Harry Bosch estudió los monitores en la furgoneta de vigilancia. El FBI había trabajado toda la noche instalando cámaras en ocho puntos del parque. Uno de los laterales del interior de la furgoneta estaba completamente cubierto por un conjunto de pantallas digitales que mostraban diversas perspectivas del banco donde T. Rex Garland y su hijo estaban sentados esperando que volviera Abel Pratt. Las cámaras estaban situadas en cuatro de las farolas del parque, en dos lechos de flores, en el farol falso de encima del cobertizo y en la falsa paloma colocada en la cabeza de la Dama del lago.
Asimismo, los técnicos del FBI habían instalado receptores de sonido por microondas triangulando el banco. El barrido sónico se optimizaba gracias a micrófonos direccionales situados en la falsa paloma, un lecho de flores y el periódico doblado que Pratt había dejado en la papelera. Un técnico de sonido del FBI llamado Jerry Hooten estaba sentado en la furgoneta con unos enormes auriculares, manipulando la entrada de audio para producir el sonido más limpio. Bosch y los demás habían podido observar a Pratt y los Garland y oír su conversación palabra por palabra.
Los demás eran Rachel Walling y Rick O’Shea. El fiscal estaba sentado delante y en el centro, y las pantallas de vídeo estaban dispuestas ante él. Era su jugada. Walling y Bosch estaban sentados a ambos lados.
O’Shea se quitó los auriculares.
—¿Qué les parece? —preguntó—. Va a llamar. ¿Qué le digo?
Tres de las pantallas mostraban a Pratt a punto de entrar en los lavabos del parque. Según el plan, esperaría hasta que los lavabos estuvieran vacíos y llamaría al número de la furgoneta de vigilancia desde su teléfono móvil.
Rachel se bajó los cascos al cuello y lo mismo hizo Bosch.
—No lo sé —dijo ella—. Es cosa suya, pero no tenemos un reconocimiento del hijo en relación con Gesto.
—Eso es lo que estaba pensando —respondió O’Shea.
—Bueno —dijo Bosch—, cuando Pratt habló de que él lo condujo al cadáver, Anthony no lo ha negado.
—Tampoco lo ha admitido —dijo Rachel.
—Pero si un tipo está sentado ahí hablándote de encontrar un cadáver que tú enterraste y tú no sabes de qué está hablando creo que dirías algo.
—Sí, eso puede ser un argumento para el jurado —dijo O’Shea—. Sólo estoy diciendo que todavía no ha hecho nada que pueda calificarse como una confesión abierta. Necesitamos más.
Bosch asintió con la cabeza, admitiendo el punto de vista del fiscal. El sábado por la mañana se había decidido que la palabra de Pratt no iba a ser suficiente. Su testimonio de que Anthony Garland lo había conducido al cadáver de Marie Gesto y de que había cobrado un soborno por parte de T. Rex Garland no bastaba para construir una acusación sólida. Pratt era un poli corrupto y edificar una estrategia sobre la base de su testimonio era demasiado arriesgado en una época en que los jurados sospechaban en gran medida de la integridad y el comportamiento de la policía. Necesitaban obtener admisiones de los dos Garland para que el caso se situara en terreno sólido.
—Miren, lo único que estoy diciendo es que creo que es bueno, pero todavía no lo tenemos —dijo O’Shea—. Necesitamos un recono…
—¿Y el viejo? —preguntó Bosch—. Creo que Pratt ha conseguido que se eche la mierda encima.
—Estoy de acuerdo —dijo Rachel—. Está acabado. Si lo vuelve a mandar, dígale que se concentre en Anthony.
Como si ese hubiera sido el pie, se oyó un zumbido grave que indicaba una llamada entrante. O’Shea, que no estaba familiarizado con el equipo, levantó un dedo sobre la consola y buscó el botón adecuado.
—Aquí —dijo Hooten.
Pulsó el botón y se abrió la línea del móvil.
—Aquí la furgoneta —dijo O’Shea—. Está en el altavoz.
—¿Cómo lo he hecho? —preguntó Pratt.
—Es un comienzo —dijo O’Shea—. ¿Por qué ha tardado tanto en llamar?
—Realmente tenía que mear.
Mientras O’Shea le decía a Pratt que volviera al banco y tratara una vez más de conseguir que Anthony Garland se delatara, Bosch volvió a colocarse los auriculares para oír la conversación que se desarrollaba en el banco.
Por lo que se veía en las pantallas, parecía que Anthony Garland estaba discutiendo con su padre. El anciano le estaba señalando con el dedo.
Bosch lo pilló a mitad.
—Es nuestra única salida —dijo Anthony Garland.
—¡He dicho que no! —ordenó el anciano—. No puedes hacer eso. No vas a hacerlo.
En la pantalla Anthony se alejó de su padre y luego volvió a acercarse. Era como si llevara una correa invisible. Se inclinó hacia su padre y esta vez fue él quien señaló con el dedo. Lo que dijo lo pronunció en voz tan baja que los micrófonos del FBI sólo captaron un murmullo. Bosch presionó las manos sobre los auriculares, pero no lo entendió.
—Jerry —dijo—, ¿puede afinar esto?
Bosch señaló las pantallas. Hooten se puso los auriculares y se afanó con los diales de audio. Pero era demasiado tarde. La íntima conversación entre padre e hijo había concluido. Anthony Garland acababa de enderezarse delante de su padre y le dio la espalda. Estaba mirando en silencio al otro lado del lago.
Bosch se echó atrás para poder ver la pantalla que mostraba un ángulo del banco desde una de las farolas situadas al borde del agua. Era la única cámara que captaba el rostro de Anthony en ese momento. Bosch vio la rabia en sus ojos. La había visto antes.
Anthony apretó la mandíbula y negó con la cabeza. Se volvió hacia su padre.
—Lo siento, papá.
Dicho esto, empezó a caminar hacia el cobertizo. Bosch vio que caminaba con decisión hacia la puerta de los lavabos. Vio que metía la mano en la americana.
Bosch se quitó los auriculares.
—¡Anthony va a los lavabos! —dijo—. ¡Creo que lleva una pistola!
Bosch se levantó de un salto y empujó a Hooten para llegar a la puerta de la furgoneta. Tardó un poco en abrirla porque no conocía el sistema de apertura. Detrás de él oyó que O’Shea ladraba órdenes en el micrófono de la radio.
—¡Todo el mundo en marcha! ¡En marcha! El sospechoso va armado. Repito, el sospechoso va armado.
Bosch finalmente salió de la furgoneta y echó a correr hacia el cobertizo. No había rastro de Anthony Garland. Ya estaba dentro.
Bosch se encontraba en el otro extremo del parque y a más de cien metros de distancia. Otros agentes e investigadores de la oficina del fiscal del distrito se habían desplegado más cerca y Bosch los vio correr con armas en la mano hacia el cobertizo. Justo cuando el primer hombre, un agente del FBI, llegaba al umbral, el sonido de disparos hizo eco desde los lavabos. Cuatro disparos en rápida sucesión.
Bosch sabía que el arma de Pratt estaba seca. Formaba parte del atrezo. Tenía que llevar un arma por si los Garland lo cacheaban. Pero Pratt estaba bajo custodia y se enfrentaba a cargos. Le habían quitado las balas.
Mientras Bosch observaba, el agente del umbral se colocó en posición de combate, gritó «FBI» y entró. Casi inmediatamente se produjeron más disparos, pero estos tenían un timbre diferente a los cuatro primeros. Bosch supo que eran de la pistola del agente.
Cuando Bosch llegó al lavabo, el agente salió con la pistola a un costado. Sostenía una radio junto a la boca.
—Dos caídos en los lavabos —dijo—. La zona está segura.
Exhausto por su carrera, Bosch tragó algo de aire y caminó hacia el umbral.
—Detective, es una escena del crimen —dijo el agente.
Puso una mano delante del pecho de Bosch. Bosch la apartó.
—No me importa.
Entró en los lavabos y vio los cuerpos de Pratt y Garland en el suelo sucio de cemento. Pratt había recibido dos disparos en la cara y otros dos en el pecho. Garland había recibido tres impactos en el pecho. Los dedos de la mano derecha de Pratt estaban tocando la manga de la americana de Garland. Había charcos de sangre en el suelo que se extendían desde ambos cadáveres y que enseguida se mezclaron.
Bosch observó durante unos momentos, estudiando los ojos abiertos de Anthony. La rabia que Bosch había visto momentos antes había desaparecido, sustituida por la mirada vacía de la muerte.
Salió de los lavabos y miró al banco. El anciano, T. Rex Garland, estaba sentado inclinado hacia delante, con la cara entre las manos. El bastón con la cabeza pulida de dragón había caído a la hierba.