Bosch caminó hacia Pratt. Se acercó demasiado a él, invadiendo su espacio personal. Su superior retrocedió al interior de su oficina y se colocó tras su escritorio. Eso era lo que quería Bosch. Le dijo adiós y le deseó un buen fin de semana. A continuación se encaminó a la puerta de la sala de brigada.
La unidad de Casos Abiertos tenía tres coches asignados a sus ocho detectives y el supervisor. Los coches funcionaban sobre la base de que el que primero llegaba, primero elegía, y las llaves estaban colgadas en ganchos junto a la puerta de la sala de brigada. El procedimiento para que un detective cogiera un coche era escribir su nombre y el tiempo estimado de devolución en una pizarra colgada debajo de las llaves. Cuando Bosch llegó a la puerta la abrió del todo para bloquear a Pratt la visión de los ganchos con las llaves. Había dos juegos de llaves en los ganchos. Bosch cogió uno y se fue.
Al cabo de unos minutos salió del garaje de detrás del Parker Center y se dirigió hacia el edificio de la compañía de agua y electricidad. La alocada carrera para vaciar el centro de la ciudad sólo estaba empezando y Bosch recorrió las siete manzanas con rapidez. Aparcó ilegalmente delante de la fuente que se hallaba junto a la entrada del edificio y bajó del coche. Miró el reloj al acercarse a la puerta. Eran las cinco menos veinte.
Un vigilante de seguridad uniformado apareció en la puerta, haciéndole señas.
—No puede aparcar…
—Lo sé.
Bosch mostró su placa y señaló la radio que estaba en el cinturón del hombre.
—¿Puede llamar a Jason Edgar con eso?
—¿Edgar? Sí. ¿Qué es…?
—Localícelo y dígale que el detective Bosch le está esperando en la puerta. He de verlo lo antes posible. Llámelo ahora, por favor.
Bosch se volvió y se dirigió a su coche. Se metió dentro y pasaron cinco minutos hasta que vio a Jason Edgar saliendo a través de las puertas de cristal. Cuando se metió en el coche abrió la puerta del pasajero para mirar, no para entrar.
—¿Qué pasa, Harry?
—Recibí su mensaje. Suba.
Edgar entró en el coche con reticencia. Bosch arrancó cuando él estaba cerrando la puerta.
—Espere un momento. ¿Adónde vamos? No puedo irme sin más.
—No deberíamos tardar más que unos minutos.
—¿Adónde vamos?
—Al Parker Center. Ni siquiera bajaremos del coche.
—Lo he de comunicar.
Edgar sacó una radio del cinturón. Llamó al centro de seguridad de la compañía y dijo que estaría ilocalizable por un asunto policial durante media hora. Recibió un 10-4 y se guardó la radio en el cinturón.
—Tendría que haberme llamado antes —le dijo a Bosch—. Mi primo dijo que tiene la costumbre de actuar primero y preguntar después.
—Dijo eso, ¿eh?
—Sí, lo dijo. ¿Qué vamos a hacer al Parker Center?
—Identificar al poli que habló con usted después de que yo me fuera hoy.
El tráfico ya había empeorado. Había un montón de trabajadores de nueve a cinco que escapaban temprano a su casa de las afueras. Los viernes por la tarde eran particularmente brutales. Bosch finalmente entró de nuevo en el garaje de la policía a las cinco menos diez y rogó que no fuera demasiado tarde. Encontró un lugar para aparcar en la primera fila. El garaje era una estructura al aire libre y el espacio les proporcionaba una perspectiva de San Pedro Street, que discurría entre el Parker Center y el garaje.
—¿Tiene teléfono móvil? —preguntó Bosch.
—Sí.
Bosch le dio el número general del Parker Center y le dijo que llamara y preguntara por la unidad de Casos Abiertos. Con las llamadas transferidas desde el número principal no funcionaba el identificador de llamadas. El nombre y el número de Edgar no aparecerían en las líneas de Casos Abiertos.
—Sólo quiero ver si contesta alguien —dijo Bosch—. Si alguien lo hace, pregunte por Rick Jackson. Cuando le digan que no está, no deje mensaje. Sólo diga que le llamará al móvil y cuelgue.
La llamada de Edgar fue contestada y este llevó a cabo las instrucciones que le había dado Bosch. Cuando terminó, miró a Bosch.
—Ha respondido alguien, llamado Pratt.
—Bien. Sigue ahí.
—Entonces, ¿qué significa eso?
—Quería asegurarme de que no se había ido. Saldrá a las cinco y cuando lo haga cruzará esa calle de ahí. Quiero ver si es el tipo que le dijo que estaba controlando mi investigación.
—¿Es de Asuntos Internos?
—No. Es mi jefe.
Bosch bajó la visera como precaución para que no lo vieran. Habían aparcado a al menos treinta metros del paso de peatones que usaría Pratt para llegar al garaje, pero Bosch no sabía en qué dirección iría este hasta que estuviera dentro de la estructura. Como supervisor de la brigada tenía derecho a aparcar un coche particular en el garaje de la policía, y la mayoría de los espacios asignados estaban en la segunda planta, a la cual podía accederse por dos escaleras y la rampa. Si Pratt subía por la rampa, pasaría justo junto a la posición de Bosch.
Edgar hizo preguntas sobre el tiroteo de Echo Park, y Bosch respondió con frases cortas. No quería hablar de ello, pero acababa de arrancar al tipo de su trabajo y tenía que responder de algún modo. Sólo trató de ser educado. Finalmente, a las 17:01 vio que Pratt salía por las puertas de atrás del Parker Center y bajaba la rampa situada junto a las puertas de entrada a los calabozos. Salió a San Pedro y se cruzó con un grupo de otros cuatro detectives supervisores que también se dirigían a sus casas.
—Ahora —dijo Bosch, cortando a Edgar en mitad de una pregunta—. ¿Ve a esos tipos que cruzan la calle? ¿Cuál ha ido hoy a la compañía?
Edgar examinó al grupo que cruzaba la calle. Tenía una perspectiva sin obstrucciones de Pratt, que iba caminando junto a otro hombre en la parte de atrás del grupo.
—Sí, el último tipo —dijo Edgar sin dudarlo—. El que se pone las gafas de sol.
Bosch miró. Pratt acababa de ponerse las Ray-Ban. Bosch sintió una punzada de rabia. Mantuvo sus ojos en Pratt y observó cómo se alejaba de su posición una vez que cruzaba la calle. Se estaba dirigiendo a la escalera más lejana.
—¿Ahora qué? ¿Va a seguirlo?
Bosch recordó que Pratt había dicho que tenía algo que hacer después de trabajar.
—Me gustaría, pero no puedo. He de llevarle de nuevo al trabajo.
—No se preocupe por eso, socio. Puedo caminar. Probablemente con este tráfico es lo más rápido.
Edgar abrió su puerta y se volvió para salir. Volvió a mirar a Bosch.
—No sé qué está pasando, pero buena suerte, Harry. Espero que encuentre lo que está buscando.
—Gracias, Jason. Espero verle otra vez.
Después de que Edgar se marchara, Bosch dio marcha atrás y salió del garaje. Tomó por San Pedro hasta Temple porque supuso que Pratt utilizaría esa ruta de camino a la autovía. Tanto si iba a casa como si no, la autovía era la opción más probable.
Bosch cruzó Temple y aparcó en una zona de estacionamiento prohibido. La posición le daba un buen ángulo sobre la salida del garaje policial.
Al cabo de dos minutos, un todoterreno plateado salió del garaje y se dirigió hacia Temple. Era un Jeep Commander con un diseño cuadrado retro. Bosch identificó a Pratt al volante. Inmediatamente encajó las dimensiones y el color del Commander con el todoterreno misterioso que había visto arrancar desde al lado de su casa la noche anterior.
Bosch se tumbó sobre el asiento cuando el Commander se acercó a Temple. Oyó que el vehículo giraba y al cabo de unos segundos volvió a levantarse. Pratt estaba en Temple, en el semáforo de Los Angeles Street, e iba a doblar a la derecha. Bosch esperó hasta que completó el giro y arrancó para seguirlo.
Pratt entró en los atestados carriles en dirección norte de la autovía 101 y se unió al lento avance del tráfico de la hora punta. Bosch bajó la rampa y se incorporó a la fila de coches, unos seis vehículos por detrás del Jeep. Tenía suerte de que el coche de Pratt tuviera una bola blanca con una cara encima de la antena de radio. Era una promoción de una cadena de comida rápida que permitió a Bosch seguir el coche sin tener que acercarse demasiado, ya que conducía un Crown Vic sin marcar que para el caso lo mismo podría haber llevado un neón en el techo donde destellara la palabra «Policía».
De manera lenta pero segura, Pratt avanzó hacia el norte con Bosch siguiéndolo a cierta distancia. Cuando la autovía atravesó Echo Park vio que la escena del crimen y la soirée de los medios seguían en pleno apogeo en Figueroa Lane. Contó dos helicópteros de la prensa que seguían sobrevolando el lugar en círculos. Se preguntó si la grúa se llevaría su coche de la escena del crimen o si podría pasar a recuperarlo después.
Mientras conducía, Bosch trató de componer lo que tenía sobre Pratt. Había pocas dudas de que Pratt le había estado siguiendo mientras él estaba suspendido de empleo. Su todoterreno coincidía con el que había visto en su calle la noche anterior, y Pratt había sido identificado por Jason Edgar como el poli que lo había seguido al edificio de la compañía de agua y electricidad. No era verosímil pensar que había estado siguiendo a Bosch simplemente para ver si estaba quebrantando las normas de la suspensión de empleo. Tenía que haber otra razón y a Bosch sólo se le ocurría una.
El caso.
Una vez llegó a esa hipótesis, otros detalles encajaron rápidamente y sólo sirvieron para atizar el fuego que ya estaba ardiendo en el pecho de Bosch. Pratt le había contado la anécdota de Maury Swann esa misma semana, y eso dejaba claro que se conocían. Al mismo tiempo, Pratt había soltado una historia negativo sobre el abogado defensor, lo cual podría haber sido una tapadera o un intento de distanciarse de alguien que en realidad era próximo y con el que posiblemente estaba trabajando.
A Bosch le pareció igualmente obvio el hecho de que Pratt era plenamente consciente de que él había considerado a Anthony Garland una persona de interés en el caso Gesto. De manera rutinaria, Bosch había informado a Pratt de sus actividades al reabrir el caso. Pratt también fue notificado cuando los abogados de Garland reactivaron con éxito una orden judicial que impedía a Bosch hablar con Anthony si no era en presencia de uno de los abogados de este.
Por último, y quizá lo más importante, Pratt tenía acceso al expediente del caso Gesto. La mayor parte del tiempo estaba sobre la mesa de Bosch. Podía haber sido Pratt quien pusiera la conexión falsa con Robert Saxon, alias Raynard Waits. Podría haber introducido la falsa conexión mucho antes de que le dieran el expediente a Olivas. Podía haberlo hecho para que Olivas lo descubriera.
Bosch se dio cuenta de que todo el plan para que Raynard Waits confesara el asesinato de Marie Gesto y llevara a los investigadores hasta el cadáver podía haber sido completamente originado por Abel Pratt. Estaba en una posición perfecta como intermediario que podía controlar a Bosch, así como a las otras partes implicadas.
Y se dio cuenta de que, con Swann formando parte del plan, Pratt no necesitaba ni a Olivas ni a O’Shea. Cuanta más gente hay en una conspiración, más oportunidades existen de que fracase. Swann sólo tenía que decirle a Waits que el fiscal e investigador estaban detrás para colocar así una pista falsa para que Bosch la siguiera.
Bosch sentía el ardor de la culpa empezando a quemarle en la nuca. Se dio cuenta de que podía haberse equivocado en todo lo que había creído hasta media hora antes. Olivas, después de todo, quizá no había sido un policía corrupto. Quizá lo habían utilizado con la misma habilidad con que habían utilizado al propio Bosch, y quizás O’Shea no era culpable de otra cosa que no fuera la manipulación política, es decir, de ponerse medallas que no le correspondían y de sacarse de encima la culpa. O’Shea podría haber motivado el tongo departamental para contener las acusaciones de Bosch simplemente porque podían causarle un daño político, no porque fueran ciertas.
Bosch repensó una vez más toda esta nueva teoría y vio que se sostenía. No encontró aire en los frenos ni arena en el depósito de gasolina; era un coche que se podía conducir. La única cosa que faltaba era el motivo. ¿Por qué un tipo que había aguantado veinticinco años en el departamento y que estaba contemplando una jubilación a los cincuenta iba a arriesgarlo todo en una trama como esa? ¿Cómo podía un tipo que había pasado veinticinco años persiguiendo criminales dejar que un asesino quedara en libertad?
Bosch sabía por haber trabajado en un millar de casos de homicidio que el motivo era con frecuencia el componente más escurridizo de un crimen. Obviamente, el dinero podía motivarlo, y la desintegración de un matrimonio podía desempeñar un papel. Pero eso eran denominadores comunes desafortunados en las vidas de muchas personas. No podían explicar fácilmente por qué Abel Pratt había cruzado la línea.
Bosch dio una fuerte palmada en el volante. Aparte de la cuestión del móvil, se sentía avergonzado y enfadado consigo mismo. Pratt lo había manipulado a la perfección y la traición era profunda y dolorosa. Pratt era su jefe. Habían comido juntos, habían investigado casos juntos, se habían contado chistes y habían hablado de sus respectivos hijos. Pratt se encaminaba a una jubilación que nadie en el departamento creía que fuera otra cosa que bien ganada y bien merecida. Era el momento de viajar barato, de recoger la pensión departamental y conseguir un empleo de seguridad lucrativo en las islas, donde el sueldo era alto y la jornada reducida. Todo el mundo tenía esas expectativas y a nadie le daba rabia. Era el cielo azul, el paraíso del policía.
Pero ahora Bosch vio a través de todo ello.
—Es todo mentira —dijo en voz alta en el coche.