Grupo Evento. Base de la Fuerza Aérea de Nellis, Nevada
7 de julio, 13.30 horas
La especialista de quinta categoría Sarah McIntire cerró el libro y el cuaderno al terminar la clase. La lección de hoy había versado sobre las distintas dificultades ocultas en los lugares donde se encuentran enterrados restos humanos y las trampas para evitar a los saqueadores que los arqueólogos del Grupo Evento habían visto en las excavaciones en distintas partes del mundo (en lugares como el Valle de los Reyes, cerca de Luxor, en Egipto, o en las ruinas incas halladas en Perú en el año 2004). Sarah daba clase de geología y hoy había aprovechado la oportunidad que le concedían los antiguos moradores de la Tierra para animar un poco su aburrido temario. Había sido reclutada por un profesor que la visitó gracias a un vídeo de una de sus clases colgado en internet. Era una clase bastante buena acerca del uso que los antiguos arquitectos hacían de las fuentes termales y de otros elementos naturales a la hora de idear trampas para sus tumbas.
—Caray, ¿los has dejado muertos de verdad o qué?
Sarah se volvió y vio a su compañera de habitación, la encargada de comunicaciones de primera categoría Lisa Willing, de la Marina de los Estados Unidos, que sonreía y sujetaba los libros contra sus prominentes pechos. El mono de trabajo de color azul del Grupo le quedaba demasiado ajustado, lo cual contribuía a que la gente la llamara, a sus espaldas, y haciendo un juego de palabras con el significado de su apellido, «la dispuesta Lisa». Sarah estaba segura de que Lisa lo habría oído alguna vez, pero su amiga siempre se mostraba partidaria de no hacer mucho caso de lo que dijera la gente. Sarah sabía que Lisa era enormemente inteligente y que era una eminencia en su campo: la electrónica y las comunicaciones. Como su compañera de habitación, sabía que a lo que estaba siempre dispuesta era a dedicar las noches al estudio o, en alguna rara ocasión, a ver una película en la televisión por cable que se sintonizaba en el complejo. Aunque existía alguien importante en su vida, de momento esa historia permanecía en secreto, y su apodo era, por desgracia, muy popular.
—Ah, muchas gracias, ¿así que soy aburrida?
—No, que lo decía de broma, chica —dijo Lisa, sonriendo y dándole a su amiga con el hombro.
—En una semana más acabo mi trabajo de graduación y tendré mi máster en la Escuela de Minas de Colorado. Y ni siquiera eso me garantiza que me envíen a algún sitio. —Sarah se quedó mirando a Lisa—. Tú sí has estado alguna vez, ¿verdad?
—¿Lo de Egipto? Sí, el año pasado estuvimos en esa operación que se echó a perder cuando ese francés gilipollas informó al doctor Fryman, de la Universidad de Nueva York. Nos quedamos así de cerca —Lisa casi juntó sus dedos índice y pulgar— de conseguir pistas muy interesantes sobre algunas reliquias que habían sobrevivido a la destrucción de la gran biblioteca de Alejandría.
Sarah miró a su amiga con envidia. Tenía ganas de que llegara el día de participar en algo que no fueran simulacros o clases. Saldría de aquí con un máster en geología, un cargo de oficial y una insignia de alférez, pero lo que ella quería, al igual que casi todos los integrantes del Grupo, era trabajar sobre el terreno. En los dos años que llevaba allí aún no había surgido la oportunidad. Ella no era igual que la mayoría de los científicos que trabajaban en el Grupo; ante todo era una soldado, y por eso le resultaba aquello tan frustrante. Había recibido la formación necesaria para sobrevivir en condiciones adversas, estaba capacitada para algo más que para los equipos de túneles y de geología; deberían destinarla allí donde hiciera falta un soldado. Aunque sabía que era una simple casualidad que su equipo de geología no hubiera sido enviado aún a ninguna misión, eso no aliviaba la sensación de frustración que sentía.
—Me habría encantado estar allí —dijo Sarah mientras se cruzaban con más gente que iba camino de las clases o del comedor.
—Ya te llegará el turno —dijo la chica rubia—. Oye, ¿te apetece comer algo? Me muero de hambre. —Lisa se había convertido en una experta en desviar a su amiga de los temas de conversación más espinosos.
Sarah se encogió de hombros y las dos juntas se dirigieron al comedor. Sarah entró en la cafetería inmersa en sus pensamientos, de manera que no vio al hombre que llevaba la insignia de hojas de roble doradas. Por suerte, él previó el choque antes de que sucediera. Con un rápido movimiento levantó la bandeja con rosbif y puré de patatas. Sarah puso los brazos encima de la cabeza, con la esperanza de que si le caía encima la comida, lo hiciera sobre el libro que llevaba, y no sobre ella. Al hacerlo, dio unos pasos hacia atrás sin darse cuenta y chocó con otro hombre un poco menos alto, tirando también su bandeja. El hombre fue lo bastante hábil como para dar un par de pasos atrás y evitar que los platos cayeran, si bien no pudo salvar un sándwich y un dulce de gelatina de color verde.
—Va rebotando como una bola de pinball —dijo el primer oficial con el que había chocado, el que era más alto.
Sarah se volvió hacia el segundo hombre, que sostenía con una mano la bandeja e intentaba reorganizar su contenido.
—Lo siento muchísimo —dijo avergonzada.
—Tendrá que disculpar a mi compañera de habitación, se pasa el día soñando con cuevas, túneles y más cosas espantosas —intervino Lisa, fijando más de la cuenta la mirada en el más alto de los dos oficiales.
—No se preocupen, señoras, solo ha sido un ligero choque en cadena. No se han producido heridos —dijo el hombre de pelo moreno oscuro que llevaba una insignia de comandante del Ejército en su nuevo mono de trabajo.
Sarah retrocedió con el libro pegado al pecho. Sus ojos se quedaron clavados en los ojos azules del hombre. Tenía una mirada decidida, su sonrisa era cautivadora y sus ojos tenían algo de hipnóticos. Sarah rompió la incomodidad del momento dándose la vuelta y caminando lo suficientemente deprisa como para que Lisa tuviera que correr un poco para alcanzarla.
—Eh, no vayas tan aprisa —le dijo Lisa a Sarah mientras esta se batía en retirada; y luego se volvió a mirar al más alto de los dos hombres, el que llevaba la insignia de capitán de corbeta. Él le devolvió la mirada, sonriendo ante el comentario de su compañero y finalmente siguió su camino.
—Maldita sea, es el nuevo jefe de seguridad —dijo Sarah mientras cogía una de las bandejas apiladas y se ponía en la fila.
—Si te conviertes pronto en oficial, de ahí podría salir algo —le dijo Lisa, señalando con la cabeza el lugar donde había sucedido el accidente, y donde ahora solo había gente que las miraba y que esperaba a que la cola volviese a ponerse en marcha.
Sarah se giró y miró a su amiga.
—¿Todo el Ejército tiene la mente sucia y ve cosas inexistentes en algo tan mundano como estar a punto de tirarme un montón de comida por encima, o eres solo tú?
Lisa sonrió, parpadeó seductoramente y dijo:
—No, supongo que soy solo yo.
El capitán de corbeta Carl Everett medía un metro noventa centímetros, y por eso había podido maniobrar con tanta facilidad con la bandeja por encima de la cabeza de Sarah. Tenía el pelo rubio y corto. Las mangas de su mono dejaban ver unos brazos bronceados y musculosos. Dejó la bandeja con la comida en la mesa y cogió una de las sillas, pero mientras esperaba a que su jefe se sentara primero, dirigió la vista hacia Lisa y hacia Sarah, la compañera de habitación con la que había estado a punto de chocar, que acababan de ponerse en la fila. Se quedó esperando a ver si Lisa volvía a mirar, pero parecía demasiado ocupada charlando con la gente que tenía alrededor y haciendo bromas con los cocineros. Finalmente se dio por vencido y se sentó. Nunca intentaba comunicarse con Lisa durante las horas de servicio, porque el secreto que mantenían era una infracción grave del protocolo militar que podría llegar a llevarles ante un consejo de guerra.
—¿La comida es siempre tan buena aquí? —preguntó Jack.
—Sí, señor, normalmente hay tres o cuatro segundos platos, y desde que está gestionado por el Gobierno y no por el Ejército, oficialmente tiene la categoría de cafetería, aunque no sé muy bien lo que eso significa —bromeó Everett, luego se quedó un momento parado, con el tenedor cargado de puré de patatas camino de la boca, y dijo—: Pero la comida durante las misiones es la de siempre: comida precocinada en abundancia pero no de buena calidad.
Collins sonrió. Durante el tiempo que había estado en activo había ingerido comida liofilizada suficiente como para alimentar a toda Botswana.
—¿Entonces qué, capitán, le gusta la misión aquí? —preguntó antes de llevarse la comida a la boca.
—Lo suficiente como para no querer cambiar de puesto. Quieren mandarme de vuelta a las fuerzas especiales con un ascenso y un cómodo período de entrenamiento, pero he solicitado formalmente estar seis años más apartado del servicio.
Collins alzó las cejas, sorprendido.
—Sí, aunque he prometido que reconsideraría mi alistamiento si otra de las misiones del Grupo volvía a truncarse.
—¿No echa de menos las misiones de las fuerzas especiales?
Everett se quedó pensando un momento mientras dejaba el tenedor. Había aprendido que cuando hablaba con un oficial de rango superior debía tomarse el tiempo necesario y dar la respuesta que él quería dar y no la que querían que diera.
—Echo de menos a mis compañeros, pero esta es la misión en la quiero estar, y para serle sincero, señor, aquí hay más acción que en tres equipos de fuerzas especiales juntos.
Everett miró por encima del hombro del comandante y vio a Lisa y a Sarah sentadas al otro extremo del enorme comedor. Lisa levantó la vista un momento y sonrió fugazmente a Everett, luego le susurró algo al oído a su amiga y siguió comiendo.
—Por cierto, he visto la forma en que os mirabais tú y tu señor Everett hace un minuto —dijo Sarah sin levantar la vista del plato.
—¿Mi señor Everett? —le dijo Lisa a su compañera de cuarto, con la cuchara quieta en la mano.
Sarah siguió sin levantar la vista del plato.
—Cada vez tengo más claro que no deberías ir a las misiones con el Grupo, y sobre todo nada de barcos. Tienes la mala costumbre de hablar en sueños, y si yo me entero de estas cosas, también se pueden enterar los demás.
—Yo no hablo en sueños… ¿Lo dices de verdad? —dijo Lisa quedándose pensativa.
—Sí, y recuerda que eres una soldado y que ese capitán tuyo, Everett, es un oficial y un caballero, por lo menos según el Congreso de los Estados Unidos —afirmó Sarah, levantando al fin la vista de la ensalada.
—Se me ha ido un poco de las manos, estamos intentando reconducir la situación. Pero no paro de pensar en ese grandullón todo el tiempo —dijo Lisa, dejando la cuchara en el cuenco de sopa y frotándose los ojos con las palmas de las manos—. ¿Y qué me dices del nuevo oficial? Carl no me ha dicho nada. ¿Tú has oído algo?
—Se supone que es una especie de gurú en lo que a operaciones secretas se refiere.
—A mí me ha parecido un oficial normal y corriente. Pero bueno, tú lo has visto bastante mejor que yo.
—Más te valdría pensar en cómo vas a dejar esa historia tuya con el capitán América —le reprendió Sarah mientras alzaba la ceja izquierda.
Lisa no contestó, se quedó allí sentada con la mirada perdida delante de la sopa.
—El senador me contó algunas cosas bastante increíbles, desde luego, pero no acabo de estar convencido de la importancia de todo esto.
Everett volvió a meditar su respuesta y dejó el cuchillo y el tenedor al tiempo que se limpiaba la boca con una servilleta; luego intervino:
—Señor, le pasa a usted lo mismo que a mí o que a cualquier oficial que llega al Grupo. Le asalta la pregunta de si estamos aquí solo para jugar unos cuantos juegos y hacer de niñeras.
Collins apartó el plato y escudriñó los ojos de Carl, luego se cruzó de brazos y se quedó escuchando.
—Puedo asegurarle, comandante, que no vamos tras unos cuentos de hadas. Lo que hacemos aquí es muy peligroso, y a veces nos cuesta la vida.
—¿Y cómo es eso? —preguntó Collins, sin apartar la mirada de los ojos del joven.
—Verá, hará unos cuatro años llevé a cabo mi sexta o séptima misión sobre el terreno. Esos tarados de los ordenadores de ahí arriba dieron con una excavación arqueológica que se estaba llevando a cabo en Grecia. La financiaban la Universidad de Texas y el Gobierno griego. Los integrantes del equipo eran la doctora Emily Harwell, unos cuantos licenciados de Texas, un par de profesores griegos y, por supuesto, otra doctora del Grupo Evento y yo, que nos infiltramos en el equipo. —Everett se detuvo otra vez y se quedó mirando al infinito.
Collins se quedó observándolo; su segundo de a bordo contaba la historia como si estuviera relatando un informe.
—La doctora y los estudiantes que la acompañaban descubrieron una serie de cálculos matemáticos enterrados dentro de unas vasijas de arcilla y sellados con cera de abeja. Algún alquimista griego desconocido los había dejado allí, en la bodega de su pueblo. No era nadie conocido, era uno de esos hombres cuyo trabajo pasa a la historia por su brillantez sin que lleguemos nunca a conocer el nombre de su autor, pero con esas ecuaciones de tres mil años de antigüedad se podía calcular la velocidad de la luz. El descubrimiento era increíble, puedo decirle que muchas personas se quedaron boquiabiertas. Se trataba de un trabajo escrito en un papiro del que el mismísimo Einstein se habría sentido orgulloso. ¿Cómo había podido hacer aquello? Y, lo más importante, ¿por qué había llegado a esas conclusiones aquel desconocido matemático griego?
—Me gustaría poder verlos. —Jack estaba impresionado.
—Nos arrebataron el descubrimiento por la fuerza —repuso Everett—. El Grupo Evento, pese a ser único en el mundo, trabaja y compite con agencias extranjeras a través de la tapadera de los Archivos Nacionales. Oficialmente, nadie sabe que existimos. Bueno, Gran Bretaña tiene muchos indicios, pero nunca han podido probarlo. El resto de grupos de archivos van básicamente a la búsqueda de antigüedades, mientras que los Estados Unidos han convertido el estudio de la historia de la humanidad en una ciencia. A través del estudio del pasado modificamos el presente. Ahora bien, algunos países y organizaciones que no respetan el orden internacional tienen sus propias reglas. La noche del robo, un hombre llamado Henri Farbeaux se hizo con el manuscrito. Los franceses han negado que trabaje para ellos, así que probablemente sea un mercenario; es un hombre que no se anda con miramientos a la hora de conseguir información si la situación así lo requiere. Alguien, alguna organización, le facilitó los datos y el equipo necesario, ya que disponía de un equipamiento de última generación, comparable al nuestro, y nosotros solo tenemos lo mejor.
—He trabajado con otra gente especializada en Operaciones Especiales, pero nunca he oído hablar de ese tal Farbeaux; al menos nunca lo he visto mencionado en ningún informe de Inteligencia, ya fuera francés o de cualquier otra nacionalidad —dijo Collins.
—No se anda con ninguna consideración, comandante. Sospechamos que el grupo que nos atacó en Grecia estaba dirigido por él. «Hombres de negro», los llamamos. Siempre atacan de noche y por sorpresa. Tuvimos veintidós bajas, una de ellas era una integrante de nuestro equipo, una doctora del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Le tenía mucho cariño. Era tremendamente fea, pero también la mujer más inteligente que he conocido nunca y una de las más divertidas. Contaba los chistes más guarros del mundo. —Everett sonrió mientras la recordaba—. Estuve tres horas en las colinas que rodean Atenas hasta que una fuerza de choque de los comandos de las Fuerzas Aéreas de Aviano, en Italia, llegó y me sacó de allí.
—¿Lo hirieron? —preguntó Collins.
—Me dieron en la pierna. Juro por Dios que cogeré a ese hijo de puta de Farbeaux. Tiene una cuenta pendiente conmigo y algún día se la voy a hacer pagar.
—¿Entonces consiguió los documentos y salió de allí sin más complicaciones?
Everett respiró profundamente y se reclinó en la silla.
—Sí, señor, así fue. Parece como si conociese siempre nuestros planes, sabe dónde vamos a estar y lo que estamos haciendo, de ahí la inspección interna en busca de infiltrados que estamos llevando a cabo. —Everett se concentró y cerró los ojos—. Los israelíes estuvieron a punto de cazarlo, pero se les escapó; fue hace tres meses, al sur de Sudán. Ese cabrón parece poseer un sexto sentido. Apenas una hora antes de que los del Mossad se hicieran con él, desapareció, seguramente alguien lo avisó. Es muy bueno y viaja con un equipo internacional de asesinos, y muchos de ellos son estadounidenses, tipos que han recibido formación, como usted y como yo.
—Debe de contar con financiación de algún sitio. Con todo el equipo informático que hay aquí esa información ha de ser fácil de encontrar. ¿El FBI no sabe nada?
—Lo único que sé es que ese hijo de puta tiene amigos en las altas esferas y que va siempre un paso por delante del Grupo. Respecto a los federales, gracias a ellos nos hemos enterado de que, aparte de por nuestra organización, también está interesado por la tecnología. Parece ser que ha dado algunos golpes a grandes compañías en busca de nuevos avances; espionaje industrial a lo grande, vamos.
Collins movió la cabeza hacia los lados, con gesto meditabundo.
Everett sacó del bolsillo trasero del pantalón un lápiz de memoria. Encendió el portátil, introdujo el pequeño lápiz hecho de aluminio y buscó la información que necesitaba. Luego le pasó el ordenador a Collins.
—Esta es la lista que Alice, el senador y el director Compton hicieron para seguridad. Me dijeron que se la enseñara cuanto antes.
Collins miró a la pantalla de cristal líquido donde aparecían escritos quince nombres; en la mayoría, tras el alias y el puesto que desempeñaban, aparecía algún vínculo con el mundo de la tecnología. Les echó un vistazo y solo reconoció el primero de la lista.
—Esa es la gente que estamos investigando como posibles infiltrados, están ordenados de más sospechoso a menos —informó Everett mientras miraba la mesa, luego cogió el tenedor, aunque ya se le había pasado el hambre.
—Y este primero, ¿están de broma o qué?
Everett se quedó mirando al comandante y volvió luego con su rosbif, que ya se había enfriado.
Jack miró otra vez el nombre que encabezaba la lista de sospechosos. Los otros seis primeros eran los dirigentes de las agencias de investigación e inteligencia del gobierno federal; el nombre que encabezaba la lista era el del presidente de los Estados Unidos.
Después de comer, Jack, Carl y Niles Compton se reunieron para hablar de la lista de seguridad que Everett le había mostrado a Jack. A Collins no le había impresionado la forma en que habían incluido nombres que querían someter a vigilancia. Estaban convencidos de que el infiltrado ocupaba un alto cargo, pero la experiencia le había mostrado a Collins que a veces este tipo de filtraciones provenían de alguien con tan pocas responsabilidades como el vigilante nocturno. Sabía que habría que desglosar el asunto y que lo mejor era vigilar la trastienda: vigilar la vida familiar. Tenía comprobado que la mejor manera de descubrir a alguien era controlar su forma de vida. Los de hacienda llevaban años usando el mismo sistema: lo más fácil era siempre coger a alguien que vivía por encima de sus posibilidades. Por ahí era por donde tenía que empezar el departamento de Seguridad, por controlar cómo vivían algunos de los miembros del Grupo en sus residencias fuera de la base. Collins les explicó a Everett y a Niles cuáles serían las líneas generales de la siguiente etapa en la investigación y que lo primero que debían hacer era destruir esa lista y empezar de nuevo.
—¿Por qué? Estas son todas las personas que tienen acceso al material que ha sido filtrado —dijo Niles, que no estaba nada convencido.
—Tenemos que empezar con un enfoque nuevo —contestó Jack.
—¿Y qué quiere decir eso? —preguntó Niles.
Collins sonrió y se puso en pie al ver que Alice entraba en la sala para empezar el paseo por la zona de las cámaras acorazadas. Miró a Compton y a Everett y dijo:
—Ahora todo el mundo en este complejo es sospechoso, señor director, desde usted hasta la última persona contratada, que soy yo.
Sarah McIntire vio al nuevo comandante y a Alice caminando por el pasillo. Durante la comida había estado hablando con Lisa de las adjudicaciones para el trabajo de campo y de los próximos nombramientos: a segunda teniente, Sarah, y a alférez, Lisa; nombramientos a los que el nuevo jefe de seguridad habría de dar el visto bueno. Se había estado preguntando qué clase de persona sería el oficial, y ahora tenía la oportunidad de formarse una primera impresión. Vio a una compañera de clase y le pidió que le llevara los libros a la habitación, luego aceleró el paso para alcanzar a Alice y a Collins.
—Buenos días, Alice. Comandante —dijo viniendo por detrás.
Los dos se dieron la vuelta al mismo tiempo y vieron a la especialista del Ejército allí quieta, sonriendo.
—Hola, querida —contestó Alice.
—¿Puedo acompañarles? —le preguntó Sarah a Alice.
—Voy a llevar al comandante de paseo por las nubes —contestó Alice—, pero puedes acompañarnos hasta allí.
—Comandante, ¿conoce a Sarah? En unos meses se convertirá en jefa del departamento de Geología y recibirá el sueldo de alférez.
—Sí, nos hemos conocido de forma no oficial en el almuerzo —contestó Jack.
Sarah empezó a sentirse incómoda y, tras volver a mirar a los ojos al comandante, pensó que aquello no era una buena idea.
—Si van a las cámaras, tendrán cosas importantes de las que hablar, quizá es mejor…
Uno de los altavoces que había en el techo silenció el resto de la frase. A través de él se escuchó la voz de Niles Compton: «Alice Hamilton y doctor Pollock, diríjanse, por favor, al archivo fotográfico. Alice Hamilton y doctor Pollock, diríjanse al archivo fotográfico».
—Lo siento, comandante, parece que me reclaman.
—Podemos dar el paseo en otra ocasión, Alice —dijo Collins.
Sarah miró al comandante, luego a Alice, y enseguida se ofreció como voluntaria.
—Puedo acompañarlo yo, estoy autorizada a acceder a toda la zona de las cámaras.
Alice miró a la joven y sonrió.
—Es una excelente idea, ¿a usted le importa, comandante?
—Depende de la especialista. Si tiene tiempo y no tiene que ir a ningún sitio…
—Fantástico, lo veré luego y discutiremos las medidas de seguridad que quiera poner en marcha. Gracias por ofrecerte voluntaria, Sarah, aunque deberías estar estudiando para tu proyecto final.
—He ayudado al profesor Jennings a preparar el examen; además, creo ser mejor guía que usted; soy bastante menos profesional.
Alice se rió y dijo:
—Es posible, pero voy a preguntarle al señor Jennings qué es eso de que le preparen los exámenes los alumnos, por muy aventajados que estos sean. —Se volvió hacia el comandante, le cogió del brazo y le dijo—: Lo veré luego, Jack. Y Sarah, no te olvides de tu examen…
—No me lo perdería por nada del mundo —dijo, mientras echaba a andar hacia los tres ascensores dispuestos uno junto al otro. Collins se quedó mirándola un instante, luego empezó a caminar detrás de ella.
—Me imagino que ya sabe que nos encontramos en el nivel siete —dijo Sarah.
Collins no contestó, se quedó parado con los brazos cruzados. Las puertas del ascensor se abrieron con un suave sonido metálico y Collins escuchó la voz femenina del ordenador que decía «Nivel siete». Sarah entró seguida por Jack, que giró poniendo la espalda recta contra la pared derecha del ascensor.
—¿Nivel? —preguntó la voz enlatada.
—Setenta, por favor —dijo Sarah sin darse cuenta de que estaba siendo educada con un ascensor controlado por ordenador.
Jack sintió un ligero movimiento y el silbido del aire mientras comenzaban el prolongado descenso. Cerró los ojos pensando en el ascensor siendo sostenido tan solo por el aire. Le pareció que Sarah decía alguna cosa.
—¿Cómo dice? —preguntó Jack.
—Decía que ya estábamos —repitió ella.
El ascensor se detuvo.
—Nivel setenta —dijo la suave voz femenina.
Sarah salió y esperó a Collins. El comandante la miró a ella primero y al largo pasillo de techo alto después. Lo primero en lo que se fijó fue en una zona iluminada por unas luces fluorescentes justo a la entrada del área de las cámaras acorazadas. En su paso por el campo de pruebas, en los laboratorios Bell, en Aberdeen, había visto algo parecido. Si alguien intentaba atravesar esa zona iluminada sin desactivar el aparentemente inofensivo sistema de seguridad, los láseres que había en su interior lo harían picadillo en cuestión de segundos. Era conocida como «la zona mortal de infracción». Los dos se dirigieron hacia el umbral que conducía al área de las cámaras acorazadas y mostraron su identificación a un marine vestido con un mono de color azul. El marine pasó sus documentos de identidad por un lector electrónico y pareció satisfecho cuando sus datos aparecieron en la pantalla del lector. El cabo les devolvió los documentos sin hacer ningún comentario.
Collins entró junto a Sarah, después de que el sistema de láseres fuera desactivado. Las cámaras estaban construidas con gruesas capas de acero cromado de una variedad diferente de la que se usa en los bancos. Estaban excavadas de forma circular en la roca y alineadas de tal forma y en tal número que se perdían en la distancia. Los técnicos deambulaban por los amplios pasillos transportando carpetas y recipientes para muestras, sin apenas prestar atención a Sarah y al comandante.
—Como seguro que ya le han contado, comandante, algunos de los artefactos que hay en el interior de las cámaras nunca verán la luz del día. Algunos están siendo trasladados, muy paulatinamente, por cuestiones de seguridad. Por nuestra propia tranquilidad, no podemos permitir que se descubra que han salido de aquí.
Collins asintió con la cabeza, se acercó hacia Sarah y dijo:
—¿Tan valiosas son estas cosas como para que alguien pierda la vida por ellas?
Sarah se quedó pensando un momento.
—Sí, señor, la mayoría de ellas lo son.
Collins se le quedó mirando. Su mirada era sincera, parecía firmemente convencida de lo que decía.
Sarah sacó una tarjeta que llevaba al cuello y la dejó colgando por fuera del mono de trabajo; luego se dirigió a la cámara acorazada que tenían más cerca. Pasó la tarjeta por un lector que desactivó el cierre de la puerta. Se escuchó claramente un clic y la puerta se deslizó silenciosamente en el interior del muro. Una luz cenital se encendió de manera automática y el ordenador dijo: «Requisito del artefacto número 11732: se prohíbe a todo el personal cualquier tipo de contacto con el recinto sellado».
—Perdimos a dos personas en esta misión: un doctor de la Universidad de Chicago y un estudiante de la Universidad de Luisiana. Los dos pensaban que valía la pena dar la vida por esto.
Collins pasó por delante de McIntire y entró en la pequeña sala con forma de escenario teatral. Cuatro focos iluminaban una caja de cristal de un metro y medio de ancho y dos metros y medio de largo que estaba unida por unas mangueras de látex que iban desde sus extremos hasta un panel de aluminio insertado en la pared. La temperatura era fresca y olía a roca y a humedad. Dentro de la caja de cristal había un cuerpo en descomposición tumbado sobre una losa de granito. De los huesos descubiertos colgaban restos de tela de color caqui y, a través del cristal, se podía ver lo que quedaba de unas pequeñas botas. El pelo corto, entre rubio y pelirrojo, aún cubría la parte central de la cabeza. Un agujero de bala atravesaba uno de los lados del cráneo.
Sarah estuvo quieta un largo rato, luego acercó la mano todo lo posible a la caja sin llegar a tocarla y se quedó mirando la figura que había en el interior, como si el tiempo se hubiese detenido.
—La yakuza mató a varios de los nuestros por conseguirla —dijo muy lentamente, como queriendo honrar con sus palabras a los ausentes.
—¿Cómo dice? —preguntó Collins.
—La mafia japonesa.
—Sé lo que es la yakuza. ¿Por qué los mataron?
—Pensaron que era lo suficientemente importante como para matar por ello —dijo Sarah, dándose la vuelta hacia Collins—. El jefe de la yakuza en aquel entonces se llamaba Menoka Ozawa. En 1938, su abuelo ocupaba un puesto de poca relevancia en el Ejército japonés. —Sarah miró de nuevo el cuerpo que había al otro lado del cristal y sintió otra vez la misma extraña afinidad que sentía cada vez que estaba cerca de él—. Ese hombre es el responsable de ese agujero de bala que ve aquí. —Una vez más, miró a Collins esperando alguna reacción; como esta no se produjo, siguió hablando—: Esta mujer fue ejecutada en una pequeña isla del Pacífico, acusada de espía, en compañía de un hombre llamado Fred Noonan.
Jack miró más de cerca el esqueleto. Sonrió. El pequeño hueco entre los dientes de delante le había dado la solución.
—Amelia Earhart —dijo Jack, mirando a Sarah junto al ataúd.
—¿Cómo lo ha adivinado?
—Lo crea o no, vi un capítulo dedicado a ella del programa Misterios sin resolver —dijo sonriendo—. ¿Por qué no puede hacerse público?
—Solo puedo hacer suposiciones, ya que no gozo de la suficiente confianza del senador ni del director.
—Escuchemos esas suposiciones —dijo, haciendo un gesto de broma con el brazo.
—Ella se dedicaba a hacer sus proezas, y aquello era todo, hasta que el presidente Roosevelt y los de Inteligencia Naval le pidieron que reuniera información acerca de las maniobras japonesas y las bases que tenían en el Pacífico central, cosa que ella hizo. Todo esto no dejaba a Roosevelt en muy buena posición. —Sarah volvió a mirar al comandante—. Jugó con el hecho de ser mujer para convencerla de que aceptara la misión. Luego tuvo problemas mecánicos y su avión, el Electra, cayó. La encontraron y la ejecutaron sin saber muy bien quién era y sin preocuparse demasiado por averiguarlo. Una reacción típicamente militar, si me lo permite. En fin, este tipo de la yakuza no quería que el nombre de su abuelo quedara manchado, pues este había anotado detalladamente todo lo sucedido en su diario. Por eso estaba dispuesto a matar a quien hiciera falta para impedir que el cuerpo se moviera de donde estaba.
Sarah se dirigió hacia la puerta, pero antes se quedó mirando al comandante, que seguía observando el cuerpo de Earhart. Estaba completamente quieto, un gesto triste le cruzó el semblante.
—Fue todo un personaje, ¿verdad? —preguntó él, sin dejar de mirar.
—En mi opinión, una de las mujeres más valientes de todos los tiempos. —Sarah se quedó pensando un momento y luego añadió—: Comandante, ¿ha conocido al viejo artillero que está en la puerta Dos?
—Campos, si no recuerdo mal.
—Hace unos diez años o más, un miembro de nuestro grupo se fue de vacaciones a Japón y le ajustó las cuentas a ese tipo de la yakuza, a quien encontraron después ahorcado en su apartamento. La persona que fue de vacaciones a Japón ese año fue el Artillero Campos.
Collins se volvió y miró a Sarah, pensando en si la visita a esta cámara acorazada habría sido una forma deliberada de mostrar el valor de mujeres como Earhart y de viejos como el sargento de artillería, o si había sido una simple casualidad. Empezó a sospechar que Sarah era una persona que había que tener en cuenta.
—En todo caso, el mes que viene mandarán su cuerpo de vuelta a Hawai. Lo hemos preparado todo para que un profesor de la Universidad Estatal de Colorado y un miembro de la Universidad de Tokio encuentren a la señora Earhart. Los dos estudiosos han demostrado que la teoría que vincula a Earhart con los japoneses es cierta, así que se merecen encontrar el cuerpo una vez lo devolvamos. —Sarah miró una vez más el cadáver—. Amelia se merece algo mejor que esto —dijo señalando el recipiente de cristal.
Después de que Jack saliera de la cámara, Sarah cerró la puerta y el sistema de seguridad se accionó automáticamente. Luego caminó unos treinta metros antes de detenerse frente a una puerta más grande y robusta. Esperó a que Collins llegara hasta allí antes de pasar la tarjeta de acceso por el lector. En vez de deslizarse hacia arriba o lateralmente, esta emitió un pequeño clic y se movió apenas un par de centímetros.
Sarah abrió la puerta y entró; simultáneamente, las luces se encendieron de forma automática.
Jack se quedó impresionado al ver las cuadernas de metal de un barco. Era bastante largo, tendría unos cien metros de eslora, calculó instintivamente. La popa se perdía de vista en el fondo de la inmensa cámara. Distinguió la chapa del casco que cubría la tercera parte del barco y los inmensos remaches de metal que lo mantenían unido en una sola pieza.
Sarah le pidió que la siguiera por una enorme escalera de metal que estaba adherida al casco y por la que se podía alcanzar la cubierta superior y recorrer la totalidad del hallazgo. Cuando llegaron a lo más alto, Collins vio que más cubiertas de metal, que formaban lo que un día fue una bodega, conducían a una estructura más alta que parecía la torreta oxidada de un submarino, si bien, esta torreta estaba rodeada en su parte superior por varias placas pegadas a los lados. Grandes agujeros carcomidos por la herrumbre permitían ver el interior de la nave, donde se habían instalado algunos aparatos eléctricos para la iluminación. Collins fue capaz de distinguir algunas palancas e indicadores recubiertos de óxido.
—Parece un submarino —dijo.
Sarah no respondió; asintió con la cabeza y avanzó a lo largo de la pasarela. Llegó hasta la altura de la popa y señaló un compartimento al que se le había hecho un corte transversal que permitía contemplar el interior.
—¿Ve esas cosas que hay en el suelo que parecen cajas?
Jack siguió la dirección del dedo y descubrió varios cientos de objetos rectangulares con forma de caja.
—Sí, ¿qué son?
—Baterías. Es un submarino eléctrico, comandante.
—¿De la segunda guerra mundial? Nunca he visto uno con una proa como esta. En los años cuarenta no construían proas con un diseño esférico.
—No, no lo hacían. Nuestros submarinos más avanzados en la segunda guerra mundial fueron los Gato y los Balao, que fueron utilizados en la campaña contra los japoneses en el Pacífico —añadió Sarah sonriendo.
—Entonces, ¿de qué fecha es este artefacto?
—Se adelantó un poco a su tiempo. Si le digo 1871, ¿me creerá?
Jack miró a Sarah como si estuviera completamente loca.
—Esto es lo que sabemos: la nave fue descubierta en las costas de Terranova en 1967. Estaba totalmente cubierta por el barro y en las mismas condiciones que está ahora. Hemos podido confirmar que funcionaba a través de la energía eléctrica y, según nuestros ingenieros, bajo el agua alcanzaba los 26 nudos, una velocidad muy superior a la de nuestros submarinos durante la guerra y casi comparable a los actuales. La tripulación rondaba los cien hombres y contaba con unos torpedos, bastante rudimentarios, que eran disparados por aire a presión. Por razones obvias, permanecen almacenados en otra cámara acorazada. Llevaba un espolón en la proa que todavía no ha sido recuperado, pero sabemos que se encontraba allí porque el soporte donde iba colocado permanece aún en la estructura acristalada. Tenía un morro de cristal hecho de cuarzo para poder ver debajo del agua. Es igual que la nave que Julio Verne describe en Veinte mil leguas de viaje submarino.
—No puede ser verdad.
—Comandante, lo único que le puedo decir es que aquí está. Usted decide. Los motores eléctricos son, en muchos aspectos, más avanzados y eficientes que los que tenemos hoy en día. Hemos tenido a gente de Electric Boats, de la General Dynamics, que asegura que es un modelo de eficiencia.
—¿No me diga que se trata del Nautilus?
—No, no se lo digo, porque sabemos cómo se llama en realidad. Hace cinco años descubrimos la placa identificadora cubierta por el barro, más a popa de la sala de control. Se llama Leviatán. El senador sospecha que es posible que el señor Verne diseñara su nave inventada después de ver una de verdad. No es más que pura especulación, pero es una buena teoría.
—¿Y la tripulación? —preguntó Jack.
—Se hundieron con la nave. Las pruebas de carbono 14 hablan de alrededor de 1871, pero su desaparición pudo tener lugar en los quince años posteriores a que fuera botada. Sabemos que fue construida en 1871 porque la fecha está grabada en los mandos. Eso, sumado a las pruebas de datación, equivale a que podemos estar seguros —dijo Sarah, luego se quedó dudando un momento—. Solo se encontraron treinta y seis restos humanos dentro del submarino. Pero por el número de literas sabemos que la dotación de la nave estaba cerca de la centena.
—Es increíble —dijo Collins, mirando el esqueleto oxidado.
—Hemos recogido todos los datos posibles. La Institución Oceanógrafica Woods Hole lleva los últimos treinta años trabajando en esto.
Collins reconoció el nombre del prestigioso centro oceanográfico.
—¿Son parte integrante del Grupo?
—Algunos de sus miembros han sido informados de nuestra existencia y colaboran con nosotros como asesores. Les hemos facilitado ciertas cosas… —Sarah se quedó callada un momento para suscitar su interés—. Y están en deuda con nosotros.
Collins captó la indirecta. Sabía que uno de los integrantes de la Institución Oceanográfica Woods Hole era el oceanógrafo Robert Ballard, el descubridor de los restos del Titanic. Así que hizo un gesto con la cabeza y no dijo nada.
Sarah empezaba ya a encaminarse a la siguiente cámara acorazada que pretendía visitar cuando algo imprevisto los interrumpió.
—Atención, todos los jefes de departamento diríjanse inmediatamente a la sala de conferencias, todos los jefes de departamento diríjanse a la sala de conferencias. Queda activado el código Uno. Comandante Collins, pónganse en contacto con la extensión 117, contacte con la extensión 117.
—Nunca había escuchado esa señal desde que estoy aquí —le explicó—. Esa es la voz del director y el código Uno es la alerta de un Evento, de uno bien importante. Hay un teléfono ahí mismo. —Señaló en dirección a un muro cerca de una de las cámaras acorazadas.
Jack descolgó el auricular y marcó el número 117, luego miró a Sarah, que se había quedado lívida. Escuchó un pitido y luego la voz de Alice.
—Comandante, reúnase con el señor Everett en el nivel siete. Él le mostrará el camino hasta la sala de conferencias, y dese prisa, el director Compton va a informarles de un asunto de máxima importancia —dijo Alice a toda prisa y colgó.
—Lo siento, Sarah, tengo que irme corriendo. —Se volvió hacia el pasillo circular y los ascensores que había más allá.
—Claro. ¡En el ascensor, pulse el botón rojo, en el que pone «exprés», así no habrá paradas hasta llegar al nivel siete! —le gritó para que la oyera, mientras lo veía desaparecer entre las cámaras acorazadas.
Activado código Uno. A Sarah le recorrió un escalofrío ante esas tres palabras. Había oído rumores acerca de lo que significaban. Activado código Uno: la posibilidad de un Evento de los que alteran el rumbo de la civilización…