Capítulo 17


Chato's Crawl. Arizona. 32 kilómetros al este de Apache Junction

8 de julio. 19.00 horas

Billy Dawes contemplaba un pedazo del desierto y del valle a través del ventanal del comedor del bar-asador de su madre, pero por primera vez en su corta vida, la vista no le sugería aventuras ni historias que alimentaran su imaginación. Ahora parecía albergar un oscuro secreto que permanecía oculto para él y para la gente que tenía alrededor. No podía decir exactamente lo que era, pero el mundo ahí fuera parecía un lugar distinto en aquel momento y hubiera preferido vivir en algún sitio donde no hubiese desierto, ni valle, ni montañas rocosas.

Dejó de mirar por el ventanal y se fijó en la pareja de turistas; uno era un hombre con pantalones cortos de cuadros escoceses y calcetines oscuros; la otra, una mujer muy bronceada que debía de ser su esposa. Los dos estaban sentados en la barra comiendo unas hamburguesas y bebiendo unas Coca-Colas. Se habían pasado la última media hora discutiendo alrededor del mapa que acababan de comprar en la gasolinera de Phil. En el bar también estaba Tony Amos, haciendo todo lo posible por no caerse de uno de los altos taburetes. Se había acabado la cerveza que tenía delante hacía veinte minutos. También se encontraba allí la madre de Billy, secando los restos de los vasos con un trapo mientras miraba hacia donde él estaba, y sonreía.

Julie Dawes había adquirido el bar un año después de que el padre de Billy muriera en un accidente en la mina. Billy se sentía orgulloso de su madre, de la forma en que llevaba el bar-asador y de cómo se zafaba de las continuas insinuaciones de los mineros y obreros de la construcción que paraban en el Cactus Roto. Tenía treinta y ocho años y seguía conservando buena parte de su atractivo. Julie le guiñó un ojo cuando Billy pasó detrás de la barra y se puso a cortar limas y limones para el turno de la noche.

Luego se le acercó por la espalda y se echó encima del hombro el trapo que llevaba en la mano.

—¿No quieres dar una vuelta antes de que se haga de noche, cariño? Ya hago esto yo.

Billy cortó en cuatro cuñas la lima que había sobre la tabla y suspiró.

—Gus está en las montañas —contestó, confiado en que no se diera cuenta de su gesto preocupado, ya que no tenía ganas de explicar por qué las montañas le provocaban esa sensación.

Julie levantó la ceja izquierda con gesto de sorpresa.

—Eso nunca ha sido un impedimento. Pensaba que te gustaba.

Billy dejó el cuchillo y volvió a mirar a través del ventanal. Secó el ácido que había salido disparado de la fruta con el trapo que llevaba sobre la muñeca y se echó hacia atrás el pelo que le caía sobre la frente.

—No quiero salir hoy. —Se quedó dudando un momento—. Creo que mejor me espero a que vuelva el viejo Gus.

A Julie no le gustaba que Billy no tuviese más que un amigo; y que ese único amigo fuese Gus Tilly, que tenía edad suficiente como para ser su bisabuelo, le gustaba todavía menos. No es que no le cayera bien el viejo, pero pensaba que no podía ser bueno para Billy estar solo con Gus. Justamente por ese motivo estaba pensando en vender el Cactus Roto y volver a mudarse a los alrededores de Phoenix. El chico necesitaba estar rodeado de gente de su edad.

—¿Qué es lo que te pasa? —le preguntó.

Billy se dio la vuelta y miró a su madre, luego vio a los dos turistas que se habían montado en una de esas caravanas del tamaño de un acorazado y que estaban estudiando el mapa. Seguían enfrascados en una discusión acerca de si ir a la reserva de San Carlos o si ir a Nuevo México, a las cavernas de Carlsbad, así que no les estaban escuchando; pese a eso, Billy bajó el tono de voz.

—Hay algo… no sé lo que es, mamá. —Billy agachó la vista y se quedó mirando sus zapatillas de tenis—. Desde ayer hay alguna cosa extraña, no sé por qué.

Julie miró por el ventanal y le dio unas palmaditas en la cabeza.

—¿Por qué no vas arriba un rato a ver la tele? Ahora te subo yo un par de hamburguesas con queso.

Billy puso la mejor sonrisa que fue capaz y asintió con la cabeza.

—Sí, eso estaría genial.

Julie Dawes observó a su alicaído hijo subir las escaleras. Luego miró por el ventanal a la calle. No sabía muy bien qué era lo que le pasaba a su hijo, pero por alguna extraña razón tenía ganas de que los clientes llegaran algo más pronto hoy y de que les hicieran compañía. Tony, el bebedor solitario del pueblo, dio unos golpes en el vaso.

—Una cerveza más y ya —dijo el borracho arrastrando las palabras mientras levantaba la vista.

Julie se volvió hacia él y le dijo que no con la cabeza.

—De momento, no. Túmbate en tu camioneta un rato, luego más tarde ya veremos.

Él levantó otra vez la cabeza y, entrecerrando los ojos, se quedó mirando a Julie.

—¿Yo tengo una camioneta? —preguntó balanceándose un poco.

Julie lo vio bajarse del taburete y salir por la puerta. Luego se puso a escudriñar el desierto más allá del ventanal y se quedó pensando en lo que Billy había dicho acerca de que algo raro pasaba en el valle.