Base de la Fuerza Aérea de Nellis, Nevada
8 de julio, 18.40 horas
Collins, Everett y el recién incorporado Jason Ryan, que como miembro del grupo llevaba también su mono de color azul, observaban con nerviosismo toda la actividad que se desarrollaba en el Centro Informático, mientras esperaban a que el técnico especializado en el Europa XP-7 se reuniese con ellos. El director Compton los vio y bostezó. Dejó la parrilla de búsqueda que tenía en las manos y subió las escaleras para reunirse con ellos. Todos observaban la gran pantalla que había en la pared, donde se proyectaba a tiempo real la imagen del sudeste de Nuevo México recogida por el satélite del Grupo. Los ordenadores estaban programados para recoger cada diminuto detalle de la superficie a través de unos magnetómetros, la fotografía infrarroja, un radar Doppler y unos sistemas de reconocimiento del terreno, y buscar cualquier tipo de anomalía. Collins saludó con la cabeza al director cuando este llegó al lugar donde se encontraban.
Las imágenes enviadas por el KH-11 estaban divididas en una cuadrícula trazada con líneas de color rojo, para que los técnicos pudieran trabajar con ellas de forma más específica en sus consolas, con la esperanza de encontrar algún rastro de metal o cualquier irregularidad en el terreno. Mientras observaban, apareció un pequeño coche que circulaba por una carretera a las afueras de Roswell, y pudieron ver cómo el ordenador incorporaba una minúscula brújula azul que señalizaba la dirección del vehículo. Luego vieron que al no encajar con el perfil preestablecido, el vehículo desaparecía de la imagen.
—Estoy empezando a pensar que ese maldito trasto no se ha estrellado —dijo Everett—. Han multiplicado por dos el tamaño de la zona de búsqueda para incluir un buen pedazo de la parte más occidental de Texas, y ni aun así.
Jason Ryan observó cómo el satélite KH-11 de última generación cambiaba la orientación.
—Por lo que pude ver del platillo, opino que… —Se quedó pensando un momento, luego rectificó—. Calculo que tiene que haberse estrellado. Tenía demasiados desperfectos como para remontar el vuelo, estoy seguro de ello.
Collins se quedó mirando al piloto de la Marina.
—El senador tiene el presentimiento de que si ha caído, tiene que haber sido aquí, y después de lo que me ha contado, yo soy de la misma opinión. Da la sensación de que, sea quien sea quien está pilotando esa aeronave, ha utilizado unas coordenadas predeterminadas para ajustar su viaje a una zona poco poblada. —Se volvió y observó el cambio en la pantalla mientras el satélite se dirigía hacia el este y cambiaba sus cámaras al modo infrarrojo de visión nocturna para poder detectar objetos tan solo con la luz ambiente.
—Pienso lo mismo que usted —dijo Compton.
—Recuerdo que parecía muy dañado, y después de que apareciera la segunda nave…
—¡Eso es! —gritó Niles. Los operarios del Centro Informático, visiblemente molestos por el alboroto, levantaron la vista hacia donde estaban los cuatro hombres—. Ryan, ¿a qué distancia calcula que el platillo averiado fue desplazado por el otro platillo?
—Creo que sé a dónde quiere ir a parar, doctor, pero apenas fue desplazado, según nos dijo Ryan antes —aclaró Everett mirando a su jefe.
Ryan movió la cabeza con gesto pensativo.
—Tiene razón, doctor Compton, esos satélites deben de estar muy cerca. Créame que me gustaría descubrir lo que ha ocurrido. Perdí a un buen muchacho que venía detrás de mí en el caza, y a otros dos grandes tipos que iban en el otro, pero están ustedes buscando una aguja en un pajar. —Ryan suspiró y se frotó los ojos, luego los cerró y se quedó con gesto pensativo—. Señor, yo estaba colgado de un paracaídas, ¿recuerda? No sé muy bien qué puedo contarles.
De pronto, Collins cayó en la cuenta de todo.
—Es cierto; no va a estar donde estuvo la primera vez, en 1947. En aquel entonces lo único que desvió su ruta fue el segundo platillo, a menos que tengamos en cuenta el Cessna, pero eso ni siquiera habría desviado la ruta de una cometa. Sin embargo, en esta ocasión, durante el vuelo tuvo lugar otro suceso que pudo hacer que cayera en algún otro lugar —dedujo Compton, sin dejar de mirar la imagen ofrecida por Boris y Natasha.
Jack recordó el informe de incidencias que Ryan le había entregado acerca del ataque. Lo abrió y buscó las páginas correspondientes.
—Ryan, en su informe afirma que disparó contra la segunda nave, la que llevó a cabo el ataque, ¿es eso cierto?
Ryan se quedó lívido y se dio la vuelta al mismo tiempo que se daba una palmada en la frente.
—Dios mío, le disparé un Phoenix. Fue un disparo rápido y sé que dio en el blanco, tuvo que hacerlo. Recibí la señal; la cabeza del Phoenix había localizado al objetivo.
—Si la nave atacante fue alcanzada, quizá las dos naves fueron derribadas, no solo la que recibió la agresión sino también la agresora —dijo Jack en voz alta.
—Sí, veo por dónde va, el impacto de un misil pudo hacer que cayera más rápido que la otra, o quizá que tardara más. Era un disparo a tanta distancia que yo no me apostaría ni cinco dólares. Pero en todo caso, y dándole el beneficio de la duda, ¿dónde cree que cayó?
—Es una cuestión de eliminación que no tiene nada que ver con el choque. El oeste de Texas está poco poblado, puede se encuentre allí. —Niles se acercó a la enorme pantalla y le dio un golpe al monitor—. Pero había sufrido algunos desperfectos, puede que no haya conseguido llegar a Texas, ni siquiera a Nuevo México. —Avanzó unos cuantos pasos y extrajo un mapa de plasma digital de una de las mesas. De forma automática, la pantalla de alta definición se iluminó y entre las dos piezas de plástico apareció un mapa. Niles, satisfecho porque el mapa que había aparecido era el correcto, regresó al lugar donde estaban los tres hombres—. Ahí lo tienen. Sabemos que si hubiese caído en el sur de California, habría habido testigos. Un choque allí habría producido cientos de muertos, o incluso miles. —Trazó una línea con el dedo separando el sur de California del resto de la zona oeste del país. Los lugares por los que pasaba su dedo cambiaban de color adoptando un tono anaranjado—. Incluso al este del desierto de Mojave hay bastante gente viviendo. —De nuevo, trazó con el dedo un círculo alrededor de la zona del desierto de California, y otra vez la imagen digital se volvió anaranjada—. Pero fíjense aquí. —De la parte oriental de los estados más al oeste de los Estados Unidos pasó a una zona mucho más despoblada.
—¿Arizona? —preguntó Ryan.
—¿Y por qué no? —Compton dibujó un círculo con el dedo índice, tocando la superficie de plástico y haciendo que la parte central de Arizona adoptara un tono azulado—. Si sales de Phoenix en dirección oeste, ¿qué te encuentras hasta llegar a Nuevo México? Nada aparte de matorrales, desierto y de vez en cuando cuatro casas alrededor de una gasolinera con cafetería.
—No sé, jefe, me parece una posibilidad muy remota —dijo Everett. Pero se quedó mirando el mapa con renovado interés.
—Remota sí pero no imposible. En esta ocasión hubo algo que hizo que desviara el rumbo un poco más: el impacto del misil disparado por Ryan. Esta es la zona más probable. Está tan poco poblada que el Queen Mary podría caer del cielo y nadie se daría ni cuenta.
—A mí la posibilidad me convence, Niles, pero lo que está proponiendo es un cambio radical en las directrices de búsqueda. Si se equivoca, el resultado podría ser desastroso —advirtió Jack, mirando fijamente al director.
—¡Pete! —exclamó Niles, mientras le sostenía la mirada a Jack; luego se dio la vuelta y bajó apresuradamente las escaleras. Allí estaba Pete Golding, la persona que le había sustituido al frente del departamento de Ciencias Informáticas. Tenía los pies puestos encima de la mesa y estaba roncando. A Niles no le hacía ninguna gracia despertarlo porque Pete había dormido todavía menos horas que él—. Venga, Pete, maldita sea, despierta. Te necesito.
Pete Golding notó que le quitaban los pies de encima de la mesa y se despertó al instante con la sensación de que lo estaban lanzando por un acantilado.
—Maldita sea, jefe, ¿qué haces? —preguntó, entornando los ojos ante el ataque de las luces fluorescentes.
—Despierta, hay un patrón de búsqueda sobre el que tenemos que hablar.
—¿Qué demonios estás diciendo? —preguntó Pete Golding, mientras se ponía las gafas. Niles explicó sus razones durante los siguientes tres minutos, Pete solo lo interrumpió en una ocasión. Una vez Niles hubo acabado, se quedó mirando a Golding y esperó a ver su reacción.
En vez de discutir, que es lo que Compton esperaba que hiciese, Golding se puso en pie, tosió una vez para aclararse la garganta y gritó al fatigado personal del departamento de Ciencias Informáticas.
—¡Venga, muchachos, espabilad! El director tiene un presentimiento y nos vamos a jugar hasta la camisa. —Después se dirigió hacia Niles—. Recuérdame luego que tendremos que destinar unos treinta millones de dólares del presupuesto del año que viene para pagar la lanzadera que surta de combustible a estos satélites que estamos llevando de un lado para otro del cielo. —Pete se desperezó, luego cogió los auriculares que tenía en su mesa—. Muy bien, muchachos, ponedme en contacto con Pasadena y preparaos para reconfigurar a Boris y Natasha, venga.
Jack respiró profundamente y vio a Pete en su elemento: dirigiendo a la gente de un lado para otro, organizando los ajustes necesarios con Jet Propulsion Lab en Pasadena, California, para asegurarse de que los códigos para desplazar a Boris y Natasha a una órbita elíptica más occidental eran los correctos.
—Me alegro de que usted piense que tiene razón, comandante, porque yo creo que la acaba de fastidiar del todo. Me parece que se está alejando —dijo Everett.
Jack no dijo nada. Everett y Ryan no habían tenido conocimiento de la historia que le había relatado el senador, así que no podían comprender la urgencia de todo aquello. Él no se lo podía contar, pero Niles lo había entendido a la perfección; había llegado el momento de correr riesgos, riesgos de verdad.
—Venga, vamos a ver dónde está ese maldito técnico informático y pongámonos a trabajar. Me siento completamente inútil, joder. —Jack se giró y echó a caminar hacia donde estaba alojado el ordenador principal.
Diez minutos después, durante el reajuste de Boris y Natasha, un hombre que no mediría más de un metro y sesenta centímetros se aproximó a los tres militares, que esperaban algo molestos fuera de la sala blanca del Europa. El hombre se quitó las gafas y se quedó mirando a Collins, como si estuviera examinándolo y encontrara algo que no le acabara de resultar satisfactorio. A continuación, el técnico, ataviado con una bata de laboratorio, miró a Everett y a Ryan, y mostró un gesto de enorme disgusto mientras soltaba aire por la boca y echaba los ojos hacia el cielo.
—¿Es usted el técnico encargado del Europa? —preguntó Jack, impaciente.
—Su ropa no es la apropiada. Vestidos así como están ahora no se pueden acercar al Europa. Si lo hicieran, los de la Cray se pondrían muy nerviosos. Vengan conmigo, tienen ustedes que afeitarse y desinfectarse. —El técnico echó a andar y los tres hombres lo siguieron a toda prisa.
Everett miró a Collins con gesto espantado mientras daban alcance al veloz técnico.
—Oye, nos hemos pasado un montón de tiempo aquí esperando a que llegaras, y no es que nos sobre mucho en esta misión.
El pequeño hombre se detuvo, se dio la vuelta y cerró los puños mientras hablaba.
—Óyeme tú a mí, llevo cuarenta y dos horas seguidas con los ojos pegados a cuatro putos monitores buscando un objeto que puede que haya caído o puede que no en una zona tan grande como Alaska, así que no me intentes dar lecciones sobre puntualidad. ¿Vamos a trabajar o qué? —dijo entre dientes, antes de entrar en la sala blanca.
—Me alegro de que trabaje para nosotros —dijo Everett al tiempo que se apresuraba en seguir los pasos del técnico.
La caza para atrapar a Farbeaux y a la gente que lo contrataba había comenzado.
Nueva York, estado de Nueva York
8 de julio, 19.20 horas
Hendrix colgó el teléfono y activó el manos libres; a continuación, abrió la carpeta que contenía el informe recibido de Argonauta, el efectivo del servicio secreto que tenían en el equipo de protección del presidente. Tendrían que darle una buena recompensa, les había conseguido una auténtica joya. Apartó esa carpeta sin cerrarla, sacó otra y la abrió. En la primera hoja había una foto de Henri Farbeaux: mientras la miraba, el teléfono empezó a sonar, la llamada iba dirigida a algún lugar en el Oeste.
—Aquí Legión —contestó una voz con tono de mal humor.
—¿Dónde está mi Black Team? —dijo Hendrix enfadado.
—Reese me contó una historia muy interesante que puede que tenga que ver con ese misterioso expediente de Salvia Purpúrea —dijo Farbeaux, echando su anzuelo.
—¿Pretendes jugar con nosotros, Legión? ¿Sabes lo peligroso que puede ser eso? ¿Dónde está mi equipo y por qué estabas en Las Vegas?
—Me temo que doy por terminada mi asociación con vuestra corporación.
—Escúchame, no estarás a salvo en ningún lugar. Te encontraremos. —Hendrix cortó la conversación con el francés, luego marcó varios números y esperó.
—Johnson —contestó una potente voz.
—Aquí el presidente Hendrix; nuestro amigo de Los Ángeles ha descubierto más cosas de las debidas acerca de Salvia Purpúrea y es posible que haya eliminado al Black Team de la Costa Oeste antes de abrir fuego sobre vosotros en el club de estriptis. Ese cabrón se está poniendo chulo con nosotros. Por ahora, lo más seguro es que Compton y Lee aún piensen que trabaja por su cuenta. Tenemos que conseguir que eso no cambie. Sospecho que todavía está en Las Vegas.
—Sí, señor, lo llevamos siguiendo desde que consiguió escapar del club.
—Muy bien. Eliminadlo a la menor oportunidad, y dile au revoir de mi parte a ese francés arrogante hijo de puta antes de meterle un tiro en la cabeza.
Las Vegas, Nevada
8 de julio, 19.30 horas
Henri Farbeaux salió del restaurante, caminó hasta su coche y lo vio todo claro enseguida. Estaba siendo vigilado desde el aparcamiento que había al otro lado de la calle. No conocía a muchos turistas, especialmente si llevaban un abrigo de color negro, que se pasaran más de hora y media de pie bajo el caluroso sol de la tarde mirando atentamente un restaurante cualquiera. Mientras subía al coche, tuvo que contenerse para no dedicarles una sonrisa a esos idiotas. Arrancó el motor sin ningún temor. Sabía que a Hendrix y a sus Hombres de Negro les gustaba hacer el trabajo de cerca y de forma personalizada, para asegurarse de que el objetivo se había cumplido y para evitar cualquier daño colateral.
En treinta segundos tuvo controlado cuál era el vehículo que lo seguía. Estaban parados en una furgoneta blanca aparcada al otro lado de la calle en un aparcamiento público situado al lado del hotel Circus Circus. Los muy idiotas se habían olvidado de apagar la luz interior del vehículo, y cuando el que lo vigilaba subió a la furgoneta, pudo contar que había dos hombres delante, y que, junto con el vigilante, en el asiento trasero había al menos un hombre más. No cabía duda de que eran los mismos aficionados que habían intentado tenderle una emboscada en el club y que lo único que habían conseguido había sido matar a aquel viejo. Pero sabiendo cómo funcionaban este tipo de asesinos, estaba convencido de que debía de haber al menos dos más en el vehículo. Farbeaux se puso en marcha y salió del aparcamiento del restaurante, sacó su teléfono móvil, seleccionó un número de su agenda y esperó a que la llamada fuera contestada.
—Ahora —fue todo lo que dijo.
La furgoneta blanca salió del aparcamiento público y tomó el bulevar de Las Vegas siguiendo al Chevrolet del francés; de pronto este aceleró y giró a toda prisa en el siguiente cruce. La furgoneta lo siguió sin miedo a ser descubiertos (teniendo en cuenta la cantidad de tráfico que había a esa hora de la tarde). No podía ser que el francés hubiera reparado en su presencia. Nada más doblar la esquina tuvieron que frenar en seco, ya que el Chevrolet estaba parado y Farbeaux había bajado de él y les hacía señales para que se detuvieran.
—¿Qué está haciendo este tío? —preguntó el conductor mientras se detenía. Cuando vio que otro vehículo se detenía justo detrás de ellos, se dio cuenta, ya demasiado tarde, de que habían caído en una trampa.
—¿Qué hacemos? —le preguntó el conductor a su jefe.
—No vamos a hacer nada. Estamos en medio de Las Vegas, esto está lleno de policía. Nos está observando, eso es todo. Va a vacilarnos un poco y luego nos dirá que nos vayamos. Me han contado muchas cosas acerca de este tipo, la compañía lo tiene en un pedestal. Como es francés…
Los demás se rieron entre dientes.
Farbeaux se acercó a la ventanilla del pasajero y esperó hasta que el hombre que había dentro la bajó. El francés sonrió al ver que todos llevaban camisetas y cazadoras de color negro.
—Os tomáis muy en serio eso del negro, ¿verdad?
—Tranquilo, después de lo de esta mañana nuestras órdenes son que no sufras ningún daño. Solo queremos saber dónde está nuestro otro Black Team.
El francés se quedó mirando al hombre que hablaba. Su perilla debía de servirle para asustar a aquellos que debía intimidar en nombre de la Corporación Centauro. El mercenario ni siquiera lo había mirado a la cara mientras le hablaba. Henri volvió a sonreír, se inclinó un poco hacia delante y examinó en un instante el interior de las paredes de la furgoneta. Eran normales y corrientes. No tenían ningún refuerzo, lo cual era un error garrafal.
—Supongo que Hendrix no os ha informado —dijo.
—¿Informarnos de qué? —preguntó el hombre, mirando por fin a Farbeaux.
—De que ya no trabajo para él —dijo mientras sacaba su Glock 9 mm y disparaba cuatro veces en el interior de la furgoneta, dos al pasajero y dos al conductor, impactándoles en la cabeza. A continuación, el francés dio un paso hacia atrás—. Esto es por el viejo de esta mañana —dijo con mucha tranquilidad. Luego lanzó dentro de la furgoneta la granada que llevaba en la mano, se fue a la parte de delante del coche y se agachó, parapetándose detrás del grueso motor mientras la granada explotaba abollando hacia fuera la delgada chapa de la furgoneta, que quedó agujereada por los cientos de impactos provocados por la metralla.
Farbeaux se puso de pie y se fue a la parte de atrás de la furgoneta. Los dos hombres del coche de detrás permanecían allí sentados viendo cómo trabajaba su jefe. El francés abrió la puerta de atrás y se apartó a un lado; cuando se aseguró de que nadie disparaba desde el humeante interior, subió ágilmente y vació el cargador de su 9 mm. Dentro, los malheridos hombres no habían tenido tiempo ni siquiera de intentar empuñar las armas.
Cerró tranquilamente la puerta de la furgoneta y se dio la vuelta. A unos quince metros de distancia, había una señora mayor de pie en la acera junto a su perro, mirando sin poder creer lo que veía. Henri volvió a meter la Glock en la funda que llevaba en el hombro, sonrió, se llevó la mano a la cara y se puso el dedo índice sobre los labios.
—Shhhh…
La señora de avanzada edad le dio un fuerte tirón a su perro y caminó rápidamente en dirección contraria.
Farbeaux dejó el regocijo para otro momento y les hizo una señal a sus hombres para que se pusiesen en marcha.
Acababa de declararse enemigo del Grupo Génesis y de sus Hombres de Negro. Hendrix se daría cuenta ahora de que él era alguien a quien no se debía faltar al respeto.
El francés se subió en el segundo coche en una señal de stop un kilómetro y medio más adelante y no dijo nada; las órdenes ya estaban dadas, no hacía falta comentar nada más. Los hombres que había en el coche, y algunos más que había en otro lugar, entraron esa mañana en el país desde Quebec y habían volado a Las Vegas en un vuelo chárter. Ahora tenía allí a su propia gente, hombres que había entrenado él mismo para llevar a cabo operaciones secretas para el Ejército francés. El Grupo Evento iba a tener compañía cuando fueran a buscar ese platillo estrellado y las riquezas que pudiese llevar a bordo.
—Ahora tenemos que encontrarlo —dijo silbando.