Suspendido de empleo o no, Bosch se vistió con un traje antes de salir de casa a la mañana siguiente. Sabía que le daría un aura de autoridad y seguridad al tratar con burócratas del gobierno. Y a las nueve y veinte ya le había reportado dividendos. Tenía una pista sólida. El Departamento de Tráfico había emitido una licencia de conducir a Robert Foxworth el 3 de noviembre de 1987, el día en que cumplió dieciséis años, la edad mínima para conducir. La licencia nunca se renovó en California, pero en Tráfico no había constancia alguna de que el titular hubiera fallecido. Eso significaba que o bien Foxworth se había trasladado a otro estado y había renovado el carné allí o había decidido que ya no quería conducir o había cambiado de identidad. Bosch apostaba por la tercera opción.
La dirección de la licencia era la pista. La residencia de Foxworth que se hacía constar era el Departamento de Servicios a la Infancia y la Familia del condado de Los Angeles, en el 3075 de Wilshire Boulevard, Los Angeles. En 1987 había estado bajo tutela del condado. O bien no tenía padres o los habían declarado no aptos para educarlo y les habían retirado la custodia. La designación del DSIF como dirección significaba que o vivía en una de las residencias juveniles o bien había sido puesto en su programa de padres de acogida. Bosch sabía todo esto porque él también había tenido ese domicilio en su primera licencia de conducir. Él también había estado bajo la tutela del condado.
Al salir de las oficinas de Tráfico en Spring Street sintió una renovada inyección de energía. Se había abierto paso en lo que parecía un callejón sin salida y lo había convertido en una pista sólida. Al dirigirse a su coche, su móvil vibró y Bosch respondió sin perder el paso ni mirar la pantalla. Tenía la esperanza de que fuera Rachel y poder compartir con ella la buena noticia.
—Harry, ¿dónde estás? Nadie respondía la línea de tu casa.
Era Abel Pratt. Bosch se estaba cansando de su constante control.
—Voy a visitar a Kiz. ¿Le parece bien?
—Claro, Harry, salvo que se supone que has de fichar conmigo.
—Una vez al día. ¡No son ni las diez!
—Quiero tener noticias tuyas cada mañana.
—Perfecto. ¿Mañana sábado también he de llamarle? ¿Y el domingo?
—No te pases. Sólo estoy tratando de cuidarte, y lo sabes.
—Claro, jefe. Lo que usted diga.
—Supongo que has oído lo último.
Bosch se detuvo en seco.
—¿Han detenido a Waits?
—No, ojalá.
—Entonces, ¿qué?
—Está en todas las noticias. Todo el mundo anda como loco aquí. Anoche se llevaron a una chica de la calle en Hollywood. La metieron en una furgoneta en Hollywood Boulevard. La división instaló nuevas cámaras en las calles el año pasado y una de las cámaras grabó parte del rapto. No lo he visto, pero dicen que es Waits. Ha cambiado de aspecto (creo que se ha afeitado la cabeza), pero parece que es él. Hay una conferencia de prensa a las once y van a enseñar la cinta al mundo.
Bosch sintió un golpe sordo en el pecho. Había tenido razón en que Waits no se había ido de la ciudad. Lamentó no haberse equivocado. Mientras se sumía en estas reflexiones se dio cuenta de que todavía pensaba en el asesino como Raynard Waits. No importaba que en realidad se llamara Robert Foxworth, Bosch sabía que él siempre pensaría en él como Waits.
—¿Consiguieron la matrícula de la furgoneta? —preguntó.
—No, estaba tapada. Lo único que sacaron es que era una furgoneta blanca Econoline. Como la otra que usó, pero más vieja. Mira, he de colgar. Sólo quería controlar. Con un poco de suerte es el último día. La UIT terminará y volverás a la unidad.
—Sí, eso estaría bien. Pero, escuche, durante su confesión, Waits dijo que tenía una furgoneta diferente en los noventa. Quizá la fuerza especial podría poner a alguien a buscar en los viejos registros de Tráfico a su nombre. Podrían encontrar una matrícula que corresponda a la furgoneta.
—Vale la pena intentarlo. Se lo diré.
—De acuerdo.
—Quédate cerca de casa, Harry. Y dale recuerdos a Kiz.
—Sí.
Bosch cerró el teléfono, contento de que se le hubiera ocurrido la frase de Kiz en el acto. No obstante, también sabía que se estaba convirtiendo en un buen mentiroso con Pratt, y eso no le gustaba.
Bosch se metió en su coche y se dirigió a Wilshire Boulevard. La llamada de Pratt había incrementado su sentido de urgencia. Waits había raptado a otra mujer, pero nada en los archivos indicaba que matara a sus víctimas de manera inmediata. Eso significaba que la última víctima podía seguir con vida. Bosch sabía que si podía llegar a Waits, quizá podría salvarla.
Las oficinas del DSIF estaban abarrotadas y eran muy ruidosas. Esperó en un mostrador de registros durante quince minutos antes de captar la atención de una empleada. Después de tomarle la información a Bosch y anotarla en un ordenador, le dijo que sí había un expediente de menores relacionado con Robert Foxworth, nacido el 03-11-71, pero que para verlo necesitaría una orden judicial que autorizara la búsqueda de los registros.
Bosch se limitó a sonreír. Estaba demasiado exaltado por el hecho de que existiera un expediente como para enfadarse por una frustración más. Le dio las gracias y le dijo que volvería con la orden judicial.
Bosch salió otra vez a la luz del sol. Sabía que se hallaba en una encrucijada. Bailar en torno a la verdad acerca de dónde estaba durante las llamadas telefónicas de Abel Pratt era una cosa, pero solicitar una orden judicial para ver los registros del DSIF sin aprobación del departamento —en forma de un visto bueno del supervisor— sería pisar terreno muy peligroso. Estaría llevando a cabo una investigación ilegal y cometiendo una falta castigada con el despido.
Suponía que podía entregar lo que tenía a Randolph de la UIT o a la fuerza especial y dejar que se ocuparan ellos, o podía ir por la ruta del llanero solitario y aceptar las posibles consecuencias. Desde que había vuelto de la jubilación, Bosch se había sentido menos constreñido por las normas y regulaciones del departamento. Ya se había marchado una vez y sabía que si le empujaban a ello, podía volver a hacerlo. La segunda vez sería más fácil. No quería que ocurriera, pero podría asumirlo si tenía que hacerlo.
Sacó el teléfono e hizo la única llamada que sabía que podía ahorrarle la elección entre dos malas opciones. Rachel Walling contestó al segundo tono.
—Bueno ¿qué está pasando en Táctica? —preguntó.
—Ah, aquí siempre pasa algo. ¿Cómo te fue en el centro?, ¿fías oído que Waits raptó a otra mujer anoche?
Rachel tenía la costumbre de formular más de una pregunta a la vez, sobre todo cuando estaba nerviosa. Bosch le dijo que había oído hablar del rapto y le relató sus actividades matinales.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—Bueno, estaba pensando en ver si el FBI podría estar interesado en unirse al caso.
—¿Y si el caso pasara al umbral federal?
—Ya sabes, corrupción de agentes públicos, violación de las normas de financiación de campaña, secuestro, gatos y perros viviendo juntos, lo habitual.
Ella permaneció seria.
—No lo sé, Harry. Si abres esa puerta, no sabes adónde puede llevar.
—Pero yo tengo una insider. Alguien que me cuidará y salvaguardará el caso.
—Te equivocas. Probablemente no me dejarían ni acercarme. No es mi grupo y hay un conflicto de intereses.
—¿Qué conflicto? Hemos trabajado juntos antes.
—Sólo te estoy diciendo cómo es probable que lo reciban.
—Mira, necesito una orden judicial. Si me la juego para conseguir una, probablemente no podré volver. Sé que sería la gota que colma el vaso con Pratt, eso seguro. Pero si puedo decir que me han metido en una investigación federal, entonces eso me daría una explicación válida. Me daría una salida. Lo único que quiero es ver el expediente del DSIF de Foxworth. Creo que eso nos llevaría a lo que haya en Echo Park.
Ella se quedó un buen rato en silencio antes de responder.
—¿Dónde estás ahora mismo?
—Todavía estoy en el DSIF.
—Ve a buscar un donut o algo. Llegaré en cuanto pueda.
—¿Estás segura?
—No, pero es lo que vamos a hacer.
Rachel colgó el teléfono. Bosch cerró el suyo y miró a su alrededor. En lugar de un donut fue a buscar un dispensador de periódicos y sacó la edición matinal del Times. Se sentó en el macetero que recorría la fachada del edificio del DSIF y hojeó los artículos del periódico sobre Raynard Waits y la investigación de Beachwood Canyon.
No había artículo sobre el rapto en Hollywood Boulevard, porque eso había ocurrido por la noche, mucho después de la hora de cierre. La historia de Waits había pasado de la primera página a la sección estatal y local, pero la cobertura seguía siendo amplia. Había tres artículos en total. El informe más destacado era la búsqueda a escala nacional del asesino en serie fugado, hasta el momento infructuosa. La mayor parte de la información ya era obsoleta por los acontecimientos de la noche. Ya no había búsqueda a escala nacional. Waits continuaba en la ciudad.
El artículo se hallaba en el interior de la sección y estaba enmarcado por dos despieces laterales. Uno era una puesta al día de la investigación que proporcionaba algunos detalles de lo ocurrido durante el tiroteo y la fuga, y el otro era una actualización política. Este último artículo estaba firmado por Keisha Russell, y Bosch lo examinó rápidamente para ver si algo de lo que habían discutido sobre la financiación de la campaña de Rick O’Shea se había colado al periódico. Afortunadamente no había nada, y sintió que su confianza en ella se incrementaba.
Bosch terminó de leer los artículos y todavía no había rastro de Rachel. Pasó a otras secciones del periódico, estudiando los resultados de acontecimientos deportivos que no le interesaban en absoluto y leyendo críticas de películas que nunca vería. Cuando ya no le quedaba nada que leer dejó el periódico a un lado y empezó a pasear delante del edificio. Se puso ansioso, preocupado por haber perdido la ventaja que los descubrimientos de la mañana le habían proporcionado.
Sacó su teléfono móvil para llamarla, pero decidió llamar al hospital Saint Joseph y preguntar por el estado de Kiz Rider. Le pasaron al puesto de enfermeras de la tercera planta y luego le pusieron en espera. Mientras estaba esperando a que le conectaran vio que Rachel finalmente llegaba en un vehículo federal. Cerró el teléfono, cruzó la acera y se encontró con ella cuando estaba bajando del coche.
—¿Cuál es el plan? —dijo a modo de saludo.
—¿Qué, nada de «cómo estás» o «gracias por venir»?
—Gracias por venir. ¿Cuál es el plan?
Empezaron a entrar en el edificio.
—El plan es el plan federal. Entro y le tiro encima del hombre al mando toda la fuerza y el peso del gobierno de este gran país. Levanto el espectro del terrorismo y él nos da el expediente.
Bosch se detuvo.
—¿A eso llamas un plan?
—Nos ha funcionado muy bien durante más de cincuenta años.
Rachel no se detuvo y Bosch tuvo que apresurarse para darle alcance.
—¿Cómo sabes que hay un hombre al mando?
—Porque siempre hay un hombre al mando. ¿Hacia dónde?
Bosch señaló hacia delante en el vestíbulo principal. Rachel no perdió el ritmo.
—No he esperado aquí cuarenta minutos para esto, Rachel.
—¿Tienes una idea mejor?
—Tenía una idea mejor. Una orden de búsqueda federal, ¿recuerdas?
—Eso no iba a ninguna parte, Bosch. Te lo dije. Si abres esa puerta, caes en la trampa. Esto es mejor. Entrar y salir. Si te consigo el expediente, te consigo el expediente. No importa cómo.
Rachel estaba dos pasos por delante de él, avanzando con impulso federal. Bosch secretamente empezó a tener fe. Ella pasó por las puertas dobles que había bajo el cartel que decía Archivos con una autoridad y presencia de mando incuestionables La empleada con la que Bosch había tratado antes estaba en el mostrador, hablando con otro ciudadano. Walling se colocó delante y no esperó a una invitación para hablar. Mostró sus credenciales del bolsillo del traje en un movimiento suave.
—FBI. Necesito ver a su jefe de oficina en relación con un asunto urgente.
La empleada la miró con expresión no impresionada.
—Estaré con usted en cuanto terrni…
—Estás conmigo ahora, cielo. Ve a buscar a tu jefe o iré yo. Es una cuestión de vida o muerte.
La mujer puso una cara que parecía indicar que nunca se había encontrado con semejante grosería antes. Sin decir una palabra al ciudadano que tenía delante, ni a nadie más, se alejó del mostrador y se acercó a una puerta situada detrás de una fila de cubículos.
Esperaron menos de un minuto. La empleada volvió a salir por la puerta acompañada de un hombre que vestía una camisa blanca de manga corta y una corbata granate. Fue directamente a Rachel Walling.
—Soy el señor Osborne, ¿en qué puedo ayudarles?
—Hemos de ir a su despacho, señor. Es una cuestión sumamente confidencial.
—Por aquí, por favor.
Osborne señaló a una puerta giratoria situada al extremo del mostrador. Bosch y Walling se acercaron y la puerta se abrió electrónicamente. Siguieron a Osborne hasta la puerta de atrás de su despacho. Rachel dejó que mirara sus credenciales una vez que estuvo sentado detrás de un escritorio engalanado con souvenirs polvorientos de los Dodgers. Había un sándwich envuelto de Subway en el centro del escritorio.
—¿Qué es todo este…?
—Señor Osborne, trabajo en la Unidad de Inteligencia Táctica, aquí en Los Angeles. Estoy segura de que entiende lo que eso significa. Y este es el detective Harry Bosch del Departamento de Policía de Los Angeles. Estamos colaborando en una investigación conjunta de suma importancia y urgencia. Su empleada nos dijo que existe un expediente correspondiente a un individuo llamado Robert Foxworth, fecha de nacimiento 3-11-71. Es de vital importancia que nos autoricen a revisar ese expediente de manera inmediata.
Osborne asintió con la cabeza, pero lo que dijo no se correspondía con el gesto.
—Lo entiendo. Pero aquí en el DSIF trabajamos con leyes muy precisas. Leyes estatales que protegen a los menores. Los registros de nuestros tutelados menores no están abiertos al público sin orden judicial. Tengo las manos ata…
—Señor. Robert Foxworth ya no es ningún menor. Tiene treinta y cuatro años. El expediente podría contener información que nos lleve a contener una amenaza muy grave para esta ciudad. Sin duda salvará vidas.
—Lo sé. Pero ha de comprender que no po…
—Lo entiendo. Entiendo perfectamente que si no vemos ese expediente ahora, estaremos hablando de pérdida de vidas humanas. No querrá eso en su conciencia, señor Osborne, y nosotros tampoco. Por eso estamos en el mismo barco. Haré un trato con usted, señor. Revisaremos el expediente aquí mismo en su oficina, con usted mirando. Entretanto, me pondré al teléfono y solicitaré a un miembro de mi equipo de Táctica que consiga la orden judicial. Me encargaré de que la firme un juez y se le entregue a usted antes del final de la jornada laboral.
—Bueno… tendría que pedirlo de Archivos.
—¿Los archivos están en el edificio?
—Sí, en el sótano.
—Entonces, por favor llame a Archivos y que suban ese expediente. No tenemos mucho tiempo, señor.
—Esperen aquí. Me ocuparé personalmente.
—Gracias, señor Osborne.
El hombre salió del despacho y Walling y Bosch ocuparon sendas sillas delante de su escritorio. Rachel sonrió.
—Ahora esperemos que no cambie de opinión —dijo.
—Eres buena —respondió Bosch—. Le digo a mi hija que puede convencer a una cebra de que no tiene rayas. Creo que tú puedes convencer a un tigre.
—Si te consigo esto, me deberás otra comida en el Water Grill.
—Vale. Pero nada de sashimi.
Esperaron el regreso de Osborne durante casi quince minutos. Cuando volvió a la oficina llevaba un expediente que tenía un dedo de grosor. Se lo presentó a Walling, que lo cogió al tiempo que se levantaba. Bosch la siguió y se levantó a su vez.
—Se lo devolveremos lo antes posible —dijo Walling—. Gracias, señor Osborne.
—¡Espere un momento! Ha dicho que iban a mirarlo aquí.
Rachel se dirigía a las puertas de la oficina, recuperando otra vez el impulso.
—Ya no hay tiempo, señor Osborne. Hemos de irnos. Se lo devolveremos mañana por la mañana.
Ya estaba cruzando el umbral. Bosch la siguió, cerrando la puerta tras él sobre las palabras finales de Osborne.
—¿Y la orden judi…?
Al pasar por detrás de la empleada, Walling le pidió que les abriera. Rachel mantenía dos pasos de ventaja sobre Bosch cuando enfilaron el pasillo. Le gustaba caminar detrás de ella y admirar cómo se manejaba. Presencia de mando al ciento por ciento.
—¿Hay algún Starbucks por aquí donde podamos sentarnos y mirar esto? Me gustaría verlo antes de volver.
—Siempre hay un Starbucks cerca.
En la acera caminaron hacia el este hasta que llegaron a un pequeño local con una barra con taburetes. Era mejor que seguir buscando un Starbucks, de manera que entraron. Mientras Bosch pedía dos cafés al hombre de detrás del mostrador, Rachel abrió el expediente.
Cuando llegaron los cafés al mostrador y pagaron, ella ya le llevaba una página de ventaja. Se sentaron uno al lado del otro y Rachel le pasaba cada hoja a Bosch después de terminar de revisarla. Trabajaron en silencio y ninguno de los dos probó el café. Pagar el café simplemente era pagar el espacio de trabajo en la barra.
El primer documento de la carpeta era una copia del certificado de nacimiento de Foxworth. Había nacido en el hospital Queen of Angels. La madre era Rosemary Foxworth, nacida el 21-6-54 en Filadelfia (Pensilvania) y el padre constaba como desconocido. La dirección de la madre correspondía a un apartamento en Orchid Avenue, en Hollywood. Bosch situó la dirección en medio de lo que en la actualidad se llamaba Kodak Center, parte del plan de renovación y renacimiento de Hollywood. Ahora era todo oropel, cristal y alfombras rojas, pero en 1971 era un barrio patrullado por prostitutas callejeras y drogadictos.
El certificado de nacimiento mencionaba también al médico que atendió el parto y una trabajadora social implicada en el caso.
Bosch hizo los cálculos. Rosemary Foxworth tenía diecisiete años cuando dio a luz a su hijo. No se mencionaba presencia paterna. Padre desconocido. La mención de una trabajadora social significaba que el condado iba a pagar por el parto y la ubicación del domicilio tampoco presagiaba un feliz comienzo para el pequeño Robert.
Todo esto llevaba a una imagen que se revelaba como una Polaroid en la mente de Bosch. Supuso que Rosemary Foxworth era una fugada de Filadelfia, que llegó a Hollywood y compartió apartamento barato con otras como ella. Probablemente trabajó en las calles vecinas como prostituta. Probablemente consumía drogas. Dio a luz al niño y en última instancia el condado intervino y le retiró la custodia.
A medida que Rachel le pasaba más documentos, la triste historia se fue confirmando. Robert Foxworth fue retirado de la custodia de su madre a los dos años y llevado al sistema del DSIF. Durante los siguientes dieciocho años de su vida estuvo en casas de acogida y centros de menores. Bosch se fijó en que una de las instituciones en las que había pasado tiempo era el orfanato McLaren de El Monte, un lugar donde el propio Bosch había pasado varios años de niño.
El expediente estaba repleto de evaluaciones psiquiátricas llevadas a cabo anualmente o tras los frecuentes regresos de Foxworth de casas de acogida. En total, el expediente trazaba la travesía de una vida rota. Triste, sí. Singular, no. Era la historia de un niño arrebatado a su único progenitor y luego igualmente maltratado por la institución que se lo había llevado. Foxworth fue de un lugar a otro. No tenía un hogar ni una familia verdadera. Probablemente nunca supo qué era que lo quisieran o lo amaran.
La lectura de las páginas despertó recuerdos en Bosch. Dos décadas antes de la travesía de Foxworth por el sistema de menores, Bosch había trazado su propio camino. Había sobrevivido con sus propias cicatrices, pero el daño no era nada comparado con la extensión de las heridas de Foxworth.
El siguiente documento que le pasó Rachel era una copia del certificado de defunción de Rosemary Foxworth. Falleció el 5 de marzo de 1986 por complicaciones derivadas del consumo de droga y la hepatitis C. Había muerto en el pabellón carcelario del Centro Médico County-USC. Robert Foxworth tenía catorce años.
—Aquí está, aquí está —dijo Rachel de repente.
—¿Qué?
—Su estancia más larga en cualquier casa de acogida fue en Echo Park. ¿Y la gente que se quedó con él? Harían y Janet Saxon.
—¿Cuál es la dirección?
—Setecientos diez de Figueroa Lane. Estuvo allí desde el ochenta y tres al ochenta y siete. Casi cuatro años en total. Ellos debieron de gustarle y él debió de gustarles a ellos.
Bosch se inclinó para mirar el documento que estaba delante de ella.
—Estaba en Figueroa Terrace, a sólo un par de manzanas de allí, cuando lo detuvieron con los cadáveres —dijo—. Si lo hubieran seguido sólo un minuto más, habrían llegado al sitio.
—Si es allí adónde iba.
—Tiene que ser adónde iba.
Ella le entregó la hoja y pasó a la siguiente. Pero Bosch se levantó y se alejó de la barra. Ya había leído suficiente por el momento. Había estado buscando la conexión con Echo Park y ya la tenía. Estaba preparado para dejar de lado el trabajo de lectura. Estaba listo para actuar.
—Harry, estos informes psiquiátricos de cuando era adolescente… hay un montón de mierda aquí.
—¿Como qué?
—Mucha rabia hacia las mujeres. Mujeres jóvenes promiscuas. Prostitutas, drogadictas. ¿Sabes cuál es la psicología aquí? ¿Sabes lo que creo que terminó haciendo?
—No y no. ¿Qué?
—Estaba matando a su madre una y otra vez. ¿Todas esas mujeres y chicas desaparecidas que le han colgado, la última anoche? Para él eran como su madre. Y quería matarlas por haberle abandonado. Y quizá matarlas antes de que hicieran lo mismo, traer un hijo al mundo.
Bosch asintió.
—Es un bonito trabajo de psiquiatra exprés. Si tuviéramos tiempo, probablemente también podrías averiguar cuál era el dibujo de su babero. Pero ella no lo abandonó. Le retiraron la custodia.
Walling negó con la cabeza.
—No importa —dijo—. Abandono por el estilo de vida. El estado no tuvo más alternativa que intervenir y retirarle la custodia. Drogas, prostitución, todo. Al ser una madre inadecuada, ella lo abandonó a estas instituciones profundamente imperfectas donde estuvo atrapado hasta que tuvo la edad suficiente para caminar solo. En su imagen cerebral, eso constituía abandono.
Bosch asintió lentamente. Suponía que Rachel tenía razón, pero la situación en su conjunto le hacía sentirse incómodo. Para Bosch era demasiado personal, demasiado semejante a su propio camino. Salvo por algún giro puntual, Bosch y Foxworth habían seguido caminos similares. Foxworth estaba condenado a matar a su madre una y otra vez. Una psiquiatra del departamento de policía le había dicho a Bosch en cierta ocasión que él estaba condenado a resolver el asesinato de su propia madre una y otra vez.
—¿Qué pasa?
Bosch la miró. Todavía no le había contado a Rachel su propia historia sórdida. No quería que utilizara sus habilidades de profiler con él.
—Nada —dijo—. Sólo estoy pensando.
—Parece que hayas visto un fantasma, Bosch.
Él se encogió de hombros. Walling cerró la carpeta sobre la barra y finalmente levantó el café para tomar un sorbo.
—Y ahora ¿qué? —preguntó.
Bosch la miró un largo momento antes de responder.
—Echo Park —dijo.
—¿Y refuerzos?
—Primero voy a comprobarlo, luego pediré refuerzos.
Ella asintió.
—Te acompaño.