Capítulo 7


Tras finalizar la reunión, Collins y Everett fueron a cenar algo.

—Esto ha sido otra cosa. Aunque no me gusta el aspecto que tiene el viejo —dijo Jack.

Everett se quedó pensando un momento, luego se acercó al comandante.

—Creo que el senador no está bien. No debería involucrarse tanto. Quizá quiera que esto sea algo así como su canto del cisne, pero es solo una idea que tengo. Además, yo daría mi vida por ese tipo. —Carl se quedó un momento en silencio—. Hay por ahí algunos rumores que dicen que el presidente está pensando en retirar del todo al senador, incluso de su puesto de asesor, aunque el doctor Compton daría lo que fuera por mantenerlo. —Carl torció el gesto un momento—. No me gustaría nada tener que ver eso.

—Y si eso sucede, ¿qué pasará con todo esto? —preguntó Jack, señalando el complejo que tenían alrededor.

—El doctor Compton dirige esto desde 1993 con la ayuda de Alice. —Everett agarró al comandante por el codo y aminoró un poco el paso para alejarse de las demás personas que había en el pasillo—. Como ya le he contado, se han producido algunas filtraciones de gran envergadura. Ese maldito Farbeaux y la gente para la que trabaja han aparecido en los lugares más extraños y nos han hecho mucho daño a nosotros, a los ingleses, a los alemanes y a los israelíes. Algunas agencias de Inteligencia han acusado a los Estados Unidos de proteger a ese tío y a quienquiera que sea la gente para la que trabaja. Me alegro de que esté usted aquí para tomar el mando y arreglar este lío.

Jack fue consciente de la cantidad de trabajo que tenía por delante.

Camp David, Maryland

19.40 horas, hora del Este

El presidente de los Estados Unidos se quedó un momento sentado después de que se apagara la imagen de su conexión con el Grupo Evento. Se levantó, se acercó hasta las persianas venecianas y las apartó un poco. Sonriendo, saludó a sus hijas con el informe de bordes rojos que le acababa de enviar el Grupo. Las niñas y la primera dama jugaban entre risas a lanzar los perritos calientes al aire, haciendo que cayeran encima de la parrilla. El presidente sonrió y lentamente se retiró de la ventana con gesto pensativo.

Había leído por encima las páginas que el Grupo le había enviado y se había quedado como paralizado. Si lo que Lee creía que estaba pasando, estaba pasando de verdad, el presidente no sabía si contarían con las fuerzas suficientes como para poder detenerlo. Fue caminando despacio hasta la caja fuerte que había en la pared. La abrió y metió los papeles dentro, luego empujó la puerta y la cerró con llave. Se dio la vuelta, se dirigió hasta la puerta lateral de su oficina, la abrió y le hizo un gesto al agente del servicio secreto para que entrara.

Roland Davis llevaba los últimos tres años al servicio del presidente y sabía ver cuándo algo le preocupaba. Cuando el presidente no sonreía, significaba que estaba dándole vueltas en la cabeza a algún problema.

—El servicio acaba de preparar limonada fresca, señor presidente —dijo el agente Davis.

—Gracias, Roland —dijo el presidente mientras se dirigía hacia la puerta y a la reunión con los perritos calientes carbonizados—. Cuando acabe de engullir la cena, quiero hablar con el jefe del Estado Mayor, y que el general Hardesty esté también al teléfono, que sea dentro de… —Miró primero su reloj y luego a su esposa, que le sonreía—. ¿Pongamos, una hora?

—Sí, señor, dentro de una hora.

El presidente salió por la puerta, camino de una agradable velada. El agente especial Roland Davis la cerró con suavidad y entornó las persianas para que la familia de la primera dama y el presidente tuvieran intimidad. La seguridad era ahora responsabilidad del equipo que había en el exterior. Davis pulsó un botón en la mesa de centro que había frente al sofá, que accionó un mecanismo que hizo que la pantalla de cristal líquido que se utilizaba para las videoconferencias regresara de vuelta a su nido en el techo; al mismo tiempo pasó hábilmente la mano por debajo y sacó un pequeño aparato que había colocado allí a toda prisa antes de que comenzase la videoconferencia del presidente.

Rápidamente, lo dejó pegado a la radio que llevaba en el pantalón, luego se dio la vuelta y se dirigió a la puerta batiente que conducía a un pequeño vestíbulo.

La abrió un poco; al otro lado, sentado a una pequeña mesa, había un agente del servicio secreto.

—Stan, voy a parar un momento, se trata de un asunto personal: he de llamar a mi mujer al trabajo —dijo, sosteniendo la puerta con una mano—. El jefe está fuera con la familia.

—Vale, avísame cuando acabes, o si el jefe vuelve a entrar.

—Sí, claro.

Davis se quitó el auricular de la oreja izquierda y mientras el agente se agachaba para abrir el primer cajón del mueble, Davis apagó la radio que llevaba en el cinturón, con un movimiento tan rápido que nadie podría darse cuenta.

—Aquí tienes —dijo el oficial mientras le pasaba a Roland su teléfono móvil.

Todos los agentes a cargo de la seguridad del presidente estaban obligados a entregar sus objetos personales cuando se encontraban de servicio, y esto incluía los teléfonos móviles. Davis hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y cerró la puerta. Volvió a entrar al salón cubierto de madera chapada, se acercó hasta la pequeña ventana que había junto a la barra y separó las persianas venecianas. El presidente estaba sentado en una silla haciendo muecas frente al perrito caliente que tenía en el plato. Roland soltó las persianas y volvió al centro de la habitación. Cogió el teléfono móvil y llamó a un número que tenía registrado en la memoria. Enseguida escuchó la señal de llamada.

—Grandes Almacenes Clausins —contestó una voz de mujer.

—Hola, ¿puede pasarme con contabilidad? Soy Roland Davis, quería hablar con mi mujer —dijo, sin caer en la tentación de mirar detrás de él por si alguien escuchaba a hurtadillas. Aunque el presidente estuviera fuera, las cámaras seguían encendidas y funcionaban a pleno rendimiento.

—Un momento —dijo la voz.

Se oyeron algunos clics, y después, como tono de espera, la agradable tonada de una versión melódica de Eleanor Rigby llegó hasta sus oídos. Tuvo que admitir que incorporar el hilo musical era un detalle fantástico.

—Lo siento, señor Davis, está en una reunión de ventas en este momento. ¿Quiere dejarle algún mensaje?

En cuanto escuchó la frase acordada, metió la mano bajo la chaqueta y encendió la grabadora digital que acababa de adherir a su radio con sistema de activación de voz. Era la grabadora que había sacado de la parte de debajo de la mesa que había frente al sofá. Con un rápido movimiento colocó el teléfono móvil junto a la cadera y contó dos segundos; luego contó cuatro segundos más para asegurarse. En ese breve espacio de tiempo se produjo una transmisión instantánea a través del teléfono móvil. Los datos se habrían transmitido tres veces seguidas de forma absolutamente silenciosa, de forma que si la Agencia de Seguridad Nacional estaba escuchando, solo habrían captado el sonido sibilante de la señal de cualquier móvil. En cuestión de minutos, los destinatarios de la grabación podrían escuchar la conversación del presidente con el Grupo Evento.

Con otro rápido gesto se llevó el teléfono a la oreja y dijo:

—No, gracias, ya hablaré con ella en casa. —Apretó el botón de colgar y sonrió. La traición le valdría el pago de una buena suma de dinero.

Nueva York

19.48 horas

La sede del Grupo Génesis llevaba los últimos sesenta años en el mismo edificio de la Séptima Avenida y durante ese tiempo había pasado tan desapercibida como cualquiera de los otros inmuebles que constituían una de las ciudades más grandes del mundo. Casi nadie había reparado en que solo un par de personas entraban y salían cada día del anodino edificio de arenisca, si bien los que lo hacían llegaban siempre en limusina y llevaban trajes que muy pocos, aparte de los miembros de los más selectos consejos de administración, podrían permitirse. Dieciséis aburridos pisos de estilo de principios de siglo conformaban el poco llamativo edificio Sage. Los objetos que decoraban sus siempre impolutos rincones habían sido adquiridos en las mejores tiendas de Europa y Asia. Sin embargo, la parte más extraordinaria del Sage se encontraba cinco pisos por debajo de la bulliciosa calle.

Sentado en una silla de ruedas eléctrica, el viejo miraba los recintos acristalados que tenía frente a él. Los tres contenedores y el aparato permanecían en el mismo sitio de siempre. Toda la información que podían suministrar había sido archivada hacía mucho tiempo. Los armarios donde se guardaban esas carpetas estarían en el piso de abajo, cubiertos, seguramente, por una enorme capa de polvo.

El expositor más grande del inmenso subsótano estaba a la derecha del recinto que contenía los tres biodepósitos hechos de aluminio. En esa gran caja se podía contemplar el vehículo hallado en Roswell en 1947. Los motores y los componentes electrónicos habían sido desmantelados muchos años atrás en Ohio, en la base aérea que era conocida en aquel entonces como Wright Field. Tras todo el trabajo de metalurgia que se había llevado a cabo con los restos, apenas quedaba nada del platillo; si bien, lo que había perdurado se había vuelto a colocar imitando la disposición original. La nave estaba prácticamente irreconocible, ya que solo las partes central e inferior habían sido recreadas. La cúpula superior había desaparecido mucho tiempo atrás, tras el profuso análisis llevado a cabo por los científicos y los ingenieros de la compañía. Por su cabeza fueron pasando momentos de aquel tiempo pasado y la emoción de su selecto equipo conforme desentrañaban el funcionamiento de los componentes tecnológicos.

El hombre de avanzada edad miró la parte inferior, lo que esos cerebros privilegiados habían confirmado que era la bodega de la nave. La reconstrucción de esa zona se quedó a medias, pero aún se podían ver los numerosos contenedores metálicos que habían sido recuperados, analizados y luego vueltos a colocar allí dentro. Al igual que había sucedido siempre durante aquellos extraños sesenta años, su atención se centró en el que había justo en el medio.

El contenedor estaba colocado sobre el suelo de plexiglás, que era también una añadidura. El suelo original, así como buena parte de la nave, había sido utilizado para todo tipo de pruebas. Por supuesto, él nunca había tenido en su poder lo que contenía ese recipiente, pero la mera idea de su existencia ya le resultaba impresionante.

Cerró los ojos al sentir el dolor que le recorría el pecho, desde el lado izquierdo al derecho. Aunque sabía que no revestía gravedad, extrajo del bolsillo del chaleco un pequeño estuche tallado proveniente de China, sacó una de las pildoritas blancas de nitroglicerina y se la puso debajo de la lengua. En ningún momento apartó la vista del contenedor que los focos iluminaban.

El viejo estiró la mano y esta vez cogió una caja que había en una mesita al lado de la silla de ruedas. Levantó suavemente la tapa de aluminio y se quedó mirando el interior forrado de satén. Luego puso la caja en su regazo y pasó el dedo índice por la garra curvada que había dentro. Medía unos treinta y cinco centímetros y tenía forma de sierra por los dos lados. La garra se ensanchaba en su parte final en algo que parecían dos cucharas, una a cada lado, justo antes de llegar a la afiladísima punta. La pieza tenía una curvatura similar a las garras de los animales prehistóricos que poblaron la faz de la tierra hacía millones de años y que aún se podían ver en los museos. Con extrema delicadeza extrajo la garra del estuche.

Aparte de como arma, aquel animal usaría aquello como herramienta para cavar. La criatura, como era obvio, debía de haber sido algún tipo de excavador, o al menos eso había dicho su carísimo equipo de científicos. El ADN tomado de la garra era tan extraño, comparado con nuestro universo, que esos cerebros privilegiados afirmaron que la muestra tenía que haber estado contaminada. Según los análisis que hicieron de su estructura atómica, nunca habría podido sobrevivir en un entorno que tuviera un campo gravitacional.

Esos hijos de puta no sabían nada de nada, pensó el viejo. Conque era imposible, decían. Pues está aquí, en mi propia mano. La garra demostraba que ese animal había existido, él habría dado lo que fuera por haberlo visto. Engatusó con mentiras a los muchachos de la Agencia, les hizo creer que no había nada. Incluso el Consejo Majestic 12, el tanque de pensamiento del presidente Truman en el que se planteó después de Roswell descubrir las ramificaciones que la vida pudiera haber experimentado en otros mundos distintos a este, no tuvo ni la más mínima sospecha de la existencia de estos artefactos. Ni siquiera Curtis LeMay y Allen Dulles, los viejos halcones de la época, tuvieron la menor intención de volver a tener nada que ver con Roswell, aparte de disfrutar de todos los avances tecnológicos que generó el siniestro. En cuanto a las posibilidades de aquel animal, su filosofía era «Ojos que no ven, corazón que no siente».

El viejo metió otra vez la garra en el estuche y cerró la tapa. La depositaría de nuevo en la caja fuerte que tenía arriba, donde estaría a salvo de todo el mundo. Era su trofeo del accidente de Roswell y nadie se lo iba a arrebatar. Dejó la caja en la mesita y se quedó mirando el recinto que había junto al platillo. Estaban colocados exactamente a la misma altura. La parte superior tenía una zona acristalada para poder ver los cadáveres.

Cada cierto tiempo se planteaba si las pruebas de lo que sucedió aquella noche deberían ser compartidas con los poderes pertinentes, pero luego reprimía ese pensamiento. Tan solo él y su compañía, que ahora dirigía su hijo, tendrían la fuerza necesaria como para enfrentarse con el enemigo que habían descubierto entre la maleza en Nuevo México. Si todo se manejaba de la manera correcta, cuando surgiera la oportunidad podrían conseguir hacerse con una nueva arma para su país. Y si era un arma que funcionaba en otros mundos, todo hacía pensar que podría ser de gran utilidad para los Estados Unidos.

—Papá, como sigas bajando a este sótano oscuro, voy a dar orden de que lo cierren con llave. —La voz provenía de una puerta abierta en lo alto del largo pasillo que se asemejaba al de los teatros—. Este frío no te conviene.

El viejo se giró, la luz que entraba por la puerta abierta remarcó la silueta del hombre que acababa de entrar.

—¿Me amenazas con quitarme incluso esto, que es lo único que me queda? —respondió, antes de darse la vuelta.

El hombre de elevada estatura cerró la puerta y descendió lentamente por el pasillo. El sótano tenía la forma de un pequeño teatro, con los asientos colocados estratégicamente para poder ver la nave. El único hijo que había tenido el anciano se sentó en la primera fila, justo detrás del pequeño elevador donde su padre había pedido que le llevaran en la silla de ruedas para poder ver mejor los artefactos. Se quedó callado mirando al viejo y movió la cabeza hacia los lados. Luego se desabrochó el botón de su costosa chaqueta y se quedó quieto. Llevaba el pelo negro azabache peinado hacia atrás y unos rasgos agresivos e implacables, similares a los que había tenido su padre.

—He recibido cierta información que puede ser de tu interés, y también del nuestro —dijo mientras cruzaba la pierna derecha sobre la izquierda y se quedaba frotando un inexistente trozo de hilo de la tela de su pantalón.

El viejo se quedó en silencio sin dejar de mirar los objetos que había expuestos ante él.

—El presidente ha mantenido unos encuentros muy interesantes con tu viejo amigo Garrison Lee y con el director Compton.

La mención del nombre de Lee hizo que los hombros de su padre dieran un respingo y que todo su cuerpo se pusiera en tensión.

—¿A que ahora sí me prestas atención? —El joven saboreó la ventaja de la que disfrutaba por un momento. A su padre le exasperaba que aún se valorara la opinión de Garrison Lee cuando la suya había sido desplazada por los constantes cambios que se producían en un mundo cada vez más interesado por la ciencia y la industria, un mundo que le había dado la espalda a los sueños relacionados con invasiones y con criaturas monstruosas. Lee había resistido más que él y por eso lo odiaba. El joven decidió, sin embargo, mostrarse conciliador. Su padre había demostrado una gran fortaleza y capacidad de previsión en momentos clave para los Estados Unidos y todavía lo respetaba por eso.

—Según tengo entendido, nuestro distinguido presidente se reúne una vez por semana con el Grupo Evento, así que ¿qué más me da eso a mí? Los que estáis interesados en las antigüedades y los misterios del pasado sois tú y vuestra compañía, no yo —contestó el viejo sin darse la vuelta.

El actual presidente y director ejecutivo de una de las empresas armamentísticas más importantes del mundo intentó explicarle a su padre todas las iniciativas llevadas a cabo por la compañía, incluyendo las investigaciones en torno a las antigüedades que se realizaban como inversión.

—¿Incluso si se trata de algo relacionado con Roswell y con Salvia Purpúrea? —tanteó el hijo, haciendo una pausa para que sus palabras tuvieran el efecto deseado—. La reunión se celebró para tratar un incidente acaecido esta mañana en el que dos F-14 fueron derribados.

—¿Salvia Purpúrea? —El anciano se quedó rígido.

—Según la información que he recibido de mi efectivo en Camp David, en el incidente se vieron implicados dos artefactos no identificados muy parecidos a los que tienes ahí delante. La primera noticia que tuvimos de la incursión llegó de nuestra estación en el Polo. Incluso tenemos pruebas infrarrojas de su llegada.

El viejo permaneció quieto un instante. Permaneció allí parado asimilando la información que su hijo acababa de proporcionarle. Una vez más, la tecnología desarrollada a partir de Roswell daba sus frutos. Parpadeó varias veces al tiempo que sentía cómo una energía que creía ya extinguida recorría su cuerpo y su mente.

—Salvia Purpúrea —murmuró sonriendo.

—Nuestro efectivo en el Grupo Evento ha llamado por teléfono y ha usado el nombre en clave que confirma la información. —Fue su padre el que le había dado esa clave hacía unos años.

—Tenemos que aprender todo lo que nos sea posible —dijo el viejo mientras accionaba por fin el motor eléctrico y giraba la silla en dirección a su hijo—. Si nos encontramos ante una nueva fase de la operación Salvia Purpúrea, debemos estar presentes a lo largo de todo el proceso, ¿queda claro?

El joven se levantó y se abrochó los botones de la chaqueta. Nunca le había gustado el comportamiento desmedido de su padre en todo lo relacionado con aquel asunto. Era indudable que sin la bendición del cielo que había supuesto Salvia Purpúrea la compañía no existiría, pero el entusiasmo de su padre era desmesurado.

—Soy consciente de la importancia que esto tiene, no solo para ti, sino para la defensa de nuestro país. Por eso actuamos como actuamos. Pero que no se te olvide que fuiste tú el que otorgó al Grupo Génesis y a otras secciones de nuestra corporación un carácter tan clandestino que maniobrar a la luz del día se ha convertido en una tarea muy complicada. Las cosas se hicieron tan mal que tus amigos tuvieron que fingir tu muerte. Por culpa de cómo actuasteis en 1947 tú y esos dos locos de LeMay y Dulles, ahora somos un grupo patriótico condenado a la clandestinidad. No permitiré que esa errática obsesión vuelva a perjudicar a nuestra empresa o a nuestro país, ¿queda claro…, padre?

El viejo no prestó atención a las referencias al pasado ni a las informaciones oficiales que lo consideraban muerto.

—¿Cuentas con alguien competente para recibir la información de manos de nuestro efectivo en el Grupo Evento?

Al hombre joven nunca le había gustado estar demasiado cerca de su padre. Era como si aún tuviera que levantar la vista para ver aquellos oscuros ojos, como si el viejo no estuviera condenado a permanecer en aquella silla de ruedas; todo eso le hacía sentirse incómodo y a alguien de su posición le gustaba mantener siempre el control de la situación.

—Voy a contactar con el Black Team del francés en Los Ángeles. Ahora no está trabajando con ellos.

—¿Y por qué no envías al francés directamente?

—Nuestro efectivo cree que nos va a facilitar una información que nos es desconocida. No quiero que Farbeaux se le acerque, es un mercenario, no podemos confiar en él para nada relacionado con Salvia Purpúrea. Has confiado demasiado en él hasta ahora. Si no fuera por las antigüedades con las que le pagamos, nos habría traicionado hace años. Si se involucra en Salvia Purpúrea, podría preferir prescindir de esas recompensas.

—Haz lo que te parezca mejor, pero actúa con cautela.

—Voy a dar la orden al Black Team de que eliminen a nuestro efectivo en el Grupo en cuanto lleguen a Las Vegas. Ya disponemos de la información que quiere vendernos y no podemos permitir que ese traidor de Reese haga que nos descubran.

El viejo dio la vuelta con la silla y se quedó mirando a su hijo.

—Es nuestra principal fuente de información en el Grupo Evento, no podemos prescindir de él. ¿Tan poco has aprendido de mí? Necesitamos tener a alguien cerca de Lee y de ese sabiondo de Compton. Tenemos que estar al corriente de todos sus movimientos; conozco a Lee y sé que él va a darse cuenta de que nos encontramos ante una emergencia nacional.

—Mira, papá, yo no ordeno la muerte de nadie tan a la ligera como solías hacerlo tú, y he aprendido tus lecciones acerca de lo que hay que hacer con la gente que representa un peligro. Este asunto es demasiado delicado como para correr el riesgo de que Reese lo eche a perder y ponga al Grupo tras la pista de esta compañía o, Dios no lo quiera, de este mismo edificio. La historia de Génesis no puede salir a la luz. Como deferencia hacia tu persona y porque el papel que jugaste en el pasado me merece el mayor de los respetos, te mantendré informado de todo y contaré contigo en todo lo que sea posible. Pero debes saber que si esto guarda realmente relación con Salvia Purpúrea, no pondré en peligro al grupo o a la compañía. Reese es prescindible, es un traidor para su organización, lo que quiere decir que es un traidor para su país, por mucha información que nos venda.

—Siempre me ha producido cierta tristeza la idea de que un hombre de esa calaña traicionara a Lee —dijo mientras miraba a su hijo—. Porque odie a ese hijo de puta de Lee y piense que es un boy scout; no significa que no sea un buen estadounidense y, aunque a su manera, equivocada e incapaz de ver las verdaderas necesidades, un patriota. —El viejo sonrió al ver la cara de su hijo—. ¿Te sorprende que sienta cierta admiración por Lee después de todos estos años?

—No, pero no se te ocurra pensar que Lee se ha olvidado de la gente de su equipo que desapareció en 1947. Todos me habéis dicho, tú incluido, que lleva años esperando encontrar alguna pista acerca de lo que les sucedió a sus hombres. Y según su historial, sea o no sea un patriota, es alguien muy capaz de hacer desaparecer a cualquiera. Así que nadie debe servirles de pista para llegar hasta nosotros. De todas maneras, no puede sospechar de ti; después de todo, tú estás muerto.

—Sí, tienes razón, pero imagínate lo que este país podría llegar a hacer con un espécimen de ese animal. Nuestros soldados ya no tendrían que morir enfrentándose con desquiciados en cualquier lugar del mundo. Tenemos que descubrirlo, lo tenemos que descubrir. —El viejo alargó la mano y tomó la de su hijo.

El joven soltó aire por la boca y dio unas palmaditas en la mano de su padre.

—Nos encargaremos de ello. Si vuelve a suceder y podemos hacernos con algo, ya sea más tecnología o el mismo animal, el gran beneficiario será nuestro país. Tal y como dices, quizá podamos aprovechar la situación, o a ese animal, a favor de los Estados Unidos y en contra de nuestros enemigos, ya sea aquí o en el exterior —dijo, después se quedó mirando el techo y volvió a dar unas palmaditas en la mano de su padre.

El joven soltó la mano de su progenitor, se dio la vuelta y se fue. El anciano se dejó caer lentamente en el asiento afelpado de la silla de ruedas. Luego, agachó su envejecida cabeza, hizo girar la silla y volvió a observar lo que había allí expuesto. Su mirada se fijó en los contenedores de los cuerpos de las tres formas de vida alienígenas; una sonrisa enfermiza se le dibujó en el rostro al tiempo que dirigía la vista a la jaula que había albergado al animal que había sido traído aquí en concreto. Era muy posible que esa criatura hubiera vuelto a este planeta, y que esta vez estuviera viva.

Sabía que su hijo quería descubrir los secretos que el animal traía consigo. Pero todo se echaría a perder si Lee llegaba primero. Todo el conocimiento que podía desprenderse de una especie tan magnífica podría malograrse por culpa de ese boy scout.

Dio unas palmaditas a la caja que contenía la garra y sonrió todavía más.

—Más te vale ir con cuidado, senador Lee, si de verdad han vuelto y tienen éxito esta vez, puede que haya algo ahí fuera que te haga entender sin ningún género de dudas el porqué del miedo ancestral que el hombre siente ante la oscuridad.

Los Ángeles, California

21.40 horas. Hora del Pacífico

El hombre se sentó ante el escritorio tallado procedente de la Rusia de los zares y examinó la cruz recubierta de oro que acababa de llegar a sus manos. Alcanzaba el medio kilo de peso. Con una lupa de joyero examinó las esmeraldas de color verde que adornaban la parte central de la cruz. Sonriendo, se quitó la lupa del ojo derecho y giró la silla hacia el enorme cristal, desde donde podía contemplar la ciudad de Los Ángeles desplegándose hacia el oeste hasta llegar al océano Pacífico. La casa de Mulholland Drive había sido pagada al contado gracias a algunas baratijas como la que tenía ahora en las manos. Su mirada transitó de las luces de la ciudad hasta la piscina que bordeaba uno de los lados de la casa hasta llegar justo debajo de su ventana. Sostuvo la cruz contra el azul de la piscina y apreció el brillo de las esmeraldas.

—La cruz del padre Corinto —susurró. La misma cruz que el cura había encargado fabricar para bendecir a los soldados españoles que habían participado en el asalto y saqueo del Perú. El padre Corinto había sido uno de los integrantes de la expedición capitaneada por Francisco Pizarro.

Un débil golpe en la puerta del estudio lo sacó de su ensoñación. El hombre colocó la cruz sobre el escritorio y la cubrió con una tela satinada.

—¿Sí? —dijo, molesto por la interrupción de lo que debía ser un momento de tranquilidad.

Un hombre con el pelo rapado abrió la puerta y se quedó allí de pie. Iba bien vestido, con una chaqueta negra deportiva y una camiseta de nylon del mismo color.

Henri Farbeaux, excoronel del Ejército francés y antiguo miembro de la Comisión de Antigüedades francesa, miró de arriba abajo al estadounidense y le hizo un gesto para que entrara.

El hombre se acercó hasta llegar a la piel de león que se desplegaba en el suelo frente al escritorio del francés y sacó una carpeta de manila.

Farbeaux se quedó quieto mirando la carpeta. Luego descubrió la cruz y volvió a examinarla.

—¿Qué es eso? —preguntó, dejando ver que la interrupción no había sido de su agrado.

—Es un informe del Black Team sobre la infiltración llevada a cabo en las dependencias de General Dynamics. —El hombre siguió tendiéndole pacientemente la carpeta.

—Ah, el ingeniero de sistemas —dijo mientras volvía a dejar la cruz y tomaba en sus manos la carpeta.

—Podemos presionarle, es muy poco cuidadoso. En solo tres días hemos descubierto que tiene una amante. Héctor ha realizado el acercamiento inicial y nuestro amigo arquitecto se ha mostrado dispuesto a ayudar a Centauro a lograr los planos del proyecto del sistema LTYO.

Farbeaux había estado más de seis meses intentando descubrir algo con lo que pudiera chantajear al ingeniero responsable de LTYO; luego Hendrix había enviado a sus Hombres de Negro para que lo ayudaran, y en solo cinco días habían logrado resultados. Sin duda, la agente cuyo nombre en clave era Héctor era muy buena consiguiendo información oculta de gente bien situada.

Héctor, pensó, al tiempo que sonreía recordando a Hendrix y su capacidad para bautizar a los integrantes del Black Team con nombres de la antigüedad clásica. Pero bueno, a pesar de los exagerados nombres en clave, obtenían resultados. El LTYO, el Láser Táctico de Yodo Oxigenado, el nuevo juguete que Centauro quería conseguir. Mientras General Dynamics necesitaría años de pruebas para lograr la aprobación del gobierno, Hendrix sabría encontrar los atajos necesarios y conseguiría tener un prototipo que enseñar al gobierno en un plazo de seis a ocho meses. Otro sistema de armamento que la compañía podría adjudicarse como propio.

Farbeaux firmó el informe y le devolvió la carpeta al hombre que respondía al estúpido nombre de Aquiles.

—Supongo que usted y su equipo se marcharán después de esto.

—Depende de las órdenes que recibamos de Nueva York.

Un zumbido casi inaudible surgió de la chaqueta de Aquiles, quien, sin dejar de mirar al francés, sacó un pequeño transistor y se lo llevó a la oreja. Hendrix le había advertido en muchas ocasiones acerca de Farbeaux. No se le debía tomar a la ligera. Era un oportunista y no pertenecía oficialmente a la familia Centauro, por lo que debía ser sometido a vigilancia.

—Aquiles.

—Tengo a Nueva York por la línea segura de la oficina —dijo la voz.

Farbeaux hizo como si no oyera al compañero que había abajo y continuó examinando la cruz que tenía sobre el escritorio.

—Tengo el informe. Comunícale a Nueva York que se le será enviado por un canal seguro.

Por el rabillo del ojo, Farbeaux vio cómo el hombre se ponía nervioso al tiempo que su interlocutor decía algo que el francés no podía alcanzar a oír.

—¿Hendrix en persona? —murmuró frente al intercomunicador—. Enseguida bajo —dijo rápidamente, y se volvió a meter el transistor en el bolsillo.

—Si me disculpa, voy a enviar esto a la oficina de Nueva York —dijo Aquiles al tiempo que se daba la vuelta y se marchaba a toda prisa.

Farbeaux levantó al fin la vista a tiempo para verlo cerrar la puerta.

—Idiota —murmuró, y dejó a un lado la valiosa cruz; luego se agachó y con una llave abrió el cajón inferior derecho.

Los integrantes del Black Team estaban invitados en su casa mientras durara la ayuda en la operación Pomona. Habían traído consigo su propio sistema de comunicaciones, pensando que su software era invulnerable, cosa que era prácticamente cierta, si bien lo que Henri tenía pinchado no era su sistema de comunicaciones sino a uno de sus hombres.

En el cajón había una cajita, un regalo que se había hecho mientras trabajaba para el gobierno francés; la puso sobre la mesa y la abrió. Dentro había dieciséis pequeños monitores alineados en tres filas. Seleccionó «Despacho planta baja» y en el monitor apareció la imagen en color que recogía una cámara encajada en un conducto de la calefacción que recorría el techo. Uno de los Hombres de Negro caminaba de un lado a otro de la mesa sobre la que estaba el sistema telefónico de seguridad. Farbeaux sonrió, accionó un conmutador que había en la parte inferior de la caja y fue comprobando las distintas perspectivas que podía registrar la cámara. La imagen se desplazó suavemente hacia la puerta y se quedó allí parada. Luego conectó el sistema láser que había instalado en la parte inferior de la cámara y accionó el rayo invisible. A continuación, puso en marcha el pequeño aparato de grabación y comprobó que el pequeñísimo disco de apenas cinco centímetros de diámetro estaba girando.

Farbeaux vio que Aquiles entraba en la oficina y, sin prestar atención a su inquieto compañero, se dirigía hacia el aparato descodificador que había sobre la mesa. Si alguien se conectaba al sistema con la intención de espiar lo que decían, en vez de palabras tan solo escucharía pitidos sin sentido. Pero eso no le preocupaba en absoluto al francés, que veía ahora cómo Aquiles descolgaba el teléfono. Rápidamente ajustó la cámara y apuntó con el láser al oído de su invitado, mientras este se sentaba en la silla que había detrás de la mesa. Farbeaux ajustó el rayo unos pocos centímetros hacia abajo al tiempo que la cámara ampliaba la imagen. El láser apuntaba ahora exactamente contra el auricular del teléfono. La conversación sería grabada una vez el sistema Centauro hubiera descifrado la voz que venía del otro lado. Cuanto más listos se creen, más fácil resulta sortear un sistema de seguridad empleando el sistema más sencillo posible, pensó. Basta con escuchar a escondidas, como si pusieras un vaso contra la pared de al lado. Activó el sistema en modo automático, de forma que el punto del auricular receptor quedó registrado y la cámara no dejaba de seguirlo en todo momento.

—Es de mala educación ocultar secretos a tus anfitriones, Aquiles —dijo mientras se reclinaba en la silla a esperar.

Cuando la conversación que tenía lugar en el piso de abajo terminó, una luz parpadeó de forma intermitente. Mientras veía a Aquiles salir de la habitación, Farbeaux pulsó un botón que apagaba todo el sistema. A continuación sonrió, apretó el mando de reproducción desde el inicio y se colocó unos auriculares en los oídos. Escuchó los silbidos y ruidos que el filtro generaba al descodificar la llamada, haciendo que la voz del otro lado sonara como una grabación ralentizada de la voz de Darth Vader. Cuánto dramatismo, pensó sonriendo. Luego pudo oír a quien sin duda era Hendrix llamando a uno de sus chicos.

—Aquiles —dijo el hombre desde el piso de abajo.

—Tengo un encargo para vuestro equipo. El francés no debe enterarse —dijo Hendrix.

Farbeaux escuchó con los ojos cerrados, casi sin respirar.

—Sí, señor.

—Tiene que ver con Salvia Purpúrea, así que tiene la máxima prioridad. En su origen, los Black Team fueron creados para esta operación, ¿entendido?

—A la perfección —contestó el hombre desde el piso de abajo.

—En el bar Costa de Marfil de Las Vegas va a aparecer un hombre. Es nuestro principal efectivo en un tanque de pensamiento similar al nuestro. Debe ser eliminado inmediatamente, ¿está claro?

—Sí, señor, ¿cómo se llama el sujeto en cuestión?

—Reese, Robert Reese. Quiere vender información relacionada con nuestro expediente Salvia Purpúrea. No la necesitamos, y por desgracia tampoco lo necesitamos ya a él; aunque no se haya dado cuenta, no nos cabe duda de que puede ponernos en una situación comprometida. Es preciso que desaparezca sin dejar rastro. Puede que sepa algo acerca de las desapariciones del Grupo Evento de 1947. No nos lo podemos permitir, no podemos arriesgarnos a que Lee y Compton descubran nada, ¿entendido?

—Sí, señor, reuniré a mi equipo y nos desplazaremos a Las Vegas lo antes posible.

—No le digan a Legión cuál es el destino al que se dirigen, el francés puede olerse algo. A pesar de tantos años de colaboración, no nos hemos asegurado su lealtad.

—Sí, señor, no es difícil de manejar —dijo Aquiles.

—No se le ocurra, repito, no se le ocurra infravalorar a ese hombre. Tiene una gran cantidad de recursos, conoce bien al Grupo y no es fácil de amedrentar. ¿Ha recibido el pago por el trabajo en Silicon Valley?

—Sí, señor, ahora mismo está admirando la cruz.

—Estupendo, así ese cabrón estará ocupado mientras hacéis vuestro trabajo en Las Vegas.

—¿Qué hay del informe de la consecución de la operación de General Dynamics? —preguntó Aquiles.

—No corre prisa, no resulta prioritario. La operación Reese tiene preferencia, ¿está claro? Saque a su Black Team de ahí sin perder tiempo.

—Sí, señor.

La conexión se cortó.

Farbeaux se quitó los auriculares, volvió a meter la caja mágica en el cajón y lo cerró con llave. ¿Salvia Purpúrea? ¿Reese? El único efectivo del que tenía constancia en Las Vegas era esa rata del Grupo Evento que trabajaba con Compton y Lee. ¿Qué podía ser tan valioso como para quemar a alguien como él? ¿Qué era eso de Salvia Purpúrea?

Farbeaux se levantó, cogió la cruz del padre Corinto, la envolvió con cuidado en una tela de satén negro y la volvió a poner en la caja fuerte que tenía en la pared. Luego, del cajón del escritorio, extrajo una caja hecha de madera de nogal, la abrió y cogió una pistola Glock 9 mm. Sacó también un pequeño cilindro que había junto al arma. A continuación, introdujo el silenciador en el bolsillo de la chaqueta y la pistola en una funda que guardaba también en el cajón. El teléfono que había sobre la mesa comenzó a sonar.

—¿Sí? —dijo Farbeaux.

—Mi equipo ha recibido instrucciones de abandonar el estado durante uno o dos días —informó Aquiles.

—Muy bien, a ver si así puedo realizar mi investigación sin más interrupciones.

—Sí, señor.

Sabía que había algo que asustaba a la compañía que lo financiaba y que, fuera lo que fuera esa Salvia Purpúrea, tenía algo que ver con el Grupo Evento. Por eso Reese se había convertido en un lastre; por eso y por la información que tenía sobre la desaparición de algunos integrantes del Grupo Evento en 1947.

Tendría que averiguar qué era exactamente lo que estaba en juego. No iba a permitir que lo dejaran al margen de un Evento que podía beneficiar a Henri Farbeaux. Miró el reloj y se puso la chaqueta. Al Black Team le costaría un rato organizarse y conseguir un vuelo comercial a Las Vegas. Si se daba prisa podría llegar antes que ellos. Llamó a su piloto y ordenó que se preparara para un vuelo desde el aeropuerto internacional de Los Ángeles hasta el McCarran en Las Vegas. Llegaría antes que ellos y averiguaría qué es lo que hacía que estuvieran tan histéricos en Nueva York.