A las 10 de la mañana del lunes, Abel Pratt salió de su coche y cruzó el césped verde de Echo Park hasta un banco donde había un anciano sentado bajo los brazos protectores de la Dama del Lago. Había cinco palomas descansando en los hombros y en las manos orientadas hacia el cielo de la estatua y otra más en la cabeza, pero la dama no mostraba signos de molestia o fatiga.
Pratt metió el periódico doblado que llevaba en la papelera repleta que había junto a la estatua y se sentó en el banco al lado del anciano. Miró las aguas tranquilas del lago Echo, que estaba delante de ellos. El anciano, que sostenía un bastón junto a su rodilla y lucía un traje de calle de color habano con un pañuelo granate en el bolsillo del pecho, habló primero.
—Recuerdo cuando podías traerte a la familia aquí un domingo y no tenías que preocuparte de que te dispararan las bandas.
Pratt se aclaró la garganta.
—¿Es eso lo que le preocupa, señor Garland? ¿Las bandas? Bueno, le diré un secreto. Esta es una de las horas más seguras en cualquiera de los barrios de la ciudad. La mayoría de los pandilleros no se levantan hasta la tarde. Por eso cuando vamos con órdenes judiciales nos presentamos por la mañana. Siempre los pillamos en la cama.
Garland asintió de manera aprobadora.
—Es bueno saberlo. Pero no es eso lo que me preocupa. Me preocupa usted, detective Pratt. Nuestro negocio había concluido. No esperaba volver a tener noticias suyas.
Pratt se inclinó hacia delante y examinó el parque. Estudió las hileras de mesas en el otro lado del lago, donde los ancianos jugaban al dominó. Su mirada recorrió los coches aparcados junto al bordillo que rodeaba el parque.
—¿Dónde está Anthony? —preguntó.
—Ya vendrá. Está tomando precauciones.
Pratt asintió con la cabeza.
—Las precauciones son buenas —dijo.
—No me gusta este sitio —dijo Garland—. Está lleno de gente desagradable. Y eso le incluye a usted. ¿Por qué estamos aquí?
—Espera un momento —dijo una voz detrás de ellos—. No digas una palabra más, papá.
Anthony Garland se había acercado por su lado ciego. Rodeó la estatua hasta el banco situado al borde del agua, se quedó de pie delante de Pratt y le pidió que se levantara.
—Arriba —dijo.
—¿Qué es esto? —protestó Pratt con suavidad.
—Sólo levántese.
Pratt hizo lo que le pidieron y Anthony Garland sacó una pequeña varilla electrónica del bolsillo de su americana. Empezó a pasarla arriba y abajo por delante de Pratt, de la cabeza a los pies.
—Si está transmitiendo una RF, esto me lo dirá.
—Bien. Siempre me había preguntado si tenía una RE Con esas mujeres de Tijuana nunca se sabe.
Nadie rio. Anthony Garland pareció satisfecho con el escaneo de señales de radiofrecuencia y empezó a guardarse la varilla. Pratt empezó a sentarse.
—Espere —dijo Garland.
Pratt se quedó de pie y Garland empezó a pasar sus manos por el cuerpo de Pratt como segunda precaución.
—Nunca se puede estar seguro con un canalla como usted, detective.
Colocó las manos en la cintura de Pratt.
—Eso es mi pistola —dijo Pratt.
Garland siguió cacheando.
—Eso es mi móvil.
Las manos bajaron.
—Y eso son mis cojones.
Garland cacheó a continuación ambas piernas del policía y cuando quedó satisfecho le dijo a Pratt que podía sentarse. El detective volvió a acomodarse al lado del anciano.
Anthony Garland permaneció de pie junto al banco, de espaldas al lago y con los brazos cruzados delante del pecho.
—Está limpio —dijo.
—Vale, pues —dijo T. Rex Garland—. Podemos hablar. ¿De qué se trata, detective Pratt? Creía que se lo habíamos dejado claro. No nos llame. No nos amenace. No nos diga dónde estar ni cuándo.
—¿Habrían venido si no los hubiera amenazado?
Ninguno de los Garland respondió. Pratt sonrió con petulancia y asintió.
—A las pruebas me remito.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó el anciano—. Lo he dejado muy claro antes. No quiero que nada de esto salpique a mi hijo. ¿Por qué ha de estar él aquí?
—Bueno, porque no había vuelto a verlo desde nuestro paseíto por el bosque. Somos amigos, ¿verdad, Anthony?
Anthony no dijo nada. Pratt insistió.
—Quiero decir, uno espera tener cierta relación con un tipo que te lleva a un cadáver en el bosque. Pero no he tenido noticias de Anthony desde que estuvimos juntos en Beachwood.
—No quiero que hable con mi hijo —dijo T. Rex Garland—. No hable con mi hijo. Le compraron y le pagaron para eso, detective, ¿lo entiende? Es la única vez que convoca una reunión conmigo. Yo le llamaré. No me llame.
El anciano no miró en ningún momento a Pratt mientras hablaba. Sus ojos estaban orientados hacia el lago. El mensaje era claro. Pratt no merecía su atención.
—Sí, todo eso estaba bien, pero las cosas han cambiado —dijo Pratt—. Por si acaso no han leído los periódicos ni han visto la tele, las cosas se fueron a la mierda allá arriba.
El anciano permaneció sentado, pero extendió los brazos hacia delante y puso las palmas de ambas manos en la cabeza de dragón labrada en oro en la empuñadura de su bastón. Habló con calma.
—¿Y de quién es la culpa? Nos dijo que usted y el abogado podían mantener a raya a Waits. Nos dijo que nadie resultaría herido. Lo llamó una operación limpia. Ahora miré en qué nos ha involucrado.
Pratt tardó unos segundos en responder.
—Se ha involucrado usted mismo. Quería algo y yo era el proveedor. No importa de quién es la falta, la conclusión es que necesito más dinero.
T. Rex Garland negó lentamente con la cabeza.
—Cobró un millón de dólares —dijo.
—Tuve que repartirlo con Maury Swann —respondió Pratt.
—Sus gastos de subcontratación no son de mi incumbencia.
—La tarifa se basaba en que todo funcionara sin complicaciones. Waits cargaba con Gesto, caso cerrado. Ahora hay complicaciones e investigaciones en marcha de las que ocuparse.
—Tampoco eso es de mi incumbencia. Nuestro trato está hecho.
Pratt se inclinó hacia delante en el banco y puso los codos en las rodillas.
—No está hecho del todo, T. Rex —dijo—. Y quizá debería preocuparle, porque ¿sabe quién me hizo una visita el viernes por la noche? Harry Bosch. Y le acompañaba una agente del FBI. Me llevaron a una pequeña reunión con el señor Rick O’Shea. Resulta que antes de que Bosch acabara con Waits el muy cabrón le dijo que él no mató a Marie Gesto. Y eso pone a Bosch con el aliento detrás de su nuca, Junior. Y de la mía. Casi han desenredado toda la historia relacionándome a mí con Maury Swann. Sólo necesitan que alguien llene los espacios en blanco, y como no pueden llegar a Swann, quieren que ese alguien sea yo. Están empezando a presionarme.
Anthony Garland gruñó y dio una patada en el suelo con sus caros mocasines.
—¡Maldita sea! Sabía que todo este asunto iba…
Su padre levantó una mano para calmarlo.
—Bosch y el FBI no importan —dijo el anciano—. Se trata de lo que haga O’Shea, y nos hemos ocupado de O’Shea. Está comprado y pagado. Sólo que todavía no lo sabe. Una vez que le comunique su situación, hará lo que yo le diga que haga, si quiere ser fiscal del distrito.
Pratt negó con la cabeza.
—Bosch no va a renunciar. No lo ha hecho en trece años y no lo hará ahora.
—Entonces ocúpese de eso. Es su parte del trato. Yo me ocupo de O’Shea y usted se ocupa de Bosch. Vamos, hijo.
El anciano empezó a incorporarse, apoyándose en el bastón. Su hijo se levantó para ayudarle.
—Esperen un momento —dijo Pratt—. No van a ninguna parte. He dicho que necesito más dinero y lo digo en serio. Me ocuparé de Bosch, pero luego he de desaparecer. Necesito dinero para hacerlo.
Anthony Garland señaló enfadado a Pratt en el banco.
—Maldito saco de mierda —dijo—. Fue usted el que acudió a nosotros. Todo esto es su plan desde el principio hasta el final. ¿Mataron a dos personas por su culpa, y ahora tiene las pelotas de volver a pedir más dinero?
Pratt se encogió de hombros y separó las manos.
—Estoy en una disyuntiva, igual que ustedes. Puedo quedarme quieto con las cosas como están y ver cuánto se acercan. O puedo desaparecer ahora mismo. Lo que deberían saber es que siempre hacen tratos con el pez pequeño para coger al grande. Yo soy el pez pequeño, Anthony. ¿El pez grande? Ese sería usted. —Se volvió hacia el anciano—. ¿Y el pez más gordo? Ese sería usted.
T. Rex Garland dijo que sí con la cabeza. Era un hombre de negocios pragmático y pareció entender la gravedad de la situación.
—¿Cuánto? —preguntó—. ¿Cuánto por desaparecer?
Pratt no dudó.
—Quiero otro millón de dólares y estará bien invertido si me lo dan. No pueden llegar a ninguno de ustedes sin mí. Si yo desaparezco, el caso desaparece. Así que el precio es un millón y no es negociable. Por menos que eso no merece la pena huir. Haré un trato con el fiscal y me arriesgaré.
—¿Y Bosch? —preguntó el anciano—. Ya ha dicho que no iba a rendirse. Ahora que sabe que Raynard Waits no…
—Me ocuparé de él antes de largarme —dijo Pratt, cortándolo—. Eso lo liaré gratis.
Metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de papel con números escritos en él. Lo deslizó por el banco hasta el anciano.
—Esta es la cuenta bancaria y el código de transferencia. El mismo que antes.
Pratt se levantó.
—¿Saben qué les digo?, háblenlo entre ustedes. Yo voy al cobertizo a mear. Cuando vuelva necesitaré una respuesta.
Pratt pasó muy cerca de Anthony y ambos hombres se sostuvieron una mirada de odio.