Dos ayudantes del sheriff uniformados custodiaban la puerta de la sala de interrogatorios donde se hallaba sentado el hombre que se hacía llamar Raynard Waits. Se apartaron y dejaron pasar al cortejo de la fiscalía. La sala contenía una única mesa larga. Waits y su abogado defensor, Maury Swann, estaban sentados en uno de los lados. Waits estaba justo en el medio; Swann, a su izquierda. Cuando entraron los investigadores y el fiscal, sólo Maury Swann se levantó. Waits estaba sujeto a los brazos de la silla con bridas de plástico. Swann, un hombre delgado con gafas de montura negra y una fastuosa melena de pelo plateado, tendió la mano, pero nadie se la estrechó.
Rider ocupó la silla que estaba enfrente de la de Waits, y Bosch y O’Shea se sentaron a ambos lados de la detective. Como Olivas no iba a estar en la rotación del interrogatorio durante cierto tiempo, ocupó la silla restante, que estaba junto a la puerta.
O’Shea se ocupó de las presentaciones, pero de nuevo nadie estrechó la mano de nadie. Waits iba vestido con un mono naranja con letras negras impresas en el pecho.
Prisión del condado L. A.
Aléjese.
La segunda línea no estaba concebida como advertencia, pero servía como tal. Significaba que Waits estaba en estatus de aislamiento en el interior de la prisión, es decir, que se hallaba confinado en una celda individual y no se le permitía el contacto con el resto de la población reclusa. Este estatus era una medida de protección tanto para Waits como para los demás internos.
Al estudiar al hombre al que había estado persiguiendo durante trece años, Bosch se dio cuenta de que lo más terrorífico de Waits era lo ordinario que parecía. Poco musculoso, tenía una cara de hombre corriente. Agradable, con rasgos suaves y pelo corto oscuro, era la personificación de la normalidad. El único rasgo diabólico en su rostro se hallaba en los ojos. Eran de color castaño oscuro y hundidos, con una vacuidad que Bosch había visto en la mirada de otros asesinos con los que se había sentado cara a cara a los largo de los años. No había nada allí. Sólo un vacío que nunca podría llenarse, por más vidas que robara.
Rider encendió la grabadora que estaba sobre la mesa e inició la entrevista perfectamente, sin dar a Waits ninguna razón para sospechar que estaba pisando una trampa con la primera pregunta de la sesión.
—Como probablemente ya le ha explicado el señor Swann, vamos a grabar cada sesión con usted y luego le entregaremos las cintas a su abogado, que las guardará hasta que tengamos un acuerdo completo. ¿Lo entiende y lo aprueba?
—Sí —dijo Waits.
—Bien —dijo Rider—. Entonces empecemos con una pregunta fácil. ¿Puede decir su nombre, fecha y lugar de nacimiento para que conste?
Waits se inclinó hacia delante y puso la expresión de alguien que estuviera afirmando lo obvio a niños de escuela.
—Raynard Waits —dijo con impaciencia—. Nacido el 3 de noviembre de 1971, en la ciudad de ángulos, eh, ángeles. En la ciudad de ángeles.
—Si se refiere a Los Angeles, ¿puede decirlo, por favor?
—Sí, Los Angeles.
—Gracias. Su nombre es inusual. ¿Puede deletrearlo para que conste?
Waits obedeció. Una vez más, era un buen movimiento de Rider. Haría que resultara más difícil todavía para el hombre que tenían delante que declarara que no había mentido de manera consciente durante el interrogatorio.
—¿Sabe de dónde viene el nombre?
—Le salió de los cojones a mi padre, supongo. No lo sé. Pensaba que estábamos aquí para hablar de gente muerta, no de chorradas elementales.
—Lo estamos, señor Waits. Lo estamos.
Bosch notó una enorme sensación de alivio interior. Sabía que estaban a punto de asistir a un relato de horrores, pero sintió que ya habían pillado a Waits en una mentira que podía disparar una trampa mortal. Había una oportunidad de que no saliera de allí a una celda privada y a una vida de celebridad costeada por el Estado.
—Queremos ir por orden —dijo Rider—. El compromiso de su abogado sugiere que el primer homicidio en el que participó fue la muerte de Daniel Fitzpatrick en Hollywood, el 30 de abril de 1992. ¿Es correcto?
Waits respondió con la actitud natural que cabe esperar de alguien que te explica cómo llegar a la gasolinera más próxima. Su voz era fría y mesurada.
—Sí, lo quemé vivo detrás de su jaula de seguridad. Resultó que no estaba tan seguro allí atrás. Ni siquiera con todas sus pistolas.
—¿Por qué lo hizo?
—Porque quería ver si era capaz. Había estado pensando en eso mucho tiempo y sólo quería demostrármelo a mí mismo.
Bosch pensó en lo que Rachel Walling le había dicho la noche anterior. Lo había calificado de crimen de oportunidad. Al parecer había acertado.
—¿Qué quiere decir con demostrárselo a sí mismo, señor Waits? —preguntó Rider.
—Quiero decir que hay una línea en la que todo el mundo piensa, pero que muy pocos tienen las agallas de cruzar. Quería ver si podía cruzarla.
—Cuando dice que había estado pensando en ello durante mucho tiempo, ¿había estado pensando en el señor Fitzpatrick en particular?
La irritación apareció en los ojos de Waits. Era como si tuviera que soportarla.
—No, estúpida —replicó con calma—. Había estado pensando en matar a alguien. ¿Entiende? Toda mi vida había querido hacerlo.
Rider se sacudió el insulto sin pestañear y siguió adelante.
—¿Por qué eligió a Daniel Fitzpatrick? ¿Por qué eligió esa noche?
—Bueno, porque estaba mirando la tele y vi que toda la ciudad se derrumbaba. Era un caos y sabía que la policía no podría hacer nada al respecto. Era un momento en que la gente estaba haciendo lo que quería. Vi a un tipo en la tele hablando de Hollywood Boulevard y de cómo estaban ardiendo los edificios y decidí ir a ver. No quería que me lo enseñara la tele. Quería verlo por mí mismo.
—¿Fue en coche?
—No, podía ir caminando. Entonces vivía en Fountain, cerca de La Brea. Fui caminando.
Rider tenía el expediente Fitzpatrick abierto delante de ella. Lo miró un momento mientras ordenaba las ideas y formulaba el siguiente conjunto de preguntas. Eso le dio a O’Shea la oportunidad de intervenir.
—¿De dónde salió el combustible del mechero? —preguntó—. ¿Se lo llevó de su apartamento?
Waits centró su atención en O’Shea.
—Pensaba que la bollera hacía las preguntas —dijo.
—Todos hacemos preguntas —dijo O’Shea—. ¿Y puede hacer el favor de eliminar los ataques personales de sus respuestas?
—Usted no, señor fiscal del distrito. No quiero hablar con usted. Sólo con ella. Y con ellos.
Señaló a Bosch y Olivas.
—Retrocedamos un poco más antes de llegar al combustible del mechero —dijo Rider, relegando suavemente a O’Shea—. Dice que caminó hasta Hollywood Boulevard desde Fountain. ¿Adónde fue y qué vio?
Waits sonrió y asintió con la cabeza, mirando a Rider.
—No me equivoco, ¿verdad? —dijo—. Siempre lo sé. Siempre puedo oler cuándo a una mujer le gusta el chocho.
—Señor Swann —dijo Rider—, ¿puede por favor explicar a su cliente que se trata de que él responda a nuestras preguntas y no al revés?
Swann puso la mano en el antebrazo izquierdo de Waits, que estaba ligado al brazo de la silla.
—Ray —dijo—. No juegue. Sólo responda las preguntas. Recuerde que queremos esto. Los hemos traído aquí. Es cosa nuestra.
Bosch percibió una ligera irritación en el rostro de Waits al volverse hacia su abogado, pero esta desapareció rápidamente al mirar de nuevo a Rider.
—Vi la ciudad ardiendo, eso es lo que vi. —Sonrió después de dar la respuesta—. Era como una pintura de Hieronymus Bosch.
Se volvió hacia Bosch al decirlo. Este se quedó un momento paralizado. ¿Cómo lo sabía?
Waits señaló con la cabeza al pecho de Bosch.
—Está en su tarjeta de identificación.
Bosch había olvidado que tenía que colocarse la tarjeta de identificación al entrar en la oficina del fiscal del distrito. Rider pasó rápidamente a la siguiente pregunta.
—Vale, ¿en qué sentido caminó cuando llegó a Hollywood Boulevard?
—Giré a la derecha y me dirigí al este. Los fuegos más grandes estaban en esa dirección.
—¿Qué llevaba en los bolsillos?
La pregunta pareció darle qué pensar.
—No lo sé. No lo recuerdo. Las llaves, supongo. Cigarrillos y un mechero, nada más.
—¿Llevaba la cartera?
—No, no quería llevar ninguna identificación. Por si me paraba la policía.
—¿Ya llevaba el combustible de mechero?
—Sí. Pensaba que podría unirme a la diversión, ayudar a quemar la ciudad. Entonces pasé junto a la tienda de empeños y se me ocurrió una idea mejor.
—¿Vio a Fitzpatrick?
—Sí, lo vi. Estaba de pie dentro del recinto de seguridad, empuñando una escopeta. También llevaba una pistolera como si fuera Wyatt Earp.
—Describa la casa de empeños.
Waits se encogió de hombros.
—Un lugar pequeño. Lo llamaban Irish Pawn. Tenía ese cartel de neón delante con un trébol de tres hojas y luego las tres bolas. Son como el símbolo de las casas de empeño, supongo. Fitzpatrick estaba allí de pie mirándome cuando pasé.
—¿Y siguió caminando?
—Al principio sí. Pasé y luego pensé en el desafío, en cómo podía llegar a él sin que me disparara con ese puto bazuca que empuñaba.
—¿Qué hizo?
—Saqué la lata de EasyLight del bolsillo de la chaqueta y me llené la boca con el líquido. Me eché un chorro en la garganta, como esos lanzadores de fuego del paseo de Venice. Entonces aparté la lata y saqué un cigarrillo y mi mechero. Ya no fumo. Es un hábito terrible. —Miró a Bosch al decirlo.
—¿Y luego qué? —preguntó Rider.
—Volví a la tienda del capullo y entré en el espacio de delante de la persiana de seguridad. Hice como si sólo estuviera buscando una pantalla para encender el pitillo. Hacía viento esa noche, ¿sabe?
—Sí.
—Así que él empezó a gritarme que me largara. Se acercó hasta la persiana para gritarme. Yo contaba con eso. —Waits sonrió, orgulloso de lo bien que había funcionado su plan—. El tipo golpeó la culata de la escopeta contra la persiana de acero para captar mi atención. Me vio las manos, así que no se dio cuenta del peligro. Y cuando estaba a medio metro encendí el mechero y lo miré a los ojos. Me saqué el cigarrillo de la boca y le escupí todo el fluido del mechero en la cara. Por supuesto, se encendió en la llama del mechero por el camino. ¡Yo era un puto lanzallamas! Antes de enterarse de nada ya tenía la cara en llamas. Soltó la escopeta enseguida para intentar apagar las llamas con las manos. Pero le prendió la ropa y rápidamente fue como un bicho achicharrado. Joder, era como si le hubieran dado con napalm.
Waits trató de levantar el brazo izquierdo, pero no pudo. Lo tenía atado al brazo de la silla por la muñeca. Se conformó con levantar la mano.
—Por desgracia me quemé un poco la mano. Ampollas y todo. Y dolía en serio. No puedo imaginar lo que sentiría ese capullo de Wyatt Earp. No es una buena forma de morir, en mi opinión.
Bosch miró la mano levantada. Vio una decoloración en el tono de la piel, pero sin cicatriz. La quemadura no había sido profunda.
Después de una buena dosis de silencio, Rider formuló otra pregunta.
—¿Buscó asistencia médica por la mano?
—No, no creí que eso fuera prudente, considerando la situación. Y por lo que oí, los hospitales estaban desbordados. Así que me fui a casa y me ocupé yo mismo.
—¿Cuándo puso la lata de combustible de mechero delante de la tienda?
—Oh, eso fue cuando me iba. La saqué, la limpié y la dejé allí.
—¿El señor Fitzpatrick pidió ayuda en algún momento?
Waits hizo una pausa para sopesar la cuestión.
—Bueno, es difícil de decir. Estaba gritando algo, pero no estoy seguro de que pidiera ayuda. A mí me sonó como un animal. Una vez, de niño, le pillé la cola a mi perro con la puerta. Me recordó a eso.
—¿En qué estaba pensando cuando se dirigía a casa?
—Estaba pensando «De puta madre. ¡Por fin lo he hecho!». Y sabía que iba a salir impune. Me sentí invencible, la verdad.
—¿Qué edad tenía?
—Tenía… Tenía, veinte, coño, y lo hice.
—¿Pensó alguna vez en el hombre que mató, al que quemó vivo?
—No, en realidad no. Sólo estaba allí. Para que yo me lo llevara. Como el resto de los que vinieron después. Era como si estuvieran allí para mí.
Rider pasó otros cuarenta minutos interrogándolo, aclarando detalles menores que, no obstante, coincidían con el contenido de los informes de la investigación. Finalmente, a las 11:15 pareció relajar su postura y retirarse de su lugar en la mesa. Se volvió a mirar a Bosch y luego a O’Shea.
—Creo que tengo suficiente por el momento —dijo—. Quizá deberíamos tomar un pequeño descanso en este punto.
Rider apagó la grabadora y los tres investigadores y O’Shea salieron al pasillo para departir. Swann se quedó en la sala de interrogatorios con su cliente.
—¿Qué le parece? —le dijo O’Shea a Rider.
Ella asintió con la cabeza.
—Estoy satisfecha. Creo que no hay ninguna duda de que lo hizo él. Ha resuelto el misterio de cómo pudo alcanzarlo. No creo que nos esté contando todo, pero conoce los suficientes detalles. O bien lo hizo él o estaba allí delante.
O’Shea miró a Bosch.
—¿Deberíamos continuar?
Bosch reflexionó un momento. Estaba preparado. Mientras observaba a Rider interrogando a Waits, su rabia y asco habían ido en aumento. El hombre de la sala de interrogatorios mostraba un desprecio tan insensible por su víctima que Bosch lo reconoció como el perfil clásico del psicópata. Igual que antes, temía lo que averiguaría a continuación de labios de aquel hombre, pero estaba preparado para oírlo.
—Adelante —dijo.
Todos volvieron a la sala de interrogatorios, y Swann inmediatamente propuso hacer una pausa para comer.
—Mi cliente tiene hambre.
—Hay que alimentar al perro —añadió Waits con una sonrisa.
Bosch negó con la cabeza, asumiendo el control de la sala.
—Todavía no —dijo—. Comerá cuando comamos todos.
Ocupó el asiento situado directamente enfrente de Waits y volvió a encender la grabadora. Rider y O’Shea ocuparon las posiciones contiguas y Olivas se sentó una vez más junto a la puerta. Bosch había recuperado el expediente Gesto que le había dado a Olivas, pero lo tenía cerrado delante de él en la mesa.
—Ahora vamos a pasar al caso de Marie Gesto —dijo.
—Ah, la dulce Marie —dijo Waits. Miró a Bosch con un brillo en los ojos.
—El compromiso de su abogado sugiere que usted sabe lo que le ocurrió a Marie Gesto cuando desapareció en 1993. ¿Es cierto?
Waits arrugó el entrecejo y asintió.
—Sí, me temo que sí —dijo con fingida sinceridad.
—¿Conoce el paradero actual de Marie Gesto o la localización de sus restos?
—Sí.
Ahí estaba el momento que Bosch había esperado durante trece años.
—Está muerta, ¿no?
Waits lo miró y asintió.
—¿Es eso un sí? —preguntó Bosch para la cinta.
—Es un sí. Está muerta.
—¿Dónde está?
Waits estalló en una amplia sonrisa, la sonrisa de un hombre que no tenía un solo átomo de arrepentimiento o culpa en su ADN.
—Está aquí mismo, detective —dijo—. Está aquí mismo conmigo. Como todos los demás. Aquí mismo conmigo.
Su sonrisa se convirtió en carcajada, y Bosch casi se abalanzó sobre él. Pero Rider le puso una mano en la pierna bajo la mesa y Bosch se calmó de inmediato.
—Espere un segundo —dijo O’Shea—. Salgamos otra vez, y esta vez quiero que nos acompañe, Maury.