Algo en el hecho de que le dijeran que se marchara a casa hizo que Bosch no fuera allí. Después de irse de Beachwood Canyon hizo una parada en Saint Joe para ver cómo estaba Kiz Rider. La habían cambiado de habitación otra vez. Ahora estaba fuera de la UCI, en planta. No tenía una habitación privada, pero la otra cama estaba vacía. Solían hacer eso por los polis.
Todavía le costaba esfuerzo hablar y el malestar de la depresión que había exhibido esa mañana no se había esfumado. Bosch no se quedó mucho. Le dio recuerdos de Jerry Edgar y finalmente se fue a casa como le habían ordenado, eso sí, cargado con las dos cajas y las carpetas que había recogido antes de la unidad de Casos Abiertos.
Puso las cajas en el suelo del comedor y esparció las carpetas sobre la mesa. Había un montón y sabía que tendría ocupación durante al menos un par de días con lo que se había llevado de la oficina. Se acercó al equipo de música y lo encendió. Ya tenía puesto el cede de la colaboración de Coltrane y Monk en el Carnegie Hall. El reproductor estaba en aleatorio y la primera canción que sonó fue «Evidence». Bosch lo tomó como una buena señal al volver a la mesa.
Para empezar pensaba hacer inventario de lo que tenía exactamente para poder decidir cómo abordar su revisión del material. Lo primero, y lo más importante, era la copia del registro de la investigación en el caso en curso del que se acusaba a Raynard Waits. Se la había entregado Olivas, pero Bosch y Rider no lo habían estudiado a fondo porque sus asignaciones y prioridades eran los casos Fitzpatrick y Gesto. Sobre la mesa, Bosch tenía también el expediente del coso Fitzpatrick que Rider había sacado de Archivos, así como su copia secreta del expediente Gesto, del cual ya había llevado a cabo una revisión completa.
Por último, en el suelo había dos cajas de plástico que contenían los registros de la casa de empeños que se habían salvado después de que el negocio de Fitzpatrick fuera arrasado por las llamas y luego empapado por las mangueras de los bomberos durante los disturbios de 1992.
Había un cajoncito en el lateral de la mesa del comedor. Bosch suponía que había sido diseñado para la cubertería, pero como utilizaba la mesa con más frecuencia para trabajar que para comer, el cajón contenía diversos bolígrafos y blocs. Retiró uno de cada, decidiendo que tenía que anotar los aspectos importantes de la investigación en curso. Después de veinte minutos y tres hojas arrancadas y arrugadas, sus pensamientos en forma libre ocupaban menos de media página.
Bosch examinó las notas durante unos segundos. Sabía que las dos últimas preguntas eran en realidad el punto de partida. Si las cosas hubieran ido según el plan, ¿quién se habría beneficiado de la falsa confesión de Waits? Para empezar Waits, al evitar la pena de muerte. Pero el auténtico ganador era el auténtico asesino. El caso se habría cerrado, todas las investigaciones se habrían detenido. El asesino real habría escapado a la justicia.
Bosch contempló de nuevo las dos preguntas. ¿Quién se beneficia? ¿Por qué ahora? Las consideró cuidadosamente y luego invirtió el orden y las consideró de nuevo. Llegó a una única conclusión. Sus investigaciones continuadas del caso Marie Gesto habían creado una necesidad de hacer algo en ese momento. No podía menos que pensar que había llamado demasiado fuerte a la puerta de alguien y que todo el plan de Beachwood Canyon se había concebido por la presión que él continuaba ejerciendo en el caso.
Esta conclusión llevaba a la respuesta a la otra pregunta formulada al pie de la hoja: ¿Quién se beneficia? Bosch anotó:
Anthony Garland — Hancock Park
Durante trece años el instinto de Bosch le había dicho que Garland era el culpable. Pero más allá de su instinto no había prueba que relacionara directamente a Garland con el asesinato. Bosch todavía no tenía conocimiento de las pruebas, si es que existían, que pudieran haberse hallado durante la exhumación del cadáver y la autopsia, pero dudaba de que después de trece años hubiera algo útil, ni ADN ni indicios forenses que vincularan al asesino con el cuerpo.
Garland era sospechoso por la teoría de la «víctima sustituta». Es decir, su rabia hacia la mujer que le había dejado le había llevado a matar a una mujer que se la recordaba. Los psiquiatras la habrían calificado de teoría pillada por los pelos, pero Bosch ahora la colocaría en el centro. «Calcula», pensó. Garland era el hijo de Thomas Rex Garland, adinerado barón del petróleo de Hancock Park. O’Shea estaba sumido en una batalla electoral sumamente disputada y el dinero era la gasolina que mantenía en funcionamiento el motor de la campaña. No era inconcebible que se hubiera llevado a cabo un acercamiento discreto a T. Rex y que de este surgiera un acuerdo y la concepción de un plan. O’Shea consigue el dinero que necesita para ganar las elecciones, Olivas se lleva el puesto de investigador jefe y Waits carga con las culpas por Gesto mientras que Garland queda libre.
Se decía que Los Angeles era un lugar soleado para gente sombría. Bosch lo sabía mejor que nadie. No vacilaba en creer que Olivas había formado parte de semejante trama. Y la idea de O’Shea, un fiscal de carrera, vendiendo su alma por una oportunidad al cargo máximo tampoco le detuvo demasiado.
«Corre, cobarde. ¿Qué pinta tiene ahora tu chanchullo?».
Abrió el teléfono móvil y llamó a Keisha Russell al Times. Después de varios tonos miró el reloj y vio que pasaban unos minutos de las cinco. Se dio cuenta de que probablemente estaba en la hora de cierre y no hacía caso de las llamadas. Dejó un mensaje en el contestador, pidiéndole que lo llamara.
Como era tarde, Bosch decidió que se había ganado una cerveza. Fue a la cocina y sacó una Anchor Steam de la nevera. Se alegró de haber apuntado alto la última vez que compró cerveza. Se llevó la botella a la terraza y observó la caravana de la hora punta en la autovía. El tráfico avanzaba a paso de tortuga y empezó el incesante sonido de todas las variedades de cláxones. La autovía estaba lo bastante lejos para que el ruido no resultara un incordio. Bosch se alegraba de no estar abajo metido en esa batalla.
Su teléfono sonó y Bosch lo sacó del bolsillo. Era Keisha Russell que le devolvía la llamada.
—Lo siento, estaba repasando el artículo de mañana con el corrector.
—Espero que hayas escrito mi nombre bien.
—La verdad es que en este no sales, Harry. Sorpresa.
—Me alegro de oírlo.
—¿En qué puedes ayudarme?
—Ah, en realidad iba a pedirte que tú hicieras algo por mí.
—Por supuesto. ¿Qué puede ser?
—Ahora eres periodista política, ¿no? ¿Eso significa que miras las contribuciones de campaña?
—Lo hago. Reviso todas las contribuciones de cada uno de mis candidatos. ¿Por qué?
Volvió a entrar y pulsó el botón para silenciar el equipo de música.
—Esto es off the record, Keisha. Quiero saber quién ha apoyado la campaña de Rick O’Shea.
—¿O’Shea? ¿Por qué?
—Puedo decirte lo que puedo decirte. Sólo necesito la información ahora mismo.
—¿Por qué siempre me haces esto, Harry?
Era cierto. Habían bailado el mismo baile muchas veces en el pasado. Pero en su historia en común Bosch siempre cumplía su palabra cuando decía que lo contaría cuando pudiera contarlo. Él no la había decepcionado nunca. Y por eso sus protestas eran cháchara, un mero preámbulo antes de hacer lo que Bosch quería que ella hiciera. Formaba parte de la coreografía.
—Sabes por qué —dijo Bosch, cumpliendo con su papel—. Ayúdame y habrá algo para ti cuando sea el momento.
—Algún día quiero decidir yo cuándo es el momento. Espera.
Russell desconectó y dejó el teléfono durante casi un minuto. Mientras esperaba, Bosch se cernió sobre los documentos extendidos en la mesa del comedor. Sabía que estaba dando pasos en falso con eso de O’Shea y Garland. En ese momento eran inabordables. Estaban protegidos por el dinero, la ley y las normas de las pruebas. Bosch sabía que el ángulo correcto de la investigación era ir a por Raynard Waits. Su trabajo era encontrarlo y resolver el caso.
—Vale —dijo Russell al volver a la línea—. Tengo el archivo actualizado. ¿Qué quieres saber?
—¿Cómo de actualizado?
—Lo entraron la semana pasada. El viernes.
—¿Quiénes son los contribuyentes principales?
—No hay nadie realmente grande, si te refieres a eso. Sobre todo es una campaña de base. La mayoría de los contribuyentes son compañeros abogados. Casi todos ellos.
Bosch pensó en el bufete de Century City que manejaba los asuntos de la familia Garland y que había obtenido las órdenes judiciales que impedían a Bosch interrogar a Anthony Garland si no era en presencia de un abogado. El cabeza de la firma era Cecil Dobbs.
—¿Uno de esos abogados es Cecil Dobbs?
—Ah… sí, C. C. Dobbs, dirección de Century City. Donó mil.
Bosch recordaba al abogado de su colección de interrogatorios en vídeo de Anthony Garland.
—¿Y Dennis Franks?
—Franks, sí. Mucha gente de esa firma contribuyó.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, según la ley electoral, has de dar la dirección de casa y la del trabajo al hacer una contribución. Dobbs y Franks tienen un domicilio laboral en Century City y, veamos, nueve, diez, once personas más dieron la misma dirección. Todos ellos donaron mil dólares. Probablemente son todos los abogados del mismo bufete.
—Así que trece mil dólares de ahí. ¿Es todo?
—De ese lugar, sí.
Bosch pensó en preguntarle específicamente si el nombre de Garland estaba en la lista de contribuyentes. No quería que ella hiciera llamadas telefónicas o metiera las narices en la investigación.
—¿No hay grandes contribuyentes empresariales?
—Nada de gran consecuencia. ¿Por qué no me dices qué estás buscando, Harry? Puedes confiar en mí.
Decidió ir a por ello.
—Has de guardártelo hasta que tengas noticias mías. Ni llamadas telefónicas ni preguntas. Te guardas esto, ¿vale?
—Vale, hasta que tenga noticias tuyas.
—Garland. Thomas Rex Garland, Anthony Garland, cualquiera así.
—Ummm, no. ¿No era Anthony Garland el chico que buscabas por Marie Gesto?
Bosch casi maldijo en voz alta. Esperaba que ella no estableciera la conexión. Una década antes, cuando era un diablillo de la sección policial, Russell había encontrado una solicitud de orden de registro que Bosch había presentado en un intento de registrar la casa de Anthony Garland. La solicitud fue rechazada por falta de causa probable, pero se trataba de un registro público, y en ese momento, Russell, la periodista siempre diligente, revisaba rutinariamente todas las solicitudes de órdenes de registro en el tribunal. Bosch la había convencido de que no escribiera un artículo identificando al vástago de la familia petrolera local como sospechoso en el asesinato Gesto, pero allí estaba al cabo de una década y recordaba el nombre.
—No puedes hacer nada con esto, Keisha —respondió.
—¿Qué estás haciendo? Raynard Waits confesó la muerte de Gesto. ¿Estás diciendo que es mentira?
—No estoy diciendo nada. Simplemente tengo curiosidad por algo, nada más. Ahora no puedes hacer nada con esto. Tenemos un trato. Te lo guardas hasta que tengas noticias mías.
—No eres mi jefe, Harry. ¿Cómo es que me hablas como si lo fueras?
—Lo siento. Simplemente no quiero que te pongas en marcha como una loca con esto. Puede fastidiar lo que estoy haciendo. Tenemos un trato, ¿sí? Acabas de decir que puedo confiar en ti.
Pasó una eternidad antes de que ella respondiera.
—Sí, tenemos un trato. Y sí, puedes confiar en mí. Pero si esto va hacia donde creo que puede ir, quiero actualizaciones e informes. No voy a quedarme aquí sentada esperando a tener noticias tuyas cuando lo juntes todo. Si no tengo noticias tuyas, Harry, me voy a poner nerviosa. Cuando me pongo nerviosa hago algunas locuras, y algunas locas llamadas telefónicas.
Bosch negó con la cabeza. No debería haberla llamado.
—Entiendo, Keisha —dijo—. Tendrás noticias mías.
Cerró el teléfono, preguntándose qué nuevo infierno podía haber desatado en la tierra y cuándo volvería para morderle. Confiaba en Russell, pero sólo hasta el límite en que podía confiar en cualquier periodista. Se terminó la cerveza y fue a la cocina a por otra. En cuanto la destapó sonó su teléfono.
Era otra vez Keisha Russell.
—Harry, ¿has oído hablar de GO! Industries?
Había oído hablar. GO! Industries era el título corporativo de una empresa iniciada ochenta años antes como Garland Oil Industries. La compañía tenía un logo en el cual la palabra GO!, tenía ruedas y estaba inclinada hacia delante como si fuera un coche que acelera.
—¿Qué pasa con ella? —respondió.
—Tienen la sede central en los rascacielos ARCO plaza. He contado doce empleados de GO!, haciendo contribuciones de mil dólares a O’Shea. ¿Qué te parece?
—Está bien, Keisha. Gracias por volver a llamar.
—¿O’Shea ha cobrado por cargarle Gesto a Waits? ¿Es eso?
Bosch gruñó al teléfono.
—No, Keisha, no es lo que ocurrió y no es así como lo miro. Si haces alguna llamada en ese sentido, comprometerás lo que estoy haciendo y te pondrás a ti, a mí y a otros en peligro. Ahora ¿puedes dejarlo hasta que te diga exactamente lo que está pasando y cuándo puedes sacarlo?
Una vez más, Russell vaciló antes de responder, y fue en ese lapso de silencio cuando Bosch empezó a preguntarse si todavía podía confiar en ella. Quizá su paso de la sección policial a la de política había cambiado algo en ella. Quizá, como con la mayoría de los que trabajaban en el ámbito de la política, su sentido de la integridad se había desgastado por la exposición a la profesión más antigua del mundo: la prostitución política.
—Vale, Harry, lo entiendo. Sólo estaba intentando ayudar. Pero tú recuerda lo que he dicho. Quiero tener noticias tuyas. ¡Pronto!
—Las tendrás, Keisha. Buenas noches.
Cerró el teléfono y trató de sacudirse las preocupaciones respecto a la periodista. Pensó en la nueva información que ella le había proporcionado. Entre GO!, y la firma legal de Cecil Dobbs, la campaña de O’Shea había recibido al menos veinticinco mil dólares en contribuciones de gente que podía relacionarse directamente con los Garland. Era abierto y legal pero, no obstante, era una fuerte indicación de que Bosch estaba en la pista correcta.
Sintió un tirón de satisfacción en las entrañas. Ahora tenía algo con lo que trabajar. Sólo tenía que encontrar el ángulo adecuado para hacerlo. Fue a la mesa del comedor y miró la variedad de informes policiales y registros extendidos ante él. Cogió la carpeta titulada «Historial Waits» y empezó a leer.