En cuanto Bosch dejó a Rachel Walling en su coche, abrió el teléfono y llamó a su compañera. Rider le informó de que estaba terminando con el papeleo del caso Matarese y le dijo que pronto estarían listos para presentar los cargos en la oficina del fiscal al día siguiente.
—Bien. ¿Algo más?
—Tengo la caja de Fitzpatrick de Archivos de Pruebas y resultó que eran dos cajas.
—¿Qué contienen?
—Más que nada registros de la tienda de empeño, de los que puedo decirte que no se miraron nunca. Entonces estaban empapados, en el agua de cuando extinguieron el incendio. Los tipos de Crímenes en Disturbios los metieron en tubos de plástico y han estado juntando moho desde entonces. Y, tío, apestan.
Bosch asintió con la cabeza al registrar la información. Era un callejón sin salida, pero no importaba. Raynard Waits estaba a punto de confesar el asesinato de Daniel Fitzpatrick de todos modos. Sabía que Rider estaba mirándolo de la misma forma. Una confesión sin coerción es una escalera real. Lo supera todo.
—¿Has tenido noticias de Olivas o de O’Shea? —preguntó Rider.
—Todavía no. Iba a llamar a Olivas, pero quería hablar contigo antes. ¿Conoces a alguien en el registro municipal?
—No, pero sí quieres que llame allí puedo hacerlo por la mañana. Ahora han cerrado. ¿Qué estás buscando?
Bosch miró su reloj. No se dio cuenta de lo tarde que se había hecho. Supuso que la tortilla en Duffy’s iba a servir de desayuno, comida y cena.
—Estaba pensando que deberíamos estudiar el negocio de Waits y ver cuánto tiempo lo ha tenido, si hubo alguna vez quejas, esa clase de cosas. Olivas y su compañero deberían haberlo hecho, pero no hay nada en el expediente al respecto.
Rider se quedó en silencio un rato antes de hablar.
—¿Crees que puede haber sido la conexión con High Tower?
—Quizá. O quizá con Marie. Ella tenía un gran ventanal en su apartamento. Es algo que recuerdo que surgió entonces. Pero tal vez se nos pasó.
—Harry, a ti nunca se te pasa nada, pero me pondré con eso ahora mismo.
—La otra cosa es el nombre del tipo. Podría ser falso.
—¿Qué?
Le explicó que había contactado con Rachel Walling y que le había pedido que mirara los expedientes. La información fue inicialmente recibida con un silencio atronador, porque Bosch había franqueado una de esas fronteras invisibles del departamento de Policía de Los Angeles al invitar al FBI al caso sin aprobación oficial de un superior, aunque la invitación a Walling fuera extraoficial. Pero cuando Bosch le habló a Rider de Reynard el Zorro ella empezó a abandonar su silencio y se puso escéptica.
—¿Crees que nuestro limpiador de ventanas es experto en folclore medieval?
—No lo sé —respondió—. Walling dice que podría haberlo sacado de un libro infantil. No importa. Es suficiente para que miremos los certificados de nacimiento y nos aseguremos de que existe alguien llamado Raynard Waits. En el primer expediente, cuando fue detenido por merodear en el noventa y tres, fue fichado con el nombre de Robert Saxon (el nombre que dio), pero luego les salió Raynard Waits cuando se encontró su huella dactilar en el ordenador de Tráfico.
—¿Qué estás viendo ahí, Harry? Si tenían su huella en el archivo entonces, quizás el nombre no sea falso al fin y al cabo.
—Quizá. Pero sabes que no es imposible conseguir un carné de conducir con un nombre falso en este estado. ¿Y si Saxon era su nombre real pero el ordenador escupió su alias y él simplemente siguió con él? No sería una novedad.
—Entonces, ¿por qué mantener el nombre después? Tenía un historial como Waits. ¿Por qué no volver a Saxon o el que sea su nombre real?
—Buenas preguntas. No lo sé. Pero hemos de comprobarlo.
—Bueno, lo tenemos, no importa cuál sea su nombre. Buscaré en Google Raynard el Zorro ahora mismo.
—Escríbelo con e.
Bosch esperó y oyó los dedos de ella sobre el teclado del ordenador.
—Ya está —dijo finalmente—. Hay un montón de material sobre Reynard el Zorro.
—Eso es lo que dijo Walling.
Hubo un largo momento de silencio mientras Rider leía. Finalmente ella habló.
—Dice aquí que parte de la leyenda es que Reynard el Zorro tenía un castillo secreto que nadie podía encontrar. Usaba todo tipo de artimañas para atraer a sus víctimas. Luego se las llevaba al castillo y las devoraba.
La información flotó en el ambiente durante unos segundos. Finalmente Bosch habló.
—¿Tienes tiempo de hacer otra búsqueda en AutoTrack y ver si puedes encontrar algo sobre Robert Saxon?
—Claro.
No había mucha convicción en su tono. Pero Bosch no iba a dejar que Rider se zafara del anzuelo. Quería mantener la investigación en movimiento.
—Léeme su fecha de nacimiento del informe de la detención —dijo Rider.
—No puedo. No lo tengo aquí.
—¿Dónde está? No lo veo en tu escritorio.
—Le di los archivos a la agente Walling. Los recuperaré esta noche. Tendrás que ir al ordenador para sacar el atestado de la detención.
Hubo un silencio prolongado antes de que Rider respondiera.
—Harry, son archivos oficiales de investigación. Sabes que no deberías haberte desprendido de ellos. Y vamos a necesitarlos mañana para la entrevista.
—Te lo he dicho, los recuperaré esta noche.
—Esperemos. Pero he de decirte, compañero, que estás yendo otra vez de llanero solitario y no me gusta mucho.
—Kiz, sólo intento mantener la inercia. Y mañana en la sala quiero estar preparado para ese tipo. Lo que Walling va a contarme nos dará una ventaja.
—Bien. Confío en ti. Quizás en algún momento confiarás en mí lo suficiente como para pedirme mi opinión antes de tomar decisiones que nos afectan a los dos.
Bosch sintió que se ponía colorado, sobre todo porque sabía que Rider tenía razón. No dijo nada porque disculparse por haberla dejado en fuera de juego no iba a zanjarlo.
—Vuelve a llamarme si Olivas nos da una hora para mañana —dijo ella.
—Claro.
Después de cerrar el teléfono, Bosch pensó en la situación por un momento. Trató de dejar atrás su vergüenza por la indignación de Rider. Se concentró en el caso y en lo que había dejado al margen de la investigación hasta el momento. Al cabo de unos pocos minutos volvió a abrir el teléfono, llamó a Olivas y le preguntó si se había fijado un lugar y hora para la entrevista con Waits.
—Mañana por la mañana a las diez en punto —dijo Olivas—. No se retrase.
—¿Iba a decírmelo, Olivas, o se supone que tenía que adivinarlo telepáticamente?
—Acabo de enterarme. Me ha llamado antes de que pudiera llamarle yo.
Bosch no hizo caso de la excusa.
—¿Dónde?
—En la oficina del fiscal del distrito. Lo llevaremos allí desde alta seguridad y lo pondremos en una sala de interrogatorios.
—¿Está en la fiscalía ahora?
—Tengo que tratar unos asuntos con Rick.
Bosch dejó que la frase flotara sin respuesta.
—¿Algo más? —preguntó Olivas.
—Sí, tengo una pregunta —dijo Bosch—. ¿Dónde está su compañero en todo esto? ¿Qué le ha pasado a Colbert?
—Está en Hawai. Volverá la semana que viene. Si esto dura hasta entonces, formará parte de ello.
Bosch se preguntó si Colbert sabía siquiera lo que estaba ocurriendo o que mientras estaba de vacaciones se estaba perdiendo un caso que potencialmente podía propulsar su carrera. Por todo lo que Bosch sabía de Olivas, no sería una sorpresa que le escondiera un as a su propio compañero en un caso de gloria.
—¿A las diez en punto, entonces? —preguntó Bosch.
—Sí, a las diez.
—¿Algo más que debería saber, Olivas?
Tenía curiosidad por saber qué hacía Olivas en la oficina del fiscal del distrito, pero no quería preguntarlo directamente.
—De hecho, hay una cosa más. Digamos que es una cuestión delicada. Voy a hablar de eso con Rick.
—¿Qué es?
—Bueno, adivine qué estoy viendo aquí.
Bosch dejó escapar el aliento. Olivas pensaba alargarlo. Hacía menos de un día que lo conocía y Bosch ya sabía sin la menor duda que el tipo no le caía bien y que nunca le iba a caer bien.
—No tengo ni idea, Olivas. ¿Qué?
—Sus cincuenta y uno de Gesto.
Se estaba refiriendo a la cronología de la investigación, una lista maestra ordenada por día y hora de todos los aspectos de un caso, desde un relato de los movimientos de los detectives en cada momento a las anotaciones de las llamadas de rutina y mensajes a solicitudes de los medios y pistas de los ciudadanos. Normalmente, estaban manuscritos con todo tipo de códigos y abreviaturas empleadas porque se actualizaba a lo largo del día, a veces de hora en hora. Finalmente, cuando se llenaba una página, se escribía a máquina en un formulario llamado 51, que sería completo y legible si el caso llegaba alguna vez a los tribunales y los abogados, jueces y miembros del jurado necesitaban revisar los archivos de la investigación. Las páginas manuscritas originales se tiraban.
—¿Qué pasa? —preguntó Bosch.
—Estoy mirando la última línea de la página catorce. La entrada es del 29 de septiembre de 1993 a las 18:40. Debía de ser la hora de salir. Las iniciales de la entrada son JE.
Bosch sintió que la bilis le subía a la garganta. Fuera cual fuese el objetivo de Olivas, le estaba sacando todo el jugo.
—Obviamente —dijo con impaciencia— se trata de mi compañero de entonces, Jerry Edgar. ¿Qué dice la entrada, Olivas?
—Dice… Voy a leerla. Dice: «Robert Saxon, fecha de nacimiento, 3/11/71. Vio artículo Times. Estuvo en Mayfair y vio a MG sola. Nadie la seguía». Pone el número de teléfono de Saxon y nada más. Pero era suficiente, campeón. ¿Sabe lo que significa?
Bosch lo sabía. Acababa de darle el nombre de Robert Saxon a Kiz para que investigara su historial. O bien era un alias o quizás el nombre real de un hombre conocido en la actualidad como Raynard Waits. Ese nombre en el 51 conectaba ahora a Waits con el caso Gesto. También significaba que, trece años atrás, Bosch y Edgar habían tenido al menos una oportunidad con Waits/Saxon. Pero por razones que no recordaba o que desconocía no lo investigaron. No recordaba la entrada específica en el 51. Había decenas de páginas en la cronología de la investigación repletas de anotaciones de una o dos líneas. Recordarlas todas —incluso con sus frecuentes revisiones de la investigación a lo largo de los años— habría sido imposible.
Le costó un buen rato encontrar la voz.
—¿Es la única mención en el expediente del caso? —preguntó.
—Que yo haya visto —dijo Olivas—. Lo he repasado todo dos veces. Incluso se me pasó la primera vez. Entonces la segunda vez dije: «Eh, conozco ese nombre». Es un alias que usó Waits a principios de los noventa. Debería haber estado en los archivos que tiene.
—Lo sé. Lo he visto.
—Eso significa que les llamó. El asesino les llamó y usted y su compañero la cagaron. Parece que nadie hizo un seguimiento ni buscó su nombre en el ordenador. Tenían el alias del asesino y un número de teléfono y no hicieron nada. Claro que no sabían que era el asesino; sólo un ciudadano que llamaba para contar lo que había visto. Seguramente estaba tratando de jugar con ustedes de alguna forma, tratando de averiguar cosas sobre el caso. Sólo que Edgar no jugó. Era tarde y probablemente quería ese primer martini.
Bosch no dijo nada y Olivas estuvo más que encantado de llenar el vacío.
—Lástima. Quizá todo esto podría haber terminado entonces. Creo que se lo preguntaremos a Waits por la mañana.
Olivas y su mundo mezquino ya no le importaban a Bosch. Las espinas no podían penetrar la gruesa y oscura nube que ya se estaba formando encima de él. Porque sabía que si el nombre de Robert Saxon había surgido en la investigación Gesto, entonces deberían haberlo comprobado por rutina en el ordenador. Y eso habría revelado un resultado en la base de datos de alias que los habría conducido a Raynard Waits y a su anterior detención. Eso lo habría convertido en sospechoso. No sólo en una persona de interés como Anthony Garland, sino en un sospechoso firme. Y sin lugar a dudas habría llevado la investigación en una dirección completamente nueva.
Pero eso nunca ocurrió. Aparentemente, ni Edgar ni Bosch habían investigado el nombre en el ordenador. Era un descuido, y Bosch sabía ahora que probablemente había costado la vida a las dos mujeres que terminaron en bolsas de basura y a las otras siete de las que Waits iba a hablarles al día siguiente.
—¿Olivas? —dijo Bosch.
—¿Qué, Bosch?
—No olvide llevar el expediente mañana. Quiero ver los 51.
—Oh, lo haré. Lo necesitaremos para la entrevista.
Bosch cerró el teléfono sin decir ni una palabra más. Notó que el ritmo de su respiración se disparaba. Pronto estuvo a punto de hiperventilarse. Sentía calor en la espalda, apoyada en el asiento del coche, y estaba empezando a sudar. Abrió las ventanas y trató de reducir el ritmo de cada inspiración. Estaba cerca del Parker Center y aparcó el coche.
Era la pesadilla de cualquier detective. El peor escenario. Una pista no seguida o echada a perder que permite que algo espantoso se desate en el mundo. Algo oscuro y malvado, que destruye vida tras vida al moverse a través de las sombras. Era cierto que todos los detectives cometen errores y han de vivir con el arrepentimiento. Pero Bosch sabía instintivamente que ese era un tumor maligno. Crecería cada vez más en su interior hasta que lo oscureciera todo y él se convirtiera en la última víctima, la última vida destruida.
Se incorporó al tráfico para que corriera el aire por las ventanas. Hizo un giro de ciento ochenta grados con chirrido de neumáticos y se dirigió a casa.