Fort Platt, Arizona
8 de julio, 1.40 horas
Fort Platt se construyó en 1857 y sirvió como base para las patrullas de caballería del Ejército estadounidense destinadas a perseguir a las bandas de apaches lideradas por Jerónimo y Cochise.
El viejo fuerte fue abandonado en 1863, antes de que terminara la guerra civil, y después de que los indios llevaran a cabo uno de los ataques más audaces que se les recuerda y masacraran a sesenta y siete soldados. El constante e implacable viento y las repentinas tormentas del sudoeste de los Estados Unidos habían dejado el fuerte en el lamentable estado en el que se encontraba en la actualidad. Los muros de adobe, desgastados por la erosión, silbaban canciones de fantasmas provocadas por el viento que soplaba a través de los destruidos cimientos. La, una vez cuidadísima, plaza de armas era ahora una hondonada polvorienta que servía de refugio a monstruos de Gila y serpientes de cascabel.
Un siglo más tarde, un grupo de nómadas modernos provenientes de Los Ángeles volvían a ocupar el fuerte.
La botella de cerveza pasó rozando la cabeza de Jessie. Se había agachado en el último momento al ver el resplandor del vidrio sobre la luz de la hoguera que habían encendido. Aunque no le acertó, fragmentos de cristales y cerveza cayeron sobre él después de que la botella explotara contra los viejos cimientos de adobe.
—¡Eh, hijo de puta! —gritó—. Casi me arrancas la cabeza.
—¿Qué coño haces ahí? ¿No somos lo bastante buenos para que estés de fiesta con nosotros o qué? —preguntó un gigante barbudo desde el sitio donde estaba tumbado.
Los demás estaban tirados alrededor del fuego, bebiendo junto a sus motos. Las pocas chicas que habían recogido durante el trayecto estaban montadas en su regazo o tumbadas a su lado. Jessie se preguntó por qué había emprendido este viaje. Los tipos con los que hacía estas largas escapadas de fin de semana no le acababan de gustar, pero no se podía negar a estas ofertas de animación que le llegaban una vez cada mes. La parpadeante luz de las llamas iluminaba las siluetas de los «aspirantes a motoristas», tal y como él los llamaba.
Jessie se aproximó hasta la hoguera, se puso de rodillas, acercó las manos a las llamas y las frotó.
—Me he quedado pensando lo raro que es este sitio —dijo mirando los viejos muros de adobe—. No sé, tío, piénsalo, los que vinieron aquí a perseguir a esos apaches debían de ser unos hijos de puta de la hostia.
El grandullón abrió otra cerveza mientras miraba a Jesse.
—Seguro que no eran tan hijos de puta como yo —dijo en tono bravucón, golpeando con la cerveza contra su chaleco Levi's y derramándola por encima de sí mismo y del tipo que tenía tumbado al lado.
Jesse hizo un gesto de hartazgo con la cabeza. De los quince que había alrededor del fuego, con el que más odiaba hablar era con Frank. Intentar intercambiar alguna palabra con él sobre cualquier historia era como intentar convencer a un perro de que en realidad no es un perro. Cada vez que hablaba con él se imaginaba que veía cómo su marcador de coeficiente intelectual iba bajando.
—Yo entiendo a lo que te refieres —dijo una de las chicas. Era una de las pocas que habían recogido en Phoenix—. He vivido toda mi vida en Arizona y te puedo decir que aquí hay alguna movida muy rara.
—¿Qué sabrás tú lo que es raro? —bramó Frank, dándole una patada en la pierna a la chica.
—Estoy aquí con gente como tú, ¿no? —dijo ella, propinándole una palmada en el culo y continuando después con la historia—: Cosas extrañas relacionadas con los indios y así. La gente dice que el desierto está encantado. Mi padre decía que en este lugar murieron muchos colonos y soldados, y que de noche, cuando todo se halla en calma y en silencio, aún se les puede oír gritar. —Bajó el tono de voz, como compartiendo un gran secreto—. Hay muchos cadáveres enterrados justo debajo de nosotros. —Dio unas patadas en el suelo—. Y ahí también —dijo volviéndose hacia donde estaba Frank—. Pero ¿qué vais a saber unos capullos de Los Ángeles de todo esto?
—¿Y por qué se dice que hay fantasmas aquí? —preguntó Jessie, mirando a los alrededores, donde no llegaba ninguna luz.
La chica se puso contenta al ver que alguien le hacía caso, así que se incorporó y se puso a su lado en cuclillas cerca del fuego. Se fijó mejor en él y lo que vio le gustó.
—Pues porque el Ejército tenía tropas en este lugar en el que estamos acampados, y mi padre decía que de noche se podía escuchar a los caballos relinchar y a los hombres haciendo guardia. Una vez que acampó aquí cerca, en los años setenta, él y sus amigos escucharon el sonido de unos caballos y de hombres gritando y chillando mientras cabalgaban; según mi padre, aquí no había nadie más que ellos.
El hombre miró otra vez a la oscuridad que lo rodeaba.
—¿En serio?
—Sí, eso es lo que me contó mi padre.
—¿Y te dijo también que eras una idiota? —dijo Frank, poniéndose de pie tan bruscamente que la chica que se había quedado dormida en su regazo se estampó contra el suelo.
—Déjalo estar, Frank, ¿quieres? —dijo la chica, frotándose la cabeza.
—¿Vas a tragarte esa mierda, Jessie? ¿Alguno de vosotros se lo va a creer? preguntó Frank, alejándose de las viejas ruinas de adobe mientras se desabrochaba el pantalón.
—Ya podía aparecer un fantasma y joder a ese capullo —susurró la chica.
—No tendremos esa suerte —murmuró Jessie, y los dos se rieron.
Frank se quedó mirando las estrellas al entrar en la zona donde no llegaba la luz, luego miró al suelo. Se arrepentía de haber hecho este viaje. No estaba saliendo tal y como él se esperaba. Solo quedaba un día para volver otra vez al concesionario de Chevrolet en Pasadena. A cambiar el aceite, echar lubricante y a que se la chupara esa novia con el culo gordo que tenía. Se suponía que los viajes en moto tenían que ser un no parar de jaleo y folleteo. Joder, lo único que se habían encontrado en este viaje había sido seis guarras medio tontas de un bar de Phoenix, cerveza caliente y una montaña de aburrimiento.
Se detuvo en medio de la oscuridad y acabó de desabrocharse el último botón del pantalón. Joder, no hay forma de encontrar nada de emoción en este puto país, pensó. Mientras meaba, concentrándose en no salpicar sus nuevas botas de motorista, la luz de la luna le permitió ver cómo diez metros delante de él una nube de polvo se elevaba en el aire. El grandullón se asustó, el corazón le latía fuerte en el pecho; luego el firme volvió a quedarse quieto donde estaba. Intentó ver mejor en la oscuridad, luego dejó de prestar atención y meó salpicando sus botas nuevas.
—Dejad de dar por el culo —bramó—, o cuando os pille os voy a dar de hostias —gritó en dirección a la oscuridad.
Volvió a subirse los pantalones y se los abrochó. Empezó a caminar de vuelta, primero mirando hacia el campamento y luego hacia la zona donde el suelo se había movido de esa forma tan rara. Respiró profundamente para tranquilizarse y poder regresar hacia la hoguera.
La arena apelmazada y el polvo volvieron a saltar por el aire, pero ahora un par de metros más cerca. Se quedó paralizado haciendo todo lo posible por ver algo. Esta vez la arena no volvió a caer sino que arremetió contra él como si fuera una ola generada por un barco. El polvo arrojado hacia los lados alcanzó una altura de entre tres y cinco metros desde el suelo. Ahora podía sentir cómo la tierra se separaba entre sus botas, que estaban totalmente mojadas. Gritó, se dio la vuelta y echó a correr.
El estallido de tierra desapareció entonces tan rápido como había surgido.
El suelo se abrió bajo sus pies justo cuando estaba a punto de alcanzar el círculo iluminado por el fuego. Intentó desesperadamente agarrarse del borde, pero no lo consiguió, y sus uñas se partieron y se quedaron en carne viva. Cayó contra el fondo con un golpe que le fracturó varios huesos. Bufó de dolor, respiró profundamente y se dispuso a gritar pidiendo ayuda a los que estaban junto al fuego, pero dos gigantescas garras lo atraparon por la cintura, lo cortaron por la mitad e impidieron que pudiera proferir ningún grito. Pese a haber sido aplastado como un tubo de pasta de dientes, su cerebro continuó funcionando, y sus entrañas cayeron sobre el suelo en medio de los ruidos que hacían las costillas al romperse.
Los hombres y mujeres alrededor del fuego no habían hecho caso del amenazante grito de Jack y habían seguido charlando y dándose el lote.
—El desierto me pone siempre nerviosa, a menos que esté con alguien como tú que me pueda proteger —dijo la chica, acercándose aún más a Jessie.
Jessie iba a contestar cuando algo muy grande cayó sobre la hoguera y explotó, con lo que chispas, llamas y brasas salieron disparadas hacia el cielo nocturno lleno de estrellas. El objeto cayó con tanta fuerza que hizo que saltaran las brasas contra aquellos que estaban tumbados junto a sus motos. La noche se llenó de gritos y alaridos, al tiempo que todos intentaban incorporarse y quitarse de encima las brasas.
La chica que hablaba con Jessie fue la primera que lo vio. Esa masa que había sido lanzada contra el fuego era el torso destripado de Frank. La barba y el pelo largo ya se habían deshecho y los ojos se le habían salido de las cuencas: uno colgaba por el lado derecho de la cabeza y el otro sobre la mejilla izquierda. La chica rubia empezó a gritar como gritan las especialistas en las películas.
El terreno alrededor del viejo fuerte empezó a agitarse y resplandecer, iluminado por los restos del fuego a punto de extinguirse.
El polvo alrededor de los muros de adobe empezó a separarse y a hundirse sobre sí mismo a una velocidad imposible de seguir a simple vista. Era como si un niño trazara un gran círculo con un palo y cada vez rascara más rápido, cavando un surco más profundo con cada vuelta. Daba la impresión de que el polvo los iba rodeando. Finalmente consiguieron reaccionar y se abalanzaron sobre sus motocicletas.
Jessie apartó a la chica del fuego, intentando guiarla entre las motos, pero ella tropezó y cayó rodando hacia el lado equivocado. Sus gritos pasaron del miedo a la auténtica angustia al caer sobre una zona cubierta por los restos de la hoguera.
—¡Dios! —gritó Jessie—. ¡Que alguien me ayude! —Pero los demás solo se preocupaban de llegar hasta sus motos.
Uno de los motoristas consiguió arrancar su Harley Davidson y se dirigió hacia un hueco en medio de las paredes de adobe, pero la rueda delantera se hundió en el surco que había en la arena y el tipo salió volando por encima del manillar.
Jessie se arrodilló junto a la chica y comenzó a tirarle encima arena para intentar sofocar el fuego. El resto observaba al compañero que había salido volando de su motocicleta. El tipo de pelo largo estaba empezando a incorporarse cuando el suelo se separó a unos tres metros de donde estaba y algo oculto se abalanzó sobre él. Los demás le gritaron que corriera, pero él se cogía de la rodilla mientras profería improperios. De pronto algo lo atravesó y tiró de él hacia abajo. El tirón fue tan fuerte que los demás pudieron oír cómo se le partía la espalda. Los brazos y piernas se sacudieron en el aire y el cuerpo fue tragado por la tierra. Luego, la espantosa marea de arena y tierra se dirigió hacia los que habían asistido aterrorizados a la muerte de su amigo, y a su paso la parte inferior del muro de adobe salió volando por el aire como si alguien hubiera puesto una carga de dinamita en la base.
Jessie había conseguido sofocar las llamas que envolvían a la chica y no había visto el terrible espectáculo producido más allá de los muros. Ella estaba tumbada en el suelo, gimoteando a causa del dolor y del susto; la totalidad de su cuerpo, antes joven, estaba ahora quemado. Los rizos largos y rubios habían ardido y sobre el cuero cabelludo había algo que parecía una capa de plástico carbonizada. Ella se lo quedó mirando y él hizo un gesto de horror, luego musitó un «Lo siento» y fue corriendo a donde estaba su moto. No era lo bastante valiente como para aguantar todo el espanto que tenía alrededor.
De pronto, el fuego y la chica desaparecieron sin previo aviso. El único rastro de que había habido un fuego fue el humo y unas cuantas brasas elevándose en el aire después de que volviera a abrirse un nuevo surco en la tierra. ¿Qué estaba pasando? ¿Eran cuevas? ¿Pozos pertenecientes a una mina? Debía de ser eso, el suelo estaba cediendo. Por un instante Jessie pensó en los viejos soldados, muertos hacía mucho tiempo, pero entonces la verdadera causa del terror de aquella noche pudo verse por primera vez. Se alzó en el aire delante de él. Polvo, piedras y matojos del desierto cayeron de la espalda blindada mientras se mostraba con toda claridad bajo la luz amarillenta de la reciente luna.
Jessie estaba boquiabierto, sentado en su moto, incapaz de comprender lo que estaba viendo. No fue consciente de nada cuando el animal lo partió por la mitad. En realidad, sintió como si lo golpearan con una almohada muy grande. Justo antes de morir pensó en lo sorprendente que era que sus piernas y sus caderas siguieran sobre la moto, mientras su torso se elevaba en el aire y descendía después, impactando contra el suelo. Las piernas cayeron junto con la motocicleta, y una se quedó atrapada debajo del pesado motor, pero todo fue enseguida reclamado por el nuevo señor del valle.
Unos minutos más tarde, la calma y el silencio volvieron a reinar en el desierto. El viejo fuerte de adobe, utilizado por el Ejército estadounidense para perseguir a los indios renegados, había vuelto a ser testigo de una matanza en ese terreno prohibido de tierra.