A la sombra de las torres del centro y bajo el brillo de las luces del Dodger Stadium, Echo Park era uno de los barrios más antiguos y siempre cambiantes de Los Angeles. A lo largo de las décadas había sido el destino de los inmigrantes de clase baja de la ciudad: primero llegaron los italianos y luego los mexicanos, los chinos, los cubanos, ucranianos y todos los demás. De día, un paseo por la calle principal de Sunset Boulevard requería conocimientos en cinco o más idiomas para leer los carteles de las fachadas. De noche, era el único sitio de la ciudad donde el aire podía cortarse por el ruido de armas de fuego de una banda, los vítores de un home-run y el aullido de los coyotes en la ladera, todo al mismo tiempo.
Estos días Echo Park era también un destino favorito de otra clase de recién llegado, el joven y enrollado. El cool. Artistas, músicos y escritores se estaban instalando en el barrio. Cafés y tiendas de ropa vintage se hacían un hueco junto a bodegas y puestos de marisco. Una ola de aburguesamiento estaba rompiendo en las llanuras y subiendo por las colinas bajo el estadio de béisbol. Significaba que el carácter del barrio estaba cambiando. Significaba que los precios del mercado inmobiliario estaban subiendo, expulsando a la clase trabajadora y las bandas.
Bosch había vivido una breve temporada en Echo Park cuando era niño. Y muchos años atrás, había un bar de polis en Sunset llamado Short Stop. Pero los polis ya no eran bien recibidos allí. El local ofrecía servicio de aparcacoches y se dirigía a la gente guapa de Hollywood, dos cosas que garantizaban que el poli fuera de servicio no pisara el bar. Para Bosch, el barrio de Echo Park había caído en el olvido. Para él no era un destino. Era un barrio de paso, un atajo en su camino a la oficina del forense para trabajar o a un partido de los Dodgers por ocio.
Desde el centro siguió un corto tramo por la autovía 101 en dirección norte hasta Echo Park Road y allí tomó de nuevo al norte, hacia el barrio de la colina donde había sido detenido Raynard Waits. Al pasar Echo Lake vio la estatua conocida como la Dama del lago observando los nenúfares y con las palmas de ambas manos levantadas como la víctima de un atraco. De niño había vivido casi un año con su madre en los apartamentos Sir Palmer, enfrente del lago, pero había sido una mala temporada para ella y para él y el recuerdo casi se había borrado. Recordaba vagamente la estatua, pero nada más.
Giró a la derecha por Sunset hasta Beaudry. Desde allí se dirigió colina arriba por Figueroa Terrace. Aparcó cerca del cruce donde habían detenido a Waits. Unos pocos bungalós viejos construidos en los años treinta y cuarenta seguían en pie, pero la mayor parte de las casas eran edificaciones de hormigón de después de la guerra. Viviendas modestas, con patios con verja y ventanas de barrotes. Los coches de los senderos de entrada no eran nuevos ni llamativos. Era un barrio de clase trabajadora, que Bosch sabía que en la actualidad era en su mayor parte latina y asiática. Desde las partes de atrás de las casas del lado oeste se abrían bonitas vistas de las torres del centro con el edificio de la compañía de agua y electricidad delante y en el centro. Los hogares en el lado este tenían patios traseros que se extendían hasta el terreno arisco de las colinas. Y en la cima de esas colinas se hallaban los aparcamientos más alejados del complejo del estadio de béisbol.
Pensó en la furgoneta de lavado de ventanas de Waits y se preguntó de nuevo por qué había estado en esa calle y en ese barrio. No era la clase de barrio donde habría tenido clientes. No era la clase de calle donde se esperaría una furgoneta a las dos de la mañana, en cualquier caso. Los dos agentes del Equipo de Respuesta ante Delitos habían acertado al tomar nota de ello.
Bosch aparcó y paró el motor. Salió y miró a su alrededor y luego se apoyó en el vehículo mientras reflexionaba. Todavía no lo entendía. ¿Por qué había elegido ese sitio Waits? Después de unos momentos abrió el móvil y llamó a su compañera.
—¿Aún no has hecho esa búsqueda en AutoTrack? —preguntó.
—Acabo de hacerla. ¿Dónde estás?
—En Echo Park. ¿Ha surgido algo cerca de aquí?
—No, acabo de verlo. Lo más al este lo coloca en los apartamentos Montecito, en Franklin.
Bosch sabía que Montecito no estaba cerca de Echo Park, si bien no estaba lejos de los apartamentos High Tower, donde se había encontrado el coche de Marie Gesto.
—¿Cuándo estuvo en Montecito? —preguntó.
—Después de Gesto. Se instaló allí, a ver, en el noventa y nueve, y se fue al año siguiente. Un año de estancia.
—¿Algo más digno de mención?
—No, Harry. Sólo lo habitual. El tipo se trasladó cada año o dos. No le gusta quedarse, supongo.
—Vale, Kiz. Gracias.
—¿Vas a volver a la oficina?
—Dentro de un rato.
Cerró el teléfono y se metió otra vez en el coche. Condujo por Figueroa Lane hasta Chavez Ravine Place y llegó a otra señal de stop. En cierta época toda la zona era conocida simplemente como Chavez Ravine. Pero eso fue antes de que la ciudad trasladara a toda la gente y demoliera todos los bungalós y casuchas que habían sido sus hogares. Supuestamente tenía que construirse un gran complejo de viviendas subvencionadas en el barranco, con áreas de juegos, escuelas y centros comerciales que invitaran a volver a quienes habían sido desplazados. Pero una vez que lo despejaron todo, el complejo de viviendas fue borrado de los planes municipales y lo que se construyó en su lugar fue un estadio de béisbol. Bosch tenía la impresión de que, basta donde le alcanzaba la memoria, en Los Angeles los chanchullos siempre habían estado presentes.
Bosch había estado escuchando últimamente el cedé de Ry Cooder llamado Chávez Ravine. No era jazz, pero estaba bien. Era su propio estilo de jazz. Le gustaba la canción It’s just work for me, un canto fúnebre a un conductor de excavadora que llega al barranco para derribar las casuchas de la gente pobre y se niega a sentirse culpable al respecto.
Vas a donde te mandan
cuando eres conductor de excavadora…
Giró a la izquierda en Chavez Ravine y enseguida llegó a Stadium Way y al lugar donde Waits había llamado por primera vez la atención de la patrulla del Equipo de Respuesta ante Delitos al pasar en su camino a Echo Park.
En la señal de stop examinó el cruce. Stadium Way desembocaba en los enormes aparcamientos del estadio. Para que Waits llegara al barrio desde ese lado, como afirmaba el atestado, tendría que haber venido desde el centro, el estadio o la autovía de Pasadena. Este no habría sido el camino desde su casa en West Hollywood. Bosch permaneció desconcertado durante unos segundos, pero determinó que no disponía de información suficiente para sacar conclusión alguna. Waits podría haber conducido por Echo Park asegurándose de que no lo seguían y luego atraer la atención del ERD después de girar para volver.
Se dio cuenta de que había muchas cosas que no conocía de Waits y le molestaba encontrarse cara a cara con el asesino al día siguiente. Bosch no se sentía preparado. Una vez más consideró la idea que había tenido antes, pero esta vez no vaciló. Abrió el teléfono y llamó a la oficina de campo del FBI en Westwood.
—Estoy buscando a una agente llamada Rachel Walling —le dijo al operador—. No estoy seguro de en qué brigada está.
—Un segundito.
Más bien un minuto. Mientras esperaba, un coche que llegó por detrás hizo sonar el claxon. Bosch avanzó por la intersección, hizo un giro de ciento ochenta grados y luego aparcó fuera de la calle a la sombra de un eucalipto. Finalmente, transcurridos casi dos minutos, su llamada fue transferida y una voz masculina dijo:
—Táctica.
—Con la agente Walling, por favor.
—Un segundo.
—Sí —dijo Bosch después de oír el clic.
Pero esta vez la transferencia se hizo deprisa y Bosch oyó la voz de Rachel Walling por primera vez en un año. Vaciló y ella estuvo a punto de colgarle.
—Rachel, soy Harry Bosch.
Esta vez fue ella la que dudó antes de responder.
—Harry…
—¿Qué es eso de Táctica?
—Es sólo el nombre de la brigada.
Bosch comprendió. Rachel no respondió, porque era asunto confidencial y la línea probablemente estaba siendo grabada en algún sitio.
—¿Por qué llamas, Harry?
—Porque necesito un favor. De hecho me vendría bien tu ayuda.
—¿Para qué? Estoy liada aquí.
—Entonces no te preocupes. Pensaba que podrías…, bueno, no importa, Rachel. No es nada importante. Puedo ocuparme yo.
—¿Estás seguro?
—Sí, estoy seguro. Dejaré que vuelvas a Táctica, sea lo que sea. Cuídate.
Cerró el teléfono y trató de no dejar que la voz de Rachel y el recuerdo que había conjurado le distrajeran de la tarea que le ocupaba. Miró hacia el otro lado del cruce y se dio cuenta de que probablemente estaba en la misma posición que el coche del ERD cuando González y Fennel habían localizado la furgoneta de Waits. El eucalipto y las sombras de la noche les habían proporcionado una pantalla.
Bosch tenía hambre ahora, después de saltarse la comida. Decidió que cruzaría la autovía hacia Chinatown y compraría comida para llevársela a la sala de brigada. Se incorporó al tráfico de la calle y estaba considerando si llamar a la oficina y ver si alguien quería algo de Chínese Friends cuando sonó su móvil. Comprobó la pantalla, pero vio que la identificación estaba bloqueada. Contestó de todos modos.
—Soy yo.
—Rachel.
—Quería cambiar a mi móvil.
Hubo una pausa. Bosch se dio cuenta de que no se había equivocado con los teléfonos de Táctica.
—¿Cómo estás, Harry?
—Bien.
—Así que hiciste lo que dijiste que harías. Has vuelto con los polis. Leí acerca de ese caso tuyo del año pasado en el valle de San Fernando.
—Sí, mi primer caso al volver. Desde entonces todo ha estado por debajo del radar. Hasta este asunto en el que estoy trabajando ahora.
—¿Y por eso me has llamado?
Bosch percibió el tono de su voz. Habían pasado más de dieciocho meses desde la última vez que habían hablado. Y eso fue al final de una intensa semana en la que sus caminos se habían cruzado en un caso que Bosch trabajaba en privado antes de volver al departamento y que a Walling le sirvió para resucitar su carrera en el FBI. El caso condujo a Bosch de vuelta al azul y a Walling a la oficina de campo de Los Angeles. Si Táctica, fuera lo que fuese, constituía una mejora respecto a su puesto previo en Dakota del Sur era algo que Bosch no sabía. Lo que sí sabía era que antes de que ella cayera en desgracia y fuera desterrada a las reservas indias de las Dakotas, Rachel Walling había sido una profiler en la Unidad de Ciencias de Comportamiento del FBI en Quantico.
—Llamaba porque pensaba que a lo mejor te interesaba poner a trabajar otra vez tu antiguo talento —dijo.
—¿Te refieres a un perfil?
—Más o menos. Mañana he de encontrarme cara a cara en una sala con un reconocido asesino en serie y no tengo la menor idea de qué es lo que lo mueve. Este tipo quiere confesarse autor de nueve asesinatos a cambio de evitar la aguja. He de asegurarme de que no quiere engañarnos. He de averiguar si nos está contando la verdad antes de que nos demos la vuelta y le digamos a todas las familias (a las familias que conocemos) que tenemos al tipo adecuado.
Esperó un momento a que ella reaccionara. Al ver que no lo hacía, Bosch insistió.
—Tengo crímenes, un par de escenas del crimen y datos forenses. Tengo el inventario de su apartamento y fotos. Pero no le acabo de pillar. Llamaba porque estaba pensando en si podía enseñarte parte de este material y ver si me dabas algunas ideas sobre cómo manejarlo.
Hubo otro largo silencio antes de que ella respondiera.
—¿Dónde estás, Harry? —preguntó ella al fin.
—¿Ahora mismo? Voy hacia Chinatown para comprar un arroz frito con langostinos. No he comido.
—Yo estoy en el centro. Podría reunirme contigo. Yo tampoco he comido.
—¿Sabes dónde está Chinese Friends?
—Claro. ¿Dentro de media hora?
—Pediré antes de que tú llegues.
Bosch cerró el teléfono y sintió una emoción que sabía que era producto de algo más que de la idea de que Rachel Walling podría ser capaz de ayudar en el caso Waits. El último encuentro entre ambos había terminado mal, pero el malestar se había erosionado con el tiempo. Lo que quedaba en su recuerdo era la noche que habían hecho el amor en una habitación de motel de Las Vegas y él había creído que conectaba con un alma gemela.
Miró el reloj. Le sobraba tiempo, aunque fuera a pedir antes de que ella llegara. En Chinatown aparcó delante de la puerta del restaurante y abrió otra vez el teléfono. Antes de entregar el expediente de Gesto a Olivas había anotado nombres y números de teléfono que podría necesitar. Llamó a Bakersfield, a la casa de los padres de Marie Gesto. La llamada no sería una sorpresa absoluta para ellos. Había mantenido la costumbre de telefonearlos cada vez que sacaba el expediente para echar otro vistazo al caso. Pensaba que a los padres les proporcionaba cierto alivio pensar que él no se había rendido.
La madre de la joven desaparecida contestó al teléfono.
—Irene, soy Harry Bosch.
—Oh.
Siempre había esa nota inicial de esperanza y excitación cuando uno de ellos respondía.
—Todavía no hay nada, Irene —respondió con rapidez—. Sólo tengo una pregunta para usted y para Dan, si no les importa.
—Claro, claro. Me alegro de oírle.
—También es bonito oír su voz.
Habían pasado más de diez años desde que había visto en persona a Irene y Dan Gesto. Después de dos años habían dejado de ir a Los Angeles con esperanzas de encontrar a su hija, habían renunciado al apartamento de Marie y se habían ido a casa. Después de eso, Bosch siempre llamaba.
—¿Cuál es la pregunta, Harry?
—Es un nombre, en realidad. ¿Recuerda si Marie mencionó alguna vez el nombre de Ray Waits? ¿Quizá Raynard Waits? Raynard es un nombre inusual. Podría recordarlo.
Oyó que Irene Gesto contenía el aliento y de inmediato se dio cuenta de que había cometido un error. La reciente detención y las vistas del caso Waits habían llegado a los medios de Bakersfield. Bosch debería haber sabido que Irene tendría interés en ese tipo de información de Los Angeles. Ella sabría de qué se acusaba a Waits. Sabría que lo llamaban el Asesino de las Bolsas de Echo Park.
—¿Irene?
Supuso que su imaginación había echado a volar de manera terrible.
—Irene, no es lo que piensa. Sólo estoy comprobando algunas cosas de este tipo. Parece que ha oído hablar de él en las noticias.
—Por supuesto. Esas pobres chicas. Terminar así. Yo…
Bosch sabía lo que ella estaba pensando, aunque quizá no lo que estaba sintiendo.
—Intente recordar lo que sabe de antes de verlo en las noticias. El nombre. ¿Recuerda si su hija lo mencionó alguna vez?
—No, no lo recuerdo, gracias a Dios.
—¿Está su marido ahí? ¿Puede comprobarlo con él?
—No está aquí. Todavía está en el trabajo.
Dan Gesto se había entregado al máximo en la búsqueda de su hija desaparecida. Después de dos años, cuando ya no le quedaba nada espiritual, física ni económicamente, regresó a Bakersfield y volvió a trabajar en una franquicia de John Deere. Ahora, vender tractores y herramientas a los granjeros le mantenía vivo.
—¿Puede preguntárselo cuando llegue a casa y luego llamarme si recuerda el nombre?
—Lo haré, Harry.
—Otra cosa, Irene. El apartamento de Marie tenía esa ventana alta en la sala de estar, ¿lo recuerda?
—Claro. Ese primer año fuimos a verla por Navidad en lugar de que viniera ella. Queríamos que ella sintiera que era un camino de doble sentido. Dan puso el árbol en aquella ventana y las luces se veían desde toda la manzana.
—Sí. ¿Sabe si alguna vez contrató a alguien para que limpiara esa ventana?
Hubo un largo silencio mientras Bosch esperaba. Era un agujero en la investigación, un ángulo que debería haber seguido trece años antes, pero que nunca se le había ocurrido.
—No lo recuerdo, Harry. Lo siento.
—Está bien, Irene. Está bien. ¿Recuerda cuando usted y Dan volvieron a Bakersfield y se llevó todo lo del apartamento?
—Sí.
Lo dijo con voz estrangulada. Bosch sabía que ahora estaba llorando y que la pareja había sentido que en cierto modo estaban abandonando a su hija, así como su esperanza, cuando regresaron a Bakersfield después de dos años de buscar y esperar.
—¿Lo guardan todo? ¿Todos los registros y las facturas y todo el material que les devolvimos cuando acabamos con ello?
Bosch sabía que si hubiera habido un recibo de un limpiador de ventanas, se habría comprobado esa pista. Pero tenía que preguntárselo de todos modos para confirmar la negativa, para asegurarse de que no se había colado entre las rendijas.
—Sí, lo tenemos. Están en su habitación. Guardamos todas sus cosas en una habitación. Por si…
«Alguna vez vuelve a casa». Bosch sabía que su esperanza no se extinguiría del todo hasta que encontraran a Marie, de un modo u otro.
—Entiendo —dijo Bosch—. Necesito que mire en esa caja, Irene. Si puede. Quiero que busque un recibo de un limpiaventanas. Revise sus talonarios de cheques y mire si le pagó a un limpiaventanas. Busque una compañía llamada Clear View Residential Glass Cleaners, o quizá una abreviación de eso. Llámeme si encuentra algo. ¿Vale, Irene? ¿Tiene un bolígrafo? Creo que tengo un número de móvil distinto desde la última vez que se lo di.
—Sí, Harry —dijo Irene—. Tengo un boli.
—El número es 3232445631. Gracias, Irene Ahora he de colgar. Por favor, transmítale mis mejores deseos a su marido.
—Lo haré. ¿Cómo está su hija, Harry?
Bosch hizo una pausa. A lo largo de los años, él les había contado todo sobre sí mismo. Era una forma de mantener la solidez del vínculo y la promesa de encontrar a la hija de los Gesto.
—Está bien. Es genial.
—¿Qué curso hace?
—Tercero, pero no la veo demasiado. Vive en Hong Kong con su madre en este momento. El mes pasado fui a pasar allí una semana. Ahora tienen un Disneyworld.
No sabía por qué había dicho esa última frase.
—Ha de ser muy especial cuando está con ella.
—Sí. Ahora también me manda mails. Sabe más que yo de eso.
Era extraño hablar de su propia hija con una mujer que había perdido a la suya y que no sabía dónde ni por qué.
—Espero que vuelva pronto —dijo Irene Gesto.
—Yo también. Adiós, Irene. Llámeme cuando quiera.
—Adiós, Harry. Buena suerte.
Ella siempre decía «buena suerte» al final de cada conversación. Bosch se sentó en el coche y pensó en la contradicción que suponía su deseo de que su hija viviera con él en Los Angeles. Temía por su seguridad en el lugar lejano en el que se hallaba en ese momento. Quería estar cerca para poder protegerla. Pero traerla a una ciudad donde chicas jóvenes desaparecían sin dejar rastro o terminaban descuartizadas en bolsas de basura ¿era una mejora en cuanto a la seguridad? En su interior sabía que estaba siendo egoísta y que no podía protegerla viviera donde viviese. Todo el mundo tenía que recorrer su propio camino en esta vida. Imperaban las leyes de Darwin y lo único que podía hacer él era esperar que el camino de su hija no se cruzara con el de alguien como Raynard Waits.
Recogió los archivos y salió del coche.