Waits los condujo a un camino polvoriento que partía de la parte inferior del aparcamiento de gravilla y enseguida desaparecía bajo un palio creado por un grupo de acacias, robles blancos y densa vegetación. Caminaba sin vacilar, como quien sabe adónde está yendo. Enseguida la tropa quedó en la sombra y Bosch supuso que el cámara del helicóptero no estaba obteniendo mucho metraje útil desde encima de las copas de los árboles. El único que hablaba era Waits.
—No falta mucho —dijo, como si fuera un guía de naturaleza que los estuviera conduciendo a unas cataratas aisladas.
El paso se estrechó por la invasión de árboles y arbustos, y el sendero bien pisado se convirtió en uno rara vez usado. Estaban en un lugar en el que se aventuraban pocos excursionistas. Olivas tuvo que cambiar de posición. En lugar de agarrar a Waits por el brazo y caminar a su lado, tuvo que seguir al asesino aferrado a la cadena de la cintura por detrás con una mano. Estaba claro que Olivas no iba a soltar a su sospechoso y eso era tranquilizador para Bosch. Lo que no le parecía tan alentador era que la nueva posición bloqueaba el disparo a todos los demás si Waits trataba de huir.
Bosch había atravesado numerosas selvas en su vida. La mayoría de ellas eran de las que te obligan a mantener los ojos y los oídos en la distancia, alerta y esperando una emboscada, y al mismo tiempo vigilando cada paso que das, receloso de una bomba trampa. En esta ocasión mantuvo la mirada concentrada en los dos hombres que se movían delante de él, Waits y Olivas, sin pestañear.
El terreno se hizo cada vez más dificultoso al seguir la pendiente en descenso de la montaña. El suelo era blando y húmedo por la precipitación de la noche, así como por toda la lluvia caída a lo largo del último año. Bosch sentía que sus botas de excursionista se hundían y se quedaban clavadas en algunos lugares. En un punto, se oyó el sonido de ramas rompiéndose detrás de él y luego el ruido sordo de un cuerpo golpeando el barro. Aunque Olivas y el ayudante Doolan se detuvieron y se volvieron para ver el origen de la conmoción, Bosch nunca apartó la mirada de Waits. A su espalda oyó a Swann maldiciendo y a los demás preguntándole si estaba bien al tiempo que lo ayudaban a incorporarse.
Después de que Swann dejara de despotricar y se reagrupara la tropa, siguieron bajando la pendiente. El avance era lento, pues el percance de Swann había provocado que todos caminaran con mayor cautela. En otros cinco minutos se detuvieron ante un precipicio con una pronunciada caída. Era un lugar donde el peso del agua que se acumulaba en el terreno había provocado en meses recientes un alud de barro. El terreno se había trasquilado cerca de un roble, exponiendo la mitad de sus raíces. El desnivel era de casi tres metros.
—Bueno, esto no estaba aquí la última vez que vine —dijo Waits en un tono que indicaba que estaba enfadado por el inconveniente.
—¿Es por ahí? —preguntó Olivas, señalando al fondo del terraplén.
—Sí —confirmó Waits—. Hemos de bajar.
—Muy bien, un minuto. —Olivas se volvió y miró a Harry—. Bosch, ¿por qué no baja y luego se lo mando?
Bosch asintió con la cabeza y pasó por delante de ellos. Se agarró de una de las ramas inferiores del roble para equilibrarse y probó la estabilidad del terreno en la pronunciada pendiente. La tierra estaba suelta y resbaladiza.
—Mal asunto —dijo—. Esto va a ser como un tobogán. Y una vez que lleguemos abajo, ¿cómo volvemos a subir?
Olivas dejó escapar el aire por la frustración.
—Entonces, ¿qué…?
—Había una escalera de mano encima de una de las furgonetas —sugirió Waits.
Todos lo miraron por un momento.
—Es cierto. Forense lleva una escalera encima de la furgoneta —dijo Rider—. Si la colocamos bien, será sencillo.
Swann se metió en el corrillo.
—Sencillo salvo que mi cliente no va a subir y bajar por la escalera con las manos encadenadas a la cintura —dijo.
Después de una pausa momentánea, todo el mundo miró a O’Shea.
—Creo que podremos arreglarlo de alguna manera.
—Espere un momento —dijo Olivas—. No vamos a quitarle…
—Entonces no va a bajar —dijo Swann—. Es así de sencillo. No voy a permitir que lo pongan en peligro. Es mi cliente y mi responsabilidad con él no se reduce al campo de la ley, sino…
O’Shea levantó las manos para pedir calma.
—Una de nuestras responsabilidades es la seguridad del acusado —dijo—. Maury tiene razón. Si el señor Waits cae de la escalera sin poder usar las manos, entonces somos responsables. Y tendríamos un problema. Estoy seguro de que con todos ustedes empuñando pistolas y escopetas, podemos controlar esta situación durante los diez segundos que tardará en bajar por la escalera.
—Iré a buscar la escalera —dijo la técnico forense—. ¿Puedes aguantarme esto?
Su nombre era Carolyn Cafarelli y Bosch sabía que la mayoría de la gente la llamaba Cal. La mujer le pasó a Bosch la sonda de gas, un artefacto en forma de «T», y empezó a retroceder por el bosque.
—La ayudaré —dijo Rider.
—No —dijo Bosch—. Todo el mundo que lleva un arma se queda con Waits.
Rider asintió, dándose cuenta de que su compañero tenía razón.
—No hay problema —dijo Cafarelli desde lejos—. Es de aluminio ligero.
—Sólo espero que encuentre el camino de vuelta —dijo O’Shea después de que Cafarelli se hubiera ido.
Durante los primeros minutos esperaron en silencio, luego Waits se dirigió a Bosch.
—¿Ansioso, detective? —preguntó—. Ahora que estamos tan cerca.
Bosch no respondió. No iba a dejar que Waits le comiera la cabeza.
Waits lo intentó otra vez.
—Piense en todos los casos que ha trabajado. ¿Cuántos son como este? ¿Cuántas son como Marie? Apuesto a que…
—Waits, cierre la puta boca —ordenó Olivas.
—Ray, por favor —dijo Swann con voz apaciguadora.
—Sólo estoy charlando con el detective.
—Bueno, charle con usted mismo —dijo Olivas.
Se instaló el silencio hasta al cabo de unos minutos, cuando todos oyeron el sonido de Cafarelli que se acercaba con la escalera a través del bosque. Tropezó varias veces con ramas bajas, pero finalmente llegó a la posición de los demás. Bosch la ayudó a deslizar la escalera por la pendiente y se aseguraron de que quedaba firme. Cuando se levantó y se volvió hacia el grupo, Bosch vio que Olivas estaba soltando una de las esposas de Waits de la cadena que rodeaba la cintura del prisionero. Dejó la otra mano esposada.
—La otra mano, detective —dijo Swann.
—Puede bajar con una mano libre —insistió Olivas.
—Lo siento, detective, pero no voy a permitir eso. Ha de poder agarrarse y protegerse de una caída en el caso de que resbale. Necesita tener las dos manos libres.
—Puede hacerlo con una.
Mientras continuaban las poses y la discusión, Bosch bajó por la escalera de espaldas. La escalera de mano estaba firmemente sujeta. Desde allí abajo, Bosch miró a su alrededor y advirtió que no había ningún sendero discernible. Desde ese punto, la pista al cadáver de Marie Gesto no era tan obvia como lo había sido arriba. Levantó la mirada hacia los otros y esperó.
—Freddy, hazlo —le instruyó O’Shea con tono enfadado—. Agente Doolan, usted baje primero y esté listo con la escopeta por si acaso al señor Waits se le ocurre alguna idea. Detective Rider, tiene mi permiso para desenfundar el arma. Quédese aquí con Freddy y también preparada.
Bosch volvió a subir unos peldaños para que el ayudante del sheriff pudiera pasarle cuidadosamente la escopeta. A continuación volvió a bajar y el hombre uniformado inició el descenso por la escalera. Bosch le devolvió el arma y regresó al pie de la escalera.
—Tíreme las esposas —le gritó Bosch a Olivas.
Bosch cogió las esposas y se colocó en el segundo peldaño de la escalera. Waits empezó a bajar mientras el videógrafo permanecía en el borde y grababa su descenso. Cuando Waits estaba a tres peldaños del final, Bosch estiró el brazo y agarró la cadena de la cintura para guiarlo el resto del camino hasta abajo.
—Es ahora, Ray —le susurró al oído desde detrás—. Su única oportunidad, ¿está seguro de que no quiere intentarlo?
Una vez abajo, Waits se alejó de la escalera y se volvió hacia Bosch, sosteniendo las manos en alto para que le pusiera las esposas. Sus ojos se fijaron en los de Bosch.
—No, detective. Creo que me gusta demasiado vivir.
—Eso creía.
Bosch le esposó las manos a la cadena de la cintura y volvió a mirar por la pendiente a los otros.
—Prisionero esposado.
Uno por uno, los demás bajaron por la escalera. Una vez que se hubieron reagrupado abajo, O’Shea miró a su alrededor y vio que ya no había camino. Podían continuar en cualquier dirección.
—Muy bien, ¿por dónde? —le dijo a Waits.
Waits se volvió en un semicírculo como si viera la zona por primera vez.
—Ummm…
Olivas casi perdió los nervios.
—Será mejor que no…
—Por allí —dijo Waits con timidez mientras señalaba a la derecha de la pendiente—. Me he desorientado un momento.
—No joda, Waits —dijo Olivas—. O nos lleva al cadáver ahora mismo o volvemos, vamos a juicio y le clavan la inyección que se merece. ¿Entendido?
—Entendido. Y, como he dicho, es por ahí.
El grupo avanzó entre la maleza detrás de Waits. Olivas se aferraba a la cadena por la parte de los riñones y manteniendo siempre la escopeta a menos de metro y medio de la espalda del prisionero.
El terreno en este nivel era más blando y muy fangoso. Bosch sabía que el agua subterránea de las lluvias de la última primavera probablemente había bajado por la pendiente y se había acumulado allí. Sintió que empezaban a dolerle los músculos de los muslos porque era trabajoso levantar a cada paso las botas de aquel barro succionador.
Al cabo de cinco minutos llegaron a un pequeño claro a la sombra de un roble alto y completamente adulto. Bosch vio que Waits levantaba la cabeza y siguió su mirada. Una cinta de pelo amarillenta colgaba lánguidamente de una de las ramas.
—Tiene gracia —dijo Waits—. Antes era azul.
Bosch sabía que en el momento de la desaparición de Marie Gesto se creía que ella llevaba el pelo atado en la nuca con una banda elástica azul. Una amiga que la había visto ese último día había proporcionado una descripción de la ropa que llevaba. La banda elástica no estaba con la ropa que se encontró pulcramente doblada en el coche de los apartamentos High Tower.
Bosch levantó la mirada a la cinta del pelo. Trece años de lluvia y exposición habían desvaído el color. Miró a Waits, y el asesino lo estaba esperando con una sonrisa.
—Aquí estamos, detective. Finalmente ha encontrado a Marie.
—¿Dónde?
La sonrisa de Waits se ensanchó.
—Está de pie encima de ella.
Bosch abruptamente dio un paso atrás; Waits se rio.
—No se preocupe, detective Bosch, no creo que le importe. ¿Qué es lo que escribió el gran hombre acerca de dormir el largo sueño? ¿Acerca de que no importaba la suciedad de cómo viviste o dónde caíste?
Bosch lo miró un largo momento, preguntándose una vez más por los aires literarios del limpiaventanas. Waits pareció interpretarlo.
—Llevo en prisión desde mayo, detective. He leído mucho.
—Apártese —ordenó Bosch.
Waits separó las palmas de sus manos esposadas en un ademán de rendición y se apartó hacia el tronco del roble. Bosch miró a Olivas.
—¿Suyo?
—Mío.
Bosch miró al suelo. Había dejado huellas en el terreno fangoso, pero también parecía existir otra alteración reciente en la superficie. Parecía como si un animal hubiera cavado un pequeño hoyo al hurgar. Bosch hizo una señal a la técnico forense para que se acercara al centro del calvero. Cafarelli avanzó con la sonda de gas y Bosch señaló el lugar situado justo debajo de la cinta descolorida. La técnica clavó la punta de la sonda en el suelo blando y esta se hundió con facilidad un palmo. Conectó el lector y empezó a estudiar la pantalla electrónica. Bosch se acercó a ella para mirar por encima de su hombro. Sabía que la sonda medía el nivel de metano en el suelo. Un cadáver desprende gas metano al descomponerse, incluso un cadáver envuelto en plástico.
—Tenemos una lectura —dijo Cafarelli—. Estamos por encima de los niveles normales.
Bosch asintió con la cabeza. Se sentía extraño. Deprimido. Llevaba más de una década con el caso y, en cierto modo, le gustaba aferrarse al misterio de Marie Gesto. Sin embargo, aunque no creía en eso que llamaban «cierre», sí creía en la necesidad de conocer la verdad. Sentía que la verdad estaba a punto de desvelarse, y aun así era desconcertante. Necesitaba conocer la verdad para seguir adelante, pero ¿cómo podría seguir adelante una vez que ya no necesitara encontrar y vengar a Marie Gesto?
Miró a Waits.
—¿A qué profundidad está?
—No muy hondo —replicó Waits como si tal cosa—. En el noventa y tres hubo sequía, ¿recuerda? El suelo estaba duro y, joder, me dejé el culo haciendo un agujero para ella. Tuve suerte de que fuera tan pequeñita. Pero, en cualquier caso, por eso lo cambié. Después se acabó para mí lo de cavar grandes hoyos.
Bosch apartó la mirada de Waits y volvió a fijarse en Cafarelli. Estaba tomando otra lectura de la sonda. Podría delinear el emplazamiento trazando los niveles más altos de metano.
Todos observaron en silencio el lúgubre trabajo. Después de hacer varias lecturas siguiendo el modelo de una cuadrícula, Cafarelli movió finalmente la mano en un barrido norte-sur para indicar la posición probable del cadáver. A continuación, marcó los límites del emplazamiento funerario clavando el extremo de la sonda en la tierra. Cuando hubo terminado marcó un rectángulo de aproximadamente metro ochenta por sesenta centímetros. Era una tumba pequeña para una víctima pequeña.
—De acuerdo —dijo O’Shea—. Llevemos al señor Waits de vuelta, dejémoslo a buen recaudo en el coche y luego traigamos al equipo de exhumación.
El fiscal le dijo a Cafarelli que debería quedarse en el emplazamiento para evitar problemas de integridad de la escena del crimen. El resto del grupo se encaminó de nuevo hacia la escalera. Bosch iba el último de la fila, pensando en el terreno que estaban atravesando. Había algo sagrado en ello. Era terreno sagrado. Esperaba que Waits no les hubiera mentido. Esperaba que Marie Gesto no hubiera sido obligada a caminar hasta su tumba aún con vida.
Rider y Olivas subieron la escalera los primeros. Bosch llevó a Waits hasta la escalera, le quitó las esposas y lo empujó hacia arriba.
A espaldas del asesino, el ayudante del sheriff preparó la escopeta, con el dedo en el gatillo. En ese momento, Bosch se dio cuenta de que podía resbalar en el suelo fangoso, caer sobre el ayudante del sheriff y posiblemente propiciar que la escopeta se disparara y Waits fuera víctima de la mortal descarga de fusilería. Apartó la mirada de la tentación y se fijó en el abrupto terraplén. Su compañera estaba mirándolo con cara de acabar de leerle el pensamiento. Bosch trató de poner una expresión de inocencia. Extendió las manos mientras articulaba la palabra «¿Qué?».
Rider negó con la cabeza con desaprobación y se apartó del borde. Bosch se fijó en que llevaba el arma al costado. Cuando Waits llegó a lo alto de la escalera fue recibido por Olivas con los brazos abiertos.
—Manos —dijo Olivas.
—Claro, detective.
Desde su posición, Bosch sólo alcanzaba a ver la espalda de Waits. Por su postura se dio cuenta de que había juntado las manos delante de él para que se las esposaran de nuevo a la cadena de la cintura.
Pero de repente se produjo un movimiento brusco. Un rápido giro en la postura del prisionero al inclinarse demasiado hacia Olivas. Bosch instintivamente supo que algo iba mal. Waits iba a por la pistola enfundada en la cadera de Olivas bajo el impermeable.
—¡Eh! —gritó Olivas, presa del pánico—. ¡Eh!
Pero antes de que Bosch o ningún otro pudieran reaccionar, Waits aprovechó su mejor posición sobre Olivas para girar sus cuerpos de manera que la espalda del detective quedó en lo alto de la escalera. El ayudante del sheriff no tenía ángulo de disparo. Ni tampoco Bosch. Con un movimiento como de pistón, Waits levantó la rodilla e impactó con ella dos veces en la entrepierna de Olivas. Este empezó a derrumbarse y se produjeron dos rápidos disparos, cuyo ruido quedó ahogado por el cuerpo del detective. Waits empujó a Olivas por el borde y este cayó por la escalera encima de Bosch.
Waits desapareció entonces de su vista.
El peso de Olivas derribó con fuerza a Bosch. Mientras pugnaba por sacar su arma, Harry oyó dos disparos más arriba y gritos de pánico de los que estaban en el nivel inferior. Detrás de él oyó ruido de alguien que corría. Con Olivas todavía encima de él, levantó la mirada, pero no logró ver ni a Waits ni a Rider. Entonces el prisionero apareció en el borde del precipicio, empuñando con calma una pistola. Les disparó a ellos y Bosch sintió dos impactos en el cuerpo de Olivas. Se había convertido en el escudo de Bosch.
El fogonazo de la escopeta del ayudante del sheriff hendió el aire, pero el proyectil se incrustó en el tronco de un roble situado a la izquierda de Waits. Waits devolvió el fuego en el mismo momento y Bosch oyó que el ayudante caía como una maleta.
—Corre, cobarde —gritó Waits—. ¿Qué pinta tiene ahora tu chanchullo?
Disparó dos veces más de manera indiscriminada hacia los árboles de abajo. Bosch consiguió liberar su pistola y disparar a Waits.
Waits se agachó y quedó oculto, al tiempo que con la mano derecha agarraba el peldaño más alto de la escalera y la subía de un tirón al borde del terraplén. Bosch empujó el cadáver de Olivas y se levantó con la pistola apuntando y lista por si Waits aparecía otra vez.
Pero entonces oyó el sonido de alguien que corría y supo que Waits se había ido.
—¡Kiz! —gritó Bosch.
No hubo respuesta. Bosch atendió rápidamente a Olivas y al ayudante del sheriff, pero vio que ambos estaban muertos. Se enfundó su arma y trepó por el terraplén, utilizando las raíces expuestas a modo de asidero. El terreno cedió al clavar sus pies en él. Una raíz se partió en su mano y Bosch resbaló hasta abajo.
—¡Háblame, Kiz!
De nuevo no hubo respuesta. Lo intentó otra vez, en esta ocasión colocándose en ángulo en la empinada pendiente en lugar de tratar de ascender en vertical. Agarrándose a las raíces y pateando en el terreno blando, finalmente llegó arriba y reptó por encima del borde. Al auparse, vio a Waits corriendo a través de los árboles en dirección al calvero donde esperaban los demás. Sacó otra vez su pistola y disparó cinco tiros más, pero Waits no frenó en ningún momento.
Bosch se levantó, preparado para darle caza. Pero entonces vio el cuerpo tendido de su compañera, arrebujado y ensangrentado en el matorral cercano.