Las Vegas, Nevada
7 de julio. 9.00 horas
El comandante Jack Collins entró a la hora acordada en la casa de empeños Gold City. Dejó la bolsa de viaje en el suelo y se secó el sudor de la frente. El aire acondicionado de la tienda le concedió una tregua ante el implacable calor que hacía en el exterior. Tras pasar los últimos diez años yendo de desierto en desierto por todo el mundo, había acabado por acostumbrarse a las altas temperaturas, pero no era algo que le gustara.
Collins medía un metro ochenta y siete centímetros, y tenía el pelo oscuro y cortado al rape. Las miles de horas al sol en lugares no muy diferentes a Nevada habían marcado los rasgos de su rostro. Se quitó las gafas de sol y dejó que sus ojos se acostumbraran a la penumbra de la vieja tienda. Echó un vistazo a los objetos que había expuestos, tristes tesoros de los que la gente había tenido que separarse para, dependiendo del caso, poder seguir en Las Vegas o conseguir largarse de allí de una vez. Él mismo jugaba con cosas algo más preciadas que el dinero, normalmente con vidas humanas, incluida la suya.
Un hombre estaba de pie en silencio en la trastienda del local. En la tienda había instaladas seis cámaras sensibles al movimiento que registraban hasta el más mínimo detalle del recién llegado, desde la gota de sudor que le bajaba por la sien hasta las gafas de sol de marca que sujetaba con la mano derecha, la bonita chaqueta deportiva o la camisa azul claro que llevaba puestas. El hombre que lo observaba se volvió hacia una pantalla de ordenador y cruzó la imagen del extraño con una que había sido programada con anterioridad. Un láser de color rojo en forma de red registró el cuerpo del recién llegado, seleccionando puntos de referencia en su cabeza y cuerpo que debían ser interpretados por el ordenador. Al mismo tiempo, otro láser invisible leía la pequeña superficie de cristal maleable situada sobre el picaporte que había utilizado para entrar en la tienda. En otra pantalla de alta definición apareció una gran huella con todo tipo de detalles; este otro ordenador era capaz de leer los diminutos valles y espirales de la huella dactilar. Una huella, precisa hasta en lo más mínimo, apareció en la pantalla; luego el ordenador seleccionó dieciocho puntos distintos. Desde la huella almacenada en el ordenador surgieron distintas líneas que señalaban las coincidencias con la huella que se acababa de registrar en el pomo de la puerta. Siete coincidencias eran suficientes para condenar a alguien ante un tribunal, pero este sistema exigía un mínimo de diez. En la parte inferior derecha de la pantalla apareció un nombre, seguido, unos segundos después, de la imagen del hombre. En la foto que apareció llevaba una boina de color verde y posaba sentado con gesto serio. Debajo de la foto apareció el siguiente texto:
Comandante Jack Samuel Collins. Operaciones Especiales del Ejército de los Estados Unidos. Último destino: Kuwait capital. 5.° Grupo de Fuerzas Especiales. Destinado temporalmente al departamento 5656.
El hombre que había al otro lado de la puerta se rió en voz baja mientras leía el texto de la pantalla. Destinado temporalmente, y una mierda, pensó el viejo, no si el senador y Doc Compton pueden evitarlo.
Collins volvió a mirar a su alrededor y golpeó dos veces sobre el mostrador de cristal con el anillo en el que llevaba grabada la insignia de la Academia del Ejército de los Estados Unidos.
—¿Alguien me puede atender?
—Como rompas ese mostrador lo vas a tener que pagar —dijo una voz con tono cansino desde la parte trasera de la tienda.
El comandante miró a través de la oscuridad y el polvo de la lúgubre casa de empeños. Desde detrás de los instrumentos musicales y de los amplificadores vio aparecer a un hombre más bien menudo mientras se ponía las gafas que llevaba sobre la frente.
—¿Qué puedo hacer por ti, hijo? —preguntó con acento hispano el hombre de avanzada edad.
Collins dejó la bolsa donde estaba y se dirigió hacia el interior de la tienda, sin poder pasar por alto todos los objetos que había en las paredes y los estantes. Mientras cruzaba por entre las cajas de discos viejos y las de sus sustitutos, los cedés, advirtió el gesto de sorpresa del viejo.
—Quizá pueda usted ayudarme —dijo Collins, mientras sonreía ligeramente—. Estoy pensando en vender un reloj y no sé cuánto dinero podría costar.
—Depende de la calidad, hijo.
—Bueno, es un viejo reloj de bolsillo. Era de mi padre, se lo regalaron al jubilarse del servicio ferroviario.
—Los relojes de bolsillo son muy bonitos, no es fácil desprenderse de ellos.
Esa era la respuesta que Collins estaba esperando. Sacó del bolsillo de atrás su carné de identidad y lo puso sobre el mostrador de cara hacia el dependiente. El hombre de pelo cano y anteojos miró la identificación militar, luego volvió a mirar a los penetrantes ojos azules del forastero. Las contraseñas habían sido intercambiadas correctamente.
—Bienvenido al Grupo, comandante.
Collins se quedó mirando la tienda e hizo una mueca.
—Me lo habían pintado algo distinto —dijo mientras volvía la vista hacia el hombre que tenía delante.
—No se ría, comandante, esta tienda da buenos beneficios. Ya disfrutará de los resultados en el comedor del Grupo. —El viejo salió de detrás del mostrador y se dirigió hacia donde Collins había dejado su bolsa—. Soy el sargento de artillería Lyle Campos, del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos, y el responsable de seguridad de este acceso. Se llama la «puerta Dos» —dijo mirando hacia atrás—. Si me sigue, le enseñaremos el complejo.
Cogió la bolsa del comandante y regresó tras el mostrador, haciéndole un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Tras pasar dos puertas batientes llegaron a la trastienda de la casa de empeños.
Dentro había otros dos hombres: el de menor estatura se adelantó y cogió la pesada bolsa de las manos de Campos; el otro, calvo y más musculoso, se acercó a Collins y lo miró de arriba abajo. Luego se guardó la Beretta automática de 9 mm que llevaba en el costado en la parte de atrás del pantalón.
—Bienvenido al desierto, señor. Soy Will Mendenhall, sargento del Ejército de los Estados Unidos. Este es el soldado de primera clase, Frakes. Es un marine cabeza hueca. —Le hizo una seña al que había cogido la bolsa.
—Lo escoltaremos a través del túnel que lleva hasta el Grupo, señor.
Collins no estaba impresionado, pero se mostró precavido. Los dos hombres iban vestidos de civiles: el soldado de los marines llevaba pantalones cortos y el sargento de raza negra llevaba una camisa hawaiana roja demasiado chillona y unos pantalones Levi's. Collins asintió y se preguntó para sus adentros qué mierda de misión era esta a la que le habían destinado.
—Artillero, ¿puedes poner la señal de cerrado en la puerta hasta que volvamos? —dijo Mendenhall.
El viejo inclinó la cabeza una vez más y salió de la oficina sin decir una palabra.
—Tendrá que disculpar al sargento de artillería, comandante, está un poco molesto desde que lo han destinado aquí. Quiere seguir formando parte del Grupo, pero solo se le permite estar en la puerta de seguridad y sospecho que es posible que incluso eso cambie dentro de poco.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Collins.
Mendenhall hizo un gesto al comandante de que lo siguiera.
—Nadie hace ningún comentario respecto a su edad, es una cuestión de pura supervivencia. Puede que tenga unos años, pero es más hombre que muchos a los que dobla en edad. Si se lo preguntara, estoy seguro de que me rompería el culo de una patada… señor —dijo dándose la vuelta al tiempo que caía en la cuenta de que estaba hablando con su nuevo jefe y de que su comportamiento era propio de un inconsciente.
Los dos hombres llevaron a Collins a una habitación más pequeña que había detrás de la primera. En algunas zonas, los tableros de madera estaban llenos de grietas y de rasguños. En la habitación solo había una mesa gastada; sobre ella había una pantalla de ordenador que desentonaba con la vieja mesa. Detrás del ordenador, estaba sentado un hombre que no se levantó al verlos llegar y que se limitó a hacer un gesto con la cabeza al comandante. Collins sabría más tarde que aquella pantalla de ordenador era un mero escaparate. La verdadera razón para tener esa mesa y ese ordenador falsos era la metralleta Ingram que iba enganchada por debajo, en cuyo gatillo apoyaba aquel hombre la mano que mantenía oculta. La pantalla del ordenador iba conectada a un interruptor de presión situado en el suelo que, en caso de ser activado, provocaría una explosión en la parte posterior del monitor que lanzaría trescientos dardos sedantes, cortesía del director ejecutivo de la farmacéutica Pfizer.
Los tres hombres caminaron hacia la pared más alejada de la puerta por la que habían entrado. Un sensor de movimiento hizo que el yeso que unía uno de los paneles cediera y dejara al descubierto un teclado numérico donde el sargento marcó un código de seis dígitos que provocó que a la derecha se alzara otro panel del tamaño de una puerta. Dentro había un pequeño cubículo, cuyo suelo estaba cubierto de linóleo de color verde vómito, el color favorito del Ejército (el mismo que se podía encontrar por todo el país en cualquier edificio gubernamental). Los tres hombres entraron, el sargento posó su mano sobre un panel de cristal y un fogonazo iluminó momentáneamente la habitación e hizo parpadear a Collins.
—Análisis de huella dactilar y de voz. Por favor, diga el destino —se escuchó decir a una voz artificial femenina que hablaba a través de un altavoz oculto.
—Lanzadera Nellis —dijo el sargento.
—Gracias, sargento Mendenhall —contestó la voz después de los tres segundos que tardaba en realizarse el análisis de voz y de huella dactilar.
—El cristal lee las huellas de los dedos y de la palma de la mano, y el ordenador analiza el tono y la pronunciación de la voz para permitirnos la entrada al Grupo. Se trata de un dispositivo de seguridad de ingeniería biomecánica —explicó Mendenhall—. Si el resultado de uno de los dos análisis no es realmente apropiado, ese ordenador con esa voz femenina tan sexi nos habría dado una descarga de dos mil voltios que nos habría dejado inconscientes —dijo al tiempo que sonreía.
—Muy bien, y ¿cuándo vamos a conocer al capitán Kirk y al señor Spock? —contestó Collins, sin devolver la sonrisa. Luego dejó pasar un momento y se volvió hacia el sargento—. Escuche… sargento Mendenhall, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Soy plenamente consciente de las posibilidades del sistema de seguridad de bioingeniería cifrada Kendall A2-6000. Es una gran ventaja disponer de él, pero podría haberlo inutilizado antes de entrar en la tienda. La línea eléctrica que lo alimenta proviene de la red de suministro de Las Vegas. Su generador se ve a simple vista; está en una caja desprovista de seguridad a la izquierda de la puerta trasera, tal y como pude claramente oír mientras daba un pequeño paseo antes de animarme a entrar en el edificio. No se enorgullezca tanto de algo que no se utiliza correctamente.
La puerta se cerró y el sistema hidráulico hizo que el ascensor descendiera velozmente y en silencio. Mendenhall se quedó callado, sin saber muy bien qué pensar de este hombre que conocía tan bien sus sistemas de seguridad. Observándolo mejor, se percató de algunas cicatrices que asomaban por debajo de la ropa.
El ascensor se movía tan silencioso como un susurro y el único indicio que el comandante tenía de que se estaban moviendo era que sentía que su estómago se había quedado en la tienda. Collins murmuró algo en voz muy baja.
—¿Cómo dice, señor?
—Que estoy harto del rollo James Bond.
—Sí, señor, tiene razón.
La puerta del ascensor se abrió y los tres hombres salieron a una plataforma de cemento que, para sorpresa de Collins, se trataba de un túnel para un tren. La vía era distinta a todas las que había visto, excepto quizá las de Disneylandia; tenía un solo riel que parecía estar hecho de cemento. Era una vía única con una tira de metal en el lado izquierdo.
—Solemos introducir a la gente a través de las puertas de Nellis, atravesando los controles habituales, señor, como si fueran personal de las Fuerzas Aéreas, pero tenemos estas posiciones sujetas a una renovación en los sistemas de seguridad. El director Compton y el senador pensaron que eso facilitaría la tarea.
—¿El senador? —preguntó Collins.
Ninguno de los dos hombres respondió.
—Por favor, manténganse detrás de la línea amarilla, su vehículo está a punto de llegar —dijo una voz generada por ordenador.
Mendenhall tiró delicadamente de la camisa del comandante, que miró hacia abajo y advirtió que estaba unos centímetros más allá de una línea amarilla pintada a palmo y medio del borde del andén, así que dio un paso atrás. De pronto se oyó un silbido proveniente del oscuro túnel. A continuación, Collins vio un pequeño vagón de metro acabado en punta por los dos lados y cubierto únicamente de vidrio desde la altura de la cintura; el vagón se detuvo delante de ellos. No se escuchó ningún sonido de frenada, solo una ráfaga de aire que hizo que se le alborotara el pelo.
—Su vehículo ya está aquí —dijo la voz.
—Caray, qué suavidad —comentó Collins.
—Su funcionamiento está basado en el electromagnetismo y la neumática: la tracción, el frenado y todo lo demás —se aventuró a decir el sargento, confiando en que los conocimientos del comandante no lo dejaran en evidencia.
Una puerta se abrió permitiendo la entrada a los tres pasajeros. Parecía una versión en miniatura del sistema de monorraíl que Collins había visto en algunos aeropuertos, con la única diferencia del morro puntiagudo. Se acomodó en uno de los asientos de plástico que había en la parte delantera, la puerta se cerró y volvió a escucharse la voz del ordenador:
—Bienvenidos al sistema de transporte Nellis. Durante el trayecto deberán permanecer sentados. La distancia hasta el andén principal es de dieciocho kilómetros y doscientos metros, y la duración del viaje será de dos minutos y treinta y tres segundos.
Collins frunció el ceño ante la idea de viajar sin conductor a semejante velocidad.
El vagón empezó a emitir un zumbido a medida que aumentaba la velocidad. Al otro lado del cristal todo estaba oscuro excepto la línea azul de alumbrado que iba por el centro de la vía. Las luces iban pasando de forma intermitente, cada vez más rápido, hasta convertirse en una línea continua de luz. El comandante notó que descendían ligeramente y fue consciente de que aquel tranvía se estaba adentrando en el desierto que rodeaba la ciudad de Las Vegas.
Dos minutos y medio más tarde, Collins notó que el vehículo empezaba a decelerar. Luego pudo ver la luz de un andén mucho más grande que el que acababan de dejar atrás. En el apeadero había un grupo de gente. Llevaban monos de trabajo y estaban metiendo algunas cajas en un ascensor. Los monos de trabajo eran de diferentes colores y había tanto hombres como mujeres.
—Bienvenidos a la plataforma Uno del Grupo —dijo el ordenador con cierto entusiasmo. Un silbido de aire precedió a la apertura de la puerta y los tres hombres se pusieron de pie.
—Ya no estás en Kansas, Toto —bromeó Mendenhall, y luego añadió «señor» al tiempo que salían a los dominios subterráneos del Grupo Evento.
El comandante Collins observó a los hombres y mujeres transportar las cajas al ascensor. El enorme montacargas tenía capacidad para albergar más de dos tanques, pero por el momento el personal solo estaba cargando pequeños contenedores y cajas en aquel espacio monstruoso.
—Sígame, por favor, aún nos queda parte del viaje —requirió el sargento.
Collins permitió de nuevo que el sargento cogiera su bolsa y siguió a los dos hombres de seguridad a través de más puertas. Junto a estas puertas solo había un indicador luminoso que apuntaba hacia abajo. Al acercarse, las puertas se abrían sin el ruido habitual de los ascensores. El sargento Mendenhall hizo un gesto con la cabeza al otro hombre, que se despidió después de saludar con bastante desgana.
—Yo lo escoltaré hasta el complejo, comandante. No nos gusta dejar a Artillero solo mucho tiempo. Tiene la manía de abrir en canal a los clientes que vienen a la tienda. —Mendenhall esbozó una sonrisa al tiempo que las puertas se cerraban.
Collins observó cómo el sargento repetía el proceso que había usado en el primer ascensor, solo que ahora, en vez de su mano, le tocó a su ojo derecho pasar por un reconocimiento ante una estructura hecha de goma flexible.
—Análisis de retina completado, sargento Mendenhall. ¿Puede, por favor, su acompañante colocar el pulgar de su diestra sobre la placa situada a la derecha? —solicitó el ordenador.
Mendenhall le señaló al comandante una superficie de cristal que había a la derecha del lector ocular que acababa de utilizar. Collins puso el pulgar derecho en el cristal y vio cómo las líneas de rayos láser rodeaban su dedo y después desaparecían.
—Gracias, comandante Collins. Pueden ustedes continuar.
—El ordenador ha registrado el peso del ascensor y ha detectado que no estaba solo, por eso sabía que había un acompañante. Este ascensor funciona a partir de un sistema neumático. Vamos a dejar que el aire a presión nos lleve hasta el complejo.
Collins vio en los indicadores en la parte izquierda del ascensor que la única posibilidad era descender, y los botones marcaban del 1 al 150. No hizo ningún comentario a la explicación de Mendenhall sobre el ascensor, ese asunto del aire a presión no le interesaba demasiado.
—¿Dónde demonios estamos, sargento? —preguntó Collins.
—Bueno, señor, la gente que le explicará eso cobra bastante más dinero que yo —contestó Mendenhall con una sonrisa mientras apretaba el botón del nivel seis—. Estamos en la zona más al norte de la base de la Fuerza Aérea de Nellis, debajo del antiguo campo de tiro de la artillería. Cuando las puertas se abran, nos encontraremos en el nivel principal del complejo, a ciento setenta metros bajo la superficie del desierto.
—Dios mío —fue lo único que el comandante alcanzó a contestar.
—En total hay ciento cincuenta niveles, lo que equivale a unos mil trescientos metros de profundidad. Es un buen tramo, sí. Los niveles principales fueron excavados a partir de unas cuevas similares a las de Carlsbad, solo que estas no fueron descubiertas hasta 1906. —El sargento hizo una pausa, y luego citó de memoria—: Esta es la segunda instalación del Grupo, la primera estuvo en Virginia. Pero este complejo en particular se construyó durante la segunda guerra mundial, durante el mandato del presidente Roosevelt. Supongo que en aquel entonces era más fácil ocultar el gasto. Los promotores fueron los mismos que diseñaron el Pentágono —dijo con una sonrisa.
—¿Qué hace el Grupo aquí? —preguntó Collins, mirando los botones del ascensor.
—Las preguntas más importantes se las tendrán que contestar otros.
El ascensor se detuvo suavemente con un ligerísimo balanceo. Mendenhall recogió la bolsa del comandante al mismo tiempo que las puertas se abrían. Collins salió a lo que parecía ser una tranquila sala de recepción normal y corriente.
—Comandante, espero que disfrute de su visita; conociendo su reputación creo que me gustará formar parte de su equipo —declaró el sargento de raza negra mientras dejaba la bolsa en el suelo. A continuación volvió al ascensor y las puertas se cerraron. A Collins ni siquiera le dio tiempo a darle las gracias antes de quedarse a solas frente a la flecha iluminada que señalaba hacia arriba sobre la puerta del elevador.
Collins examinó la sala de recepción. Había tres mesas situadas en distintos rincones de la sala cubierta por una moqueta de felpa de color verde bosque. Dos de ellas estaban ocupadas por dos hombres concentrados en su trabajo delante del ordenador. En la que estaba más cerca del centro había sentada una mujer. Su mesa era la más grande de las tres; la mujer se levantó, le sonrió y salió de detrás de la mesa. Se acercó y le tendió la mano.
—El comandante Collins, supongo.
—Así es, señora —contestó, estrechando la pequeña y elegante mano. Se trataba de una mujer menuda, cercana a la sesentena. Lucía una delgada cadena de oro alrededor del cuello de la que colgaban unas gafas bifocales. Iba vestida con un traje de chaqueta azul, una falda larga y una blusa blanca. Tenía el pelo entrecano y lo llevaba perfectamente recogido en un moño tirante. Apenas iba maquillada y como único adorno portaba una insignia de la bandera estadounidense en la solapa izquierda de la chaqueta.
—Bienvenido al Grupo Evento, también conocido como departamento 5656 del gobierno federal. Estoy segura de que conseguiremos que sus días aquí sean tan emocionantes como los que ha vivido hasta ahora en su carrera profesional —le dijo mientras le dedicaba una afable sonrisa.
Collins levantó una ceja mostrando sus dudas, gesto que no pasó desapercibido a la mujer, que continuó sonriendo y le dio una palmadita en la mano antes de soltarla.
Collins volvió a observar la zona de recepción. De una de las paredes colgaba un enorme retrato de Abraham Lincoln que no había visto nunca antes. El óleo mostraba al presidente sentado, leyendo un libro cuyo título no se alcanzaba a ver. En otra de las paredes había un cuadro algo más pequeño de Theodore Roosevelt, posando con el uniforme de los Rough Riders. Al lado había un retrato de Franklin, que era primo quinto de Teddy. También había expuestas vitrinas con maquetas de veleros, acorazados y otros ilustres barcos de guerra. En la pared del fondo había dos enormes puertas de madera de cinco metros de altura cada una, con picaportes de bronce en los que se reflejaba la luz de la oficina. Sobre las puertas, en una placa de roble, había una inscripción grabada con letras doradas que decía: «Aquellos que olvidan el pasado están condenados a repetirlo». Y luego, debajo, otra más pequeña: «En este laberinto reside la verdad de nuestro mundo, de nuestra civilización y de nuestra cultura».
—Bellas palabras, ¿verdad, comandante? —dijo la mujer.
—Sí, muy bellas, aunque quizá un poco ambiguas —contestó Collins, volviéndose para mirar a la pequeña y sonriente mujer.
—Le resultarán mucho más claras antes de que finalice su misión. Me llamo Alice Hamilton, llevo trabajando con el senador desde 1947 y ahora soy la asistente del director Niles Compton.
Collins se quedó atónito; esta mujer, que parecía tener como mucho sesenta años, debería haber empezado a trabajar aquí cuando era una adolescente, y aun así eso supondría que estaría cerca de cumplir ochenta años. Jack se paró a pensar el número de años que llevaba allí trabajando.
—Disculpe, ¿ha dicho en 1947?
—Así es, comandante; vine aquí con dieciocho años, después de perder a mi marido en la guerra. Estar aquí ha sido muy agradable; siempre temí echarlo de menos si me marchaba, así que me he quedado. El senador, que se encuentra retirado del Grupo, está aquí como consejero especial del doctor Compton, y siempre me ha dicho que me avisará cuando ya lo único que haga aquí sea estorbar, pero no me fío de ese viejo chocho. La verdad es que me gusta estar donde está la acción —dijo, juntando las manos.
A continuación se quedó callada un momento y se dirigió luego al hombre que tecleaba en la mesa más cercana a la suya.
—John, ¿serías tan amable, ahora que te toca hacer el descanso, de bajar la bolsa del comandante a sus nuevas dependencias?
El hombre se levantó sonriendo, se acercó y cogió la bolsa del comandante. Luego se puso firme y dijo:
—Bienvenido al Grupo, comandante, lo vimos en el canal por cable del Congreso el otoño pasado y nos pareció admirable la forma en que defendió sus argumentos.
Collins se quedó sorprendido con la mención a su comparecencia ante el Congreso, miró de nuevo a Alice y dijo:
—No imaginaba que alguien como yo pudiese servirles de ayuda aquí. ¿Qué es esto? ¿Una especie de think tank?
—¿Un think tank? —La mujer se quedó pensando un momento y frunció el ceño, como si estuviera reflexionando acerca del concepto.
—Sí, supongo que somos algo así. Eso y muchas cosas más, comandante. —Volvió a obsequiarle con su espectacular sonrisa y se dirigió hacia las enormes puertas—. El senador y el doctor Compton le están esperando y estarán encantados de contestar a todas sus preguntas. —Alice cogió los dos picaportes y abrió las puertas con facilidad, al tiempo que se apartaba hacia un lado para dejar pasar al comandante.
La oficina era espaciosa; las paredes circulares estaban llenas de monitores de televisión instalados sobre lujosos paneles de madera. Detrás de la mesa de caoba había otro cuadro de Lincoln; en este posaba sentado con un libro cerrado en su regazo. Al lado, había un retrato de grandes dimensiones de Woodrow Wilson en el que aparecía sosteniendo una pluma estilográfica.
En el extremo de la enorme mesa permanecía sentado un hombre que leía unos papeles que sujetaba con la mano extendida cuando se percató de la presencia de los recién llegados. Se puso en pie con la ayuda de un bastón, arrojó los papeles sobre la mesa y se dirigió hacia Jack y Alice. Un segundo hombre, algo más pequeño, sentado en una silla de gran tamaño, se levantó también y siguió los pasos del primero, deseoso de recibir al nuevo invitado.
Collins tenía delante a uno de los hombres más imponentes que había visto en su vida. Jack medía un metro ochenta y siete centímetros, y aun así aquel hombre le superaba en altura. Debía de medir por lo menos un metro noventa y ocho y aparentaba unos ochenta y cinco años de edad. Llevaba un traje negro de raya diplomática de tres piezas y una corbata roja; tenía el pelo cano, peinado hacia atrás y quizá algo largo. Pero desde luego lo que más llamaba la atención era el parche de color negro que cubría su ojo derecho. Una larga y sinuosa cicatriz le recorría el rostro, desde la mandíbula hasta la frente, pasando por debajo del parche. El otro hombre era bastante más pequeño. Usaba gafas, tenía unas prominentes entradas y llevaba al menos cuatro bolígrafos sujetos del bolsillo de la camisa.
—Senador, doctor Compton —comenzó Alice Hamilton—, les presento al nuevo miembro del Grupo Evento, el comandante Jack Collins, del Ejército de los Estados Unidos. Procede del 5.° Grupo de Fuerzas Especiales; su último destino fue Kuwait, donde trabajó con el 9° Equipo de Operaciones Especiales. —Alice le dio un pequeño golpe con el codo para que se adelantara mientras seguía la presentación.
—Jack, le presento a Garrison Lee, senador retirado del gran estado de Maine, antiguo general de brigada, miembro del Servicio de Inteligencia del Ejército de los Estados Unidos y fundador de la Oficina de Servicios Estratégicos; y este es el doctor Niles Compton, el director de nuestro departamento.
—No hacía falta dar la clase de historia para presentarme —dijo el senador Lee mirando a Alice y luego al comandante—. ¡Comandante Collins! —lo saludó un tanto efusivamente el senador, pasándose el bastón de la mano derecha a la izquierda para poder estrechar la mano del comandante. Collins aceptó el saludo pero no dijo nada—. Hemos leído mucho acerca de usted, muchacho —continuó el senador—. Nos alegramos de que haya podido unirse a nuestra pandilla de chalados. —El hombre se apartó a un lado para que Jack le diera también la mano al doctor Compton, mientras este asentía con la cabeza y volvía luego a colocarse bien las gafas.
El senador se quedó mirando a Alice.
—Imagino que ya habrá firmado los documentos de confidencialidad y de revelación de secretos.
—Sí, de eso ya se encargaron en Fort Bragg —contestó frunciendo el ceño al reparar en que al senador le flojeaban un poco las piernas desde que se había levantado a saludar al recién llegado.
—Gracias, Alice. ¿Serías tan amable de traernos un poco de café?
Con un elegante gesto, Alice señaló una credencia situada junto a la pared, donde humeaba un juego de café bañado en plata.
—¿Cuándo demonios lo has traído? —farfulló al tiempo que levantaba las cejas.
—Mientras estaban inmersos, como de costumbre, en alguno de esos apasionantes informes —dijo con ironía mientras le guiñaba un ojo al comandante.
—Gracias entonces —refunfuñó Lee como si se estuviera aclarando la garganta—. Y ahora ya te puedes ir —dijo mirándola con el único ojo que llevaba destapado.
Ella le hizo un saludo de burla, con la palma de la mano mirando hacia fuera.
—Así es como saludan los ingleses, a ver si lo aprendes de una vez.
Ella no hizo caso del comentario y se marchó, cerrando tras de sí los gigantescos portones.
El senador se quedó un momento mirando la puerta y le hizo un gesto a Collins para que se sentara en una gran silla forrada de piel situada frente al no menos enorme escritorio donde trabajaba Compton.
—Por favor, comandante, siéntese. Estoy seguro de que tendrá cierta curiosidad por saber algunas cosas acerca de nuestro negocio. —Los dos fueron caminando hacia el fondo de la habitación—. Sé que, según los papeles, esta es una misión temporal, y también sé que no fue usted el que se presentó voluntario —le dijo mientras sonreía—. Nos debían un favor, y ese favor es usted.
Antes de que el senador pudiera proseguir, Niles Compton lo interrumpió.
—Comandante, me temo que debo atender un asunto de máxima importancia. Volveré en cuanto me sea posible. Me va a tener que disculpar, mis deberes desde que ocupo el puesto de director me obligan constantemente a estar en cuatro sitios a la vez.
Jack vio a Compton salir a toda prisa de la habitación.
—Niles es seguramente la persona más inteligente de todo el país, por eso el presidente lo eligió para ser mi sucesor, pero se preocupa demasiado por las minucias; no es que controle en exceso a la gente, pero sí dedica demasiado tiempo a asegurarse de que tienen las herramientas necesarias para triunfar. Siéntese, comandante, póngase cómodo —propuso Lee.
Collins esperó a que Lee sirviera dos tazas de café, luego se sentó en la silla que había frente a la mesa, le pareció que tenía demasiado relleno. Después de tenderle la taza y el platito, el senador fue cojeando hasta el otro lado del escritorio.
—¿Qué es lo que esperan ustedes de mí? Llevo veinte años de servicio y nunca había oído hablar de esta operación, y eso en el Ejército no es nada común. —Collins dejó el café sobre la mesa sin probarlo, como si este gesto significara que no quería tener nada que ver con aquello hasta que el hombre que tenía enfrente le hablara con claridad.
Lee apoyó el bastón en el borde de la mesa, le dio un sorbo al café, dejó la taza, cerró el ojo que tenía bueno y se reclinó en la silla al tiempo que comenzaba a hablar.
—Jack Collins, comandante del Ejército de los Estados Unidos, segundo de su promoción en West Point en el año 1988. La primera vez que entró en acción fue en Panamá, por lo que tengo entendido fue uno de los primeros en intervenir. —El senador alzó la mano cuando notó que Collins estaba a punto de decir algo—. Después de Panamá, pasó dos años trabajando en su máster en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Después de eso, y para disgusto del Ejército, se reincorporó al grupo de Operaciones Especiales. Luego pasó por el campo de pruebas de Aberdeen, con la plana mayor, y supongo que pensando que había llegado donde quería llegar. Solo que no era así. Creo que usted estaba molesto con el equipo de Operaciones Especiales y quería saber por qué las cosas nunca funcionaban tal y como deberían, así que trató de arreglarlas desde la perspectiva civil y empresarial en Aberdeen. —Lee abrió su único ojo y miró a Jack—. Luego, de nuevo para disgusto de los altos mandos del Ejército, volvió a unirse a Operaciones Especiales, y entonces fue cuando de verdad Jack Collins se fue a la guerra. Empezó en la operación Escudo del Desierto, infiltrándose en territorio iraquí y kuwaití en misiones de carácter secreto. Combatió en la operación Tormenta del Desierto y ganó la medalla al honor del Congreso. Y finalmente, se embarcó en la operación Libertad Iraquí.
—Parece que sabe mucho más de mí que yo de usted, senador —dijo Collins.
Lee sonrió y continuó diciendo:
—Con anterioridad a su vuelta a Iraq, había planeado una operación secreta en Afganistán. Pero, antes de que pudiera desplegar a su equipo en una misión de máximo riesgo, el Ejército lo sacó de allí, poniendo al mando a un comandante inexperto. Cuando llegó a Iraq le notificaron que todos habían muerto durante la operación debido a un error cometido por el mando. No voy a entrar ahora en su declaración ante el Congreso. Para resumir un poco, le diré que el presidente de los Estados Unidos, que no estaba de acuerdo con el trato que le dispensó el Ejército después de la comparecencia ante el Congreso, vio conveniente su traslado aquí. Fui yo quien le pedí a Niles que lo reclamara.
Collins se mantuvo en silencio. Recordó cómo la misión que había planificado hasta el último detalle había sido desbaratada en el último momento por esos burócratas del Ejército. Nunca olvidaría el dolor y la rabia que lo inundaron al enterarse de que todo su equipo había caído en un valle pedregoso en un lugar perdido del mundo.
—¿Que me reclamara para qué? —preguntó por fin.
Los dos hombres levantaron la vista hacia Niles Compton, que ya estaba de vuelta y que los saludó sin decir nada. Después le hizo un gesto a Lee para que continuara.
—Comandante, exceptuando algunas partes de la Agencia de Seguridad Nacional, acaba usted de entrar en el complejo de más alto secreto de todo el gobierno de nuestro país. Llevamos funcionando, entre unas cosas y otras, desde 1863. —El veterano político hizo una pausa para resaltar sus últimas palabras, y luego continuó—: Supongo que habrá reparado en los retratos de Lincoln y Wilson.
—Sí, señor, no es fácil pasarlos por alto —contestó Collins, mirando los dos enormes cuadros que había detrás del senador.
Lee sonrió.
—El señor Lincoln, durante la guerra civil americana, sentó sin saberlo las bases de lo que sería el Grupo Evento. —Lee sostuvo la mirada de Jack. Le gustaba que el comandante mantuviera sus dudas—. Hace mucho que los historiadores llegaron a la conclusión de que el viejo Abraham era un adelantado a su tiempo. Muchos estudiantes de primaria se lo podrán decir, pero seguimos trabajando en secreto porque a veces sacamos a la luz cosas que no serían muy populares para el resto del mundo, o para nuestros propios conciudadanos. Deambulamos por los pasillos oscuros de nuestro gobierno, más allá del auspicio de los Archivos Nacionales.
Collins escuchaba al anciano que tenía enfrente y le embargó la clara sensación de que le estaban tendiendo una trampa, pero era completamente incapaz de saber en qué consistía.
Lee miró a Niles y el director asintió con la cabeza. El senador habló pausadamente, siendo consciente de todo lo que decía.
—Jack, Estados Unidos es un país muy particular. Sus ciudadanos proceden de todos los países del mundo y tienen derecho a saber la verdad de la historia, y nuestro trabajo es encontrarla, procesarla y transmitirles los hechos que nos han traído hasta donde estamos; proporcionar la información a aquellos que puedan usarla, para que tomen las mejores decisiones para todos. La información es el arma del futuro y nunca ya nos podrán coger desprevenidos por no haber entendido las lecciones del pasado, ya que esas lecciones son las que nos han moldeado tal y como somos ahora. Distintos eventos cruciales han ido configurando el mundo a lo largo de la historia, han sido los causantes de que sucedieran cambios no solo destinados a la supervivencia de la especie, sino cambios que alterarían el rumbo de la civilización. En el grupo tratamos de identificar esos instantes en los tiempos actuales, contribuyendo a conformar los cambios de criterio que definirán nuestro futuro. Los eventos del presente nos ayudarán a saber qué será aquello en lo que nos convertiremos. Nuestro trabajo es descubrir la verdad histórica para nuestro país, para sus ciudadanos, y después quizá, solo quizá, este mundo empiece a conocerse a sí mismo, y ese conocimiento contribuya a que la comprensión y la verdad reinen entre los pueblos. La seguridad de la nación es de una importancia primordial. La CIA, la Agencia de Seguridad Nacional y el FBI pueden reunir información de Inteligencia, pero a nosotros se nos deja investigar en el pasado todas las cosas que las otras agencias ni siquiera tienen la oportunidad de imaginar. Aquí aprendemos todo lo que es posible aprender acerca de las cosas.
—Sí, señor, entiendo.
Niles Compton sonrió y dijo que no con la cabeza.
—No, comandante, todavía no lo entiende.
—Son muchas cosas juntas —dijo Lee mientras se incorporaba para pulsar un botón situado en el lado derecho de la mesa. Accionó el mando y uno de los monitores se puso en funcionamiento—. Este es nuestro Centro Informático. Si entiende de ordenadores, comandante, sabrá que la unidad que ve ahí detrás es un prototipo de la Cray Corporation, donación de… bueno, de uno de nuestros muchos y dadivosos amigos del sector privado. Es la unidad más potente del mundo a la hora de procesar datos. Si me lo permite, estamos hackeando (yo, personalmente, detesto el término) la información de casi todas las universidades y grandes empresas del mundo, y también de la mayoría de los gobiernos. Los presidentes de varias de las compañías más importantes de software de la zona noroeste y de Texas nos ayudan en esta tarea. Ah, y a menudo tienen rifirrafes con el gobierno, pero les gusta mucho lo que hacemos aquí y contribuyen generosamente a nuestro presupuesto. Esos presidentes son mucho más patriotas de lo que la gente se cree.
Collins vio en la pantalla del monitor a unas cincuenta personas trabajando en un centro de procesamiento informático de última generación.
—Estos hombres y mujeres, especialmente formados y que cuentan con la autorización del Grupo y del gobierno de los Estados Unidos, recopilan la información de excavaciones arqueológicas, hallazgos de todo tipo, informes de sucesos extraños, mitos, leyendas, historias, nuevos descubrimientos, e introducen todos esos datos en el Cray, donde son analizados y catalogados según la importancia histórica o paleolítica. Luego, en caso de que sea necesario, enviamos equipos sobre el terreno, ya sea como parte de otra organización o directamente como integrantes de nuestro Servicio Nacional de Parques; nuestro sistema de parques está muy bien considerado en muchísimos países extranjeros. La información obtenida se usa para entender mejor de dónde venimos, y, lo que es más importante, en ocasiones también sirve para ver hacia dónde vamos. Solo los directivos fundadores de las compañías más importantes y ciertos rectores universitarios tienen algún indicio acerca de nuestra existencia, y aun así, se trata de un grupo muy reducido.
—¿Y dónde encajo yo…? —preguntó Collins.
El senador torció el gesto.
—A lo largo de los años, especialmente desde el final de la primera guerra mundial, hemos perdido a más de un centenar de nuestros hombres y mujeres en el campo de operaciones —explicaba Lee mientras cabeceaba—. Verá, comandante, están los que o bien no quieren compartir la información que permanece oculta, o bien creen que es lo suficientemente valiosa como para eliminar a cualquiera que se interponga en su camino a la hora de conseguirla y de conservarla. Y ahí es donde entran usted y sus hombres, como equipo de seguridad para las operaciones sobre el terreno y las infiltraciones; además, y hablando con franqueza, me aproveché de los apuros por lo que pasa actualmente para hacer que viniera cuanto antes, ya que da la sensación de que usted ahora mismo es una patata caliente que nadie se atreve a intentar pelar.
Collins intentó decir algo, pero fue interrumpido por la mano alzada del senador, que se levantó lentamente de su silla de respaldo alto e hizo un gesto al comandante para que lo siguiera. Cojeando, se acercó a una pantalla mucho más grande que la que mostraba las imágenes de la sala de ordenadores. Mientras lo seguía, Collins se dio cuenta de que el senador parecía algo más viejo de lo que había pensado en un primer momento.
—Su historial en los dos conflictos del Golfo es lo que justifica su presencia aquí, comandante. La labor que realizó en la primera guerra de Iraq, el rescate del tripulante del A-6 Intruder, fue verdaderamente reseñable —dijo el senador sonriendo—. Evidentemente, le gustan las situaciones peligrosas. —Lee se quedó mirándole directamente a los ojos, esperando alguna reacción de Collins—. Y ahora la parte más difícil. Pese a haber sido distinguido con tres estrellas de plata y con una medalla al honor, su carrera en el Ejército regular está prácticamente acabada. Pero, como le he dicho antes, el presidente no le guarda ningún rencor y sabe que es usted un soldado de verdad, por eso nos lo ha enviado. Con nosotros podrá seguir en activo y continuar su carrera de una forma que valga la pena.
Collins se giró y observó a Lee. Fuera de la Casa Blanca, que él supiera, solo una docena de personas sabía que su unidad había rescatado al piloto del avión derribado. Y nadie estaba al tanto de su reciente consejo de guerra después de la reunión con el presidente, los jefes del Estado Mayor y los directores del FBI y de la CIA. Tenía suerte de poder tener un trabajo, después de todo. Fuesen quienes fuesen, Lee y Compton tenían muchos contactos, y más importantes que los estrictamente necesarios como para hacerlo venir hasta este lugar, dondequiera que estuviesen. Así que podía estar seguro de que la oferta iba en serio: los ojos de Lee no mentían cuando hablaba de la importancia de todo el asunto.
—Lo mejor, comandante Collins, será mostrarle los frutos de nuestro trabajo en el Grupo, y señalar luego cómo expertos como usted y como muchos otros han ayudado a que pudiéramos reunir las maravillas que está a punto de contemplar. —Lee se detuvo un instante y luego se volvió hacia Jack. Miró al soldado profesional de arriba abajo y luego, clavando los ojos en él, le preguntó—: ¿Es usted un hombre religioso, Jack?
—No, señor —respondió enseguida fijando la mirada en el único ojo del senador—. Nunca he tenido el tiempo o la necesidad.
El senador esbozó una sonrisa, pero su rostro reflejó una tristeza que hizo a Jack cuestionarse el porqué de la pregunta.
—Es como si me estuviera viendo a mí mismo hace muchos años. —Lee toqueteó la cicatriz que le recorría el rostro por debajo del parche de su ojo derecho—. Perdí mucho tiempo demostrándome a mí mismo que Dios no existía, cuando no era por la idea de Dios por lo que tenía que preguntarme. La pregunta adecuada es: ¿Qué está dispuesto para nosotros? La respuesta es que lo que hay dispuesto se halla quizá oculto en nuestro pasado. Ahora estamos aquí, ¿hubo algo que nos ayudó? ¿Los elementos se combinaron porque sí? ¿Fue una casualidad natural que hayamos llegado hasta aquí sin exterminarnos los unos a los otros?
—Quizá seamos lo suficientemente inteligentes como para saber hasta dónde podemos llegar. Sin necesidad de dioses; quizá, como usted dice, todo sea una casualidad —replicó Collins.
El senador se rió por primera vez desde que habían empezado a hablar, luego se detuvo y volvió a mirar a Collins.
—Muchacho, es como si usted leyera mis pensamientos de hace sesenta años —dijo, mientras pulsaba uno de los botones.
En la pantalla, una foto fija se puso en marcha ante la mirada del comandante. El enfoque automático controlado por ordenador realizó el ajuste necesario para que la imagen pudiera verse correctamente. En la pantalla se veía una estancia inmensa en cuyas paredes había lo que parecían ser cámaras acorazadas excavadas en la roca.
—La única persona que puede ver lo que pasa en esta estancia es nuestro jefe, el presidente de los Estados Unidos —Lee titubeó un momento—, quien, para bien o para mal, sigue siendo también su jefe.
Collins asintió mientras contemplaba con interés lo que se veía en la pantalla. Algunas de las cámaras acorazadas eran enormes, alcanzaban los cincuenta metros de altura; otras solo levantaban un par de metros del suelo. Las más grandes contaban con escaleras a los lados; algunas tenían partes acristaladas incrustadas en las puertas de acero. El comandante pudo ver también multitud de cámaras de seguridad que grababan todo lo que sucedía en el enorme pasillo.
—El presidente visita esto a menudo, igual que han hecho todos sus predecesores desde Franklin Delano Roosevelt. Este lugar ha sido siempre su rincón favorito. Y antes de esto, Woodrow Wilson y Hoover venían mucho a nuestra primera instalación en Virginia.
—Está bien, senador, soy todo oídos —afirmó Collins.
—Así me gusta, Jack —dijo Lee al tiempo que pulsaba otro botón del mando. Collins supuso que la imagen que aparecía pertenecía al interior de una de las cámaras de mayor tamaño. El plano se oscureció un momento mientras un hombre con una bata blanca bajaba por una pasarela.
»El Grupo cuenta con más de un centenar de técnicos informáticos, treinta y cinco arqueólogos en plantilla, veinticinco extraordinarios químicos y biólogos, dos teóricos en física cuántica, cuatro astrofísicos, cinco forenses especializados en su campo, cien hombres y mujeres de seguridad procedentes tanto del Ejército como de la Armada, las Fuerzas Aéreas y los marines, y doce geólogos. —Lee tomó aire y continuó—: Y eso sin contar a los carniceros, panaderos y fabricantes de candelabros —dijo mientras sonreía—. Son los mejores del país, Jack. Reciben una formación continua bajo la dirección de profesores del Instituto Tecnológico de Massachusetts, de las universidades de Harvard, Cambridge y Princeton, de los laboratorios Jet Propulsion y de otras instituciones de gran prestigio. En el Grupo Evento aunamos todos los esfuerzos posibles, comandante Collins, y, desde los cocineros hasta los jefes de área, todos tienen derecho a seguir desarrollando sus capacidades. No son marionetas lo que queremos, ni tampoco lo que necesitamos.
—¿Quién paga todo esto?
Garrison Lee rió y dijo:
—Me temo que por culpa de eso nos hemos labrado algunos enemigos. Nuestro presupuesto sale de los fondos de las demás agencias del gobierno federal, si bien son fondos ocultos que nadie sabe dónde van a parar. Nuestra agencia tapadera, los Archivos Nacionales, son los que se llevan los palos, pero se las arreglan bastante bien.
—Me puedo imaginar lo que dirán las otras instituciones del gobierno —aventuró Collins.
—Nuestro trabajo es más importante. —El senador golpeó con el bastón en la pantalla para que Collins volviera a prestar atención a la cámara. Las puertas permanecían cerradas y parecían gigantescas y extremadamente seguras.
—Eso parece material del mando norteamericano de Defensa Aeroespacial, en la montaña Cheyenne —dijo Collins fijándose en la pantalla.
Collins observó el ojo azul claro del anciano; mientras hablaba no dejaba de atender a la pantalla y nunca se volvía a mirarlo, como si estuviera totalmente concentrado en relatar adecuadamente la historia, como si tratara de imaginarla o de vivirla para poder así contarla de la forma correcta. Jack sabía que ese era el anzuelo que estaba preparando para él. La envejecida mano del senador seguía apuntando con el bastón hacia la enorme pantalla recubierta de plástico.
—Yo mismo me pongo a mirar a menudo esta cámara —dijo con cierta parsimonia—. Lo que ve usted aquí, comandante, fue el primer Evento, lo que nosotros llamamos la expedición Lincoln. —El senador hizo una pausa y se quedó observando la pantalla. Las facciones de su rostro apenas dejaban entrever lo que sentía—. Hay mucha documentación al respecto: diarios y cuadernos de vuelo, testimonios de primera mano que cuentan la increíble historia de su descubrimiento y adquisición.
Por fin se volvió hacia el comandante y una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro.
—Me transmite una sensación de paz que es difícil de describir, o a lo mejor es que me estoy haciendo viejo —dijo, riendo entre dientes.
Jack no añadió ningún comentario; se quedó mirando el ojo del senador, buscando alguna señal de impostura.
Garrison Lee pulsó con el extremo del bastón otro de los botones del panel de control. Collins vio que otra imagen aparecía en la pantalla, estaba tomada probablemente desde el techo de la cámara acorazada, la imagen lo cogió completamente por sorpresa. No sabía con certeza qué era aquello que estaba viendo, pero se trataba de algo enorme y sin duda extremadamente antiguo. El aspecto desvencijado confería un aire sobrenatural al gigantesco objeto. Collins se acercó a la pantalla sin darse cuenta. Un recuerdo remoto pero al mismo tiempo familiar empezó a rondarle por la cabeza. ¿Era una idea borrosa y distante, o era un recuerdo real? Quizá se trataba de algo que había contemplado de niño, pero cuantos más esfuerzos hacía por recordar, más se alejaba de su mente; iba y venía como si fuera un déjà vu, dejando apenas un fugaz rastro en su conciencia. Jack frunció el ceño y se concentró aún más en la imagen de la pantalla.
Lee dio un paso atrás para admirar lo que se veía dentro de la cámara acorazada. Un ir y venir de operarios oscilaba alrededor del objeto. Algunos utilizaban instrumental que Collins no había visto nunca antes; otros tomaban notas en tablillas con sujetapapeles, y otros se ocupaban de los voluminosos sistemas de análisis colocados contra la pared del fondo. El inmenso objeto parecía haber estado hecho de vigas de madera que se hubieran petrificado mucho tiempo atrás. Las vigas tenían forma curva y se inclinaban desde lo alto de uno de los extremos describiendo un ángulo hasta llegar al otro extremo, que tenía un aspecto mucho más deteriorado. Mientras miraban, un grupo de tres hombres se encontraba en el interior del enorme artefacto. Habían establecido allí un pequeño laboratorio y analizaban alguna sustancia que Collins no se atrevía ni a imaginar. Jack miró con más atención en la parte exterior. En el lateral había unos agujeros enormes y lo que Collins supuso que era un suelo algo inclinado, ¿o se trataba de una cubierta? Le dio la impresión de que se encontraba ante alguna de las partes de una embarcación. Las planchas petrificadas que una vez fueron de madera estaban dispuestas de la misma manera que una cubierta. Debía de medir unos cien metros, y daba la sensación de que le faltaba una mitad, como si se tratara de los restos de un naufragio. Collins seguía impresionado por lo antiguo que parecía aquel artefacto, pero la sensación de que había algo que sabía y que no lograba recordar seguía martilleando en su cabeza. No podía evitar que se le pusiera la carne de gallina cuando miraba aquel misterioso objeto.
—¿Qué es eso? —preguntó Collins señalando a aquella cosa tan extrañamente familiar.
—¿No lo sabe, Jack? —preguntó el senador sin dejar de sonreírle—. Bueno, lo cierto es que nosotros tampoco. Existen muchas opiniones, pero una cosa sí sabemos: no podemos decirle al mundo que está en nuestro poder; mucha gente sentiría una gran conmoción, y no sabemos qué reacciones podrían producirse.
Collins siguió estudiando la imagen mientras el anciano la miraba también con deleite.
—Le muestro el contenido de esta cámara acorazada por dos razones, comandante. La primera: este fue el primer Evento. La segunda: es una muestra de la importancia de la contribución militar sobre el terreno. Y créame, Jack, el terreno es ahora mucho más peligroso de lo que era en tiempos del presidente Lincoln.
Los ojos de Collins no se apartaban del único ojo del senador. Jack asintió pero no dijo una sola palabra.
—Todo empezó en 1863 —retomó Lee mirando aún al comandante, antes de volver su mirada de nuevo hacia la pantalla—. Tras la batalla de Gettysburg, cuando la victoria se decantó al fin del lado de la Unión, un inmigrante noruego, profesor en Harvard, convenció al presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln, de emprender una expedición a lo que en aquel entonces era el imperio otomano.
El senador se detuvo, le dio la espalda a la pantalla, y, cojeando, se dirigió hasta la silla que se encontraba detrás del escritorio de Niles.
—Esta reunión entre el profesor y el presidente dio lugar a una tregua entre el norte y el sur de la que no hablan los libros de historia, y sobre la que no encontrará ninguna documentación en los Archivos Nacionales, a menos que consulte el nuestro —explicó Lee, y luego añadió—: Se organizó un encuentro a través de la oficina del entonces secretario de estado de Estados Unidos, William Seward, y la expedición se puso en marcha, formada por seiscientos efectivos, tanto soldados de la Unión como prisioneros confederados, y seis buques de guerra.
Collins se volvió en ese momento y miró al hombre que estaba sentado detrás del escritorio, y luego al retrato de Lincoln que colgaba sobre su cabeza.
—Su tarea —continuó Lee—, según lo ordenado por el presidente, era buscar, encontrar y traer un objeto que según algunos era el descubrimiento arqueológico más importante de la historia, y no se trataba de ningún tesoro que sirviera para colmar las escuálidas arcas del país con infinidad de riquezas.
Lee había cogido un bolígrafo y daba golpecitos con él contra una de las carpetas.
—La misión consistía en traer el objeto que tiene usted antes sus ojos.
Collins miró la pantalla, se quedó parado un momento, luego miró un instante al senador. Después, muy lentamente, volvió la mirada hacia el enorme monitor.
—Lo cierto, comandante, es que el presidente no creía que realmente fueran a encontrar nada de valor. Desde su punto de vista, el esfuerzo conjunto de los dos bandos enfrentados por la guerra serviría para volver a unir al Norte y al Sur. Hubo una cosa que el señor Lincoln pasó por alto, y fue la tenacidad de aquellos hombres. Tras perder a tres cuartas partes de los soldados y cuatro buques de guerra, trajeron hasta este país una reliquia que llevaba más de mil años en la cima de una montaña en el este de Turquía. Muchos jóvenes estadounidenses se dejaron la vida en esa cumbre, y en las cuestas y valles de aquel áspero y desolado lugar. Y lo que le trajeron a un presidente que acabaría asesinado, a un país que seguía dividido y donde el odio campaba a sus anchas, fue el artefacto que tiene usted ahí delante. Algunos piensan que se trata del arca del gran diluvio, el barco que supuestamente construyó el mismísimo Noé.
En cuanto el senador pronunció esas palabras, Collins lo visualizó. Todas las imágenes que había visto en las clases de religión, las historias que había escuchado de niño, los ridículos cuentos y películas ya de adulto, inundaron su mente como si provinieran de una presa que acabara de romperse.
—¿Quiere decir que eso es… que es el arca de Noé? —preguntó por fin, sin poder despegar la vista de la pantalla.
—Como ya sabe, la nave tiene un origen presumerio, la cultura situada entre la cuenca del Tigris y el Éufrates, cuna de la civilización. El tamaño, la forma y los materiales con los que fue construida concuerdan exactamente con los detalles expuestos en la Biblia. La prueba del carbono 14 la sitúa alrededor de once mil seiscientos años antes de Cristo, siglo arriba, siglo abajo —dijo el senador empleando un tono más técnico—. No tenemos ninguna hipótesis científica acerca de cómo fue construida; tenemos las leyendas de Gilgamesh y la historia de Noé, pero no es ese el procedimiento que seguimos aquí. Los científicos nos dicen que tenemos una antiquísima nave de madera, una tan antigua que se convirtió en piedra después de terminar sus días en la cima de una montaña.
Collins se dio la vuelta, regresó a su silla, enfrente del senador, y se dejó caer sobre ella.
El senador le dedicó una sonrisa. Cada vez que le había mostrado esto a alguien había visto cómo en sus rostros se reflejaba una mezcla de sorpresa, sobrecogimiento y miedo.
El viejo se puso de pie y fue cojeando hasta un mueble que había junto a la credencia donde se encontraba el café. Tomó un vaso y le sirvió al comandante un poco de agua. Volvió otra vez cojeando y se lo ofreció a Collins. Jack se lo bebió de un trago y agradeció la interrupción de la conversación. Hacía mucho tiempo que algo no le cogía tan desprevenido. No solo se trataba de algo desconcertante, se trataba de algo extraordinario. El senador retomó la conversación mientras se acomodaba de nuevo en la silla.
—Ahora bien, ¿cuál debe ser nuestra función en el Grupo, sentir un respeto reverencial por este artefacto o intentar aprender de él? Hemos reunido tal cantidad de datos que ya no tenemos sitio en ningún archivador. Y esto es tan importante para nuestro país porque, sencillamente, hemos aprendido que esos peligros siguen estando presentes y que podríamos volver a sufrir una inundación parecida en el futuro. Este informe ha sido remitido a las altas instancias y se han planificado las medidas que sería preciso tomar en caso de que se produjese un Evento similar. Antes de que le deje descansar un poco, Jack, he de decirle que el descubrimiento del arca, o de esa nave, fue el primer expediente de la larga e increíble historia del Grupo Evento. En total, suman más de ciento seis mil expedientes, y que engloban desde los aspectos relacionados con la religión hasta posibles ataques cometidos por hombres lobo en Francia durante la época de la peste negra; desde posibles avistamientos de submarinos eléctricos durante la guerra civil americana hasta los enfrentamientos entre clanes vikingos en Minnesota en los que se vieron envueltos los indios sioux, setecientos años antes de la llegada de Cristóbal Colón.
Collins siguió callado, sin apartar la mirada de Lee.
—Pero todo eso solo es historia; estudiamos, aprendemos y archivamos. Y luego a veces aparece esa pepita de oro que puede cambiar la forma de pensar de nuestro gobierno; por ejemplo, el informe que analizaba la historia del imperio japonés que mi predecesor entregó a Roosevelt en 1933, en el que se advertía de las inclinaciones históricas de los japoneses. Allí estaba todo, para cualquiera dispuesto a ver un poco más allá, a examinar los hechos de la forma que los examina el Grupo Evento. Nuestro Grupo informó al presidente, seis años antes de diciembre de 1941, de que los Estados Unidos iba camino de entrar en conflicto con Japón, y le propusimos alternativas para evitar ese conflicto. Nosotros informamos, pero al final lo que el presidente hace con la información es utilizar aquello que le interesa. —Lee sonrió a Collins—. Quizá su decisión vino determinada porque lo que le interesó de nuestro informe es que Japón acabaría por atacarnos, y que eso sería suficiente para meternos en un lío mucho más complicado en Europa con los nazis. ¿Usted qué opina?
—Creo que entiendo bien la necesidad de la confidencialidad: esa información habría enervado a mucha gente. Y creo que sé por qué me necesitan.
—No, Jack, aún no lo sabe. Hemos perdido a mucha gente, a gente buena, y estamos cansados, estamos hartos. El presidente ha ordenado al director Compton que adopte las medidas oportunas. Mis días de asesino ya quedaron atrás; me atrevería a decir que era casi tan bueno como usted a la hora de eliminar a gente en nombre de una causa justa. Pero ahora soy un hombre viejo y la única gran aventura que me queda por delante es la muerte. Niles necesita a un hombre que sea capaz de defender a la gente que envía a una misión, así que yo he estado buscando a alguien para él y le he encontrado a usted. Confío en haberle expuesto la situación con claridad.
—Así lo ha hecho —contestó Collins.
—He de interpretar que ha visto a qué nos dedicamos y que acepta la tarea que se le propone: entrenar y equipar a nuestro personal de seguridad y convertirlo en una fuerza protectora eficaz. A Niles y a mí nos preocupa el reciente aumento de ataques que está sufriendo nuestra gente.
—Elementos externos nos están atacando; en pocas palabras, y para que quede claro, comandante, usted está aquí para contraatacar, y para contraatacar con fuerza —dijo Compton, poniendo el énfasis en las últimas cinco palabras.
—Creo que entiendo el concepto de lo que es el Grupo, pero cada época marca la forma de reaccionar ante ciertas situaciones. Por determinadas circunstancias que he intentado explicar, y este intento me ha costado que me apartaran de las tropas, que son mi principal motivo de preocupación, Estados Unidos está transmitiendo una imagen de debilidad ante el mundo. Señor director, para proteger al personal a su cargo, ¿está usted dispuesto a llevar a cabo acciones ofensivas?
—¿Si estoy dispuesto? Se lo estoy ordenando, comandante.
—Entonces está empezando a otorgarle a su gente la posibilidad de pelear. El mundo actual está basado en la velocidad. Todo se mueve cada vez más deprisa y para proteger a los suyos ha de moverse todavía más deprisa que sus enemigos, y en ocasiones, por desgracia, ha de hacerse de manera preventiva.
Niles asintió con la cabeza y dijo:
—Hay algo que debe saber, comandante Collins. Alguna gente dentro de nuestro país tiene la misma opinión que usted, pero han llevado las cosas demasiado lejos. Tenemos indicios de la existencia de un grupo de superpatriotas, con apoyos en las altas esferas, que están llevando a cabo ataques contra nosotros y contra otras agencias con total impunidad. Tiene usted razón, estamos en un mundo cada vez más veloz y nosotros nos estamos quedando rezagados. Sean quienes sean, están matando a mi gente y robando nuestros descubrimientos, y no tengo dudas —afirmó mientras cerraba el puño— de que eso nos puede llevar a la ruina. Nos están arrebatando nuestro conocimiento: tanto desde el exterior, por cuestiones políticas, como desde dentro con los recortes por razones políticas o económicas, y quiero que eso se detenga. El presidente desea que emprendamos acciones ofensivas para erradicar esas facciones: ver quiénes son y desenmascararlos, y para eso está usted aquí.
Niles hizo una pausa y continuó:
—Cuando el senador me habló de usted, pensé que quizá fuera solo un tarado, pero leyendo su expediente y haciendo unas cuantas llamadas he comprobado que es usted un hombre inteligente capaz de pensar por sí mismo. El Instituto Tecnológico de Massachusetts, la Universidad de California y muchas otras instituciones certifican que tiene capacidad para llegar mucho más lejos de lo que lo hizo. Pero creo que obró correctamente al quedarse allí donde estaba, protegiendo a sus hombres. Para eso sirve todo el aprendizaje, para poder cuidar de la gente que tenía a su cargo. Yo también cuido de la mía, comandante, pero no puedo hacer lo que usted hace. —Niles se giró y se quedó mirando a Collins—. Proteja a mi gente, me da igual cómo lo haga.
Collins dirigió la vista al doctor Compton y luego al senador. Fue consciente de la sinceridad con la que valoraban la importancia del trabajo que le estaban ofreciendo. Conocía perfectamente el dolor y la rabia que se sentía ante la pérdida de un compañero, pero sabía que, pese a todo, se encontraba fuera de su terreno.
—Soy un soldado —empezó a decir, observando a un hombre, y luego al otro—, todavía soy un oficial de carrera, aunque el Ejército quiera prescindir de mí. Aún tengo que hacerme a la idea. Es una situación nueva para mí: haberme convertido en una molestia, en alguien que hay que esconder debajo de la alfombra; me cuesta mirarme al espejo. Así que, si no les importa, me gustaría postergar mi respuesta hasta poder valorar todas las opciones de las que dispongo. Pero si les parece a ustedes bien, hasta ese momento podría empezar a entrenar a su Grupo.
Lee fijó un instante la mirada en el suelo. Sabía que Jack Collins se quedaría. Los jefes del Estado Mayor no le permitirían volver al servicio activo. Pero ¿cómo te deshaces de un portador de la medalla al honor sin que la CNN y los medios te crucifiquen? Escondiéndolo en el cajón más oscuro del Estado, en el Grupo Evento. Lee prefirió dejar que Jack mantuviera la ilusión de que aún podía controlar su destino, aunque lo cierto era que de no ser por el Grupo Evento, la carrera militar del comandante estaría acabada.
—En ese caso, Jack, y provisionalmente hablando, bienvenido al Grupo Evento —dijo sin prisas el senador mientras se levantaba y, cojeando, bordeaba la mesa con la mano extendida—. Su segundo de a bordo, el capitán de corbeta Everett, le dará más detalles acerca de su labor aquí. Es bueno, Jack, muy bueno. Es un marine, uno de los Seals, un miembro de las fuerzas especiales; conoce bien esto, fue el primero en ser consciente de que había que poner al día todo el sistema.
El senador abrió las puertas y volvió a estrechar la mano de Jack.
—Esa vieja del demonio tendrá a alguien preparado para mostrarle sus dependencias, después dará un pequeño paseo por la zona de las cámaras acorazadas. Niles y yo tenemos una reunión con el archivero de Su Majestad y con el primer ministro inglés dentro de diez minutos, y el presidente estará a la escucha. Así que le dejo en manos de la bruja del Oeste, porque, como le digo, tenemos que discutir una serie de cosas. Parece que los ingleses quieren que cierto cadáver regrese a suelo británico.
Collins soltó la mano del senador y este se fue de vuelta hacia su oficina. Mientras las puertas se cerraban a su espalda aún oyó al viejo que decía:
—Ese cadáver pertenece al mundo entero, maldita sea, no solo a los ingleses.
Alice se acercó a Collins, lo cogió del brazo y lo condujo hacia el ascensor. Collins pensó que Alice era el tipo de gente que realmente se encargaba de las cosas en el Grupo, esa persona a la que se acude cuando se necesita alguna cosa y no se puede perder tiempo. Decidió que le vendría bien tenerla como consejera en las semanas y meses venideros.
Alice mantuvo las puertas abiertas mientras entraba en el ascensor y le dijo en voz muy baja:
—Garrison está como loco porque ni él ni Niles quieren ceder uno de nuestros hallazgos, pero el enterramiento donde se encontró pertenece a una base naval americana en Escocia, así que de momento quieren conservarlo provisionalmente durante un tiempo. El senador quiere quedárselo para siempre, pero el doctor Compton es más joven y más sensato, y sabe que los ingleses están en su derecho, así que el senador respetará la decisión de Niles.
Alice sonrió, miró a Jack y dijo:
—Es uno de los proyectos favoritos del senador: demostrar la existencia de un señor de la guerra del siglo cuarto cuyo nombre en latín es Artorius, pero que en nuestra lengua es conocido como Arturo.
Mientras Alice dejaba que las puertas del ascensor se cerraran, no pudo contener una sonrisa al ver al mayor Collins intentando impedir el mecanismo de cierre.
—¿Quiere decir que han encontrado el cuerpo del rey Art…?
Pero las puertas del ascensor se cerraron interrumpiendo su sorprendida pregunta.