el aire al tiempo que lanzaba contra el suelo su aguijón y golpeó contra la fresca arena del desierto, imprimiendo sobre ella una presión cercana a los setenta mil milibares. Con el enorme aguijón lanzó las ahora húmedas partículas hacia su dilatada tripa; a continuación, repitió el movimiento: arrojó la tierra y la arena empapadas en veneno al aire nocturno y dejó que el fresco suelo rebajara la altísima temperatura de su piel y de su armadura. Los pequeños movimientos que se producían en el interior de su barriga y la cada vez más alta temperatura interior indicaban que el ciclo de puesta estaba a punto de comenzar.
Las crías que ya estaban incubándose en el interior de su hinchado abdomen se desarrollaban a toda velocidad e iban consumiendo los nutrientes casi con la misma presteza con que ella se los iba facilitando. Tal y como habían estudiado los congéneres de Palillo, los nuevos ejemplares, al nacer, tendrían sus facultades mucho más desarrolladas que su progenitora.
La bestia se quedó mirando el oscuro cielo nocturno. Los brillantes y luminosos ojos verdes parpadearon al ver la luna, que refulgía en todo su esplendor. Las mandíbulas se cerraron sobre sí mismas; el animal alzó la cola y se arregló la dentada punta. Chupó algo del veneno que salía del aguijón y utilizó la mortal sustancia para lustrar las treinta puntiagudas partes en las que se dividía su extremidad trasera.
De pronto se detuvo. La cola se elevó hacia el cielo y se quedó allí quieta. Sobre la superficie de la piel del animal algunos orificios se abrieron y luego se cerraron. Los apéndices blindados cubiertos de pelo que llevaba alrededor del cuello se desplegaron lejos del cuerpo. Había olido alguna fragancia. Los verdes ojos se entrecerraron de forma que las espesas cejas peludas se volvieron puntiagudas casi como si fueran cuernos. Las tres cuartas partes de los veintidós millones de poros con los que su piel absorbía del aire las sustancias químicas necesarias se cerraron por completo. La criatura tenía suficiente con tomar un poco del aire oxigenado que la rodeaba una vez cada cinco minutos. De pronto, la bestia se irguió por completo. Giró la cabeza, que se alzaba a más de seis metros del suelo, primero a la izquierda y luego a la derecha. El poderoso movimiento fue seguido del balanceo de la blindada coraza que llevaba en torno al cuello y que se asemejaba a la que tenían los gallos. Las hirsutas matas de pelo que cubrían su cuerpo se erizaron y captaron todo lo que se transmitía a través del aire nocturno. Los miles de millones de cabellos huecos se sacudieron un instante, como si ondearan, y la piel resplandeció bajo la luz de la luna.
El animal puso en marcha sus poderosas patas traseras y corrió un par de metros por la llanura del desierto mientras emitía un zumbido extremadamente agudo que provenía directamente de su paladar. El silente sonido reblandeció la superficie hasta hacerla borbotear después de haber transformado una vez más su estructura atómica. La criatura saltó en el aire hasta los cinco metros de altura y cerró la armadura que había en torno a su cuello. A continuación, las garras que precedían al resto de su aerodinámica figura impactaron contra las rocas y la arena y se sumergieron en la superficie de la tierra con la misma facilidad que un ser humano se sumerge en el agua.
Las inconscientes presas continuaron su camino en la distancia. El Destructor había emprendido la caza; su suerte estaba echada.
En la mayoría de los casos, la maquinaria que hace funcionar las agencias de policía de los Estados Unidos se movía de forma muy lenta, pero si eran dos de sus agentes los que habían desaparecido, los engranajes estaban mejor engrasados de lo que parecía. Cuando Dills y Milner no aparecieron al final de su turno, la maquinaria policial se puso en funcionamiento. Todas las agencias locales y estatales fueron avisadas; a la caída de sol, la búsqueda de los dos agentes comenzó de forma oficial.
El coche de la policía del estado de Arizona estaba aparcado detrás de la caravana mientras los dos agentes ayudaban a su conductor a cambiar una rueda. Estaban parados a un lado de la carretera estatal 88. Ed Wasser sostenía la linterna mientras su compañero Jerry Dills, hermano del agente Tom Dills, esperaba impaciente a su lado.
A Jerry le importaba muy poco esta parada de cortesía que estaban haciendo en vez de buscar a su hermano mayor. Era evidente que aquel turista tenía todo bajo control, pensó Dills, excepto a su mujer, que de vez en cuando se acercaba y le decía: «Ya te lo dije».
El agente miró alrededor y pisó con la bota sobre el macadán. Milner y su hermano Tom no eran de los que no aparecían al final del turno sin avisar a la central de que iban a seguir patrullando un rato más. Llevaban horas intentando localizarlos por radio, así que su hermano y su compañero de patrulla debían de haber tenido algún percance en algún lugar del desierto. Tom llevaba en nómina tres años más que Jerry, pero eso no significaba que supiese mucho más que él. Por lo menos, Jerry sabía que George Milner era un tipo duro que en caso de necesidad haría todo lo humanamente posible por cuidar de Tom.
Jerry se giró al escuchar cómo la radio crujía y emitía una señal de llamada. Rápidamente se acercó a paso ligero hasta el coche patrulla. Su ausencia duró tan solo unos pocos minutos, después, con medio cuerpo fuera del coche, llamó a su compañero.
—Eh, Ed, tenemos una llamada, código Cinco en el camino de Riley.
Wasser le dijo alguna cosa al hombre que cambiaba la rueda y se dio la vuelta. Corrió a paso ligero hasta el coche y subió en el asiento del conductor. Jerry se quedó mirando a su compañero, contento de estar otra vez en marcha y consciente de que la vida de su hermano podía encontrarse en juego. Nunca se sabe qué puede pasar ahí fuera. El desierto podía ser un lugar mortal incluso para aquellos que lo conocían bien.
—El camino de Riley está aquí al lado —dijo Wasser, poniendo el coche patrulla a casi cien kilómetros por hora y conectando las luces del techo—. La única cosa que hay ahí es el rancho de Thomas Tahchako.
—Eso estaba pensando. El camino empieza ahí. —Jerry señaló a la derecha—. Si no recuerdo mal, es todo recto, está un poco más allá de las estribaciones.
—Así es. —Wasser dio un volantazo y se metió por el pequeño desvío.
El camino lleno de baches hizo que la suspensión del coche patrulla fuera como loca. Jerry se ajustó el cinturón de seguridad y se agarró con la mano derecha a la parte superior de la puerta conforme los baches eran cada vez más profundos. Las luces iluminaron algunas liebres que en vez de huir del coche, corrían hacia ellos. Dills se giró para verlas correr por el camino y quiso decir algo acerca de la extrañísima imagen, pero se quedó callado porque su compañero estaba plenamente concentrado en la complicada carretera. Las luces traseras rojas y el polvo impedían ver bien, pero a Dills le pareció distinguir más liebres cruzando el camino después de que el coche pasara a toda velocidad.
—¿Has visto eso? —no pudo evitar preguntarle esta vez a su compañero.
—¿Qué? ¡Joder! —gritó Wasser, mientras daba un volantazo a la derecha y esquivaba por muy poco a una de las vacas de Tahchako, que venía corriendo por en medio de la carretera.
—¿Qué demonios es eso, una estampida de liebres y de ganado? —preguntó sin podérselo creer, mientras enderezaba el coche y volvía a acelerar.
De pronto, las luces iluminaron la silueta de Thomas Tahchako de pie a un lado del camino de tierra. Sostenía un viejo Winchester modelo 1894 y estaba disparando en medio de la oscuridad e iluminando parcialmente con cada detonación los matorrales que lo rodeaban.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Jerry en voz alta, mientras el coche derrapaba con el frenazo. Abrieron las puertas del vehículo y fueron corriendo hasta el lado del camino donde el indio seguía disparando su rifle.
—Thomas… ¡Thomas! —gritó Wasser.
Pero el ganadero siguió haciendo saltar casquillos usados y disparando. El agente tocó el hombro de Tahchako y el hombre se dio la vuelta. El agente agarró rápidamente el cañón del rifle y lo llevó hacia el suelo.
—Dios, has hecho que se me baje todo el tiswin —dijo el viejo, refiriéndose a la bebida alcohólica tradicional de los apaches. Llevaba el sombrero de paja de vaquero de lado, y sus ojos estaban aún llenos de furia.
—¿A qué demonios le estás disparando? —preguntó el agente, con las detonaciones resonándole todavía en los oídos.
—¡Algo está matando a mis vacas, maldita sea!
—Thomas, está demasiado oscuro, no se ve nada. ¿A qué diablos le estás disparando? —preguntó Wasser, mientras intentaba distinguir algo en medio de la oscuridad.
Jerry escuchó mugir a una vaca. El sonido fue interrumpido de pronto por un bramido. Desenfundó su pistola de 9 mm y le quitó el seguro con el dedo pulgar.
—Maldita sea, las vacas no hacen un ruido así. ¿Qué demonios hay ahí con tu ganado?
—No lo sé, pero es enorme, joder.
—Thomas, cálmate y dime qué está pasando aquí —dijo Wasser cada vez más enfadado.
—¿Qué es eso, un puma? —preguntó Dills, esforzándose por vislumbrar algo en medio de la oscuridad, apuntando nerviosamente con su pistola, primero a la derecha y luego a la izquierda.
—No podemos quedarnos aquí sentados hablando, ¡están matando a mis reses! —dijo Thomas, manteniendo la calma en la medida de lo posible, pero rechinando los dientes.
Una vez dijo eso, se dio la vuelta y se alejó lentamente del camino. Hizo saltar un cartucho ya gastado y levantó el cañón del rifle a la altura de la cintura. Los dos agentes lo siguieron. Wasser le quitó el seguro a la pistola y Jerry fue alumbrando con la potente linterna. Dirigió el rayo de luz hacia un arco bastante ancho, cada vez se alejaban más de la zona iluminada por los faros del coche patrulla. Los resplandores rojos y azules de las luces del techo producían un efecto bastante turbador a los matorrales del desierto. Wasser estuvo a punto de caer tras tropezar con algo de gran tamaño; la superficie sobre la que pisaba parecía estar cubierta de algún tipo de líquido. Dills escuchó el sonido de sus pisadas y alumbró primero hacia Wasser con la potente linterna y luego a aquello con lo que había tropezado.
—¡Dios santo todopoderoso! —exclamó Dills cogiendo aire de pronto. Su compañero dio un salto hacia atrás cuando descubrió qué era aquello que estaba pisando. Los ojos de la vaca estaban abiertos, y en el blanco de las pupilas aún se percibía el espanto que había sentido antes de la muerte. La cabeza estaba seccionada como si hubiera recibido un corte limpio. La lengua le colgaba de la boca hasta caer sobre la arena.
Mientras Jerry Dills contemplaba la escena sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Había más restos de la matanza esperando a ser iluminados por el rayo de luz de su linterna. Mientras alumbraba alrededor, escuchó la brusca respiración de Thomas Tahchako. La luz fue haciendo visibles los restos de las reses del indio, esparcidas aquí y allá, en grados diferentes de mutilación; en la mayor parte de los casos los cuerpos habían desaparecido.
—En nombre de Dios, ¿qué puede haber hecho esto? —preguntó Jerry, empuñando con más fuerza su pistola de 9 mm.
—Hijos de la gran puta, cuarenta reses, todo el ganado que tengo aquí en el Oeste —musitó mientras soltaba lentamente el rifle—. Malditas mutilaciones de ganado, seguro que el Gobierno está detrás de esto.
Los dos agentes vieron cómo el hombre se vino abajo y continuaba murmurando. Entonces miraron al desierto y se preguntaron qué era aquello que había ahí fuera. Sus miradas se encontraron un momento, tras tener el mismo pensamiento. Les resultaba evidente que el gobierno no guardaba relación con la matanza del ganado del apache. Fuera lo que fuera, desde luego no tenían ningunas ganas de encontrárselo en plena noche.
De pronto el suelo estalló hacia arriba y una oleada de tierra, arena y maleza arrancada saltó hacia donde estaban. La ola impactó contra sus pies y lanzó a los tres hombres por los aires. Tahchako, Wasser y Dills cayeron pesadamente, y trataron enseguida de volver a ponerse en pie. Los tres temblaban intensamente e intentaban avizorar algo en medio de la oscuridad, pero todo lo que podían ver era la ola que se perdía en la distancia mientras el intruso invisible cruzaba el camino de tierra, zarandeaba violentamente el coche patrulla, que estaba con las luces encendidas, y desaparecía.
El desierto volvió a recuperar la calma.
Una vez hubo acabado de cambiar la rueda, unos veinte minutos después de que los agentes de policía se marcharan, Harold Tracy subió nervioso los escalones de la enorme caravana. Se lavó las manos en el fregadero y se las secó con una toalla. Trepó hasta el compartimento del conductor al lado de la consola central. Su mujer seguía mirando el mapa de carreteras y moviendo la cabeza con gesto hastiado.
—¿Ya está todo? —preguntó sin levantar la vista.
Harold se quedó mirando a su mujer y le hizo un gesto de burla mientras ella seguía inmersa en el maldito mapa.
—Eso no está bien, Harold. Por eso te pasa luego lo que te pasa. —Seguía con la cara oculta tras el mapa.
—El policía me ha dicho que para poder acercarnos un poco a la interestatal tenemos que ir por el otro lado, por la estatal 88. —Haciendo todo el hincapié posible, añadió—: Te has vuelto a equivocar, Grace.
Ella bajó por fin el enorme mapa y lo dobló con cuidado. Sus ojos delataban lo falso de su sonrisa.
—¿Quién ha sido el que quería hacer la excursión por el desierto, Harold?, ¿acaso he sido yo? No, yo no he sido, has sido tú, el gran aventurero que tanto se burlaba de la posibilidad de ir a casa de mi hermana en Colorado. Así que si tienes ganas de señalar culpables, empieza por ti mismo.
—Créeme, si pudiera hacer que esta cosa volara, Grace, te llevaría allí ahora mismo y te dejaría caer. —Las últimas cuatro palabras las dijo casi gritando mientras arrancaba la caravana.
A punto estaba ella de emprenderla a golpes cuando de pronto los dos fueron proyectados contra el techo del vehículo. Grace se golpeó con tanta fuerza que hizo una abolladura en el aluminio. Luego la caravana descendió, rebotó sobre sus diez ruedas y se fue ladeando hacia la derecha hasta que cayó de lado. Por un momento, Harold pensó que de verdad estaban volando en dirección a Denver. El ruido de cristales rotos amortiguó los gritos de Grace mientras la enorme caravana caía sobre su costado derecho. Luego todo se quedó en silencio. Harold había caído sobre su mujer, que intentaba apartarlo.
—Quítate de encima —le gritó al oído.
Pero Harold no la escuchaba, tan solo miraba por el parabrisas con la boca abierta. Grace miró donde él miraba y un grito se apoderó de su garganta cuando vio aquello que ni en sus peores pesadillas podía haber llegado a imaginar.
La bestia parpadeó mientras observaba a las dos personas que había en el interior del vehículo, paralizados por el terror. En los ojos verdes y amarillos podían ver su propia imagen reflejada.
Mientras Harold hacía todo lo posible por no gritar, el animal emitió un bramido en dirección al parabrisas y desplegó los apéndices blindados que tenía en torno al cuello. La ventana se empañó y luego se agrietó en un millón de finas líneas, pero, por desgracia, la imagen del animal se podía seguir viendo a la perfección. Estaban delante de los incisivos más enormes que hubieran visto en su vida. La boca era gigantesca, y cada vez que abría las fauces, podían apreciarse claramente las filas y filas de dientes que había dentro de la boca. La bestia volvió a bramar; el cristal, incapaz de resistir más embestidas sonoras, se desplomó entero. El hombre y la mujer gritaron y gritaron hasta que se dieron cuenta del repentino silencio que reinaba en el interior de la caravana. Cuando abrieron los ojos, el animal se había marchado.
Harold se quedó mirando a Grace, que seguía mirando por la ventana y no podía controlar los temblores que agitaban todo su cuerpo. La mayoría de los rulos que se había puesto en el pelo antes de que pararan en el bar-asador se le habían caído. Algunos aguantaban de milagro, prendidos al pelo por un extremo tan solo.
—Harold —dijo Grace muy bajito—, creo que me he meado encima.
A Harold le pareció mejor no hacer ningún comentario por el momento; simplemente se quedó allí sentado y le dio gracias a Dios de que aún estuviesen vivos. Y de que Grace no hubiese vuelto a decir que deberían haber ido a ver a su hermana a Denver.