Capítulo 10


Montañas de la Superstición, Arizona

8 de julio, 5.30 horas

Gus había caminado como en sueños desde que había oído los sonidos de la noche anterior. Se detuvo, se quitó el pañuelo empapado de sudor y echó un vistazo alrededor. Caminaba por una vieja ruta que no había usado desde 1964, más o menos; no podía recordar el año exacto porque su mente estaba extremadamente dispersa. Se imaginaba que su cabeza era como un delco en que todos los cables estuvieran mal colocados. Había una pendiente considerable y las piedras de antiguas avalanchas mantenían alejados a la mayoría de los buscadores de oro, temerosos de que alguna de aquellas rocas, más grandes que una casa, pudiera caerles encima.

El viejo se colocó bien el sombrero y se quedó pensando por un momento en la situación. ¿Dónde estaba Buck? El sol empezaba a salir por entre las montañas y se llevaba las últimas ráfagas de aire nocturno. Intentó convencerse de que lo que tenía que hacer era alejarse de aquella montaña y encontrar a Buck para así por lo menos poder prepararse un café y tomar una galleta o dos. Llegó a dar un par de pasos de vuelta hacia abajo, pero el sollozo le asomó de nuevo a la mente. Era el llanto de un niño: en ese instante recordó cuál era la causa de que estuviera subiendo por aquella senda. Algún muchacho se había perdido y tenía que intentar encontrarlo. Era su deber sacar a ese crío o a esa cría del apuro en el que se había metido.

El llanto duró en esta ocasión unos tres minutos antes de extinguirse. El viejo buscador se detuvo, ahora estaba más despierto que las otras veces en que había escuchado esos extraños sonidos en su cabeza. Esta vez, a diferencia de las otras, se dio cuenta de que le asaltaba otro sentimiento además de la tristeza. Cada vez que miraba aquella senda que subía, había algo que le asustaba más de lo que le hubiera asustado nunca nada en la vida.

—¿Qué demonios te pasa? —se preguntó en voz alta, mirando alrededor con la sensación de que algo lo acechaba, oculto detrás de una de las grandes rocas de granito que había a los lados del sendero.

De pronto, le embargó un profundo abatimiento, como si un ladrillo le hubiera golpeado en la cabeza, y se sintió perdido y asustado. Gus miró alrededor pero nada le pareció ya igual que antes. Las rocas le parecían extrañas, el polvo bajo sus botas, desconocido. Abrió los ojos todo lo que pudo buscando algo que le fuera familiar. Se quedó mirando el oscuro cielo purpúreo de la mañana y el sol que empezaba a asomarse. Esto lo aterrorizó aún más. Dios Santo, qué le estaba pasando. Era como si todas las cosas de la naturaleza le resultaran extrañas y ajenas.

Gus se dio la vuelta y continuó la ascensión. Pasara lo que pasara, sabía que no podía quedarse allí esperando. Alguien o algo lo estaba llamando, no tenía dudas al respecto, y aunque no entendía cómo o por qué lo sabía, sabía que era urgente que le prestara su ayuda. Mientras ascendía, una extraña frase le vino a la cabeza, y empezó a repetirse una y otra vez, confundiéndolo todavía más: El Destructor anda suelto.

El viejo minero movió la cabeza hacia los lados intentando deshacerse de esos pensamientos.

—Destructor —dijo Gus mirando hacia el sol que salía y cuya presencia nunca le había resultado tan reconfortante, ya que la palabra que se le repetía una y otra vez en la cabeza parecía arrojar un sentimiento de oscuridad sobre todo su ser.

Las Vegas, Nevada

8 de julio, 6.15 horas

Robert Reese intentaba con todas sus fuerzas contener la vejiga. Tenía los ojos apretados y los dientes le rechinaban; habían pasado cinco largos y espantosos minutos desde que les había rogado y suplicado que le dejaran ir a orinar. Los tres hombres del club, a los que Reese había visto ya en otras ocasiones, lo habían mirado sin decir nada y habían seguido jugando la misma partida de cartas que llevaban jugando toda la noche. En las ocho horas que llevaba allí no había vuelto a ver al hombre alto y rubio.

—Venga, tíos, tengo que mear, joder —dijo, intentando que no se le escapara ningún gimoteo al hablar.

Uno de los hombres, corpulento y con unas extrañas cejas, se quedó mirándolo, escupió el palillo que tenía entre los dientes al lado de donde estaba Reese y dijo:

—Tienes que mear, tienes que mear… ¿y qué quieres, que vaya y te la aguante? —soltó con desprecio.

Reese notó que su vejiga se aflojaba. Pensó que sería capaz de controlarla para dejar escapar un poco la presión, pero una vez el hilillo de orina mojó el calzoncillo y la entrepierna, su vejiga ya no entendió cuál era el plan y se relajó completamente, empapándolo todo.

—¿Qué coño es esto? —preguntó el tipo de antes al tiempo que se ponía de pie y apartaba la silla.

—No me podía aguantar más —dijo Reese, mientras sentía que le invadía una rabia inmensa. Maldita sea, pensó, alguien está cometiendo un error de la hostia. Está claro que me han confundido con otro. No tratarían así a un efectivo tan valioso como un supervisor del Grupo Evento.

El hombre se puso de pie y se situó frente a Reese.

Reese, dejando a un lado la vergüenza, intentó liberarse de las ataduras para poder estrangular a ese hijo de puta. Solo quería que le pagaran por una información que la corporación había solicitado, y en vez de eso se veía metido en un gran embrollo en un lugar que lo estaba acojonando vivo. Aunque la rabia confundía un poco su percepción, vio que el hombre se paraba y que miraba a su espalda. Escuchó pasos en el suelo de cemento, luego alguien le dio unas palmaditas en el hombro.

—Buenos días, señor Reese —lo saludó el mismo hombre con el que había hablado la noche anterior en el club. El otro gorila giró y regresó a la mesa donde jugaban a las cartas.

Reese levantó la vista y reconoció a aquel tipo. Se había cambiado de ropa; llevaba ahora unos vaqueros y una camisa azul con el cuello abotonado.

—Veo que ha sufrido un accidente. Bueno, esas cosas pasan a veces en situaciones como esta.

—¿Qué… qué es lo que quiere? —Reese trataba desesperadamente de parecer indignado, pero su voz sonaba suplicante y llorosa.

El hombre sonrió y le ofreció consuelo otra vez con unas palmaditas en el hombro, torciendo el gesto; luego volvió a sonreír.

—Señor Reese, quiero muchas cosas de usted, ¿y sabe algo?

Bob Reese miraba fijamente al hombre que había convertido su vida en una pesadilla.

—Va a contarme todo lo que quiero saber —dijo el francés, contestando a su propia pregunta. A continuación, cogió una de las sillas que había junto a la mesa, le dio la vuelta y se sentó al revés, apoyando los brazos en lo alto del respaldo—. Al principio será difícil porque pensará que puede resistir. Se dirá a sí mismo: «Soy un hombre, debería ser capaz de resistir esto», pero al final… —El francés miró la mancha de orina en el pantalón del prisionero. Al final me dirá lo que quiero saber. Farbeaux sacó del bolsillo un pequeño cuaderno de notas. Lo abrió y pasó algunas páginas—. Lo que quiero saber es por qué el Grupo está tan interesado en ese extraño fenómeno. Es por una cuestión de tecnología, ¿no?

—Debe de haber un error, siempre les he dado la mejor información. Sus superiores se van a enfadar cuando sepan que me han tratado así.

—Para empezar, señor Reese, será mejor que me presente. No me llamo Tallman, soy el coronel Henri Farbeaux. ¿Le resulta familiar mi nombre?

Una sensación gélida se apoderó de Reese en cuanto escuchó aquel apellido y pudo sentir que la sangre se le escapaba del rostro.

El francés sonrió y dio unas palmaditas en la pierna derecha de Reese, luego levantó los dedos y los frotó, notando la humedad. A continuación, sonrió y los pasó sobre la camisa del prisionero.

—Para empezar el programa de fiestas matinal, señor Reese, hábleme de ese incidente que tuvo lugar ayer, pero hágalo con más detalle que anoche. —Farbeaux se detuvo un momento para encenderse un cigarrillo y echó el humo hacia el techo—. Según Nueva York, el director Compton ha declarado una situación de Evento. ¿Tiene esto algo que ver con los hombres que desaparecieron en 1947? Pero no nos vayamos tan lejos, mejor empecemos con ese platillo volante, ¿de acuerdo? —dijo Farbeaux, consciente de que Hendrix sabría ya que su Black Team había desaparecido y de que habría enviado a otro equipo a este lugar. El francés era consciente de que no tenía mucho tiempo.

—Centauro no aprobará que se me haga ningún daño —se apresuró a decir Reese.

Farbeaux sonrió.

—Robert, creo que será mejor que dejemos a la compañía al margen de esto. La información que me vas a dar me la voy a quedar yo para mi uso personal. Además, querido amigo, ellos ya han firmado la orden de acabar con tu vida; para ellos eres ahora un peligro. La única oportunidad que tienes es convencerme de que eres valioso. Como recompensa no tendrás dinero, sino poder seguir viviendo. Vale la pena, ¿verdad?

Farbeaux volvió a dar unas palmaditas en la pierna de Reese, luego sacó un estuche de piel y abrió la cremallera. Dentro había una jeringuilla, que relucía pese a la falta de luz. Rápidamente, con destreza, la introdujo en un frasco; luego, mantuvo la jeringuilla en alto y apretó suavemente el émbolo. Un finísimo chorro de un líquido de color ámbar salió disparado en el aire.

—Empecemos, ¿de acuerdo?