Centro Evento, puerta Dos, casa de empeños Gold City, Las Vegas
10.00 horas
Estaban a punto de dar las diez de la mañana cuando Collins y Everett salieron a toda prisa del ascensor que conducía a la casa de empeños. Jack echó un vistazo alrededor y pensó en cómo había cambiado todo desde el momento en que había entrado en esa misma tienda el día anterior. Parecía que hubieran pasado meses, y no solo dos vueltas enteras de las manillas del reloj, desde que había accedido a aquel almacén oscuro y lleno de polvo.
Campos, el sargento Mendenhall y otros dos hombres les estaban esperando a la salida del ascensor. Todos iban vestidos de civil, Mendenhall sonreía.
—¿Qué ocurre, sargento? —preguntó el comandante.
—Después de su llegada al centro, apostamos sobre qué personal de seguridad sería nombrado. Me alegro de formar parte de la misión de esta mañana, señor.
—La mañana no ha hecho más que comenzar —contestó Collins, mirando un momento al sargento. Luego se dio la vuelta y le preguntó al viejo marine—: ¿Tiene algo para nosotros, Artillero?
El viejo asintió y extrajo dos grandes sobres de papel de manila. Le dio uno a Collins y otro a Everett. En su interior había una cartera de piel con dos documentos de identidad, una placa y una funda con una pistola Browning de 9 mm con dos cargadores de munición.
—Más vale que sobre que no que falte —sentenció Everett, metiéndose los cargadores en el bolsillo de atrás.
Collins hizo lo mismo y enganchó la funda con la pistola en el cinturón de los vaqueros, debajo de la fina cazadora, en la parte central de la espalda. Luego se quedó mirando la placa que tenía en la mano. Era una estrella con la inscripción «Agente federal de los Estados Unidos». Collins enganchó también a su cinturón la funda de piel con la placa, dejando la estrella a la vista.
—¿Y qué pasa si nos encontramos con agentes de verdad? —preguntó el comandante.
—Iremos a la cárcel por hacernos pasar por agentes federales y rezaremos para que Niles nos libre del marrón —contestó el oficial de la Marina, sonriendo.
—Muy bien, ¿quiénes son los que vienen? —preguntó Collins.
Mendenhall presentó a los otros dos hombres, O'Connell y Gianelli, como soldados de primera clase del cuerpo de marines. El soldado O'Connell tenía un claro acento del sur y no cabía ninguna duda de que Gianelli era de Nueva York.
—Artillero ha solicitado permiso para venir con nosotros. No espera participar en ninguna acción, quizá simplemente vigilar los vehículos. La señora Hamilton dijo que lo dejaba en sus manos —informó Mendenhall bajando el tono de voz—. Si está usted de acuerdo, el especialista de quinta categoría Meyers quedará al cuidado de la tienda.
Collins miró al viejo de arriba abajo. No le convencía del todo la idea, pero el hombre seguía siendo un marine, así que tenía ganado su respeto.
—¿Le apetece tomar un poco el aire, Artillero Campos?
—Hace tiempo que tenía ganas, señor. Estoy harto de cuidar de estos críos y de discutir con los turistas. Todavía soy mucho más capaz que muchos de estos, el día que alguno del Ejército pueda conmigo… —El Artillero vio cómo lo miraba el comandante—. Sí, señor… estoy listo para salir. Conozco bien la ciudad y sé exactamente por dónde debemos ir. Con lo anterior, no me refería a nadie de los aquí presentes, comandante.
—Déjelo ahora que aún está a tiempo, Artillero. Puede venir, pero no se acostumbre demasiado. Usted conoce la zona, así que adelante.
—Sí, señor.
El sargento Mendenhall conducía, Everett ocupaba el asiento del acompañante y O'Connell, el central. Los otros tres hombres, Collins incluido, iban en los asientos traseros. En menos de cinco minutos llegaron a la zona del viejo Strip, donde estaban los casinos más antiguos y famosos de Las Vegas.
—Artillero, vaya a ver si este sitio tiene puerta trasera y quédese vigilando —ordenó Collins mientras bajaban del coche—. Usted vaya con él, Gianelli.
—Sí, señor.
Collins los vio alejarse por la parte de atrás del edificio. A continuación él, Everett, Mendenhall y O'Connell se acercaron a la fachada principal. Una vez allí, entraron sin dudar. Tras una mesa había una mujer con aspecto aburrido que ni siquiera levantó los ojos de la revista People que estaba leyendo; se limitó a hacer un pequeño globo con el chicle que estaba mascando, lo dejó estallar y lo volvió a meter en la boca. Los cuatro hombres subieron por unas largas escaleras que conducían al olor y al ruido que provenía del bar Costa de Marfil.
La sala estaba oscura y era más grande de lo que parecía desde el exterior. Había música puesta, pero el escenario estaba vacío. Una camarera con los pechos grandes y caídos hablaba con un hombre vestido con un traje negro que estaba sentado en un reservado cubierto por hojas de palmera. Cuando vio aparecer a los recién llegados, salió del reservado, agachando la cabeza detrás de los falsos colmillos de elefante y las hojas de palmera. Le dijo algo al oído a la camarera de los pechos al aire y se marchó, desapareciendo por la trastienda del club. La camarera lo vio alejarse, luego puso la bandeja sobre la mesa y salió por una puerta cubierta por una cortina que había a la izquierda. Volvió a mirar hacia donde estaban Collins y Everett mientras echaba la tela de la cortina.
Al cabo de unos minutos, acompañado por los compases de Noches de blanco satén, de Moody Blues, un hombre con un peinado similar al de Elvis en los setenta salió por la puerta cubierta por la cortina y se dirigió hacia los cuatro hombres.
—¿Puedo ayudarles en algo, caballeros? —preguntó en voz alta, por encima del rumor de la música, mostrando sus sucios dientes al sonreír y moviendo los hombros igual que si estuviera calentando.
Everett sopesó a aquel tipo alto y dolorosamente delgado, y le pareció que no resultaba en absoluto peligroso.
—Estamos buscando a alguien —dijo Collins, adelantándose un poco al tiempo que observaba el pequeño bulto que el hombre llevaba debajo de la chaqueta. Era evidente que iba armado.
—¿Y sabes el nombre de ese alguien, poli? —preguntó el tipo, relacionándolos inmediatamente con las fuerzas del orden.
Collins no dijo nada y se quedó mirando al propietario del club. Después, sacó una foto de tamaño carné que Mendenhall le había dado antes en el coche. En la foto aparecía Reese, era la misma que le habían tomado el año pasado para la documentación del Grupo Evento.
—Se llama Reese, es posible que pasara por aquí anoche o esta mañana muy temprano —dijo muy serio Collins.
Elvis se encogió de hombros y se puso un palillo en la boca con gesto desdeñoso.
—¿Tío, tú sabes la cantidad de gente que pasa por aquí al día? —dijo observando a los tres hombres que acompañaban a Collins.
El comandante echó un vistazo al club vacío y sonrió, mientras la cautivadora melodía de Moody Blues seguía sonando para nadie.
—Sí, debe de ser muy jodido fijarse en alguien con la cantidad de gente que hay aquí.
El imitador de Elvis sonrió y miró al suelo sin mediar palabra.
—¿Le importa si echamos un vistazo? —preguntó Everett.
—Si no tenéis una orden, ni pensarlo —dijo Elvis, levantando la vista y con el gesto serio.
—Hemos pagado por una consumición —dijo Everett con una sonrisa—, ¿no podemos echar un vistacito de nada, por favor? —Hizo un gesto de algo muy pequeño, juntando los dedos pulgar e índice.
—Que te den, poli.
Los cuatro soldados intercambiaron miradas cómplices. El hombre se percató del gesto y eso le puso algo nervioso. Collins pasó por su lado sin que Elvis se diera cuenta y avanzó hacia el interior del club.
—Eh, gilipollas —empezó a protestar, justo antes de notar cómo una mano se colaba bajo su chaqueta y sacaba hábilmente la pistola de la funda escondida—. Eh, tengo un permiso para llevarla.
Everett presionó el seguro y sacó el cargador de munición, luego giró el arma y dejó que las balas cayeran al suelo.
—No lo dudo, a lo mejor te parece una tontería, pero no me gusta nada mezclar Elvis y armas de fuego —dijo Carl.
Collins se acercó al escenario, contemplando la decoración barata del club. Pasó el dedo por la capa de polvo que cubría las tablas; de pronto la oscura sala se llenó de los fogonazos y detonaciones que provocaban las armas de fuego. Collins se echó al suelo y se arrastró por el borde del escenario. Sacó el arma y apuntó al lugar de donde pensaba que provenían los disparos. El ruido se fue apagando en el salón vacío. Se oyeron dos detonaciones más y esta vez pudo ver el resplandor. Procedía de la misma cortina por la que la mujer había desaparecido antes. Collins rodó por el suelo, aunque sabía que los disparos no lo tenían a él como objetivo.
—¿Han alcanzado a alguien? —les gritó a sus hombres, con la pistola y la vista fijas en la cortina.
—Estamos bien, pero a Elvis le han acertado en la cabeza —gritó Everett.
—Mierda. Detrás de esa cortina ha de haber una puerta, los disparos venían de ahí.
—Ve tú delante, nosotros te cubrimos —gritó Everett, apoyado sobre una rodilla y con el arma apuntando a la desgastada cortina.
Mendenhall caminaba agachado hacia donde estaba el comandante, cubriéndose entre los reservados. Everett y O'Connell se pusieron de pie al mismo tiempo y echaron a correr a un lado de la cortina con las armas preparadas. Everett asintió con la cabeza y Collins echó a correr hacia la cortina y se puso de rodillas. En ese momento, se escucharon tres rápidos disparos que parecían sonar a cierta distancia de allí. Los dos hombres se miraron, y Collins señaló hacia la puerta y luego hacia abajo.
Everett pronunció la palabra «sótano» para que O'Connell le leyera los labios.
De pronto la música dejó de sonar en la gramola. Se quedaron mirando al sargento de raza negra; este dejó caer el cable que había arrancado de la pared. Se quedó allí quieto, en medio de los dos oficiales, apuntando con su arma a la cortina.
Volvieron a oírse más disparos, el eco resonó hasta ir amortiguándose, aumentar después un instante y desaparecer.
Farbeaux estaba furioso. Era evidente que el imbécil que había enviado arriba desde el sótano para ver qué pasaba con la visita se había puesto nervioso y había empezado a disparar. No le gustaba tener que admitirlo, pero se había acostumbrado a la profesionalidad con que funcionaban los Black Team de la compañía, no como estos matones que tenía contratado el club. Estaba esperando tranquilamente a que ese idiota incompetente reapareciera para poder dispararle. Con un rápido movimiento, se giró hacia los otros dos que estaban de pie junto a la mesa y descargó dos ráfagas sobre ellos al mismo tiempo que el que estaba más cerca sacaba el arma y disparaba. El francés se salvó por medio metro, pero Reese corrió peor suerte y una bala le dio en la cabeza.
—Lo siento, señor Reese, me temo que debido a las circunstancias no podré cumplir mi promesa —dijo mientras se dirigía a la puerta que llevaba al callejón trasero.
Al abrir la puerta, vio varias cosas a la vez. La primera fue un hombre de avanzada edad que caminaba hacia él mientras se llevaba la mano atrás y trataba de sacar algo, probablemente un arma. La segunda fue, según supuso Farbeaux, el compañero más joven que estaba de espaldas observando la llegada de tres hombres vestidos de negro que venían del aparcamiento. Los hombres ya habían desenfundado y estaban empezando a abrir fuego, con lo que el hombre más joven se echó al suelo y, rodando sobre sí mismo, se metió debajo de un coche. Los tres hombres apuntaron luego en dirección a Artillero. El viejo se giró al oír los disparos, luego sus brazos se sacudieron y cayó al suelo al mismo tiempo que Farbeaux abría fuego con su pistola con silenciador y obligaba a los Hombres de Negro a ponerse a cubierto. El francés se acercó al hombre en el suelo y vio que le habían dado en el pecho. Disparó un par de veces más contra los tres Hombres de Negro, al tiempo que aprovechaba para salir corriendo.
Gianelli se había puesto de pie y abrió fuego contra los hombres que estaban a cubierto detrás de los coches aparcados. Estos dispararon a su vez y echaron a correr por el callejón persiguiendo al hombre que huía y que Gianelli había visto salir del club; entonces fue cuando el marine se dio cuenta de que habían abatido a Artillero.
—¡Vamos! —exclamó Collins.
Él fue el primero en pasar al otro lado de la cortina, seguido por Everett. Salieron a lo alto de una escalera que descendía a lo que debía de ser el sótano. Las paredes estaban desconchadas y parecía que la escalera apenas se usaba. Collins, Everett y O'Connell empezaron a bajar. Mendenhall se colocó en lo alto con su pistola de 9 mm apuntando hacia el interior del club.
Un minuto después, un minuto larguísimo de escalones de madera que crujían, Collins llegó al suelo de cemento. La única puerta estaba a metro y medio de él. Sabía que era un blanco fácil para cualquiera que quisiese disparar un par de ráfagas desde el otro lado, pero la situación no le dejaba otra opción. Miró a Everett, que estaba detrás de él. Los dos avanzaron y se colocaron a ambos lados de la puerta. El comandante señaló con el dedo a Everett y después hacia arriba, para que tomara esa dirección, y luego a sí mismo y hacia abajo. Era una maniobra policial clásica que había aprendido en el adiestramiento antiterrorista en Fort Bragg. El teniente abriría la puerta de una patada, seguidamente Collins se tiraría por el suelo y giraría con el arma hacia arriba apuntando a cualquier cosa que hubiera delante de la puerta. A continuación, Everett se asomaría por arriba. En teoría, de esa manera las posibilidades de que resultaran heridos eran muy bajas, y por eso esta técnica es utilizada por policías y militares de todo el mundo.
Lo que Collins vio después de rodar por el suelo fue cuanto menos extraño. La camarera con los pechos al aire que había antes arriba estaba allí muerta, apoyada contra un hombre que se había desplomado contra la pared y que tenía un disparo entre los dos ojos. Una bala perdida le había alcanzado mientras intentaba seguir los pasos de Farbeaux y salir al callejón. Un pequeño reguero de sangre le corría por en medio de los dos pechos caídos.
—Dios mío, comandante, ¿qué coño ha pasado aquí? —se lamentó Everett en voz baja.
Collins no dijo nada; se quedó mirando el cuerpo de Robert Reese, sentado aún sobre la silla giratoria en la que había muerto. Una de las mangas de la camisa blanca estaba subida hacia arriba, así que era bastante probable que le hubieran suministrado algún tipo de droga.
—¡Dios! —exclamó Mendenhall cuando entró en la habitación pasando por detrás de Everett.
Collins hizo un gesto de que guardaran silencio y miro a los dos hombres que estaban tirados en el suelo, alrededor de la mesa de jugar a las cartas. Pudo ver que los habían despachado a muy corta distancia. Jack vio entonces el cuaderno en el suelo lleno de sangre y enseguida se dio cuenta de que estaba lleno de anotaciones sobre el Evento de ayer, escritas con buena letra, tomadas sin prisa. Frunció el ceño al descubrir unas notas sobre la operación Salvia Purpúrea rodeadas de signos de interrogación.
De pronto, se vislumbró una figura al otro lado de la puerta y Jack levantó el arma.
—Comandante —pronunció una voz que le resultaba familiar, y que resonó un poco en los muros del sótano.
—¿O'Connell? —dijo Everett, con la pistola apuntando hacia la puerta.
—Sí, señor —contestó el marine. Los demás vieron cómo O'Connell, llevando a Gianelli, que parecía gravemente herido, cruzó la puerta tambaleándose. Everett y Mendenhall bajaron las armas y lo ayudaron a sujetar a Gianelli mientras Collins cubría todo el movimiento.
—¿Qué demonios…? —susurró Collins.
—Me ha dicho que Artillero está muy grave. —O'Connell decía todo esto mientras apretaba los dientes por el esfuerzo de mantener erguido a su compañero—. Lo he encontrado cuando fui por delante hacia el lugar del que venían los disparos.
Collins hizo un gesto con la cabeza a Everett y a Mendenhall para que salieran a ver qué pasaba fuera.
—Informe, Gianelli. ¿Contra qué nos enfrentamos? —preguntó Collins, agachándose un poco para estar a la misma altura que el herido.
—Un hombre… salió corriendo… del edificio… —farfulló Gianelli, conteniendo la respiración—. Los otros le tendieron… una emboscada… a él… y a nosotros… Nos atacaron… por la espalda. Le dieron a Artillero, pero le disparaban al tipo que salió… corriendo del club.
Collins miró a su alrededor y descubrió los monitores de vídeo. En aquel que mostraba en blanco y negro la parte trasera del edificio, vio salir a Everett hacia la zona donde daba el sol y desaparecer luego del plano seguido por el sargento.
—Vamos, hijo, larguémonos de aquí —dijo Collins, ayudando al joven marine a levantarse.
Jack cargó con casi todo el peso del herido mientras los tres salían hacia fuera. Cuando atravesaron la puerta trasera, Mendenhall estaba de rodillas, agachado al lado de Artillero, presionándole el pecho. Intentaba detener la hemorragia que estaba dejando sin vida al viejo marine. La pistola del sargento de artillería estaba aún metida entre su cinturón y su camisa. Everett estaba arrodillado a su lado.
—Aguanta, Artillero, te conseguiremos ayuda.
Artillero respiró profundamente mientras se oían unas sirenas a lo lejos.
—Entra y saca a Reese, no nos vamos a dejar a nadie —ordenó Collins a O'Connell.
Mendenhall dejó de mirar a Collins y volvió la vista al jadeante sargento de artillería. De las comisuras de los labios le salía la sangre a borbotones. Mendenhall no sabía qué hacer y no pudo reprimir una lágrima de impotencia.
—¡Coge la cinta que hay en la grabadora encima de la mesa! —le gritó Collins a O'Connell. El soldado levanto la mano derecha sin girarse, dando a entender que había recibido la orden mientras corría hacia la puerta trasera.
Everett se puso de pie.
—Quiere hablar con usted, comandante —dijo mirando todavía al sargento de artillería. Luego extendió los brazos hacia el soldado herido.
Collins le pasó con cuidado a Gianelli.
—Llévelo al coche, capitán.
—Sí, señor —contestó Everett.
Collins se agachó junto al cuerpo inmóvil del sargento de artillería Lyle Campos.
—Lo siento, comandante —susurró el sargento—. Me cogieron desprevenido.
—Nos pasa a todos, Artillero.
Mendenhall se dio la vuelta.
El marine negó con la cabeza.
—No hay excusa que valga… estoy demasiado viejo para jugar a hacer de soldado.
—Comandante —susurró Artillero mientras sus ojos empezaban a vagar del hombro derecho del comandante hacia el azul del cielo—, los hombres que me han matado, creo que disparaban… al francés…
Collins se acercó aún más.
—¿Al francés?
—Fa… Farbeaux… encajaba… con la descripción… —Campos tosió, la sangre cayó sobre el pecho de la camisa. Sus ojos lo enfocaron durante un momento—. Lo siento, le dejé escapar. Les disparó a esos cabrones… que me… han matado… —dijo Campos, justo antes de morir, con los ojos fijos en el cielo sin nubes.
Jack cerró los ojos del Artillero. A su mente acudieron recuerdos de otras operaciones malogradas. Poco después de decirle al senador que no volvería a formar parte de misiones poco planificadas, allí estaba, sosteniendo en sus brazos a otro soldado muerto. Movió la cabeza intentando dejar de pensar.
Escuchó a O'Connell salir del club, el sargento Mendenhall acudió a ayudarlo con Reese. Collins se puso de pie y se quedó mirando al joven soldado que traía el cadáver del informático. La camisa hawaiana de color amarillo del marine estaba empapada de sangre de Reese, al igual que la cinta de vídeo que llevaba en la mano. Mendenhall metió el cuerpo en el asiento trasero mientras Everett ponía en marcha el coche.
—Será mejor que nos larguemos, señor, parece que toda la policía de Las Vegas está de camino.
Collins se agachó en silencio, tomó en sus brazos, como si fuera un niño, al viejo sargento de artillería, y lo introdujo en el coche.
Jack Collins sabía ahora por qué necesitaban a alguien como él en el Grupo Evento. Sus adversarios no eran meros mercenarios, eran profesionales adiestrados y dotados de importantes efectivos. Era posible que Henri Farbeaux no trabajase para el gobierno francés, pero una cosa era segura: si tenía un local como este en una de las ciudades más seguras del mundo es porque no trabajaba solo, y fueran quienes fueran las personas que lo contrataban, estaba claro que tenían tanto interés por hacerse con ese platillo como lo tenía el Grupo Evento.
El andén estaba lleno de gente, se había extendido el rumor de que un equipo volvía con bajas. Collins sostenía en brazos el cuerpo sin vida del sargento de artillería Campos cuando el brillante monorraíl llegó a la zona de carga y descarga.
Everett encabezaba el grupo y transportaba al soldado Gianelli con movimientos delicados y ágiles. Los técnicos de emergencias sanitarias empezaron a tratar al muchacho en cuanto lo colocaron sobre la camilla. El soldado O'Connell fue caminando al lado de su amigo, hablándole suavemente mientras lo conducían hacia el ascensor.
El resto de la gente que había en el andén se apartó a un lado mientras Collins levantaba el cuerpo del viejo marine y lo dejaba en manos de los encargados de llevárselo. Se produjo un silencio casi surrealista mientras el comandante miraba los rostros de unos hombres y unas mujeres a los que apenas conocía. Luego se agachó y, con la ayuda de Everett, levantaron el cuerpo sin vida de Reese. Se lo dieron a los técnicos de emergencias, luego salieron del vagón. Collins sintió que su chaqueta de nailon estaba empapada por la sangre de Reese y de Campos. Le llegó el olor cobrizo que, antes de aquel día espantoso, había percibido cientos de veces en campos y ciudades de todo el mundo, pero nunca aquí, en las calles de su propio país.
Jack se quedó mirando a Everett, que hablaba en voz baja con una mujer que parecía ser la encargada de comunicaciones Willing. Junto a ella se encontraba Sarah McIntire, que seguía con la mirada el cuerpo del sargento artillero hasta que lo depositaron en una camilla, junto a otra en la que estaba Robert Reese. Luego cubrieron los dos cuerpos con una sábana de color rojo y se los llevaron.
Sarah miró a Collins, dudó por un momento y luego, reuniendo fuerzas, se acercó hacia él. Iba vestida con el mono azul de trabajo, y llevaba el pelo recogido debajo de una gorra del equipo de geología. Debajo de uno de los brazos llevaba unos cuantos libros.
—¿Está usted bien, comandante? —dijo, mirando su cuerpo cubierto de sangre.
Collins se quedó mirando a Sarah, luego miró a lo lejos y volvió a mirarla a los ojos.
—He tenido momentos mejores, especialista.
Ella miró a Lisa, que había acabado de hablar con Everett y que la observaba con gesto sorprendido. Incluso Carl miraba hacia ellos al tiempo que levantaba una ceja.
—¿Lo han herido? Está completamente cubierto de sangre.
Collins siguió mirándola, luego bajó la vista a su chaqueta y pantalón.
—No, no es mía. ¿Por qué está todo el mundo aquí?
Sarah miró alrededor y luego otra vez al comandante, que parecía contrariado.
—Se ha corrido la voz muy deprisa, y por si acaso lo está pensando, no es que la gente aquí sea morbosa, es que todos conocíamos a Artillero y le teníamos mucho afecto. Formaba parte de esto desde hacía mucho tiempo. Esta es una organización pequeña y muy unida. Todo el mundo se conoce.
Collins se quedó mirándola un momento, sus fuertes rasgos dejaban entrever una sombra de tristeza. Luego se dio la vuelta y se fue.
Sarah lo vio marcharse, se llevó los libros al pecho y respiró profundamente. Everett y Lisa fueron donde ella estaba.
—¿Cómo está el comandante? —preguntó Lisa.
Sarah hizo un gesto de enfado con la cabeza y miró a Carl.
—¿Acaso se cree que está por encima de los demás y que eso le da derecho a no sentir nada por los hombres a su cargo?
Everett vio cómo se cerraban las puertas del ascensor.
—No, Sarah, es un hombre como todos los demás, pero también es un soldado que ha visto mucha mierda y que lo que quiere es que la gente a su cargo vuelva a casa por la noche.
Sarah se giró y fijó la mirada durante un buen rato en el vagón manchado de sangre, antes de ir detrás de Carl y Lisa, que estaban esperando a que el próximo ascensor los llevara de vuelta al complejo.
Jack se había lavado y se había puesto un mono de trabajo limpio. Había lanzado la ropa de civil a un cubo de basura que tenía junto a la mesa y después había metido un periódico entero. Quería perder de vista la ropa aún manchada con la sangre de Artillero Campos. Se miró en el espejo y se frotó la cabeza con la mano. Estaba como atontado. Como siempre le pasaba, se sentía culpable por no haber sido él el que hubiera perdido la vida en la misión. Sus pensamientos fueron interrumpidos por alguien que llamó a la puerta.
—Sí —dijo, un poco más alto de lo que pretendía.
—Comandante, soy Niles, ¿tiene un minuto?
Jack se pasó una mano por el oscuro pelo, recorrió los pocos pasos que había hasta la puerta, que le parecieron como diez manzanas de casas, y abrió.
—¿Qué ocurre, doctor?
—Comandante, ha de venir conmigo. El senador quiere que sea usted el que se lo cuente.
Jack vio que Niles tenía aún peor aspecto que por la mañana.
—¿Han encontrado el lugar donde se ha estrellado?
Niles echó un vistazo a su alrededor, comprobó que no había nadie en el pasillo y volvió a mirar a Jack.
—No, todavía no, pero ahora sé por qué es tan importante que lo encontremos, y eso es lo que el senador le quiere explicar. Quiere que yo esté presente, aunque ya he leído el expediente. Quizá le explique la razón por la que este asunto pueda llegar a costar tantas vidas. Maldita sea, quizá debería haberlo sabido desde el principio, pero como va a ver, Jack, nunca había sucedido algo así, y no hay reglas escritas para gestionar una cosa parecida.
—¿A qué expediente se refiere?
—Al expediente que contiene los informes sobre lo que realmente ocurrió en Roswell. Por favor, dese prisa, comandante. —Compton se dio la vuelta y se fue. Cuando no había recorrido diez pasos, se volvió y le pidió de nuevo—: Dese prisa, comandante.
Cinco minutos más tarde, Collins se encontraba en el espacioso despacho del director, en compañía de Niles, Alice y el senador.
—Gracias por venir. Intentaré explicarle esto lo más rápido posible —dijo el senador—. Antes de que pongan en funcionamiento el Europa para perseguir al francés y a la gente que lo contrata, creo que ha llegado el momento de que sepa contra qué nos podemos estar enfrentando. Al grupo no le he contado todo lo que sucedió en 1947, pero ahora es necesario que usted lo sepa, porque la situación se está agravando progresivamente. Siempre he temido que esto pudiera suceder. Y la extrema violencia con la que han actuado esta mañana contra su equipo me hace pensar que la situación aún puede empeorar.
Jack miró al viejo, después a Niles y a continuación tomó asiento. El senador empezó a hablar.