Capítulo 5


Montañas de la Superstición, Arizona

14.50 horas

El sonido del pequeño motor hizo que Buck afilara las orejas. Los dos pares de ojos miraron la llanura del desierto que se extendía a su derecha. El viejo percibió la pequeña polvareda e hizo un gesto de hartazgo con la cabeza.

—Ese maldito crío se va a partir la crisma con ese cacharro un día de estos —dijo en voz alta mientras se encaminaba otra vez hacia las montañas.

El ruido se hizo más intenso y el viejo vio por fin el quad de cuatro ruedas de color rojo y a su pequeño conductor. El ciclomotor todoterreno pasaba zumbando por los viejos derrubios, saltando de un lado a otro. El piloto se percató de la presencia de Gus y Buck y se dirigió hacia ellos, saludando una y otra vez con una de las dos manos. Mientras se acercaba, el chico no advirtió que había una hendidura más profunda que las demás. Su rueda delantera cayó sobre la grieta y se clavó en la arena, solo llevaba una mano en el manillar, así que corría una situación de grave peligro. Desde el lugar en el que estaba, Gus solo pudo ver la parte de atrás de la máquina elevándose en el aire y una nube de arena y polvo que ocultó el tremendo accidente que parecía haber tenido lugar.

—¡Ese hijo de puta lo ha hecho, se ha partido la crisma! —gritó al tiempo que soltaba las riendas de Buck y salía corriendo hacia el lugar donde era posible que se encontrara el cadáver del muchacho. El mulo echó a correr tras él con el consiguiente ruido de botes, sartenes y palas.

Al llegar, descubrió al muchacho despatarrado y sentado en el suelo, intentando quitarse el casco rojo. Aparte del polvo que lo cubría por completo y el rastro de sangre procedente de la nariz en el labio superior, parecía que estaba vivo. Gus saltó al pequeño arroyo, evitando las ruedas delanteras del quad, que todavía seguían girando.

—Maldita sea, William. Te has pegado una buena, chaval. —Gus pasó los brazos por debajo del muchacho y lo ayudó a levantarse.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Billy Dawes cuando pudo por fin quitarse el casco.

—¿Que qué ha pasado? Que has salido volando por los aires, idiota, eso es lo que ha pasado. —Gus lo miró de arriba abajo mientras seguía sosteniéndolo.

—Joder —dijo el chico mientras se quitaba el polvo de la cara y de la ropa.

Tilly lo soltó y dio un paso atrás para ver mejor al chico. No parecía que tuviera nada roto. La pequeña motocicleta parecía en buen estado. Para estar del todo seguro, Buck, que había bajado al antiguo arroyo sin que se dieran cuenta, empujó al muchacho con su hocico, haciéndolo caer contra la motocicleta.

—¡Eh! —gritó el muchacho—, ¿por qué has hecho eso? —le preguntó al mulo, que optó por hacerse el inocente.

Gus ayudó al muchacho, de once años de edad, a levantarse y le quitó el polvo de encima. Billy se quedó mirando a Buck y le dijo que no con la cabeza. El mulo movió las orejas.

—Y vigila esa boca, muchacho. Seguro que a tu madre no le hace gracia que te hagas tan malhablado como el viejo Gus.

—No, seguramente me frotaría bien la boca con una pastilla de jabón.

—¿Sabe tu madre que estás aquí? —preguntó el viejo, entrecerrando el ojo izquierdo y acercándose más a Billy.

El chico se limpió la sangre de la nariz y el labio, y sonrió a Gus. Su silencio fue de lo más elocuente.

—Muchacho, ¿acaso no sabes lo peligroso que es este desierto? ¿Qué habría pasado si te llegas a romper las piernas y no está aquí el viejo Gus para ayudarte?

—Pero no me las he roto —protestó el joven Billy. Luego adoptó un gesto meditabundo—. No le dirás a mi madre que estaba aquí, ¿verdad?

Gus hizo como que se lo estaba pensando y luego le dio la espalda al chico.

—No sé… te has pegado una buena. Tienes sangre y todo.

—No es para tanto, Gus, de verdad, nunca tengo accidentes. Sé conducir por aquí, tú lo sabes.

Gus ladeó la cabeza para que Billy pensara que le estaba dando vueltas al asunto.

—De acuerdo, pero móntate en ese trasto y vete donde está tu madre —dijo Gus, señalando el quad, que estaba tirado en el suelo.

—¿No puedo ir un rato contigo y con Buck? Ya sabes cómo se pone el bar los viernes. Allí lo único que hago es estorbar.

Gus miró hacia los lados y alzó la vista al sol de mediodía, sin prestar mucha atención a la petición de Billy. Se quitó el pañuelo y se secó otra vez el sudor de la frente. Luego se volvió a poner el sombrero y miró hacia las montañas que tenía enfrente, a unos tres kilómetros de distancia. No sabía muy bien por qué, pero ese día le parecía que tenían un aspecto muy raro. Movió un poco la cabeza hacia los lados, para ver si la extraña sensación se desvanecía.

—Cada día estoy más senil —murmuró para sí.

—¿Cómo dices, Gus? —preguntó el muchacho, y dejó por un momento de sacudirse el polvo para comprobar qué le pasaba a su viejo amigo.

Gus se giró y miró hacia Billy, luego sonrió y el sol se reflejó en su dentadura falsa.

—No me hagas caso. Bueno, supongo que no pasará nada porque nos acompañes un rato. Pero cuando yo te diga, te vas para tu casa, ¿trato hecho? —dijo, ofreciéndole la mano sin quitarse el guante.

Billy le estrechó la mano y en su rostro se dibujó una sonrisa tan grande como la del gato de Cheshire. Entre los dos levantaron el quad, y Gus hizo que Buck se pusiese en marcha. Pero las montañas volvían a atraer su atención. En silencio, le devolvían la mirada, como retándole a que se acercara.

—¿Has oído ese ruido tan enorme?

—Sí, algo me pareció oír —repuso Gus, sin confesar que aquello por lo que preguntaba los había derribado a él y a Buck.

—Ha tenido que ser un jet muy grande, ¿no?

—Ve por delante y busca rastros de tamajaras, muchacho. Si quieres venir con Gus, te lo has de ganar y no ser tan preguntón —le dijo, guiñándole un ojo.

—Sí, señor —contestó Billy, haciendo un saludo militar bastante aceptable. Luego se ajustó el casco, enganchó la correa y giró la llave que ponía en marcha el motor. Le dio gas al motor de la Honda y salió disparado a tal velocidad que Buck retrocedió un paso del susto.

Gus vio alejarse al muchacho, su silueta iba dibujándose contra las montañas y la luz del sol se reflejaba en el casco cromado. El viejo sintió un escalofrío. Pensó que lo mejor sería acampar esa noche en las estribaciones de las montañas y empezar la ascensión a la mañana siguiente. Conforme había ido pasando el día, había decidido que no quería tener nada que ver con las montañas esa noche. Mirando la pradera empezó a entender las historias de fantasmas que circulaban sobre aquel lugar. Quizá había algún motivo para que la mina secreta del holandés estuviera perdida, quizá fuera mejor que ningún hombre la encontrara nunca.

Habían pasado dos horas desde que los tres se habían detenido y Gus estaba pasando su vieja cantimplora. El viejo usó su sombrero para darle de beber a Buck mientras Billy le propinaba golpecitos entre los ojos y Buck se acercaba más y más al chico.

—Deberías dejar de tontear con el mulo e ir tirando ya para casa. —Gus miró a su alrededor y luego dirigió la vista hacia arriba, hacia la montaña de tono blanquecino—. No quiero que te sorprenda aquí la noche.

—¿Cuánta gente se ha perdido buscando esa mina? —preguntó Billy, dejando de molestar a Buck y aproximándose al pequeño campamento.

—No tantos como les gustaría a los indios y a los guías turísticos que creyera la gente, eso seguro —dijo Gus mientras miraba el tranquilo desierto.

—¿Cuántos? —insistió el muchacho.

Gus terminó de desplegar la lona que le serviría de estera y, rascándose las largas patillas que le llegaban hasta la barbilla, dijo:

—Bueno, cerca de trescientos. —El viejo vio al chico pasar de la curiosidad al temor. Gus sonrió para sí, divertido con la exageración—. Ahora será mejor que te montes en tu ciclomotor y pongas pies en polvorosa.

Billy Dawes se quedó mirando el desierto. Las sombras ya iban alargándose y tenía que ir a ayudar a su madre.

—Sí, será mejor.

—Y una cosa, chico…

—¿Sí, señor?

—No creas que no me he dado cuenta del polvo que llevabas antes encima —dijo Gus, con un ojo cerrado a causa del sol de la tarde.

—¿Qué polvo? —dijo Billy, plenamente consciente de a qué se refería Gus.

—Antes de venir a buscarme has estado dando vueltas por las llanuras de sosa, ¿verdad?

Gus se lo había advertido un millón de veces. Esas llanuras eran el lecho seco de un antiguo lago en la parte oriental del valle. El sedimento alcalino se extendía a lo largo de tres o cuatro kilómetros cuadrados tan llanos como una sartén, lo que las convertía en un lugar perfecto para circular a toda velocidad con un quad.

—Sólo las he bordeado, Gus, de verdad, no las crucé.

—Muchacho, esa cosa alcalina es peligrosísima. Si te caes encima, te corroerá la piel. Pero, bueno, si prefieres no hacerme caso, no vienes más conmigo y arreglado, ¿está claro?

—Vale, Gus, te lo prometo, no iré nunca más.

—Vale, ahora tengo tu palabra, ¿se acabaron las llanuras?

Billy levantó la mano derecha.

—Lo prometo —dijo, muy serio.

El viejo vio al chaval acercarse al mulo y susurrarle algo al oído. Buck movió las orejas dando su consentimiento. Billy se puso el casco de color rojo y arrancó el quad, dio un par de acelerones y luego partió hacia casa.

Cuando tuvo lista la estera, el viejo buscador de oro miró en su bolsillo lateral y sacó una botella de bourbon, pensando aún en esa sensación rara que le rondaba y en ese muchacho y su peligrosa afición a las malditas llanuras alcalinas. Quitó el tapón y echó un buen trago, luego miró a Buck, que llevaba un rato mirándolo a él.

—¿Qué?

El mulo enseñó los dientes y luego hizo girar sus largas orejas.

—Esta noche necesito la medicina, viejo. Me gustaría dormir toda la noche de un tirón. —Se quedó mirando a la montaña, luego dio otro trago—. Soy demasiado viejo para tenerle miedo a la oscuridad.

Buck resopló, como si estuviera de acuerdo con él.

—Resopla todo lo que quieras, colega, pero me siento igual que un niño que sabe perfectamente que el hombre del saco está ahí fuera, en algún sitio.

Mientras echaba otro trago, volvió a escudriñar las montañas que se alzaban ante él. Ahora las montañas albergaban un secreto bien guardado que muy pronto iba a ser compartido con el resto del mundo. El hombre del saco estaba a punto de despertar.

Grupo Evento.

Base de la Fuerza Aérea de Nellis, Nevada

Jack encontró a Everett esperándolo en el nivel siete.

—Menos mal que Alice le ha enviado, nadie me ha dicho dónde está la sala de conferencias.

—Hay un mapa en el paquete de bienvenida que no ha recibido aún —explicó Everett mientras le hacía un gesto a Collins para que lo acompañara.

—Esto ya me recuerda más al Ejército —dijo Collins. Los dos rieron mientras avanzaban por el enmoquetado pasillo circular.

Mientras los dos oficiales ascendían tres pisos hasta llegar a la sala de conferencias, otro hombre bajaba en un ascensor hasta el nivel treinta y tres del subsuelo, al pequeño club que en el Grupo se conocía familiarmente como El Arca. Había abandonado, antes de que concluyera su turno, sus funciones en el nivel catorce, el nivel que albergaba la red principal de sistemas informáticos. El hombre era alto y rollizo, tenía el pelo pelirrojo y algo alborotado, y en su camisa blanca resaltaba una mancha de tinta en el bolsillo izquierdo. Aprovechando la confusión y el ir y venir de la gente, había salido del Centro Informático minutos después de que el equipo de evaluación de Evento fuera convocado a la sala de conferencias.

Robert Reese había sido seleccionado por su capacidad para diseñar programas e interconectarlos de forma ilegal a otros sistemas de todo el mundo, pero sobre todo estaba allí por su conocimiento del Europa XP-7, el ordenador de la compañía Cray, único en su categoría.

Reese estaba llevando a cabo unas pruebas rutinarias en el satélite de reconocimiento KH-11 propiedad del Grupo; tenía que reajustar los sistemas cuando de pronto tuvo acceso a unos datos para los que no contaba con la autorización necesaria. Las únicas personas autorizadas para acceder a esa información eran el doctor Compton y Pete Golding, el director del Centro Informático. Rápidamente hizo una copia de los datos, que estaban codificados, y en cuestión de minutos los descifró y borró cualquier rastro del proceso. Cuando vio los datos que había descodificado se dio cuenta enseguida de que tenía en su poder la información más increíble a la que había accedido jamás.

Reese había sido reclutado y contratado por el Grupo Evento en Seattle, donde tenía un buen empleo y una prometedora carrera como gestor de sistemas en Microsoft. Pero la oferta de trabajo que realmente había suscitado su interés había llegado después de la del Grupo, y de forma aún más clandestina, si bien ese trabajo en cuestión solo podría llevarse a cabo una vez hubiera sido contratado por el Grupo Evento. La gente que le hizo la oferta pagaba muy bien y hacía pocas preguntas: solo tenía que comprometerse a enviar información cuando se le requiriera, o en caso de que se encontrara con algo que le resultase interesante.

Hasta ahora todo había ido de maravilla. Trataba con gente de los bajos fondos de Las Vegas que le pagaba bien a cambio de los secretos que les proporcionaba acerca de las incógnitas del pasado. Sin embargo, le habían ordenado que estuviera atento a un asunto que les interesaba particularmente, y ese asunto había aparecido hoy ante el satélite de reconocimiento.

Las puertas del ascensor se abrieron, cruzó el vestíbulo que había frente a El Arca y entró en el club en penumbra. Apenas había clientes, la mayoría eran parejas que tomaban una cerveza o un combinado después de acabar el trabajo. En la máquina de discos sonaba una canción de rock and roll que no fue capaz de reconocer; nunca le había dedicado tiempo a algo tan mundano como la música. Caminó hasta la pared al lado de los aseos, donde había tres cabinas, una al lado de la otra. Sabía que ese inepto de seguridad, ese machito marine medio gilipollas, estaba haciendo un seguimiento de las llamadas que se efectuaban desde el Grupo, pero eso no significaba ningún problema para él. Reese no miró hacia los lados mientras se dirigía a las cabinas. Sabía cuáles eran las cosas que llamaban la atención y cuáles no. El especialista en ordenadores introdujo su tarjeta de crédito en la ranura y la deslizó hacia abajo. Se trataba de una tarjeta especial que había diseñado el propio Reese. En realidad era una tarjeta Sprint, pero llevaba incorporados algunos extras de los que se sentía especialmente orgulloso. Al pasar la tarjeta, la banda magnética situada en la parte posterior se comunicaba directamente con el ordenador de Sprint Telecomunicaciones y luego con una línea telefónica de AT&T. El chip de microordenador que había insertado iniciaba una reacción en cadena que provocaba que el orden de los dígitos del número que marcaba se alterase al azar. Era imposible de rastrear; en la factura de algún tipo o de alguna chica de, por ejemplo, Wisconsin, aparecería el coste de esa llamada. Si alguien lo intentase comprobar, el número marcado tendría dos mil dígitos, con lo que sería imposible saber a quién había llamado. Y no solo eso, el destinatario tendría un prefijo telefónico correspondiente a un lugar a cinco mil kilómetros de distancia del verdadero destino de la llamada. Reese marcó los números y esperó sonriendo a que el teléfono sonara en Las Vegas. Mientras esperaba, llamó al barman y le hizo un gesto al tiempo que movía los labios diciendo la palabra «Budweiser». El barman asintió y fue a por su bebida. El teléfono empezó a sonar al otro lado de la línea de la llamada clandestina.

—Bar Costa de Marfil —respondió una voz femenina.

—Me gustaría reservar una mesa para esta noche, me llamo Reese. Bob Reese.

La mujer al otro lado de la línea se quedó dudando un instante.

—Sí, señor Reese, no hay problema. ¿A qué hora empezará la celebración?

Reese miró su reloj de pulsera e hizo un cálculo.

—Dentro de tres horas.

—Muy bien, señor Reese.

—Gracias. ¿Puede decirle a Simon, el camarero, que ponga a enfriar una botella de champán, por favor? —Reese colgó.

Se acercó hasta la barra. Dio varios tragos lentos a la alargada botella, puso cara de asco y dejó la cerveza en la barra. Reese no consideraba que lo que hacía fuera una traición. Esa era una palabra muy fea que no tenía sentido para gente como él, porque la única palabra que le importaba de verdad a Reese era una mucho más sencilla: «Beneficio». Y sabía que este viaje a la ciudad iba a ser muy beneficioso, porque en todos los contactos que había tenido hasta ahora con la Corporación Centauro nunca había pronunciado las palabras en clave que acababa de decir. «Que ponga a enfriar una botella de champán» significaba que tenía información de vital trascendencia sobre el asunto número uno en su lista, una información muy importante y muy cara.

El barman de El Arca, un antiguo marine que actualmente trabajaba como soldado de primera clase dentro del departamento de Seguridad, se quedó mirando a Reese mientras este salía del club silbando.

—Eh, doctor Reese, me debe tres pavos.

Pero Reese siguió caminando, inmerso en sus pensamientos. El barman miró el reloj y apuntó la hora que era.

Después de que Reese saliera de El Arca, el barman decidió informar acerca del hombre que había aparecido citado en la lista de seguridad aquella mañana. Fue andando hasta el teléfono que había en el extremo del bar y miró a la gente que había allí, bebiendo y charlando. Cuando vio que ninguno reparaba en él, descolgó el teléfono y rápidamente marcó tres dígitos.

—Centro de Seguridad, sargento Mendenhall —dijo el sargento de raza negra con tono cansado.

—Sargento, soy Wilkins. ¿Están por ahí el capitán Everett o el nuevo comandante?

—No, ahora mismo están con el senador y con el doctor Compton. Ha pasado algo gordo —declaró Mendenhall bostezando.

—¿Puedes apuntar en el cuaderno de seguridad que uno de los de la lista entró aquí hace media hora y llamó por teléfono desde una de las cabinas? Era ese Reese, el ayudante de supervisión del Centro Informático. Según la lista de turnos, cuando llegó aquí le tocaba estar de servicio.

—Muy bien, es una infracción muy clara. Lo apuntaré en el cuaderno y se lo pasaré al capitán y al nuevo jefe; seguro que se lo comunican al doctor Compton y ese Reese se lleva una advertencia por escrito o una buena bronca mañana por la mañana.