Montañas de la Superstición, Arizona
7 de julio, 21.50 horas
Para los afortunados que tienen el tiempo necesario para poder observarlo con tranquilidad, el desierto es un lugar floreciente y lleno de vida, y nunca esa magia es más evidente que durante la noche. Cuando el sol se pone, el baile entre la vida y la muerte comienza con una esplendorosa violencia que los seres humanos apenas somos capaces de imaginar. Esa delicada danza asegura la supervivencia de las especies autóctonas del desierto. Pero a diferencia del día anterior, esa noche el recogido valle aparecía tranquilo y en silencio, después de que todos los animales, confundidos y asustados, lo hubieran abandonado.
Gus se había despertado un par de veces por culpa del ruido de su mulo intentando alejarse del campamento. Parecía que Buck quería largarse, así que, después de que por dos veces tuviera que interrumpir el sueño para traerlo de vuelta, Gus le volvió a poner las riendas y las ató a los restos de un viejo árbol que había al lado del campamento. De haber tenido suficiente cuerda, lo habría maneado. Buck intentaba arrastrar el viejo tronco lejos del campamento. Las patas traseras del mulo se clavaban en la arena al tiempo que trataba de retroceder unos pocos centímetros con cada arremetida. Estiraba con la cabeza casi medio metro, luego cogía fuerza y volvía a estirar.
Gus se sentó y observó al animal que luchaba por escapar. Finalmente se levantó y empezó a enrollar su saco de dormir con la lona alrededor. A continuación, siguió recogiendo el resto de las cosas.
—Llevas razón, muchacho. Tengo tan pocas ganas de estar aquí como tú —dijo mientras juntaba las cosas en el suelo.
Les dio unas cuantas patadas a las brasas que quedaban del fuego y echó por encima el café que había sobrado en el viejo cazo abollado. Buck pareció entender lo que hacía, porque cejó en sus intentos de huir un momento antes de que Gus volviera a colocarle las cosas encima. Cuando se agachó para desatar las riendas del árbol, un penetrante grito surcó la noche. Gus se echó las manos a los oídos, soltó las riendas y cayó de rodillas en el suelo. Buck, al verse libre de ataduras, se levantó sobre sus patas traseras y saltó por encima del viejo minero, cuya cabeza no acabó aplastada por las herradas pezuñas traseras del mulo por cuestión de centímetros.
Gus no sintió el paso del mulo por encima, ni tampoco lo vio perderse galopando en medio de la noche. Tenía puestas todas las fuerzas en apretar lo suficiente las manos contra los oídos para conseguir amortiguar el terrible grito. Pasó de estar de rodillas a caer al suelo boca arriba, rodando sobre las afiladas piedras, dando vueltas sobre sí mismo y lanzando patadas a la arena del dolor. Incapaz de levantarse, se puso boca abajo y, arriesgándose a sentir más dolor, se quitó las manos de los oídos y las apoyó en el suelo para intentar ponerse en pie. Se tambaleó un instante hasta que consiguió orientarse. Cuando volvió a llevar las manos a los oídos, se dio cuenta de que el grito no venía de fuera de su cabeza, sino de dentro. Con los dedos se tocó la nariz y notó la pegajosidad de la sangre. El viejo no podía entonces saberlo, pero el agudo grito le había abierto varios aneurismas del tamaño de un alfiler en la parte exterior del cerebro. La hemorragia se detuvo de pronto, al mismo tiempo que cesaba el penetrante sonido.
Mientras miraba a su alrededor, el silencio le pareció ensordecedor. Gus recordó el fuego de la artillería durante la guerra: cuando paraba, surgía un silencio del que nadie que no lo haya vivido puede dar fe, un silencio que se va convirtiendo luego en un fragor. La única cosa que podía oír o sentir era su propia respiración entrecortada y un corazón que parecía que estuviese a punto de salírsele del pecho.
—¿Qué demonios ha sido eso? —se preguntó en alto, con la voz temblorosa. El desierto, impertérrito, absorbió la pregunta sin ofrecer ninguna respuesta.
Poco a poco fue capaz de controlar la respiración y le pareció oír a Buck rebuznando en la oscuridad no muy lejos del campamento. Miró a su alrededor y acabó por darse cuenta de que el mulo se había ido.
—¡Buck! —gritó.
Pero la única réplica fue el eco de su propia voz proveniente de las montañas que desde lo alto le mostraban su ancestral e indiferente rostro.
Ocho horas después de que el artefacto impactara contra la tierra, en el claro de la montaña, los ligeros y extraños ruidos se mezclaban con la suave brisa nocturna que recorría el valle. Los restos del siniestro estaban esparcidos entre las piedras y las grandes rocas que formaban la montaña. La luz de la luna se reflejaba en algunas piezas; otras, las más oscuras, pasaban completamente inadvertidas a la vista. Algunos pedazos tenían solo unos centímetros, mientras que otros tenían el tamaño de una tienda de campaña. Una enorme cicatriz parecía abrirse en el suelo, allí donde la nave había colisionado contra la tierra. Algunas piezas habían seguido iluminándose después de hacerse pedazos tras el choque. E incluso en determinados restos se escuchaban zumbidos que denotaban que aún intentaban funcionar. Pero un único sonido dominaba ahora todo el lugar, un ruido intermitente que procedía de una estructura en forma de caja que había permanecido intacta tras el choque.
El contenedor tenía tres metros de alto y aproximadamente la misma anchura. En la parte superior había unas pequeñas latas aplastadas de las que se escapaba algo en estado gaseoso que provocaba un potente silbido, ajeno por completo al pequeño valle.
Dentro de la caja metálica algo se movía, de forma casi inapreciable al principio. De pronto, el objeto se balanceó hacia uno de los lados y con el golpe los cilindros que quedaban se soltaron de la caja y cayeron rodando hasta acabar junto a una gran roca. El líquido que desprendieron cubrió la roca, y, poco a poco, la pesada piedra empezó a desintegrarse hasta mezclarse con la arena, sin apenas dejar rastro.
La caja de metal volvió a quedarse quieta, de pronto algo en su interior golpeó el contenedor con tanta fuerza que hizo que el metal se cuarteara como las ondas que perturban un lago en calma.
Alguien estaba observando todo lo que sucedía. Unos oscurísimos y aterrorizados ojos, abiertos de par en par, contemplaban cómo el contenedor seguía agitándose. Los jadeos se escapaban del agujero que el visitante había excavado debajo de una de las grandes rocas que había en el extremo del campo lleno de restos del choque. Estaba tan encorvado que, cada vez que respiraba, pequeñas nubes de polvo salían desprendidas hacia arriba. El pequeño ser sabía que tenía que evitar cualquier espasmo involuntario de su cuerpo malherido. La bestia que había en la jaula era capaz de percibir hasta el más pequeño de los movimientos que se producían en la superficie, así que el superviviente se apretó dentro del agujero todo lo que la roca le permitía, y esperó, ordenándole mentalmente a su cuerpo malherido que no realizara ninguna actividad, aparte de la respiración indispensable.
Cuando había recuperado la conciencia, había gritado y gritado para ver si los de su especie lo escuchaban. Al no recibir respuesta, se había arrastrado dando vueltas por entre los restos hasta llegar al contenedor de metal. Al ver los cilindros rotos y el ácido fractal que se vertía sobre el suelo en vez de sobre la jaula, los ojos habían estado a punto de salírsele de las órbitas.
Aterrorizado, se había alejado a rastras a toda prisa hasta encontrar refugio debajo de la gran roca en la que estaba ahora escondido. El sistema de seguridad había fallado a causa del accidente y no era capaz de iniciar la ejecución. El Destructor estaba despierto; despierto y deseando liberarse de su prisión.
Otra abolladura surgió, esta vez de la parte superior de la jaula. El animal estaba comprobando la resistencia del continente donde estaba preso y dándose cuenta de que no era demasiada. De pronto, la criatura empezó a golpear repetidamente una de las caras, haciendo que esta se cuarteara por completo.
El visitante no pudo evitarlo. Hizo un esfuerzo desesperado por no gritar y consiguió que el grito permaneciera dentro de su cabeza, aunque sin darse cuenta llamó la atención de un viejo buscador de oro montaña abajo.
Del contenedor, debilitado tras el accidente, llegó un sonido chirriante al mismo tiempo que tres garras atravesaban las paredes metálicas de la caja. Se abrieron paso hacia abajo y luego hacia un lado, como si la jaula estuviera elaborada con láminas de papel de aluminio. Una vez hecho el primer agujero, el prisionero empezó a hacer cortes en el contenedor hasta que a través de ellos pudo ver con claridad el cielo nocturno. Lo que quedaba de la jaula se deshizo después como si fuera de papel.
Mientras la luna se ocultaba tras la montaña, el visitante contempló el desdibujado perfil de la bestia y cerró los ojos para acabar de ocultarse. El bramido de la bestia inundó el aire y reverberó valle abajo, rebotando entre los muros hechos de piedra y regresando después. El pequeño ser estuvo a punto de taparse los oídos para poder soportar el terrible sonido que emanaba de la criatura, pero fue capaz de contenerse y mantenerse completamente quieto sin revelar su posición.
Desde una pequeña hornacina de granito, un superviviente de la segunda nave observaba la escena. Los restos del platillo permanecían esparcidos en una parte más alta de la montaña, y la mayoría habían quedado enterrados tras el impacto. Las heridas sufridas por el tripulante no le habían impedido alejarse a un punto más elevado al escuchar los ruidos procedentes de la jaula de metal. Había podido ver cómo el pánico se apoderaba del Verde al escuchar el despertar de la bestia. También había presenciado cómo buscaba refugio. El segundo visitante había estado tentado, a riesgo de poner en peligro su vida, a dar alcance al Verde y matarlo. Pero sabía que la bestia saldría de su cautiverio antes de que él pudiera arrastrar su cuerpo malherido hasta donde se escondía el más pequeño. Sería necesario esperar.
El ser que estaba escondido debajo de la roca sintió la tentación de mirar a su alrededor ahora que volvía a reinar el silencio, pero tenía la certeza de que la bestia seguía allí. Había visto a ese animal en su ambiente natural y sabía que era el mejor cazador del universo conocido. Su instinto de supervivencia no conocía rival.
De pronto, el animal volvió a rugir y desplegó los apéndices blindados que tenía en torno al cuello como si fuera un gallo a punto de comenzar una pelea. El espantoso grito iba dirigido hacia la luna de este nuevo mundo, que se ocultaba tras las montañas. La criatura agitó su enorme cabeza en dirección a la esfera amarillenta. Luego se tranquilizó y observó la zona circundante. Poco a poco fue volviendo en sí y recuperando las fuerzas tras el largo período de hibernación. Agachó los musculosos hombros y aproximó su inmenso cuerpo hacia la tierra cubierta de chatarra, al tiempo que desde el fondo de la garganta generaba unas ondas invisibles enormemente agudas que impactaron contra la arena y las rocas que tenía alrededor. De tan agudo, el sonido era inaudible, pero tenía la potencia suficiente como para alterar la naturaleza del suelo sobre el que la bestia se encontraba. La onda invisible modificó la estructura molecular de la tierra y de las rocas, y en un radio de cinco metros alrededor del animal, el suelo se contoneó como si se tratara de la superficie de un lago. El animal saltó en el aire, cerrando el blindado tocado alrededor de su musculoso cuello y se zambulló en el terreno licuado. Una fuente hecha de polvo manó del suelo formando una nube parecida a un géiser al mismo tiempo que el Destructor se sumergía por debajo de la superficie.
Tras pasar una hora corriendo, Buck se detuvo y se dio la vuelta. Alzó en el aire las piernas delanteras y rebuznó. El mulo lanzó unas cuantas coces, confundido ante la impresión de que algo le acechaba, luego volvió a girar y echó otra vez a correr hacia el desierto. Los tarros, sartenes, picos y palas se revolvían dentro del paquete enganchado a su lomo, emitiendo todo tipo de sonidos metálicos.
Diez minutos después Buck seguía alejándose de la montaña cuando el suelo se abrió de pronto a sus pies sin previo aviso y Buck se vio ante una grieta cada vez más profunda. A punto estuvo de lograr alcanzar de un salto el otro lado del surco, pero sus patas traseras no fueron capaces de agarrarse y resbalaron por el borde que se iba desmoronando. El pecho y la panza cayeron contra el suelo mientras intentaba dar patadas en el aire para impulsarse. El animal siguió peleando y tirando coces contra la pared inclinada hasta que consiguió auparse un poco. Buck estaba a punto de salir del agujero cuando algo afilado atravesó su pata posterior derecha hasta llegar al inquieto rabo. El asustado mulo emitió un alarido de dolor mientras las enormes garras se clavaban más profundamente, abarcando más y más carne. Los ojos de Buck se abrieron como platos mientras bramaba, rebuznaba y daba coces de desesperación, perdiendo pedazos de carne con el esfuerzo. Otras garras surgieron del desierto, agarraron la pata izquierda de Buck y la partieron en dos, arrastrando al mulo hacia el agujero, que cada vez era más grande, hasta que solo las patas delanteras y la cabeza se asomaban por encima del suelo. Con las pezuñas, arañó la arena y la tierra de forma frenética para intentar salir. Cayó pesadamente hacia un lado al tiempo que seguía arañando la pared. Después, de forma súbita, al mulo se lo tragó la tierra.
El eco de un prolongado y poderoso bramido triunfal, inédito hasta entonces, resonó contra las montañas cercanas; a continuación, otro alarido bestial y horrendo surcó el aire de la noche. Después, y con la misma presteza con la que el terror había hecho su aparición, volvió a reinar un absoluto e inquietante silencio. Solo podía oírse el sonido de la arena y de la tierra mientras una gran ondulación recorría la superficie del desierto.
Gus volvió a taparse los oídos al escuchar cómo el bramido de lo que parecía un animal de grandes dimensiones recorría el valle. Los ecos del alarido fueron extinguiéndose al cabo de un minuto, y el desierto volvió a quedar en calma.
El viejo minero empezó a alejarse de la montaña y a punto estaba de llamar a Buck cuando volvió a escuchar el alarido. Esta vez, antes de que le diera tiempo a reaccionar, el sonido se detuvo de forma brusca.
En el inquietante silencio que vino después, pudo percibir otro sonido, diferente al primero, era un bramido, pero más suave. Movió la cabeza, dubitativo, quizá se trataba un eco posterior al terrible sonido de hacía un momento. Pero sonaba más lejano, era como si alguien, un niño quizá, hablara en voz muy baja.
El viejo se quedó mirando la montaña y de alguna manera supo de dónde provenía el grito; después, casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, Gus Tilly empezó a caminar.
Buque de guerra de los Estados Unidos Carl Vinson
640 kilómetros de la costa de México
21.55 horas
Las últimas horas habían sido un auténtico infierno para el teniente J. G. Jason Ryan. Tras el reconocimiento del cirujano de la Aviación, había sido interrogado por su jefe de escuadra, el comandante del escuadrón y por la junta especial a la que se le había convocado para estudiar el «accidente». La grabación de las cámaras colocadas junto a los cañones e incrustadas en ese trozo de chatarra en que se había convertido su Tomcat descansaba ahora en el fondo del Pacífico. No tenía nada que pudiera corroborar su fantástica historia. Cuando los pilotos del Alerta I llegaron al lugar, informaron de los dos paracaídas cayendo en el mar, de que no se veía nada en el cielo y de que sus radares no habían detectado ninguna señal hostil.
Los marineros se apartaban a su paso y guardaban silencio al cruzarse con él en la escalera de cámara. Se había corrido la voz de que el teniente al que le gustaban las acrobacias había provocado un accidente. La junta investigadora no lo había manifestado abiertamente, pero Vampiro sabía que su historia era demasiado inverosímil, aunque el capitán Harris lo respaldara informando de que no cabía duda de que algo extremadamente fuera de lo normal había sucedido aquella mañana.
Ryan estaba a punto de entrar en su camarote cuando un encargado de comunicaciones lo interceptó.
—Señor, tiene usted un mensaje del comandante del grupo aéreo, quiere verle lo antes posible en su despacho.
Ryan recorrió los treinta metros de la escalera de cámara moviendo la cabeza hacia los lados. Se acabó, pensó, lo iban a apartar del servicio, era el principio del fin de su carrera. Se quedó un momento parado antes de llamar a la puerta.
—Está abierto —contestó la potente y profunda voz del comandante del grupo aéreo.
Inmediatamente abrió la puerta y entró en la oficina del comandante.
—Se presenta el teniente Ryan, señor —dijo, firme como un roble.
El comandante estaba ocupado escribiendo algo y no se molestó en levantar la vista.
—Ryan, tiene órdenes de presentarse en la base aeronaval de Miramar. Prepárese para embarcar en el COD con todo lo necesario a las 10.55 de esta noche. Por la presente, es requerido por la Autoridad Nacional, es decir, por el presidente de los Estados Unidos, ¿queda claro, teniente?
El teniente no esperó ni un instante para contestar.
—No, señor, no está nada claro. Ahora mismo soy un desahuciado a bordo de mi propio barco. Preferiría quedarme y aclarar todo esto. —El piloto había ido acercándose al escritorio del comandante a medida que su indignación aumentaba.
El comandante levantó la vista por fin. Ryan pudo ver que todavía estaba muy afectado por haber perdido a Derry.
—Póngase firme, Ryan —dijo, señalando con la pluma delante de su mesa—. Es evidente que los poderes pertinentes, que son los que mandan de verdad aquí, quieren escuchar su historia, así que alguien ha movido algunos hilos y ha conseguido su traslado. Pero no se equivoque, joven Ryan, llegaremos hasta el final de este incidente. El capitán de corbeta Derry era un buen amigo, él pensaba que usted era el mejor piloto del escuadrón. Por todo eso, señor Ryan, le creo cuando dice lo que vio ahí fuera, pero sin más pruebas que dos aparatos perdidos y tres hombres muertos, no hay mucho que pueda hacer. Sus compañeros siempre lo juzgarán con más dureza de la que usted mismo sea capaz. Puede retirarse.
Ryan sintió que se venía abajo. Se controló, logró ponerse firme y hacer el saludo militar, luego se dio la vuelta y salió del despacho.
Una vez cerrada la puerta, se quedó un momento allí quieto, todavía impresionado. Al cabo de quince minutos, iba a ser catapultado del Vinson en un C-2 Greyhound, el COD, el avión de transporte de entrega a bordo, y en este caso, la entrega eran los desechos.
Mientras se dirigía a su camarote para recoger rápidamente sus cosas, fue consciente de que sus días a bordo del buque de guerra Carl Vinson habían terminado.
Las Vegas, Nevada
7 de julio, 23.50 horas
El bar Costa de Marfil era un club nocturno, en el sentido más disoluto del término. Por dentro, la recargada decoración tomaba prestados motivos africanos: imitaciones baratas de colmillos de marfil y bambú recubrían los oscuros y sucios reservados cubiertos de vinilo, de forma que los clientes tenían una falsa sensación de anonimato. En las paredes, las máscaras ceremoniales hechas de escayola compartían espacio con fotografías de mujeres indígenas posando en actitud erótica.
Las bailarinas que ejercían allí su trabajo estaban en el Costa de Marfil porque no habían podido encontrar empleo en ningún otro club de Las Vegas, por ser demasiado viejas o demasiado jóvenes para que las contratara un establecimiento que respetara la ley vigente. Este era el tipo de local que la gente del ayuntamiento quería prohibir en Las Vegas. Si hubieran sabido que el pequeño club se dedicaba a algo más que a la mera exhibición de los cuerpos desnudos, se habrían apresurado a cerrarlo todavía más rápido.
El francés llevaba veinte minutos sentado en el sótano del club. Había llegado dos horas antes de lo que esperaba que lo hiciera el Black Team. De vez en cuando levantaba la vista del periódico que estaba leyendo y echaba un vistazo al monitor del circuito cerrado de televisión que había en la mesa, a pocos metros. Estaba leyendo un interesante artículo sobre un nuevo software desarrollado por Microsoft cuando el dueño de este pedazo de la cultura americana carraspeó para llamar su atención.
—¿Qué pasa? —preguntó sin levantar la vista del artículo.
—¿Qué le digo a ese tío? ¿Le pago o qué? —preguntó el dueño del local—. Lleva mucho rato esperando y está muy cabreado.
Farbeaux alzó despacio la vista, sin mostrar demasiado interés. Dobló cuidadosamente el ejemplar de Los Angeles Times y lo puso sobre la mesa. Miró un momento al pelirrojo que aparecía en el monitor y se quedó pensando qué información podía interesar tanto a los peces gordos de Nueva York, hasta el extremo de ponerlos tan nerviosos que quisieran eliminar a un contacto tan valioso como este.
—¿Así que este es con el que has tratado otras veces? —Farbeaux dejó de mirar el monitor y dirigió su atención a su anfitrión.
—Sí, estoy seguro, es la misma rata que vino aquí hace un par de meses.
El francés miró un momento al hombre que aparecía en el monitor. Así que aquel era el traidor que trabajaba para Compton y para Lee. Pensó que fuera cual fuera la información que tenía para Hendrix, muy pronto él también la conocería. Y si ese asunto de Salvia Purpúrea se trataba de algo realmente valioso, mucho mejor. Debía existir alguna razón por la que Hendrix quería dejarle fuera del negocio, todo aquello tenía pinta de estar lleno de buenas oportunidades.
—Invítale a una copa por cuenta de la casa y que se la lleve una de las mejores putas que tengas.
—Sí, no hay problema —dijo el dueño, que llevaba el pelo a lo Elvis Presley.
—Subiré enseguida —dijo Farbeaux, mientras se quedaba pensativo mirando a Reese en el monitor.
El dueño del club sonrió, y dejó ver sus dientes torcidos y manchados. Después, cuando se percató de que el francés no le hacía caso, se fue a hacer lo que le habían encomendado.
Farbeaux se giró al observar que tres hombres vestidos de negro entraban por la puerta de atrás. Los hombres de Hendrix habían llegado antes de lo que él hubiera querido.
Aquiles, el más alto de los tres, se adelantó.
—¿Qué hace aquí, señor Farbeaux?
—Si viene un momento fuera, le explicaré el cambio de planes que Hendrix me ha comunicado. —Se levantó y le dio un par de palmaditas en el hombro.
Mientras caminaba hacia la puerta que conducía a un sucio callejón, Farbeaux giró la cabeza.
—Es posible que su objetivo tenga algo más que ofrecer de lo que parecía en un primer momento —conjeturó mientras abría la puerta—. Estoy aquí para descubrirlo.
—¿Y Nueva York ha pedido que le sirvamos de ayuda?
El francés se le quedó mirando fijamente y levantó la ceja derecha.
—En lo que deben centrar ahora su atención es en lo que yo les pido masculló.
Los tres hombres se miraron y luego el más alto asintió con la cabeza y siguió a Farbeaux hacia el exterior.
Lo que el francés hizo entonces, volverse y pegarle un tiro en la cabeza, fue algo que Aquiles no pudo prever. A continuación, Farbeaux efectuó dos rápidos disparos sobre los hombres que había tras él. Al tercero de ellos aún le dio tiempo a sacar el arma antes de caer con una bala de 9 mm alojada en su frente.
—Me estoy haciendo viejo —murmuró el francés.
El coche alquilado que habían usado los tres hombres estaba aparcado cerca del club. Farbeaux se acercó al cuerpo de Aquiles, que estaba boca abajo, y rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar las llaves del coche, luego abrió el maletero y metió dentro los tres cuerpos. Era una lástima, habían sido buenos tipos, leales a la compañía, pero el curso de los acontecimientos le había obligado a emprender un camino que no tenía ya vuelta atrás.
Dentro, Robert Reese, miraba los oscilantes pechos de la nueva camarera, que le ofrecía una copa y que era mucho más guapa que las otras.
—Cortesía del Costa de Marfil —dijo con una sonrisa, y se fue caminando muy despacio, asegurándose de que el cliente pudiera contemplar la exagerada forma que tenía de contonear el trasero.
Reese siguió con la mirada la torneada figura de la camarera y volvió luego a pensar en sus cosas. Nunca había tardado tanto en recibir el dinero. Normalmente entraba y salía sin mediar palabra.
Un hombre vestido con chaqueta informal, camisa de color blanco y una corbata de seda azul estaba de pie junto al reservado de Reese sin que este notara su presencia. Llevaba unos zapatos italianos muy caros y el pelo peinado hacia atrás. Aparentaba unos cuarenta años. Se quedó mirando a una de las chicas y luego miró a Reese.
—Hola, ¿le importa si me siento? —dijo señalando al otro lado del reservado.
Reese carraspeó.
—Estoy esperando al dueño del local.
El hombre alto sonrió.
—¿Se refiere a ese con pinta de Elvis? Creo que será mejor que nos olvidemos de él un rato.
Robert Reese observó cómo el hombre se colocaba en el asiento que había frente al suyo.
—Me llamo Tallman. ¿Le importa si fumo, señor…?
—Reese. Son sus pulmones, no los míos.
—Muy ingenioso, señor Reese, y sí, como usted dice, son mis pulmones.
Reese se dio cuenta de que pese a la sonrisa, la mirada del desconocido revelaba seriedad.
—¿En qué lo puedo ayudar, señor Tallman, no?
El hombre encendió un cigarrillo y observó al otro a través del humo.
—No creo que yo le pueda ayudar en nada, pero usted sí puede serme de gran ayuda… o eso me ha dicho el dueño de esto. —El hombre sonrió, dio una calada al cigarrillo y le echo el humo a la cara a Reese—. Ha contactado con la corporación, sé que les ha proporcionado cierta información. Necesito confirmar lo que ha manifestado en esa comunicación —mintió Farbeaux.
—Mire, no sé quién es usted. Tenía órdenes de enviar cualquier información que tuviera que ver… —Resse se contuvo. No iba a decirle nada a aquel tipo así porque sí.
—Continúe —dijo Farbeaux sin apartar la mirada de Reese.
—Es información reservada y no me siento cómodo con esto. No sé quién es usted.
—Es obvio que usted cree que la información que posee tiene cierto valor, o más bien a usted le han dicho que tenía cierto valor, ¿no es cierto? —Farbeaux entrecerró los ojos—. Esa gente no da un paso sin que yo les dé mi consentimiento; ahora está tratando directamente conmigo. ¿Va a hacerme perder mi valioso tiempo, señor Reese?
Reese miró alrededor y vio cómo una bailarina lanzaba el sujetador a un grupo de hombres que, con actitud lasciva, se apelotonaba frente al escenario. Luego tragó saliva y miró al hombre que tenía enfrente.
—Se trata de un incidente militar en el que se ha visto implicado un… un… —Durante un instante se quedó paralizado. Volvió a tragar saliva y siguió adelante—. Un objeto, pero eso ya lo saben, ya le he mandado esa información a Centauro.
Farbeaux no perdió la paciencia y volvió a echarle el humo al supervisor informático de pelo rojo. Enarcó las cejas y siguió en silencio con la mirada clavada en el hombre que tenía delante.
—Dos aviones de la Marina de los Estados Unidos han sido derribados esta mañana.
El francés siguió sin decir nada.
Reese se encogió de hombros y dio un largo trago a su bebida, sin saborearla.
—Entiéndame, les guste o no la información, yo me juego el trabajo y la libertad para proporcionársela a la compañía, y he recibido órdenes expresas suyas de no informar de nada fuera de los conductos habituales, sobre todo tratándose de un asunto como este.
—¿Por qué intentar vender algo que puede salir en el telediario de la noche? —preguntó el hombre, apagando el cigarrillo en un cenicero que llevaba el nombre de otro club.
—Es probable que el objeto que destruyó los dos cazas haya caído, seguramente en algún lugar del sudoeste, y créame, los únicos que saben algo de todo esto son el Grupo Evento y la Marina de los Estados Unidos; en los medios no ha salido nada, ya lo he comprobado.
—Y yo debería estar interesado por esto porque… —El francés animó a Reese a contestar moviendo los dedos de la mano en círculo.
Reese tuvo la sensación de que ese hombre era peligroso, mucho más que los mercenarios que regentaban el club.
—Mi contacto en Centauro me dijo al contratarme que cualquier cosa relacionada con ovnis o con Salvia Purpúrea era de máxima prioridad, y que recibiría un pago muy sustancioso. Ahora, si no cumplen con lo pactado, yo me voy y ya le explicará usted a la compañía cómo han perdido a su mejor contacto en el Grupo Evento.
El francés se levantó entonces con elegancia y pasó al otro lado del reservado empujando a Reese hacia el centro con cierta brusquedad.
—¡Oiga! —protestó Reese.
—Esto nos interesa mucho, amigo mío. Y yo estoy también interesado en descubrir más cosas acerca de Salvia Purpúrea, y tengo la sospecha de que usted ha investigado algunas cosas por su cuenta respecto al tema que le interesa a Centauro. —Pasó el brazo por el hombro de Reese y lo apretó hasta que le hizo daño—. Necesito saber algunas cosas acerca de eso que tanto les importa y sobre unas posibles desapariciones de gente del Grupo Evento. —El hombre hizo un gesto en dirección a la puerta de entrada del club.
Farbeaux había hecho algunas averiguaciones de camino a Las Vegas y había descubierto algo de información sobre la operación Salvia Purpúrea en internet. Había averiguado que ese extraño título respondía al nombre en clave que se utilizó en la década de los cuarenta para hablar del incidente Roswell, y que era bastante popular entre los aficionados a los ovnis.
Reese sintió entumecerse los brazos y las piernas al ver cómo tres hombres aparecidos de la nada estaban ahora de pie junto al reservado. Tenían aspecto de tipos duros y le sonaba haberlos visto alguna vez trabajando de gorilas en el club. Reese se dio cuenta enseguida de que eran gente peligrosa.
La música fue subiendo de volumen progresivamente, al mismo tiempo que la bailarina que había sobre el escenario se bajaba el tanga, metía la cara de un cliente entre sus piernas y se movía al ritmo de la música, mientras los hombres que había alrededor aclamaban a su afortunado compañero, sin prestar atención al hombre del traje blanco que se ponía de pie, seguido rápidamente por otros tres que ayudaban a su vez a levantarse a otro hombre, que parecía asustado y nervioso.
—Si trabaja para la Corporación Centauro, debería saberlo —dijo Reese.
—Venga, hágame el favor, señor Reese —exigió Farbeaux, mientras le apretaba el hombro con más fuerza.
—Mire —dijo Reese, luego bajó un poco la voz—, en ciertos círculos se asegura que Centauro acabó quedándose con la tecnología que apareció tras el accidente de 1947, que llegaron a matar a algunos estadounidenses para conseguirlo y que están como locos por cualquier cosa relacionada con los ovnis o con incidentes como el que ha ocurrido hoy.
Farbeaux apartó la mano, miró a los tres hombres y les hizo un gesto señalando a Reese, tras el cual lo sacaron del reservado. Farbeaux se volvió a sentar y se quedó pensando mientras se lo llevaban.
Reese miró a su alrededor, confiado en que alguno de los clientes vería lo que pasaba, pero todos estaban gritándole y silbándole a la bailarina, que estaba haciendo un número fuera de lo habitual y acababa de lanzar el tanga a la multitud de hombres que saltaba.
Farbeaux estaba calculando cuánto valdría esta información para otros que no pertenecieran a Centauro. Decidió que precisaba más información. Necesitaba saber exactamente qué sabía la corporación, y Reese podría decírselo, una vez se le persuadiera adecuadamente.
Si el Grupo Evento y Centauro querían esa información, Farbeaux sabía que él tenía que conseguirla primero.
Base de la Fuerza Aérea de Nellis, Nevada
7 de julio, 23.55 horas
El senador estaba tumbado en el sofá de su despacho. Estaba bajo control médico a causa de su corazón, y en repetidas ocasiones le habían advertido que evitara situaciones de estrés; así que después de hablar con el presidente, incluso medicado, se había sentido más débil de lo normal a su edad. Niles daba vueltas alrededor de su enorme escritorio y de vez en cuanto miraba a su mentor y amigo y hacía gestos de desolación. Finalmente se acercó al senador.
—No puedes hacer este tipo de esfuerzos, Garrison, te lo digo muy en serio. No puedo quedarme a controlarte para que descanses. —Niles negó también con la cabeza—. He pedido prestados todos los satélites disponibles; hemos agotado la lista de todos los aparatos no tripulados y estamos analizando Nuevo México como nunca antes se había hecho.
Lee levantó una de sus débiles manos.
—Cállate, Niles.
—Maldita sea, soy el director de este Grupo y lo único que nos falta es que te nos mueras en medio de todo esto. ¿Cómo ibas a probar entonces tu teoría de que se trata de un ataque? —Niles empezó otra vez a dar vueltas, con los brazos cruzados y nuevos gestos de desazón.
El viejo se incorporó y se quedó sentado.
—No voy a ser yo quien lo pruebe, vas a ser tú.
Niles se detuvo y se dio la vuelta, su tez rojiza estaba más lustrosa que nunca, las gafas se escurrieron un poco por su nariz pero no hizo ningún amago de ponerlas en su sitio.
—¿Qué carajo dices? —contestó, alzando la cabeza para mirar por encima de sus gafas. Niles volvió hasta el sofá, se llevó las manos a las rodillas y se quedó mirando al viejo.
—Mira, Garrison, te necesito, no quiero que te desplomes en mis brazos.
Lee se quedó mirando a Compton y sonrió.
—Estaré aquí, pero quiero que seas consciente de que puede que te quedes solo al frente de esto muy pronto. Por si no te has dado cuenta, estoy muy enfermo. Mira, Niles, eres el hombre más brillante con el que he trabajado, podrás con todo.
Lee señaló una abultada carpeta que había en la mesita delante del sofá y se la ofreció. Era un expediente confidencial, con bordes rojos, y en la cubierta se podía leer: «Solo para uso exclusivo del director». Y debajo: «Evento n.° 2120-Roswell».
Niles no cogió aún el expediente y se quedó mirando a Lee.
—No os he contado ni a ti ni al Grupo la verdadera historia de lo que se encontró en 1947 en el lugar del accidente. Hacía tiempo que quería enseñarte este expediente, desde que fuiste nombrado director. No se lo he mostrado a los demás porque no necesitan saber que quizá estemos metidos en una guerra.
Compton tocó el expediente de bordes rojos pasando los dedos sobre las letras de tinta roja. Después volvió la vista hacia Lee, que estaba recostado en el sofá. Tragó saliva y tomó en sus manos el voluminoso expediente.
—Después de haber leído todo el expediente, podrás entender mejor la importancia del descubrimiento de ese accidente. Comparte la información con Virginia y con el comandante Collins. Jack te será de mucha ayuda cuando llegue el momento de pedir consejo a los militares. Si tenemos suerte, mi teoría es errónea y esa maldita cosa no se ha estrellado; pero si tengo razón y ha caído a tierra, tenéis que encontrarlo, por Dios, y deprisa —advirtió Lee lentamente mientras cerraba los ojos.
Niles vio, por vez primera desde que formaba parte del Grupo Evento, que Lee estaba no solo mortalmente enfermo, sino que también asustado. Dios santo, ¿qué podía haber en ese maldito platillo como para amedrentar a un hombre que había visto tantas cosas verdaderamente estremecedoras a lo largo de su vida?