Kiz Rider estaba boca arriba, agarrándose el cuello con una mano mientras la otra yacía flácida a su costado. Tenía los ojos bien abiertos y buscando, pero sin conseguir enfocar. Era como si estuviera ciega. Su brazo flácido estaba tan ensangrentado que Bosch tardó un momento en localizar el orificio de entrada de la bala en la palma de la mano, justo debajo del pulgar. La bala había atravesado la mano, y Bosch comprendió que no era tan grave como la del cuello. La sangre fluía de manera constante de entre sus dedos. La bala debía de haber dañado la arteria carótida y Bosch sabía que la pérdida de sangre o la falta de oxígeno en el cerebro podían matar a su compañera en cuestión de minutos o segundos.
—Vamos, Kiz —dijo al arrodillarse a su lado—. Estoy aquí.
Vio que la mano izquierda de Rider, apoyada en la herida del lado derecho del cuello, no estaba presionando lo suficiente para contener la hemorragia. Estaba perdiendo la fuerza para aguantar.
—Deja que me ocupe yo —dijo.
Bosch puso su mano debajo de la de Rider y la presionó contra lo que, ahora se dio cuenta, eran dos heridas, los orificios de entrada y salida de la bala. Notaba el pulso de la sangre contra la palma de su mano.
—¡O’Shea! —gritó.
—¿Bosch? —contestó O’Shea desde debajo de la cuesta—. ¿Dónde está? ¿Lo ha matado?
—Se ha escapado. Necesito que coja la radio de Doolan y que nos manden un equipo de evacuación médica aquí. ¡Ahora!
O’Shea tardó un momento en responder y lo hizo con voz marcada por el pánico.
—¡Han disparado a Doolan! ¡Y también a Freddy!
—Están muertos, O’Shea. Ha de coger la radio. Rider está viva y hemos de llevarla a…
En la distancia se oyeron dos disparos de escopeta seguidos por un grito. Era una voz femenina y Bosch pensó en Kathy Kohl y en la gente del aparcamiento. Hubo dos disparos más y Bosch percibió un cambio en el sonido de encima del helicóptero. Se estaba alejando. Waits les estaba disparando.
—¡Vamos, O’Shea! —gritó—. Nos estamos quedando sin tiempo.
Al no oír respuesta alguna, cogió la mano de Rider y la apretó de nuevo contra las heridas del cuello.
—Aguántala aquí, Kiz. Aprieta lo más fuerte que puedas y volveré enseguida.
Bosch se levantó de un salto y cogió la escalera que Waits había retirado. Volvió a colocarla en su lugar, con la parte inferior entre los cuerpos de Doolan y Olivas, y descendió rápidamente. O’Shea estaba arrodillado al lado de Olivas. Los ojos del fiscal estaban tan abiertos e inexpresivos como los del policía que yacía muerto a su lado. Swann se hallaba en el calvero inferior con expresión de mareo. Cafarelli había llegado desde la sepultura y estaba arrodillada al lado de Doolan, tratando de darle la vuelta para coger la radio. El ayudante del sheriff había caído boca abajo al recibir el disparo de Waits.
—Déjame a mí, Cal —ordenó Bosch—. Sube y ayuda a Kiz. Hemos de contener la hemorragia del cuello.
Sin decir una palabra, la técnica forense trepó por la escalera y se perdió de vista. Bosch volvió a Doolan y vio que le habían dado en la frente. Tenía los ojos abiertos y expresión de sorpresa. Bosch cogió la radio del cinturón de equipo de Doolan, hizo la llamada de «oficial caído» y solicitó que enviaran asistencia médica aérea y personal sanitario al aparcamiento de Sunset Ranch. En cuanto se aseguró de que el helicóptero medicalizado iba en camino, informó de que un sospechoso de asesinato había escapado a la custodia. Proporcionó una detallada descripción de Raynard Waits y se metió la radio en su cinturón. Subió por la escalera y al hacerlo llamó a O’Shea, Swann y al videógrafo, que todavía sostenía la cámara y estaba grabando la escena.
—Todos aquí arriba. Hemos de llevarla al aparcamiento para la evacuación.
O’Shea continuó mirando a Olivas en estado de choque.
—¡Están muertos! —gritó Bosch desde arriba—. No podemos hacer nada por ellos. Les necesito aquí arriba.
Se volvió de nuevo hacia Rider. Cafarelli le estaba agarrando el cuello, pero Bosch se dio cuenta de que se estaban quedando sin tiempo. La vida se estaba vaciando de los ojos de su compañera. Bosch se agachó y le cogió la mano no herida. La frotó entre sus dos manos. Se fijó en que Cafarelli había usado una cinta del pelo para envolver la otra mano de Rider.
—Vamos, Kiz, aguanta. Hay un helicóptero en camino y te vamos a sacar de aquí.
Miró a su alrededor para ver lo que tenían disponible y en ese momento tuvo una idea al ver a Maury Swann subiendo por la escalera. Se acercó rápidamente al borde y ayudó al abogado defensor desde el último travesaño. O’Shea estaba ascendiendo detrás de él y el videógrafo esperaba su turno.
—Deje la cámara —ordenó Bosch.
—No puedo. Soy respon…
—Si la sube aquí, la voy a coger y la voy a tirar lo más lejos que pueda.
El cámara, a regañadientes, dejó su equipo en el suelo, sacó la cinta digital y se la guardó en uno de los grandes bolsillos de los pantalones de militar. A continuación subió. Cuando todos estuvieron arriba, Bosch tiró de la escalera y fue a colocarla al lado de Rider.
—Bien, vamos a usar la escalera como camilla. Dos hombres a cada lado y, Cal, necesito que camines a nuestro lado y que mantengas la presión en el cuello.
—Entendido —dijo.
—Vale, pongámosla en la escalera.
Bosch se colocó junto al hombro derecho de Rider mientras los demás se situaban en las piernas y en el otro hombro. La levantaron cuidadosamente hasta la escalera. Cafarelli mantuvo sus manos en el cuello de Rider.
—Hemos de tener cuidado —les instó Bosch—. Si inclinamos esto, se caerá. Cal, mantenla en la escalera.
—Hecho. Vamos.
Levantaron la escalera y empezaron a desandar el sendero. El peso de Rider distribuido entre cuatro camilleros no era problema, pero el barro sí. Swann, con sus zapatos del tribunal, resbaló dos veces, y la camilla casera casi volcó. En ambas ocasiones Cafarelli literalmente abrazó a Rider en la escalera y la mantuvo en su lugar.
Tardaron menos de diez minutos en llegar al descampado. Bosch vio inmediatamente que la furgoneta del forense no estaba; sin embargo, Kathy Kohl y sus dos ayudantes seguían allí, ilesos junto a la furgoneta de la policía científica.
Bosch examinó el cielo en busca de un helicóptero, pero no vio ninguno. Les pidió a los demás que colocaran a Rider junto a la furgoneta de la policía científica. Recorriendo el último tramo con una mano metida debajo de la escalera, usó la mano libre para manejar la radio.
—¿Dónde está mi transporte aéreo? —gritó al que contestó.
La respuesta fue que estaba en camino y que el tiempo estimado de llegada era de un minuto. Bajó suavemente la escalera al suelo y miró a su alrededor para asegurarse de que había espacio suficiente en el aparcamiento para que aterrizara un helicóptero. Detrás de él oyó que O’Shea interrogaba a Kohl.
—¿Qué ha pasado? ¿Adónde ha ido Waits?
—Salió del bosque y disparó al helicóptero de la tele. Luego cogió nuestra furgoneta a punta de pistola y se dirigió colina abajo.
—¿El helicóptero lo siguió?
—No lo sabemos. No lo creo. Se alejó en cuanto Waits empezó a disparar.
Bosch oyó el sonido de un helicóptero que se aproximaba y deseó que no fuera el de Canal Cuatro. Caminó hasta el centro de la zona más despejada del aparcamiento y aguardó. Al cabo de unos momentos un transporte aéreo medicalizado superó la cima de la montaña e inició el descenso.
Dos auxiliares médicos saltaron del helicóptero en el momento en que este tomó tierra. Uno llevaba un maletín de material, mientras que el otro cargaba con una camilla plegable. Se arrodillaron a ambos lados de Rider y se pusieron manos a la obra.
Bosch se levantó y observó con los brazos cruzados con firmeza delante del pecho. Vio que uno le ponía una mascarilla de oxígeno a Rider mientras el otro le colocaba una vía en el brazo. Entonces empezaron a examinar sus heridas. Bosch se repetía un mantra para sus adentros: «Vamos, Kiz, vamos, Kiz, vamos, Kiz…».
Era más una oración.
Uno de los auxiliares médicos se volvió hacia el helicóptero e hizo una señal al piloto haciendo girar un dedo en el aire. Bosch sabía que significaba que tenían que irse. El tiempo sería clave. El rotor del helicóptero empezó a girar con más velocidad. El piloto estaba preparado.
La camilla estaba desplegada y Bosch ayudó a los auxiliares médicos a colocar a Rider sobre ella. Acto seguido, cogió uno de los asideros y les ayudó a llevarla al transporte aéreo que aguardaba.
—¿Puedo ir? —gritó Bosch en voz alta cuando avanzaban hacia la puerta abierta del helicóptero.
—¿Qué? —gritó uno de los auxiliares.
—¿Puedo ir? —repitió en un grito.
El auxiliar médico negó con la cabeza.
—No, señor. Necesitamos sitio para trabajar con ella. Va a ser muy justo.
Bosch asintió.
—¿Adónde la llevan?
—A Saint Joe.
Bosch asintió de nuevo. Saint Joseph se hallaba en Burbank. Por aire quedaba justo al otro lado de la montaña, cinco minutos de vuelo a lo sumo. En coche era un largo recorrido por la montaña y a través del paso de Cahuenga.
Rider fue subida con cuidado al helicóptero y Bosch retrocedió. Cuando la puerta empezó a cerrarse quiso gritar algo a su compañera, pero no se le ocurrió ninguna palabra. La puerta se cerró y ya era demasiado tarde. Decidió que si Kiz estaba consciente y todavía se preocupaba por tales cosas, ella habría sabido lo que quería decirle.
El helicóptero despegó al tiempo que Bosch retrocedía preguntándose si volvería a ver a Kiz con vida.
Justo cuando el aparato se alejaba inclinándose, un coche patrulla llegó a toda velocidad hasta el aparcamiento, con las luces azules destellando. Saltaron dos agentes uniformados de la División de Hollywood. Uno de ellos había desenfundado la pistola y apuntó a Bosch. Cubierto de barro y sangre, Bosch entendió el porqué.
—¡Soy agente de policía! Tengo la placa en el bolsillo de atrás.
—Déjenos verla —dijo el hombre armado—. ¡Despacio!
Bosch sacó la cartera que contenía su placa y la abrió. Pasó la inspección y bajaron la pistola.
—Volved al coche —ordenó—. ¡Hemos de irnos!
Bosch corrió a la puerta trasera del coche. Los agentes de policía entraron y él les dijo que volvieran a bajar a Beachwood.
—¿Adónde? —preguntó el que conducía.
—Tenéis que llevarme al otro lado de la montaña, a Saint Joe. Mi compañera va en ese helicóptero.
—Entendido. Código tres.
El conductor le dio al interruptor que añadía la sirena a las luces de emergencia ya encendidas y pisó el acelerador. El coche, con un chirrido de neumáticos y salpicando gravilla, dio un giro de ciento ochenta grados y se dirigió colina abajo. La suspensión estaba destrozada, como ocurría con la mayoría de los vehículos que el departamento sacaba a la calle. El coche viraba brusca y peligrosamente en las curvas de descenso, pero a Bosch no le importaba. Tenía que ver a Kiz. En un momento casi colisionaron con otro coche patrulla que se dirigía a la misma velocidad hacia la escena del crimen.
Finalmente, a medio camino de la colina, el conductor frenó cuando estaban pasando la zona comercial atestada de peatones de Hollywoodland.
—¡Alto! —gritó Bosch.
El chófer obedeció con un eficaz chirrido de los frenos.
—Vuelve atrás. Acabo de ver la furgoneta.
—¿Qué furgoneta?
—¡Vuelve atrás!
El coche patrulla dio marcha atrás por el barrio del mercado. En el aparcamiento lateral, Bosch vio la furgoneta azul pálido del forense aparcada en la última fila.
—Nuestro custodiado se escapó y lleva una pistola. Cogió esa furgoneta.
Bosch les dio una descripción de Waits y la advertencia de que no iba a vacilar antes de usar el arma. Les habló de los dos polis muertos que había en la colina del bosque.
Decidieron hacer una batida por el aparcamiento en primer lugar, antes de entrar en el mercado. Pidieron refuerzos, pero decidieron no esperarlos. Salieron con las armas preparadas.
Registraron y descartaron el aparcamiento con rapidez y llegaron en última instancia a la furgoneta de Forense. Estaba abierta y vacía. Pero en la parte de atrás Bosch encontró el mono naranja de la prisión. O bien Waits llevaba otra ropa debajo del mono o había encontrado prendas para cambiarse en la parte de atrás de la furgoneta.
—Tened cuidado —anunció Bosch a los demás—. Podría ir vestido de cualquier forma. Quedaos cerca de mí. Yo lo reconoceré.
Accedieron a la tienda en cerrada formación a través de las puertas automáticas de delante. Una vez dentro, Bosch se dio cuenta enseguida de que era demasiado tarde. Un hombre con una etiqueta de gerente en la camisa estaba consolando a una mujer que lloraba de manera histérica y le sostenía el lateral de la cara. El gerente vio a los dos agentes uniformados y les hizo una señal. Aparentemente ni siquiera reparó en todo el barro y la sangre en la ropa de Bosch.
—Nosotros fuimos los que llamamos —dijo el gerente—. A la señora Shelton acaban de robarle el coche.
La señora Shelton asintió entre lágrimas.
—¿Puede describir el coche y la ropa que llevaba el hombre? —preguntó Bosch.
—Creo que sí —gimió.
—Muy bien, escuchad —dijo Bosch a uno de los dos agentes—. Uno de vosotros se queda aquí, toma la descripción de la ropa que llevaba y del coche y la pasa por radio. El otro se va ahora y me lleva a Saint Joe. Vamos.
El conductor llevó a Bosch y el otro hombre de la patrulla se quedó en Hollywoodland. Al cabo de otros tres minutos salieron chirriando los neumáticos del paso de Beachwood Canyon y se dirigieron hacia el paso de Cahuenga. En la radio oyeron la orden de búsqueda de un BMW 540 plateado en relación con un 187 AAO, asesinato de un agente del orden. La descripción del sospechoso decía que llevaba un mono blanco amplio, y Bosch comprendió que había encontrado la ropa de recambio en la furgoneta de Forense.
La sirena les abría paso, pero Bosch supuso que estaban todavía a quince minutos del hospital. Tenía un mal presentimiento. No creía que fueran a llegar a tiempo. Trató de apartar esa idea de su mente. Trató de pensar en Kiz Rider viva y bien, y sonriéndole, reprendiéndole como había hecho siempre. Y cuando llegaron a la autovía, se concentró en examinar los ocho carriles de tráfico en dirección norte, buscando un BMW robado de color plateado y con un asesino al volante.