1993
Era el coche que habían estado buscando. Faltaba la placa de matrícula, pero Harry Bosch no tenía ninguna duda: un Honda Accord de 1987, con la pintura granate descolorida por el sol. Lo habían puesto al día en 1992 con la pegatina verde de la campaña Clinton en el parachoques, y ahora incluso eso estaba descolorido. El adhesivo lo fabricaron con tinta barata cuando aún faltaba tiempo para las elecciones, sin intención de que durara. Estaba aparcado en un garaje de una plaza tan estrecho que Bosch se preguntó cómo se las habría arreglado el conductor para salir. Sabía que tendría que decirle al equipo de investigación forense que pusiera especial atención al buscar huellas en el exterior del coche y en la pared interior del garaje. La gente del departamento se enfurecería por el comentario, pero si se callaba, se quedaría preocupado.
El garaje tenía una puerta basculante con tirador de aluminio. No era un buen material para obtener huellas, y Bosch se lo indicaría también a los forenses.
—¿Quién lo encontró? —preguntó a los agentes de patrulla.
Acababan de colocar la cinta amarilla en la entrada del callejón, que estaba formado por dos filas de garajes individuales a ambos lados de la calle, así como en la entrada del complejo de apartamentos High Tower.
—El casero —replicó el agente de más edad—. El garaje pertenece a un apartamento que está desocupado, así que debería estar vacío. Hace un par de días lo abre porque ha de guardar muebles y trastos y ve el coche. Piensa que quizás es de alguien que está visitando a un inquilino, así que deja pasar unos días, pero al ver que el coche sigue allí empieza a preguntar a los residentes. Nadie conoce el coche, nadie sabe de quién es. Así que nos llama porque empieza a pensar que podría ser robado, dado que faltan las placas de matrícula. Mi compañero y yo teníamos la orden de búsqueda de Gesto en la visera del coche patrulla. En cuanto llegamos aquí lo entendimos enseguida.
Bosch asintió con la cabeza y se acercó al garaje. Respiró profundamente por la nariz. Marie Gesto llevaba diez días desaparecida. Si estaba en el maletero, lo sabría por el olor. Su compañero Jerry Edgar se unió a él.
—¿Algo? —preguntó.
—No lo creo.
—Bien.
—¿Bien?
—No me gustan los casos de maletero.
—Al menos tendríamos a la víctima para trabajar.
Era sólo parloteo mientras Bosch escrutaba el coche, buscando algo que pudiera ayudarles. Al no ver nada, sacó un par de guantes de látex del bolsillo del abrigo, los sopló como globos para extender la goma y se los puso. Levantó los brazos como un cirujano que accede a una sala de operaciones y se colocó de lado para entrar en el garaje y acercarse a la puerta del conductor sin tocar ni alterar nada.
Bosch se adentró en la oscuridad de la cochera. Se apartó unas telarañas de la cara. Volvió a salir y preguntó al agente de patrulla si podía prestarle la linterna Maglite que este llevaba en el cinturón. De nuevo en el garaje, la encendió y enfocó el haz de luz a las ventanas del Honda. Lo primero que inspeccionó fue el asiento de atrás, donde vio las botas de montar y el casco. Había una bolsa pequeña de plástico junto a las botas con el logo del supermercado Mayfair. No tenía forma de saber lo que había en la bolsa, pero comprendió que eso abría una vía de investigación en la cual no habían pensado antes.
Siguió avanzando. En el asiento del pasajero se fijó en una pequeña pila de ropa bien doblada encima de un par de zapatillas de correr. Reconoció los tejanos y la camiseta de manga larga: era la ropa que vestía Marie Gesto la última vez que la vieron unos testigos, mientras se dirigía a Beachwood Canyon para montar a caballo. Encima de la camiseta había unos calcetines cuidadosamente doblados, unas bragas y un sujetador. Bosch sintió el golpe seco del terror en el pecho. No porque tomara la ropa como confirmación de que Marie Gesto estaba muerta —instintivamente ya lo sabía; todo el mundo lo sabía, incluso los padres, que aparecieron en televisión rogando por el regreso de su hija sana y salva. Era la razón por la que el caso, originalmente de Personas Desaparecidas, se había reasignado a Homicidios de Hollywood—: Fue la ropa lo que impresionó a Bosch. La forma en que estaba tan meticulosamente doblada. ¿Lo hizo ella? ¿O lo había hecho quien se la había llevado de este mundo? Lo que siempre le inquietaba, lo que llenaba de terror su vacío interior, eran los detalles.
Después de examinar el resto del vehículo a través del cristal, Bosch salió del garaje con cuidado de no tocar nada.
—¿Hay algo? —preguntó de nuevo Edgar.
—La ropa. El equipo de montar. Quizás algo de comida. Hay un Mayfair debajo de Beachwood. Puede que pasara de camino a los establos.
Edgar asintió con la cabeza. Una nueva pista a investigar, un lugar donde buscar testigos.
Bosch salió de debajo de la puerta levantada y observó los apartamentos High Tower. Era un lugar único en Hollywood, un complejo de viviendas construidas en el granito de las colinas, detrás del Hollywood Bowl. Eran de estilo streamline y todas estaban conectadas al centro por la esbelta estructura que albergaba el ascensor: la torre que daba nombre a la calle y al complejo. Bosch había vivido una temporada en ese barrio, de niño. Desde su casa, cerca de Camrose, oía las orquestas que ensayaban en el Hollywood Bowl en los días de verano. Desde el tejado se contemplaban los fuegos artificiales del Cuatro de Julio y del final de la temporada. De noche había visto luz tras las ventanas de los apartamentos High Tower. Había visto pasar el ascensor por delante de ellas al subir para dejar a otra persona en su casa. De niño había pensado que vivir en un lugar donde un ascensor te dejaba en casa tenía que ser el summum del lujo.
—¿Dónde está el gerente? —le preguntó al agente de patrulla con dos galones en las mangas.
—Ha vuelto a subir. Ha dicho que cojan el ascensor hasta el final y que su casa es la primera al otro lado del pasillo.
—Vale, vamos arriba. Espere aquí al equipo de Forense y a la grúa. No deje que los de la grúa toquen el coche hasta que la gente de Forense eche un vistazo.
—Claro.
El ascensor de la torre era un pequeño cubo que rebotó con el peso de los detectives cuando Edgar abrió la puerta corredera y entraron. La puerta se cerró automáticamente y tuvieron que deslizar asimismo una puerta interior de seguridad. Sólo había dos botones, 1 y 2. Bosch pulsó el 2 y la cabina inició el ascenso dando una sacudida. Era un espacio reducido, con capacidad para cuatro personas a lo sumo antes de que la gente tuviera que empezar a degustar el aliento del vecino.
—¿Sabes qué? —dijo Edgar—. Aquí nadie tiene piano, eso seguro.
—Brillante deducción, Watson —dijo Bosch.
En el nivel superior abrieron las puertas y salieron a una pasarela de hormigón que estaba suspendida entre la torre y los apartamentos construidos en la ladera. Bosch se volvió y admiró una vista que, más allá de la torre, abarcaba casi todo Hollywood y regalaba la brisa de la montaña. Levantó la mirada y vio un gavilán colirrojo encima de la torre, como si los estuviera observando.
—Vamos —dijo Edgar.
Al volverse, Bosch vio que su compañero señalaba un corto tramo de escaleras que conducía a las puertas del apartamento. Vieron un cartel que ponía Gerente debajo de un timbre. Antes de que llegaran, un hombre delgado y de barba blanca abrió la puerta. Se presentó como Milano Kay, el gerente del complejo de apartamentos. Bosch y Edgar mostraron sus placas y le preguntaron si podían ver el piso vacante al cual estaba asignado el garaje con el Honda. Kay los acompañó.
Volvieron a pasar junto a la torre y enfilaron otra pasarela que conducía a un apartamento. Kay introdujo una llave en la cerradura de la puerta.
—Conozco este sitio —dijo Edgar—. Este complejo y el ascensor. Han salido en el cine, ¿no?
—Sí —dijo Kay—. A lo largo de los años.
Bosch pensó que era normal. Un lugar tan especial no podía pasar desapercibido a la industria local.
Kay abrió la puerta e hizo una señal a Bosch y Edgar para que entraran primero. El apartamento era pequeño y estaba vacío. Constaba de una sala de estar, cocina con un pequeño espacio para córner y un dormitorio con cuarto de baño en suite. No tenía ni cuarenta metros cuadrados, y Bosch sabía que con muebles parecería todavía más pequeño. Pero la clave era la vista. Una pared curvada de ventanas ofrecía la misma vista de Hollywood que se contemplaba desde la pasarela de la torre. Una puerta de cristal conducía a un balcón que seguía la forma curva. Bosch salió y contempló la panorámica que se extendía desde allí. Vio las torres del centro de la ciudad a través de la niebla. Sabía que la vista sería mejor de noche.
—¿Cuánto tiempo lleva vacío este apartamento? —preguntó.
—Cinco semanas —respondió Kay.
—No he visto ningún cartel de Se alquila.
Bosch miró el callejón y vio a dos agentes de patrulla que esperaban a los de Forense y al camión grúa del garaje de la policía. Estaban uno a cada lado del coche patrulla, apoyados en el capó y dándose la espalda. No parecían una pareja bien avenida.
—No me hace falta poner carteles —dijo Kay—. Normalmente se corre la voz de que tenemos una vacante. Hay mucha gente que quiere vivir aquí; es una curiosidad de Hollywood. Además, tenía que prepararlo, repintar y hacer pequeñas reparaciones. No tenía prisa.
—¿Cuánto es el alquiler? —preguntó Edgar.
—Mil al mes.
Edgar silbó. A Bosch también le pareció caro. Pero sabía que alguien estaría dispuesto a pagarlo por la vista.
—¿Quién podía saber que el garaje de allí abajo estaba vacío? —preguntó, volviendo a lo que les ocupaba.
—Bastante gente. Los residentes, por supuesto, y en las últimas semanas he mostrado el apartamento a varias personas interesadas. Normalmente les enseño el garaje. Cuando me voy de vacaciones hay un inquilino que echa un vistazo a las cosas. Él también enseñó el apartamento.
—¿El garaje se quedó sin cerrar con llave?
—No se cierra. No hay nada que robar. Cuando llega el nuevo inquilino puede poner un candado si quiere. Lo dejo a su criterio, aunque siempre lo recomiendo.
—¿Mantiene algún registro de a quién mostró el apartamento?
—La verdad es que no. Puede que conserve algunos números de teléfono, pero no tiene sentido guardar el nombre de nadie a no ser que lo alquile. Y como ven, no lo he hecho.
Bosch asintió con la cabeza. Iba a ser un camino difícil de seguir. Mucha gente sabía que el garaje estaba vacío, sin cerrar con llave y disponible.
—¿Y el anterior inquilino? —preguntó—. ¿Qué pasó con él?
—De hecho, era una mujer —dijo Kay—. Vivió aquí cinco años, tratando de hacerse actriz. Finalmente se rindió y volvió a su casa.
—Es una ciudad dura. ¿De dónde era?
—Le mandé la devolución del depósito a Austin, Texas.
Bosch asintió.
—¿Vivía aquí sola?
—Tenía un novio que la visitaba y se quedaba a menudo, pero creo que esa historia terminó antes de que ella se fuera.
—Necesitaremos que nos dé esa dirección de Texas.
El encargado asintió con la cabeza.
—Los agentes dicen que el coche pertenecía a una chica desaparecida —dijo.
—Una mujer joven —explicó Bosch.
Buscó en un bolsillo interior de la chaqueta y sacó una fotografía de Marie Gesto. Se la mostró a Kay y le preguntó si la reconocía como alguien que podía haber visto el apartamento. El casero dijo que no la reconocía.
—¿Ni siquiera de la tele? —preguntó Edgar—. Lleva diez días desaparecida y ha salido en las noticias.
—No tengo tele, detective —dijo Kay.
Sin televisor. En Los Angeles eso lo clasificaba como librepensador, pensó Bosch.
—También ha salido en los periódicos —probó Edgar.
—Leo los diarios de vez en cuando —dijo Kay—. Los cojo de las papeleras de abajo, y normalmente son viejos cuando los hojeo. Pero no he visto ningún artículo sobre ella.
—Desapareció hace diez días —explicó Bosch—, el jueves día 9. ¿Recuerda algo de entonces? ¿Algo inusual?
Kay negó con la cabeza.
—Yo no estaba aquí. Estaba de vacaciones en Italia.
Bosch sonrió.
—Me encanta Italia. ¿Adónde fue?
El rostro de Kay se iluminó.
—Fui al lago de Como y luego a un pueblo de la colina llamado Asoló. Robert Browning vivió allí.
Bosch asintió con la cabeza como si conociera los sitios que había mencionado y quién era Robert Browning.
—Tenemos compañía —dijo Edgar.
Bosch siguió la mirada de su compañero hasta el callejón. Una furgoneta de televisión con una antena parabólica encima y un gran número 9 pintado en un lateral había aparcado junto a la cinta amarilla. Uno de los agentes de patrulla caminaba hacia ella.
Harry volvió a dirigirse al casero.
—Señor Kay, tendremos que volver a hablar en otro momento. Si es posible, mire qué números o nombres puede encontrar de gente que haya visitado el apartamento o que haya llamado interesándose. También necesitaremos hablar con la persona que controló las cosas cuando usted estuvo en Italia y que nos dé el nombre y la dirección de la antigua inquilina que se trasladó a Texas.
—No hay problema.
—Y vamos a necesitar hablar con el resto de inquilinos para ver si alguien vio cómo dejaban el coche en el garaje. Trataremos de no ser entrometidos.
—No hay problema con eso. Veré qué números de teléfono puedo encontrar.
Salieron del apartamento y Kay los acompañó al ascensor. Se despidieron del gerente. La cabina de acero dio bandazos otra vez antes de empezar a descender con más suavidad.
—Harry, no sabía que te gustara Italia —dijo Edgar.
—No he estado nunca.
Edgar asintió con la cabeza, dándose cuenta de que había sido una táctica para hacer hablar a Kay y obtener información de coartada.
—¿Estás pensando en él? —preguntó.
—No. Sólo contemplo todas las posibilidades. Además, si fue él, ¿por qué poner el coche en el garaje de su propia casa? ¿Por qué llamar?
—Sí. Pero quizás es lo bastante listo para saber que pensaríamos que es lo bastante listo para no hacer eso, ¿entiendes? A lo mejor es más listo que nosotros, Harry. Quizá la chica fue a ver el apartamento y las cosas se torcieron. Oculta el cadáver, pero sabe que no puede mover el coche porque podría pararle la policía. Así que espera diez días y llama como si pensara que podría ser robado.
—Entonces quizá deberías verificar su coartada italiana, Watson.
—¿Por qué yo soy Watson? ¿Por qué no puedo ser Holmes?
—Porque Watson es el que habla demasiado.
—¿Qué te preocupa, Harry?
Bosch pensó en la ropa cuidadosamente doblada en el asiento delantero del Honda. Sintió de nuevo esa presión en las entrañas, como si su cuerpo estuviera atado y estuvieran tensando la cuerda por detrás.
—Lo que me preocupa es que tengo un mal presagio.
—¿Qué clase de mal presagio?
—El presagio de que nunca la encontraremos. Y si no la encontramos a ella, no lo encontraremos a él.
—¿Al asesino?
El ascensor se detuvo con un sobresalto, rebotó una vez y se quedó inmóvil. Bosch abrió las puertas. Al final del corto túnel que conducía al callejón y los garajes vio a una mujer que sostenía un micrófono y a un hombre que los esperaba cámara en mano.
—Sí —dijo—. Al asesino.