Roswell, Nuevo México
8 de julio de 1947, 20.00 horas
Los cuatro Dakotas C-41 que habían sobrevivido a la última guerra tomaron tierra en la pista de aterrizaje del aeródromo militar de Roswell a las ocho de la tarde de aquel mismo día. Cruzaron filas y filas de bombarderos B-29 que bordeaban la pista hasta llegar a un pequeño hangar, controlados en todo momento por la atenta mirada de los ocupantes de los cuatro jeeps de la policía del Ejército del Aire que los escoltaban.
A Lee no le preocupaba lo más mínimo su presencia. Mirando por la ventanilla vio los inmensos bombarderos y pensó que, pese a lo envejecido de su aspecto, aquellos bichos seguían pareciendo tremendamente letales. El grupo combinado 509 de Bombarderos era famoso en todo el mundo por haber contado entre sus filas con un avión llamado Enola Gay.
El oficial de Inteligencia del grupo de Bombarderos, el coronel William Blanchard, los esperaba a los pies de la escalera, una vez esta fue colocada por el personal de tierra de la base. El fuerte viento agitaba los bajos del pantalón del oficial y lo obligaba a sostener su gorra con la mano mientras esperaba a que Lee descendiera.
—General Lee, tenía entendido que había vuelto a la vida civil después de la guerra. —El coronel le tendió la mano, pero Lee hizo caso omiso del ofrecimiento. Detrás de él bajaron hombres cargados con cajas y bolsas. Del segundo, tercer y cuarto Dakotas descargaron piezas de equipamiento más voluminosas y, por las puertas laterales de carga, salieron los integrantes del equipo de seguridad del Grupo Evento. A Garrison no le sorprendió que el oficial de Inteligencia de la base supiese quién era él y para quién había trabajado.
Lee miró la lista del organigrama de la base que había estudiado durante el vuelo.
—Usted debe de ser el coronel Blanchard.
—Sí, señor.
—Coronel, ¿dónde está el oficial al mando?
—El comandante de la base…
—No necesito al comandante de la base, coronel, me refiero al hombre que está al mando de… —Lee volvió a mirar en su carpeta, buscando entre las hojas que le habían enviado desde Washington—. De la operación Salvia Purpúrea.
Aquello pareció coger por sorpresa a Blanchard.
—Me parece, señor, que desconoce la actual forma de proceder de la Inteligencia Militar.
Lee sonrió y se quitó el sombrero, con lo que el parche que le cubría parte del rostro quedó al descubierto.
—Coronel, hace dos años estaba en activo como general de brigada de la Oficina de Servicios Estratégicos. En la actualidad ostento un rango civil equivalente a general de cuatro estrellas, así que no se atreva a decirme cómo funciona el Ejército o su aparato de Inteligencia. ¡Johnson! ¡Bridewell! —gritó luego a su espalda.
Dos hombres pertenecientes al equipo de seguridad del Grupo se acercaron corriendo al lugar donde estaban Lee y el coronel. Todos llevaban uniformes del Ejército y armas colgando del cinturón.
—Si el coronel dice cualquier cosa que no sea «Sí, señor» o no nos conduce hasta el lugar donde están guardados los restos del accidente y la persona al mando de esta investigación, arréstenlo bajo las acusaciones de desobedecer una orden directa del presidente de los Estados Unidos y de obstruir una investigación presidencial.
Los dos hombres se colocaron a los lados del coronel Blanchard en posición de firmes.
—Muy bien, si el presidente quiere a aficionados al mando de esto, él solo se está cavando su propia tumba —dijo el coronel mientras el viento seguía dándole en la cara; luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la entrada del hangar.
Todos siguieron a Blanchard como si formaran parte de un desfile. Garrison había reunido al equipo más numeroso desde la expedición Lincoln al monte Ararat en 1863. Contaba con metalúrgicos, lingüistas, paleontólogos, científicos e investigadores médicos y atómicos, teóricos cuánticos, ingenieros de estructuras, expertos en maquinaria y sesenta miembros de su equipo. Los teóricos de física cuántica eran un préstamo de un amigo suyo en Princeton llamado Albert Einstein. Un P-51 los había traído desde Nueva Jersey hasta la polvorienta pista de Las Vegas, y no es que estuvieran demasiado contentos con el asunto. Albert le pediría algún favor dentro de poco a cambio de aquello.
Blanchard entró en uno de los imponentes hangares del aeródromo militar de Roswell. De lado a lado, era lo suficientemente grande para dar cabida a dos B-29. La policía militar había rodeado el edificio y todos sus efectivos portaban carabinas MI o metralletas Thompson. El coronel echó un vistazo atrás, por encima del hombro, y miró con rabia a Lee al tiempo que veía cómo el personal de seguridad del Grupo se acercaba a los miembros de la policía militar y les daba instrucciones. Blanchard frunció el ceño y abrió una pequeña puerta situada a la izquierda de las gigantescas puertas del hangar. Lee lo siguió hasta una espaciosa oficina llena de humo donde había varios hombres. El coronel Blanchard se acercó a un hombre de camisa blanca y gesto sorprendido, y le dijo algo en voz baja.
Lee examinó las caras de los presentes en la oficina mientras su equipo de seguridad hacía también su entrada en el despacho. Una vez dentro, cerraron la puerta, de forma que el ruido del viento se redujo; inmediatamente rodearon a los militares que había en la oficina.
Los hombres que estaban allí de pie, ligeramente sorprendidos, eran personal de Inteligencia que Lee había conocido durante su tiempo de servicio en la Oficina de Servicios Estratégicos. Pero toda la atención de Lee se fijó en un hombre que estaba sentado solo en una de las mesas y que daba toda la impresión de no encajar para nada allí. La potente luz que lo enfocaba lo hacía sudar abundantemente. Estaba despeinado; miró a Lee con gesto cansado y luego volvió la vista hacia otro lado. Garrison se fijó en un hombre que estaba apoyado contra la pared enfrente de él. Lo reconoció como uno de los que aparecía en los listados e informaciones que había recibido, entre las cuales iban incluidas algunas fotos. Se trataba del comandante Jesse Marcel. El comandante le sostuvo la mirada y luego hizo un gesto de hastío con la cabeza.
—¿Puedo ayudarle en algo…? ¿General Lee, verdad? —dijo el hombre con el que había hablado Blanchard. Dio un paso adelante, le ofreció la mano y dijo—: Soy Charles Hendrix, de Inteligencia Militar, consejero especial del general LeMay.
Lee continuó mirando al hombre que llevaba un mono y una camisa vaquera sudada y que agachaba la cabeza hacia la mesa. En vez de estrechar la mano de Hendrix, le dio la carta del presidente sin ni siquiera dedicarle una mirada.
Hendrix leyó la carta, con gesto contrariado primero, y luego se encogió de hombros.
—El presidente no debería preocuparse tanto por esto que tenemos aquí.
Lee sabía qué tipo de persona que tenía delante. Se había encontrado con unos cuantos así durante la guerra. Su frase favorita era «Es por el bien del país», y la utilizaban para justificar cualquier acción, desde la tortura al asesinato.
—Señor Hendrix, a lo mejor tendría que decirle usted mismo y en persona al presidente eso de que no debería preocuparse tanto. Y por cierto, si no tiene muy claro qué tratamiento darme al hablar conmigo, pruebe con «el hombre al mando».
—Lo que quiero decir es que me da la impresión de que el presidente no tiene un conocimiento suficientemente claro de lo sucedido en este lugar —opinó Hendrix, sacando un cigarrillo del paquete de Camel que llevaba en el bolsillo de la camisa.
Lee sonrió.
—Se sorprendería al saber las cosas que él sabe, y si no tiene bastante conocimiento de la situación es porque alguien no está transmitiendo la cantidad necesaria de inteligencia. No vuelva a hacer juegos de palabras conmigo. —Lee cogió una silla al lado del hombre que había en la mesa y se sentó sin prisa. Se quitó el sombrero y lo dejó sobre la mesa. Sonrió al hombre, con la intención de tranquilizarlo, aun siendo consciente de que su cicatriz podía provocar el efecto contrario.
—Este hombre está retenido y lo estamos interrogando —dijo Hendrix con calma, con la cerilla a un centímetro del cigarrillo.
Garrison se volvió y miró al hombre de Inteligencia Militar, luego volvió a llevar la vista hasta el asustado caballero que seguía con la cabeza gacha.
—Sargento Thompson, apague esa luz, por favor.
Uno de los hombres de seguridad caminó hasta la pared y desconectó uno de los enchufes. Toda la zona de la mesa se oscureció hasta convertirse en un espacio más agradable, iluminado solamente por las luces fluorescentes del techo.
—No sé a usted, pero a mí me molesta mucho la luz fuerte.
El hombre que había en la mesa no respondió, tan solo llevó una temblorosa mano hasta un moratón que tenía en la mejilla.
—¿Quién es usted, señor? —preguntó Lee.
—Bra… Bra… Brazel —contestó.
Lee buscó las notas que había reunido a partir del teletipo procedente de Washington. El nombre le resultaba familiar.
—Usted trabaja en un rancho a unos… ciento diez kilómetros de aquí, ¿no es cierto?
El hombre delgado miró al senador y luego echó una rápida mirada a Hendrix, que estaba de pie detrás de Lee, observándolo con calma. Lee comprendió la rápida mirada del hombre y pensó: Este hombre está muerto de miedo.
—No se equivoque, señor Brazel, yo soy el jefe aquí. Le hablo en nombre del presidente de los Estados Unidos. —Lee le puso una mano sobre la rodilla y le dio unas palmaditas.
De pronto, el brazo derecho del hombre se alzó y señaló a Hendrix.
—Eso mismo me dijo él, que el presidente quería que dijera que era mentira lo que encontré —Brazel agacho la vista—. Y lo que encontré es verdad —farfulló en un suspiro casi inaudible.
Lee miró a Hendrix, que le sostuvo la mirada con arrogancia.
—Eso sí era una mentira, señor Brazel. El presidente nunca le pediría eso. Quizá podría pedirle que mantuviera silencio al respecto, pero no que mintiese.
—¿No? alcanzó a preguntar el hombre. Miraba a Lee fijamente a los ojos, intentando dilucidar si lo que le decía era la verdad.
—No, señor Brazel. Ese hombre de ahí le dijo eso, no el presidente Truman.
—Dijo que algo malo me podría ocurrir a mí y a los míos, y que nunca nadie nos encontraría.
Lee cerró el único ojo que le quedaba e intentó no volverse a mirar a Hendrix. En vez de eso, volvió a darle unas palmaditas a Brazel en la pierna.
—Nadie va a hacerle daño ni a usted ni a su familia, eso se lo prometo. —Se acercó un poco más y miró al hombre a la cara.
—Usted descubrió los restos de algo que se estrelló contra su propiedad, ¿es correcto?
—Sí, señor, eso y los tres pequeños tipos verdes que encontré al día siguiente.
Lee se quedó atónito.
—¿Encontró cuerpos? —Se volvió para mirar a Hendrix—. Eso no aparecía en los informes que llegaban a Washington.
Hendrix dio un golpe con el pie en el suelo, fue hasta donde estaba el coronel Blanchard y le dijo algo al oído; este, a continuación, se dirigió hacia una puerta lateral.
Lee chasqueó los dedos y el sargento Johnson sacó un Colt 45 y apuntó directamente al coronel Blanchard. El hombre se paró y levantó ligeramente las manos, como si se sintiera avergonzado y no supiese qué hacer.
—¿Va a disparar a un oficial de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos? —preguntó Hendrix.
—No lo dude. Ustedes no se lo han pensado mucho antes de amenazar al señor Brazel. —Lee asintió mirando al ranchero—. ¿Qué les hace a ustedes mejores que la gente que han jurado proteger?
Hendrix reaccionó con una tranquilidad que solo la experiencia puede proporcionar. Pero Garrison pudo apreciar que los músculos de las mandíbulas se apretaban de forma casi invisible. Evidentemente, no estaba acostumbrado a que sus órdenes no fueran cumplidas.
—¿Encontró a tres tripulantes entre los restos? —preguntó Lee, con la vista puesta todavía en Hendrix.
—Sí, señor, vi esos chismes chocándose uno contra el otro, o por lo menos eso me pareció ver. Y luego el… aeroplano o lo que fuera que chocó contra el suelo. Al día siguiente vi a esos tres tipos en medio de la chatarra, pero no eran gente como usted o como yo, y uno de los pequeños estaba malherido. Los otros dos estaban más tiesos que un fiambre y parecía que los coyotes ya se habían encargado de ellos.
—¿Quiere decir que presenció algún tipo de colisión entre las naves?
—No fue una colisión, porque la otra cosa se largó luego volando. Fue como un coche que saca a otro de la carretera. Él también quería que mintiese sobre eso —dijo Brazel, señalando con la cabeza hacia Hendrix.
Lee se incorporó y se dirigió a los seis hombres de seguridad que estaban de pie junto a la puerta.
—Arresten al señor Hendrix.
—No sabe lo que está haciendo, Lee. El general LeMay me dio órdenes de…
Lee lo hizo callar.
—¡Curtis LeMay obedece las órdenes del presidente, igual que todos los que estamos aquí! —La voz de Garrison resonó por todo el hangar. Lee se quedó de pie y tendió su fuerte brazo al granjero que tenía al lado—. Señor Brazel, acepte, por favor, las disculpas del Ejército de los Estados Unidos por este comportamiento claramente poco profesional. Este… este episodio no ha sacado a relucir las mejores virtudes de mucha de nuestra gente. Están asustados. —Lee cogió la mano del granjero y la estrechó—. Puede estar tranquilo, señor, nosotros no eliminamos a ciudadanos americanos. —Aunque algunas veces suceda, pensó.
Brazel dejó que le estrechara la mano. Todavía seguía sudando.
—Pero me gustaría pedirle un favor personal, si es posible.
Mac Brazel se quedó mirando a Lee sin decir nada.
—No le diga nada de esto a nadie a menos que yo le comunique que puede hacerlo, ¿de acuerdo?
—Muy bien, no diré ni una palabra —aceptó Brazel con una deliberada lentitud que le hizo entender a Lee que aquel hombre cumpliría su palabra. Luego Lee pudo ver que el labio superior de Brazel se curvaba un poco, era la primera vez que distinguía una sonrisa en su cara.
—Señor, en nombre del presidente Truman, le doy las gracias. El señor Elliot lo escoltará hasta casa. —Lee hizo una señal a su meteorólogo, quien se adelantó y estrechó la mano del ganadero—. Tiene algunas preguntas que le gustaría hacerle acerca del tiempo que hacía aquella noche en los alrededores de su rancho. Dele una descripción precisa de las naves, de todo lo que pueda usted recordar.
—Sí, señor, así lo haré. Pero de una cosa estoy seguro, no fue un accidente. Una de esas cosas chocó contra la otra a propósito.
Lee asintió, pensando en la extraña declaración que el hombre acababa de hacer.
—¿Dónde consigo algún medio de transporte, señor? —le preguntó Elliot a Lee.
—Róbelo —dijo Lee—. No creo que el 509 de Bombarderos vaya a echar mucho de menos un jeep durante unas horas.
—Sí, señor —dijo Elliot, haciéndole una señal a Brazel para que lo siguiera. Un teniente del equipo de seguridad de Lee lo detuvo un instante y le dio un Colt 45 automático.
—Por si a alguien que no sea del grupo se le ocurre ir detrás de ustedes, dos jeeps más, con hombres de los nuestros, les servirán de escolta. Si se le acerca alguien que no sea de nuestra gente, no tenga ningún reparo en usar esto. —A continuación, el teniente se giró hacia Lee—. Senador, recomiendo que destaquemos a dos de nuestros hombres con el señor Brazel. —Lo dijo lo suficientemente alto como para asegurarse de ser bien oído por todos.
—Gracias, Elliot, descubra todo lo que pueda acerca de esa colisión que derribó el segundo disco. Señor Brazel, gracias otra vez.
Garrison se quedó mirando y esperó hasta que los dos hombres hubieron salido a la oscuridad de la noche azotada por el viento. Al abrirse la puerta, se escuchó el ruidoso motor de un bombardero B-29.
—El resto de mi equipo ya está dentro. —Lee se volvió hacia el comandante de pelo oscuro que se había mantenido en silencio durante la extraña situación que acababan de vivir—. ¿Comandante Marcel, verdad?
El hombre dio un paso al frente y asintió con la cabeza.
—Sí, señor, su equipo está ya coordinándose con los investigadores de nuestra base.
—Excelente. ¿Era esa su idea, comandante Marcel?
—Sí, señor, confiaba en que apareciera alguien con un poco más de sentido común, así que di órdenes por adelantado para que hubiera una cooperación plena.
Lee se giró hacia donde estaba Hendrix y lo miró en silencio mientras este se encendía otro cigarrillo.
—Por lo que ha pasado con el señor Brazel y con el resto de gente que pueda haber retenida en esta base, se le podría acusar de secuestro y, teniendo en cuenta el aspecto de nuestro invitado, también de agresión. ¿Pensaba ocultar el hecho de que había un superviviente o los indicios de la existencia de otra nave?
Hendrix lanzó la cerilla lejos de sí.
—Le conozco, Lee. A mí también me envían informes. Estuvo con ese viejo dinosaurio, Bill el Salvaje Donovan, y con los chicos de la Oficina de Servicios Estratégicos, así que déjeme que le cuente un secreto: las cosas han cambiado.
Lee se quedó mirando a Hendrix como si tuviera delante a un bicho raro.
—Si fue usted uno de los mejores y de los más brillantes, debería saber cómo trabajamos, cómo llevamos a cabo el trabajo —continuó Hendrix, aunque Garrison ya había oído bastante y se alejaba después de darle la espalda—, ¡tenemos una situación única, y no va a llegar usted y cagarla! —dijo gritando—. Algunos miembros de la nueva guardia han acuñado un nuevo concepto que estaría bien que fuera aprendiendo para los años venideros. Se trata de la «violencia controlada», y significa que va a haber que quitarse los guantes y que todo está permitido, igual que hacen nuestros amigos rojos en Rusia.
Lee redujo el paso pero siguió caminando hacia la puerta.
—Y una cosa más, hoy en día el control de la información es fundamental; hay cosas que la gente no debe saber, son demasiado inmaduros para entender el mundo real. A partir de ahora, vamos a jugar como el resto de malos del barrio, no se repetirá Pearl Harbor.
Lee se detuvo y estuvo a punto de volverse para contestar a Hendrix, pero finalmente respiró hondo y siguió caminando. Sabía que este hombre tendría un papel importante en el futuro de la Inteligencia Militar, y que esta no sería la última vez que se vería las caras con él y con cientos de tipos como él.
—El mundo será un lugar irreconocible dentro de diez años, un lugar más frío y sombrío.
Garrison sabía que era posible que Hendrix tuviese razón, pero actualmente lo único que podía hacer era controlar su pequeño rincón de este cambiante mundo. Lee eludió el comentario de Hendrix, movió un poco la cabeza con gesto triste y salió al luminoso hangar a ver el Evento que cambiaría el mundo para siempre.
Desde dentro, el hangar parecía todavía más grande. En las últimas veinticuatro horas habían instalado nuevos equipos eléctricos para añadir más luz aún. Pratt & Whitney, Rolls Royce, y otras marcas de motores de aviones, listos para ser instalados o pendientes de reparación, habían sido desplazados a un lado para que la zona pudiera albergar los restos de una aeronave de una naturaleza muy distinta.
Lee estudió los restos desperdigados en la gran extensión marcada por las manchas de petróleo. Ocupaba un espacio similar al de diez B-29. Los restos de fuselaje tenían el color de aluminio sin pintar, brillante y reluciente. Algunos fragmentos de chatarra tenían colores violetas y rojos brillantes. Unos eran enormes y otros tan pequeños como el confeti. Algunos parecían cajas y otros tenían extraños diseños pentagonales y cuadrangulares.
Mientras Garrison observaba cómo trabajaba su equipo por la zona, se dio cuenta de que había un espacio al fondo del hangar de madera que había sido aislado por lo que parecía eran grandes láminas de plástico. Alrededor de la zona semitransparente estaban mezclados el contingente de policía aérea de la base y el personal de seguridad del Grupo Evento, integrado por miembros del Ejército y la Marina. Gracias a las potentes luces instaladas, Lee pudo contemplar las extrañas y fantasmales siluetas de los hombres que había en el interior.
El director decidió encaminarse hacia allí, cuando Ken Early, el metalúrgico del equipo, se interpuso en su camino.
—Señor, creo que tenemos algo aquí que es preciso que vea inmediatamente. —Ken llevaba en la mano una pieza de un metal extraño para que Lee lo examinara. Era bastante pequeña, del tamaño de un sobre postal. Alrededor de los bordes había lo que parecía una serie puntos y guiones, e intercalados había símbolos circulares atravesados por líneas y pirámides y otros glifos de forma octogonal con círculos más pequeños en su interior.
—¿Han empezado los lingüistas a trabajar en esta forma de escritura? —preguntó Lee.
Early dejó de mirar la pieza de metal para observar a su jefe, luego echó un vistazo al resto de los miembros del equipo que había alrededor. Se había ensuciado la bata de laboratorio de color blanco que llevaba puesta.
—Sí, señor, creo que ya se han puesto con eso. —Se encogió de hombros, las gruesas gafas se deslizaron por su nariz.
De detrás del plástico se escuchó un sonido completamente diferente a lo que habían oído hasta el momento, así que Lee no prestó atención a la respuesta de Early.
—Fíjese —insistió Early a su lado, consciente de los ruidos pero decidido a no hacerles caso.
Sin darse cuenta, Lee había empezado a caminar hacia el fondo del edificio. La voz del metalúrgico fue lo que le había hecho detenerse.
Early tenía la pieza de metal en la mano derecha; despacio, presionó con los dedos hasta quebrarla. El sonido le recordó a Lee el sonido de las galletas al romperse. Luego, ante la atenta mirada del director, Early abrió la mano y el extraño metal recuperó lentamente su antigua forma.
—Que me aspen —dijo Lee en voz baja.
—Es algo completamente diferente a lo que conocemos, es como si cada fibra… —Early dudó un momento y luego corrigió—. Como si su composición y su forma estuvieran programadas para… para… —Pareció perder el hilo por un instante, mientras buscaba el término correcto—. Maldita sea, señor, es capaz de recordar cuál era su forma original, como si la hubieran programado así. Empresas como 3M están trabajando en algunos polímeros que tienen la tendencia a curarse a sí mismos, pero son solo supuestos teóricos, esta tecnología está cincuenta o sesenta años por delante.
—Es impresionante, doctor, pero si es verdad lo que dice, ¿qué le ha pasado al resto del material que hay aquí, por qué no ha recuperado su forma original?
Early se quedó mirando los restos que tenía alrededor con gesto de perplejidad.
—No vamos a descubrirlo todo en un día, Ken. Tenemos que hacer lo que podamos y empezar a documentarlo todo. No sé cuánto tiempo podremos mantener esto en nuestro poder. Los militares son capaces de convencer a los presidentes de cualquier cosa; al final se saldrán con la suya.
—Sí, señor —dijo Early, antes de volver a incorporarse a su equipo de trabajo.
Lee echó a andar hacia el fondo del edificio. Los gritos se habían amortiguado hasta convertirse en gimoteos. Mientras caminaba, podía ver a su gente examinando cada pieza, tomando notas y haciendo fotografías. Excepto unos cuantos que levantaban la vista de vez en cuando para observar la zona precintada, la mayoría estaban muy concentrados en lo que hacían y parecían más propensos a ignorar los impresionantes ruidos que se escuchaban por todo el hangar.
Lee recorrió los últimos metros antes de llegar a la enorme tienda de campaña precintada y se dirigió a los dos guardias de su grupo.
—Que traigan al señor Hendrix —ordenó.
Lee atravesó una de las portezuelas. La tienda tenía un fuerte olor a antiséptico. El comandante Marcel había llegado antes que él, y cuando lo vio se acercó enseguida para conducirlo donde estaba el doctor.
Lee vio cómo Hendrix era acompañado a la zona restringida. A continuación descubrió las tres camillas. Dos estaban cubiertas con sábanas de color blanco que, era evidente, ocultaban algo debajo de ellas. En una de las dos se podía ver el rastro de un líquido oscuro que había empapado la sábana. Un equipo médico, compuesto por doctores de su grupo y personal de la base, rodeaba la tercera camilla. El doctor Peter Leslie, capitán de la Armada de los Estados Unidos, y que había pertenecido al centro médico Walter Reed, estaba al mando. Lee había elegido personalmente al cirujano para que dirigiera los equipos médicos en las misiones sobre el terreno. Lee confiaba en que Leslie pudiera apañárselas. El doctor levantó la vista al ver a Lee y su grupo. Hizo un gesto señalando a una de las enfermeras.
—Estamos intentando mantener esta zona lo más esterilizada posible, por favor, pónganse las mascarillas.
Lee recibió una mascarilla hecha de gasa de manos de la enfermera y se la puso alrededor de la boca.
—Las condiciones que hay aquí son espantosas. El cirujano de la base me ha dicho que le impidieron tratar al superviviente en la clínica de la base.
—Según parece, no se han tomado buenas decisiones por aquí últimamente. Cuénteme qué es lo que tenemos —preguntó Lee.
—Por lo que tengo entendido, a esos dos de ahí se los encontraron ya muertos. El cirujano de la base ha informado de que tienen indicios de severos traumatismos craneales que parecen provocados por la colisión, y de que hay también signos de que han sufrido la acción de depredadores carroñeros.
El doctor Leslie descubrió la sábana que ocultaba al primero de los dos. Se trataba de un ser de poca estatura, de un metro y veinte centímetros, la piel era de color verde claro; la alargada cabeza sin pelo había sido seccionada y el cráneo abierto. Parecía que le habían arrancado uno de sus grandes ojos y un profundo tajo le surcaba la parte izquierda de la cabeza hasta llegar a la sien. La herida parecía profunda. El ojo que le quedaba estaba abierto parcialmente, y Lee podía distinguir la oscura órbita más allá del fino párpado. Pudo apreciar que la negra pupila era también de gran tamaño y que un tono rojo cubría su dilatado estado. La boca era diminuta, como del tamaño de un abridor de botellas de cerveza, y no se veían dientes. Lee se fijó en el delgado cuerpo y en la barriga pequeña y redondeada. La fina piel era completamente lisa, no tenía arrugas; las venas discurrían por debajo de la piel verde y grisácea.
Leslie le hizo un gesto al director para que se adelantara y contemplara la segunda figura.
—Este también murió en el choque provocado por el accidente, ya estaba muerto cuando lo trajeron.
Lee miró al doctor y asintió con la cabeza, luego avanzó hasta la tercera camilla. Los médicos y enfermeras se apartaron para hacerle sitio. Los pequeños y finos labios de la criatura estaban temblando, luego su pequeño cuerpo se puso rígido y comenzó a estremecerse y a chillar. El penetrante sonido recordaba a los gritos de un niño que se ha hecho una herida.
—¿Puede hacer algo para calmarle el dolor? —preguntó Lee, quitándose el sombrero y sosteniéndolo con fuerza.
—Me temo que cualquier tipo de intervención le causará la muerte. No conocemos su metabolismo ni su sistema nervioso. Por lo que sabemos, nuestros analgésicos podrían matarlo. Me da rabia llegar a esa conclusión, pero la mayoría de la gente piensa que es demasiado peligroso.
—¿Puede usted salvarlo, doctor? —preguntó Lee.
Leslie se quedó mirando sus zapatos, luego miró a sus colegas.
—Con las instalaciones adecuadas…
—¿Vivirá? —preguntó Lee.
—No. Tiene hemorragias internas causadas por heridas que no podemos curar. Es tan delicado que nuestras suturas le desgarran la carne.
—Entonces use su intuición y alíviele los dolores, doctor, bajo mi responsabilidad.
—¡No puede hacer eso, Lee! —gritó Hendrix, quitándose de encima a los guardias.
Lee comprobó que, por un momento, el pequeño ser se ponía rígido al escuchar los perturbadores gritos.
—Llévense a ese hombre fuera y redúzcanlo.
—Necesitamos que esa criatura esté despierta y que conteste a nuestras preguntas, no que pase sus últimos minutos sin sentir dolor, maldita sea. —Hendrix iba gritando mientras se lo llevaban del área precintada—. Más le vale escucharme, Lee, la segunda nave derribó intencionadamente al primer platillo… tiene que escucharme, maldita sea.
Lee apretó los dientes e hizo un gesto al doctor para que hiciera lo que le había pedido; la voz de Hendrix se fue desvaneciendo hasta que terminó por dejar de oírse.
—¿Interrogó Hendrix a la criatura? —le preguntó Lee a Marcel.
El comandante dio un paso al frente y miró a su alrededor, y luego dijo sin levantar la voz en ningún momento:
—Hendrix estuvo un buen rato a solas con el… tripulante. Creo que le sacó información.
Lee movió la cabeza con gesto incrédulo y le hizo luego una señal al doctor para que se pusiese manos a la obra.
Leslie cogió una jeringuilla de acero inoxidable y una botellita, de la cual extrajo un líquido de color ámbar.
—Voy a actuar igual que haría con un niño que tuviera unas heridas semejantes —declaró—. Si suele usted rezar, señor director, este sería un buen momento para hacerlo. No sé el efecto que le provocará esta morfina.
Lee observó cómo el doctor clavaba la aguja con soltura en el brazo de la criatura, quien esbozó un gesto de dolor mientras la jeringuilla penetraba a través de su delgada piel.
—¿Todas las personas que no formen parte del grupo pueden, por favor, disculparnos?
Las enfermeras y dos médicos de la base Roswell se marcharon sin hacer ningún comentario.
Lee se giró a tiempo para ver cómo el cuerpo de la criatura se relajaba y sus gestos de dolor se aflojaban. Cuando abrió la pequeña boca y luego la cerró, Lee tuvo miedo de que hubiera muerto delante de sus propios ojos. Leslie levantó con sumo cuidado el párpado derecho y dio unos apresurados pasos hacia atrás cuando advirtió que la oscura pupila giraba y lo miraba. Al ver la sorprendida expresión de Leslie, Lee miró hacia abajo y descubrió que los dos párpados se abrían y cerraban rápidamente y empezaban luego a abrirse. La enorme cabeza se giró, y lo siguiente que Lee vio fue cómo el pequeño ser lo miraba directamente a él.
A Lee le habría gustado pronunciar unas palabras más adecuadas, pero sin saber muy bien por qué, lo único que alcanzó a decir fue «Lo siento».
La criatura siguió mirando a Lee. Cuando Leslie volvió a acercarse a la camilla, el tripulante movió la cabeza con lentitud y lo observó fijamente. El médico levantó una delgada gasa que tenía en el pecho y cambió, con la mayor delicadeza posible, la venda manchada de verde por otra, que puso sobre la gran herida. Repitió el mismo procedimiento con la herida de la cabeza, y luego con una en la garganta que era enormemente profunda y que, aun teniendo el mejor equipamiento sanitario, no se veía capaz de operar. El pequeño ser parpadeó e inspiró profundamente. Se le cerraron los ojos y volvió a bufar. Leslie cerró los ojos, consciente del dolor que le había provocado a la criatura al retirar la venda. Poco a poco, el alienígena fue abriendo los ojos y, para sorpresa de Leslie y de Lee, sonrió y volvió a parpadear una vez más.
—Creo que entiende que usted está intentando ayudarlo —se aventuró a decir Lee.
Leslie asintió con la cabeza, agradecido de que sus intenciones hubieran sido comprendidas.
El pequeño ser giró lentamente la cabeza hacia la izquierda y volvió otra vez a mirar a Lee. Todos observaron cómo levantaba lentamente el brazo y señalaba la cara de Lee. Garrison levantó también la mano y entonces lo entendió. El pequeño dedo señalaba a su parche, o posiblemente a la cicatriz que le marcaba el lado derecho de la cara.
—Me hirieron en la guerra —dijo. Luego sonrió—. Ojalá que no entiendas lo que es eso.
La criatura volvió a apartar la vista. Vio a Leslie y se quedó mirando a la pequeña mesa cromada que había al lado de la camilla. Volvió a señalar con el brazo, pero esta vez fue a la jeringuilla que había servido para aliviarle el dolor.
—No creo que podamos darte más, pequeño amigo —dijo Leslie con toda la delicadeza de la que fue capaz.
El ser volvió a intentar sonreír y giró la cabeza hacia la izquierda y señaló otra vez la cicatriz o el parche en el ojo.
—Es increíble, creo que piensa que está usted herido y quiere que le dé la misma inyección que le he dado a él —dijo Leslie.
Lee sonrió y extendió lentamente la mano hasta que con los dedos tocó las yemas de los dedos de la criatura. El alienígena sonrió de nuevo.
—Me temo que esta herida es antigua —dijo, mientras que con la otra mano se tocaba el parche del ojo.
Lee se acercó al pequeño ser para observarlo mejor.
—Doctor, ¿es posible que debido a esta herida en el cuello no sea capaz de vocalizar?
—Ahora mismo no podemos saber si tiene la capacidad del habla. La herida por sí sola no parece que pueda poner en riesgo su vida, al menos a mí no me lo parece. ¿Ahora, que no le permita hablar? La verdad es que no lo sé.
La criatura, que parecía escuchar su conversación, se señaló la herida que tenía en el cuello cubierta por una pequeña gasa. Tragó saliva, levantó la mano, volvió la vista hacia Lee y señaló otra vez la cicatriz. Lee se acercó para que se la pudiera tocar. El alienígena pasó su dedo largo y delgado por la rosácea cicatriz y luego tocó el parche. Sus dedos se abrían y se cerraban lentamente. La boca intentaba moverse. Sin dejar de mirar a Lee, volvió a tragar saliva y se llevó la mano a la garganta.
—Gue… rrrra —dijo, en voz muy baja.
Lee se quedó atónito. Miró a Leslie, quien asintió dando a entender que él también había oído la misma palabra. Lee volcó nuevamente toda su atención en la pequeña criatura y se sobresaltó cuando esta, despacio y con mucho sufrimiento, se incorporó y se quedó sentada. Se puso a temblar, era evidente que soportaba fuertes dolores en cada ocasión que intentaba moverse. Lee y Leslie intentaron empujarlo con mucho cuidado para volver a colocarlo sobre las sábanas blancas de la camilla. El pequeño alienígena se resistió y miró a Lee con ojos suplicantes. Garrison cedió, le soltó las manos, le hizo un gesto al doctor con la cabeza y él también se apartó y dejó que el visitante se incorporara. El alienígena se dio la vuelta sobre su barriga, se deslizó sobre la camilla y estuvo a punto de caerse. Leslie desconectó la vía intravenosa y giró el gotero.
El alienígena dio un primer paso, y luego otro más pequeño, tanteando el terreno. Lee y Leslie se cambiaron de sitio para permitir el movimiento. La pequeña criatura se paró después de dar cuatro pasos, se estremeció de dolor y cerró sus grandes ojos. Leslie le acercó una gasa limpia y le dio unos toquecitos en la herida del pecho, pero el alienígena no le prestó mucha atención mientras cogía con cautela la mano de Lee y luego cogía la de Leslie. Las pequeñas manos se agarraron fuertemente a los dos hombres mientras salían de la zona cubierta de plástico. Garrison apartó la cortina que separaba el hospital del resto del hangar y sintió que todos los ojos del Grupo se fijaban en ellos. La gente se quedó atónita al ver a su jefe guiando al pequeño ser herido hacia fuera de la zona de seguridad. Hendrix, que estaba con las manos esposadas, observó con sorpresa cómo el extraño trío iba desplazándose. El alienígena se detuvo y vio cómo los encargados de seguridad del Grupo apartaban boquiabiertos a Hendrix para que no se interpusiera en su camino.
—Comandante Marcel, que todo el mundo excepto los supervisores de mis departamentos abandone el hangar inmediatamente. El resto del personal, mis técnicos incluidos, deben evacuar el hangar, ahora mismo —ordenó Lee a toda velocidad, pero manteniendo la calma. Se puso delante del pequeño alienígena para ocultarlo del resto, mientras Marcel comenzaba a transmitir a gritos las órdenes.
—¿Qué ha dicho, Lee? Dígamelo —gritó Hendrix de tal manera que el pequeño ser se sobresaltó y dio un paso hacia atrás—. Dígamelo, maldita sea.
El pequeño alienígena entrecerró los ojos al mismo tiempo que miraba a Hendrix con las esposas. Su gran cabeza se ladeó a la izquierda y luego a la derecha, como si estuviese evaluando al agregado de Inteligencia Militar. Parpadeó sin acabar de abrir los ojos y luego siguió caminando obviando a Hendrix.
Lee esperó a que el último técnico saliese del hangar para apartarse a un lado y permitir así que el alienígena continuase su camino.
Los supervisores del Grupo Evento estaban allí quietos, asistiendo al suceso más increíble de la historia. Uno a uno fueron interrumpiendo lo que hacían al tiempo que Lee y Leslie avanzaban con cautela por entre medias de los restos del platillo estrellado. De pronto, a la criatura se le aflojaron las piernas y a punto estuvo de caerse. Lee le pasó su otro brazo por la parte baja de la espalda, para sujetarla con más firmeza. Entonces el alienígena se soltó, primero de la mano de Lee y luego de la de Leslie, dio un traspié y cayó al suelo. Los dos hombres se agacharon a recogerlo, pero el extraterrestre se levantó con ligereza y se puso a caminar más deprisa por entre los restos de chatarra. El personal de Evento se apartaba para dejarlo pasar. Un par de mujeres y por lo menos uno de los doctores dejaron escapar un grito cuando el alienígena pasó a poca distancia de ellos. Luego, volvió a dar otro traspié y cayó delante de un gran contenedor. De nuevo su cuerpo se estremeció y dio varias sacudidas mientras miraba el recipiente. Leslie hizo una mueca al descubrir que la herida del pecho estaba sangrando abundantemente.
El pequeño ser tocó el lateral del contenedor y pareció volver a relajarse. Después, bajó la vista, cerró los ojos y, sin mirar, dio unos ligeros golpes con el puño en uno de los lados de la caja y emitió un sonido ahogado que resonó muy suavemente en el enorme hangar. A continuación, el alienígena levantó la vista y vio a Lee de pie enfrente de él.
—Destructor… muerto —susurró.
Lee se agachó.
—No te entiendo.
—La bestia… —Tragó saliva, torciendo el gesto a causa del profundo dolor—. Muerta —volvió a decir, y se fue cayendo hacia el suelo.
La poca gente que quedaba dentro del hangar dio un grito ahogado al verlo caer. Lee y Leslie fueron enseguida hacia él, pero Lee fue más rápido y cogió en brazos al pequeño alienígena al tiempo que le hacía un gesto con la cabeza a Leslie para que fuera él delante. Los integrantes del grupo hablaban ahora entre ellos en voz alta mientras volvían al hospital.
—Muy bien, lo que han visto es alto secreto. Que entren de nuevo sus equipos. En marcha —dijo Lee dirigiéndose a la gente que tenía a su espalda.
La pequeña criatura abrió los ojos y miró a Lee mientras este lo llevaba de regreso a su cama.
—No gu… guerra —dijo, y tragó saliva con cuidado—. No extinción del hombre. —Alzó la mano y tocó la cara de Garrison—. El hombre… está a salvo… por ahora. El Destructor no extinguirá. —Sonrió más que ninguna vez, luego se dio unos golpecitos en el pecho—. Matar… Des… tructor.
Lee dejó al pequeño ser sobre la cama. Leslie volvió a su trabajo y presionó con las manos al herido para reducir la hemorragia.
El alienígena miraba a Lee con los párpados caídos, respirando débil y entrecortadamente.
—Usamos… animales… para ayudar… a la raza de nuestros amos a… a… limpiar… nuevos mundos… para… los Amos Grises…, El Destructor… no tener que venir… aquí… sino a un planeta deshabitado… Algún Gris… querer… limpiar… vuestro mundo… para su propia… necesidad. Yo… matar Destructor, el animal… está muerto… No… habrá guerra… esta vez… pero… mis amos… intentar… quizá otra vez… matar vuestro… mundo.
Lee observó mientras el pequeño ser dirigía la vista hacia atrás con la mirada perdida. Vio que las grandes pupilas se dilataban y se quedaban fijas. Leslie examinó sin éxito el pequeño pecho en busca de algún tipo de movimiento. La piel verdosa comenzó instantáneamente a convertirse en un blanco grisáceo. Parecía contento cuando murió, se fue con una pequeña sonrisa que ahora la muerte había congelado para siempre.
Lee se sentó durante diez minutos con el doctor Leslie, que estaba conmocionado. Luego se dirigió hacia la salida del hangar pensando en los monstruos y en la guerra. El jefe de patologías, Gerald Hildebrand, se le acercó.
—Señor, me temo que tenemos algo que debe usted ver. —El profesor dio un paso atrás cuando advirtió que la ropa del director estaba empapada de sangre de color verde. El parche del ojo que llevaba Lee estaba casi fuera del sitio, y Hildebrand se lo volvió a poner bien.
Lee asintió con la cabeza dando las gracias y se acomodó el sombrero de fieltro, pero su cabeza estaba en otra parte.
—Tiene usted que ver esto —repitió Hildebrand.
Garrison siguió al doctor hasta una pieza de mayor tamaño. Tenía unos tres metros de largo y la misma distancia de ancho, y unas pequeñas latas adheridas a su parte superior. Lee se dio cuenta de que se trataba del mismo contenedor que el pequeño alienígena había insistido en ver y en tocar. Volvió en sí al darse cuenta de que esta jaula pertenecía al animal al que el pequeño ser había llamado el Destructor. Ahora cobraba sentido el hecho de que el alienígena tuviera que confirmar por sí mismo que la criatura estaba muerta.
—Está aquí, señor —dijo Hildebrand, sin dejar de mirar a Lee con inquietud.
Lo acompañó hasta la parte delantera del recipiente. El profesor se agachó y señaló algo gelatinoso de color marrón que había en el suelo. Lee sabía ahora de lo que se trataba: era un contenedor para transportar a un animal vivo, un contenedor del que emanaba un olor muy desagradable.
—Por dios, qué horror —dijo Lee, apartándose.
—Sí, señor, así es. Por lo que parece, lo que hubiera aquí ha sido cubierto por una sustancia que lo ha disuelto hasta convertirlo en esto. —Hildebrand sacó una pluma estilográfica, le quitó la caperuza e introdujo lentamente la punta en el líquido que había alrededor del material gelatinoso. Cuando volvió a sacar la pluma, esta comenzó a deshacerse, al principio cubierta de burbujas y, cuando el doctor la arrojó al suelo, líquida finalmente.
—Hemos probado en los tres contenedores por separado y no hemos obtenido ninguna respuesta, pero cuando estos compuestos químicos se mezclan, consiguen un poder corrosivo absolutamente desconocido para mí.
Lee se quedó escuchando sin hacer ningún comentario.
—Hay otros contenedores parecidos, algunos pequeños, otros más grandes, aunque ninguno tanto como este. Todos están formados por las mismas sustancias. Quizá se trate de material genético que ha quedado reducido a esto —supuso Hildebrand, señalando el fluido que había en el suelo de la jaula.
—Reúna muestras y vaya con mucho cuidado —ordenó Lee, sintiendo un repentino cansancio.
—Encontramos esto en un contenedor enorme, o lo que me parece ahora que podía tratarse de una jaula. Estaba incrustado en el metal. —Fue hasta una mesa que había al lado y recogió de allí algo para que Lee lo viese. El objeto era algún tipo de apéndice, largo y con forma curva. La punta tenía forma de pala, era afilada y tenía algo parecido a una sierra a ambos lados. Mediría alrededor de treinta y cinco centímetros de longitud. De la base colgaba un pedazo de carne lleno de escamas.
—Sin saber nada más, yo diría que es una garra enorme, señor —dijo el doctor, impresionado.
Lee asintió, pensando en lo que el pequeño ser había dicho acerca del Destructor. El director se dio la vuelta y se fue. La mente le iba a mil por hora.
—El Destructor —dijo para sí al tiempo que volvía a entrar en la oficina del hangar. ¿Tendría razón Brazel? ¿Habría derribado uno de los platillos al otro? ¿Podría tratarse de… por todos los santos, sería eso algún extraño tipo de declaración de guerra?
La sala se hallaba vacía; fue hasta donde estaba el teléfono y marcó quince dígitos. Esperó a que los diferentes tonos pararan y a que el teléfono comenzara a sonar en el otro lado.
—¿Sí?
—Señor presidente, aquí Garrison Lee, señor —dijo hablándole al auricular negro mientras se frotaba la nariz con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda.
—¿Qué está pasando ahí, Lee? —preguntó Truman.
Se quedó dudando un momento mientras ponía en orden las ideas.
—Por lo que parece, señor, nuestro platillo volante pudo haber sido derribado por una segunda nave de características similares, y creo que fue derribado en nuestro planeta, en la Tierra, con un propósito determinado.
—¿Derribado? ¿Derribado por quién? —preguntó un confundido presidente.
Lee esperó hasta que el legendario mal genio del presidente del «Dales caña, Harry» se tranquilizase un poco.
—Ahora mismo, todo son especulaciones, pero es posible que el platillo fuese algún tipo de contenedor o nave de carga… y… —Lee se quedó dudando un momento—. Creo que va a ser mejor que se siente y escuche atentamente lo que le voy a contar, señor.
Compton no se había movido de la silla en ningún momento mientras el senador relataba la historia; había estado mirándose los zapatos y escuchando. Ni Jack ni Niles habían hecho ninguna pregunta, el viejo había terminado el relato sin ser interrumpido en ninguna ocasión. El senador había añadido algunas cosas a la narración de lo que había escrito en sus informes de hace años. Después de todo, había tenido mucho tiempo para trazar teorías, acabar de encajar las piezas y poder actualizar el contenido del expediente. Las teorías encajaban. Todos los testimonios acerca de alienígenas y personas que habían sido abducidas en diferentes partes del mundo podían dividirse en dos grupos. Por un lado, se encontraban los seres grises que resultaban agresivos y hostiles; y por otro, las criaturas verdes, que siempre eran gentiles, amables y bondadosas. De todo esto, Lee dedujo que existían dos grupos separados: uno agresivo y partidario de la invasión y el otro pacífico y amable, dispuesto siempre a intentar detener a los Grises. La teoría encajaba con los hechos, y Lee estaba convencido de ella.
Jack se puso de pie, caminó despacio hasta la credencia y se sirvió un vaso de agua, luego volvió y lo puso delante de Lee, repitiendo la escena que se había producido el día anterior, solo que al revés. El senador levanto los cansados ojos hacia el comandante y aceptó el vaso de agua sin pronunciar una palabra.
—¿Piensa que ha vuelto a suceder lo mismo, otro ataque premeditado? —preguntó Jack.
—Sí, no creo en las coincidencias —contestó Lee—. Si esa criatura sobrevivió al choque, no tenemos mucho tiempo. Ojalá supiéramos de qué se trata y de lo que es capaz.
Compton respiró hondo y se puso de pie.
—Hablando de eso, yo no estoy haciendo nada aquí sentado. —Empezó a darse la vuelta, luego se detuvo y se quedó mirando a Collins—. Me alegro de que el peso de todo esto no cargue tan solo sobre nuestros hombros —dijo, y abandonó la habitación.
—Este Evento me ha tenido fascinado los últimos sesenta años —dijo Lee a las dos personas que quedaban en la habitación—. Ahora, otro platillo ha caído pero no podemos encontrarlo. Bueno, será mejor que descansemos un poco y que confiemos en que Dios reparta suerte.
—Entonces de lo que se trata es de encontrar los restos de ese… Destructor… y verificar que ha sido eliminado por su guardián o que ha muerto en el choque —dijo Collins—. Si ha seguido el mismo patrón que el incidente de 1947, eso explicaría la agresión de ese segundo platillo y su decisión de quitar de en medio a nuestros cazas.
—Hay muchas variables que debemos tener en cuenta, Jack. Por ejemplo, la relación de poder entre amo y esclavo que nos relató el ser que cayó en Roswell. Cabe la posibilidad de que el guardián del animal no sea ahora tan bondadoso como entonces.
Los dos se quedaron en silencio, luego Jack miró al senador.
—Tenemos muy poca información con la que trabajar sin los resultados de las pruebas que se debían haber hecho en 1947 con los restos del animal. Hay alguien ahí fuera, ese que robó los restos y asesinó al personal de Evento, que posee una información que, si se diese el caso, podría resultar vital para salvar este planeta. ¿Qué hay de ese tal Hendrix? ¿Desapareció sin más?
Lee negó con la cabeza.
—Murió en un accidente con un avión militar dos semanas después de Roswell. Y sí, antes de que lo pregunte, sé que fue ese hijo de puta el que se apropió de los restos de la nave y de los cuerpos de Roswell. Después de que presentara mi informe definitivo, Truman, tal y como sospechaba, cedió ante las presiones del Pentágono y de sus grupos de Inteligencia. Luego Eisenhower, que era un paranoico con todo aquello que no podía controlar, lo enterró y nos quedamos fuera. El Grupo Evento fue desplazado por el triunvirato formado por LeMay, Dulles y Hendrix, y otros hombres igual que ellos, que terminaron por tener la última palabra en este asunto.
Alguien llamó a la puerta, impidiéndole a Jack formular la pregunta que tenía en la cabeza. Alice se puso en pie, fue hasta las dos grandes puertas de madera y las abrió. Fuera estaban Carl Everett y un hombre vestido con un traje verde de aviador. Alice los hizo entrar.
—Capitán de corbeta Everett —dijo con una sonrisa—, y usted debe de ser el teniente Ryan. —Se apartó dejando pasar a los dos hombres—. Espero que haya descansado bien, señor Ryan.
—Sí, gracias —dijo Ryan.
El senador se puso en pie y, con la ayuda del bastón, se acercó a saludar al recién llegado.
—Senador Garrison Lee, este es el teniente de grado júnior Jason Ryan, del buque de guerra Carl Vinson —los presentó Alice mientras los dos hombres se daban la mano.
—Por lo que tengo entendido, ha pasado por una experiencia muy traumática, señor Ryan —dijo Lee con tristeza.
Ryan se quedó mirando la enorme sala mientras estrechaba la mano del senador.
—Algo así, pero espero superarla. ¿Es usted senador?
—Sospecho que lo logrará, hijo, y sí, antiguo senador —dijo Lee, soltando la mano del piloto.
Ryan se quedó mirando cómo daba la vuelta y volvía al interior de la sala. Everett hizo el resto de las presentaciones mientras Lee tomaba asiento.
—Tengo que admitir que es la primera vez que veo la trastienda de una casa de empeños, pero esto es demasiado —dijo Ryan sin dejar de mirar a su alrededor. Después sonrió al ver al comandante Collins.
—Voy a serle franco, teniente —comenzó Lee—. Usted antes pilotaba para la Armada, ¿verdad? Ahora eso se ha terminado. Necesitamos que nos proporcione cierta información y andamos necesitados de personal. Forma usted parte del Grupo, hágase usted a la idea de que ha sido destacado aquí y de que su nuevo capitán de fragata es este hombre. —Lee señaló a Collins.
Jack le hizo a Ryan un gesto de aprobación con la cabeza, observó al piloto naval y aceptó el informe 201 que este le tendía.
—¿El informe del incidente está aquí?
—Sí, señor.
—Yo informaré de todo al teniente Ryan —se ofreció Lee—. Quiero que usted y el señor Everett vean si pueden echarle una mano a Niles en el Centro Informático. Acabamos de recibir la noticia de que la Agencia de Seguridad Nacional va a retirar su satélite, así que nos quedamos solo con Boris y Natasha y el Servicio Meteorológico Nacional. O sea, que únicamente contamos con dos KH-11 y cinco aviones teledirigidos, y nos urge encontrar esa nave —dijo Lee, con un tono casi suplicante—. Jack, averigüe quién nos está molestando desde 1947; tiene el Europa XP-7 y el mejor técnico del que disponemos a su entera disposición. Averigüe todo lo que pueda, descubra quién nos viene acosando durante los últimos sesenta años y devuélvale después el Cray a Niles. Dios sabe que lo va a necesitar.
Jack y Everett asintieron con la cabeza y se dieron luego la vuelta para irse.
—Yo también voy a tener que excusarme —dijo Alice—. Hay un pequeño acto de recuerdo al sargento de artillería Campos. Ustedes dos tienen trabajo que hacer, así que no hace falta que vengan. Ya me disculparé yo en su nombre —declaró, y se dirigió también hacia la puerta.
—Jack, ¿puedes esperar un momento? —pidió Lee.
Jack se detuvo y se giró hacia Lee.
—Tenemos un nutrido expediente sobre las actividades de Farbeaux. En algún lugar ha de haber alguna conexión que nos lleve a la gente para la que trabaja. Si no puede encontrar nada, estúdielo y aprenda sus tácticas, porque sospecho que va a aparecer cuando menos lo esperemos. Ese cuaderno que encontró demuestra que está interesado en esto, no sé si a petición de la gente para la que trabaja o movido por su propio interés. Como sabe, usted y el capitán Everett dirigirán el equipo de reconocimiento cuando el platillo aparezca. Niles ya ha ordenado a todos los equipos de seguridad que tenemos destacados en alguna misión que regresen. Si sucede lo peor, los precisaremos a todos, así que esté preparado para eso. Y es mejor que empiece a considerar qué vamos a hacer si… —Lee miró a Ryan, y luego de nuevo a Collins—, si ese animal está suelto.
—Sí, señor —obedeció Collins.
Lee se volvió hacia el joven piloto de la Armada.
—Tenemos mucho de lo que hablar, aunque yo me siento un poco cansado. ¿Puedo comenzar dándole la bienvenida al Grupo Evento, teniente?
—¿Podré volar aquí, senador?
—Creo que podremos arreglarlo, teniente.
Ryan volvió a estrecharle la mano con cierta brusquedad.
—De todas maneras, mis días pilotando Tomcats estaban contados —reflexionó, dándose cuenta de que su tiempo en la Aviación Naval habían llegado a su fin—. Si me está ofreciendo un trabajo, lo acepto, señor. Ahora bien, dígame qué demonios es esto del Grupo Evento.