La llamada se recibió cuando Harry Bosch y su compañera, Kiz Rider, estaban sentados ante sus escritorios en la unidad de Casos Abiertos, terminando con el papeleo de la acusación de Matarese. El día anterior habían pasado seis horas en una sala con Víctor Matarese, interrogándolo acerca del asesinato en 1996 de una prostituta llamada Charisse Witherspoon. El ADN extraído del semen hallado en la garganta de la víctima y conservado durante diez años coincidía con el de Matarese, cuyo perfil genético había sido almacenado por el departamento de Justicia en 2002, después de una condena por violación. Pasaron otros cuatro años hasta que Bosch y Rider reabrieron el caso Witherspoon, sacaron el ADN y lo enviaron al laboratorio del estado para una búsqueda a ciegas.
Era un caso inicialmente cimentado en el laboratorio. Pero como Charisse Witherspoon había sido una prostituta activa, la coincidencia de ADN no garantizaba la condena. Este podría haber pertenecido a cualquiera que hubiera estado con ella antes de que apareciera el asesino y la golpeara repetidamente en la cabeza con un palo.
Así pues, el caso no se reducía a la ciencia. La clave era la sala de interrogatorios y lo que pudieran sacarle a Matarese. A las ocho de la mañana lo despertaron en el centro de reinserción social donde estaba ingresado a raíz de su libertad condicional en el caso de violación y lo llevaron al Parker Center. Las primeras cinco horas en la sala de interrogatorios fueron extenuantes. En la sexta, Matarese finalmente se quebró y lo reconoció todo, admitiendo haber matado a Witherspoon y añadiendo otras tres víctimas, todas ellas prostitutas a las que había matado en el sur de Florida, antes de trasladarse a Los Angeles.
Cuando Bosch oyó que lo llamaban por la línea uno pensó que sería una respuesta desde Miami. No lo era.
—Bosch —dijo al descolgar el teléfono.
—Freddy Olivas. Homicidios, división del noreste. Estoy en Archivos, buscando un expediente que dicen que usted ya ha firmado.
Bosch se quedó un momento en silencio mientras vaciaba la mente del caso Matarese. No conocía a Olivas, pero el nombre le resultaba familiar. Simplemente no conseguía situarlo. Por lo que a firmar informes respectaba, su trabajo consistía en revisar viejos casos y buscar formas de utilizar los avances de la ciencia forense para resolverlos. En un momento cualquiera, él y Rider podían tener hasta veinticinco casos de Archivos.
—He sacado muchos casos de Archivos —dijo Bosch—, ¿de cuál estamos hablando?
—Gesto. Marie Gesto. Es un caso del año noventa y tres.
Bosch no respondió enseguida. Sintió un nudo en el estómago. Siempre le ocurría cuando pensaba en Gesto, incluso trece años después. En su mente, siempre surgía la imagen de aquellas prendas tan cuidadosamente dobladas en el asiento delantero del coche de la víctima.
—Sí. Tengo el expediente. ¿Qué ocurre?
Se fijó en que Rider levantaba la mirada de su trabajo al registrar el cambio en su tono de voz. Sus escritorios estaban tras una mampara y colocados uno frente a otro, de manera que Bosch y Rider se veían las caras mientras trabajaban.
—Es un asunto delicado —dijo Olivas—. Información privilegiada. Está relacionado con un caso en curso y el fiscal quiere revisar el expediente. ¿Puedo pasarme por ahí a recogerlo?
—¿Tiene un sospechoso, Olivas?
Olivas no respondió de inmediato y Bosch arremetió con otra pregunta.
—¿Quién es el fiscal?
Tampoco hubo respuesta. Bosch decidió no rendirse.
—Mire, el caso está activo, Olivas. Lo estoy trabajando y tengo un sospechoso. Si quiere hablar conmigo, hablaremos. Si tienen algo en marcha, yo participo. De lo contrario, estoy ocupado y le deseo que pase un buen día, ¿de acuerdo?
Bosch estaba a punto de colgar cuando Olivas habló finalmente. El tono amistoso había desaparecido.
—Mire, deje que haga una llamada, campeón. Le llamaré enseguida.
Colgó sin decir adiós. Bosch miró a Rider.
—Marie Gesto —dijo—. La fiscalía quiere el expediente.
—Ese era tu caso. ¿Quién llamaba?
—Un tipo de noreste, Freddy Olivas. ¿Lo conoces?
Rider asintió con la cabeza.
—No lo conozco, pero he oído hablar de él. Es el detective del caso Raynard Waits, ya sabes cuál.
Bosch situó el nombre. El caso Waits era sonado, y Olivas probablemente lo veía como un billete de ascenso. El departamento de Policía de Los Angeles estaba compuesto por diecinueve divisiones geográficas, cada una con su comisaría y su propia oficina de detectives. Las unidades de Homicidios divisionales trabajaban los casos menos complicados y eran vistas como trampolines a las brigadas de élite de la división de Robos y Homicidios, que operaba desde el cuartel general de la policía en el Parker Center. Allí estaba el estrellato. Y una de esas brigadas era la unidad de Casos Abiertos. Bosch sabía que si el interés de Olivas en el expediente Gesto estaba relacionado con el caso Waits, aunque sólo fuera remotamente, guardaría con celo su posición a fin de evitar una invasión de Robos y Homicidios.
—¿No dijo qué tenía en marcha? —preguntó Rider.
—Todavía no. Pero algo hay. Si no, ni siquiera me habría dicho con qué fiscal está trabajando.
—Rick O’Shea lleva el caso Waits. No creo que Olivas tenga nada más en marcha. Acaban de terminar con el preliminar y van de cabeza al juicio.
Bosch se mantuvo en silencio y consideró las posibilidades. Richard O’Shea dirigía la sección de acusaciones especiales de la oficina del fiscal. Era una celebridad e iba en camino de hacerse aún más famoso. Formaba parte de un ramillete de fiscales y abogados externos que presentaban su candidatura al cargo de fiscal del distrito, después de que este anunciara en primavera que había decidido no presentarse a la reelección. O’Shea había superado las primarias con el máximo número de votos, pero estaba lejos de una mayoría. La carrera se acercaba a la última recta muy apretada; no obstante, O’Shea todavía se aferraba a la calle interior. Contaba con el respaldo del fiscal saliente, conocía la oficina de arriba abajo y gozaba de un envidiable historial como fiscal que había ganado casos importantes, un atributo al parecer raro en la última década en la fiscalía. Su oponente se llamaba Gabriel Williams. Era un intruso que, si bien tenía credenciales como antiguo fiscal, había pasado las últimas dos décadas en el ámbito privado, sobre todo concentrándose en casos de derechos civiles. Era negro, mientras que O’Shea era blanco. Se presentaba con la promesa de controlar y reformar las prácticas de los distintos cuerpos policiales del condado. Pese a que miembros del equipo de O’Shea se esforzaban en ridiculizar la plataforma y la capacidad de Williams para ocupar el puesto más alto de la fiscalía, las encuestas dejaban claro que su posición de personaje externo y su programa de reforma estaban cuajando. La distancia se estaba acortando.
Bosch conocía lo que estaba ocurriendo en la campaña Williams-O’Shea, porque había estado siguiendo las elecciones locales con un interés que nunca antes había sentido. En una carrera apretada para una concejalía, él apoyaba a un candidato llamado Martin Maizel. Maizel se presentaba a su tercer mandato y representaba a un distrito occidental alejado del lugar de residencia de Bosch. En general, se le veía como un político consumado que hacía promesas a escondidas y que estaba controlado por grandes intereses económicos en detrimento de su propio distrito. No obstante, Bosch había contribuido generosamente a su campaña y esperaba asistir a su reelección. El oponente de Maizel era un antiguo subdirector de la policía llamado Irvin R. Irving, y Bosch estaba dispuesto a hacer todo lo que estuviera en su mano por verlo derrotado. Como Gabriel Williams, Irving prometía reforma y el objetivo de sus discursos de campaña era siempre el departamento de Policía de Los Angeles. Bosch había chocado con Irving en numerosas ocasiones cuando este servía en el departamento. No quería verlo sentado en el ayuntamiento.
Bosch se había mantenido al corriente de otras disputas, además de la lucha entre Maizel e Irving, gracias a los artículos electorales y los resúmenes que se publicaban casi a diario en el Times. Lo sabía todo sobre la pugna en la que estaba implicado O’Shea. El fiscal trataba de cimentar su candidatura con anuncios sonados y casos concebidos para mostrar el valor de su experiencia. Un mes antes había colocado la vista preliminar del caso Raynard Waits en los titulares y los principales informativos. Este, acusado de doble asesinato, fue parado en Echo Park en un control de automóviles a última hora de la noche. Los agentes vieron en el suelo de su furgoneta bolsas de basura de las cuales goteaba sangre. Si alguna vez hubo un caso seguro y de impacto garantizado para que un candidato a fiscal lo usara para captar la atención de los medios, ese parecía ser el caso del asesino de las bolsas de Echo Park.
El problema era que los titulares estaban en activo en ese momento. Waits iba a ser llevado a juicio al final de la vista preliminar. Puesto que se trataba de un caso de pena de muerte, para ese juicio, y la renovación de titulares consecuente, faltaban todavía meses. La vista se celebraría mucho después de las elecciones. O’Shea necesitaba captar titulares y mantener el impulso. Bosch no pudo evitar preguntarse qué pretendía hacer el candidato con el caso Gesto.
—¿Crees que Gesto puede estar relacionada con Waits? —preguntó Rider.
—Ese nombre no surgió nunca en el noventa y tres —dijo Bosch—. Ni tampoco Echo Park.
Sonó el teléfono, y Bosch lo cogió enseguida.
—Casos Abiertos. Habla el detective Bosch, ¿en qué puedo ayudarle?
—Olivas. Traiga el archivo a la planta dieciséis a las once en punto. Le esperará Richard O’Shea. Está dentro, campeón.
—Allí estaremos.
—Espere un momento: ¿qué es eso de estaremos? He dicho usted, usted estará allí con el expediente.
—Tengo una compañera, Olivas. Iré con ella.
Bosch colgó sin decir adiós. Miró a Rider.
—Empezamos a las once.
—¿Y Matarese?
—Ya veremos.
Pensó en la situación por un momento, luego se levantó y se acercó al armario cerrado que había detrás de su escritorio. Sacó el expediente Gesto y volvió a colocarlo en su sitio. Desde que el año anterior había vuelto al trabajo tras su retiro, había sacado el expediente de Archivos en tres ocasiones diferentes. Cada vez lo había leído a conciencia, había hecho algunas llamadas y visitas y había hablado con algunos de los individuos que habían surgido en la investigación trece años antes. Rider conocía el caso y lo que significaba para Bosch. Le daba espacio para que trabajara en él cuando no había nada más apremiante.
Pero el esfuerzo no dio frutos. No había ADN, ni huellas, ni indicios sobre el paradero de Gesto —aunque a él no le cabía duda de que estaba muerta— ni tampoco ninguna pista sólida de su captor. Bosch había insistido repetidamente en el único hombre que había estado más cerca de ser un sospechoso, pero no había llegado a ninguna parte. Era capaz de trazar los pasos de Marie Gesto desde su apartamento al supermercado, pero no más allá. Tenía su coche en el garaje de los apartamentos High Tower, pero no podía llegar a la persona que lo había aparcado allí.
Bosch contaba con muchos casos sin resolver en su historial —no se pueden resolver todos y cualquier detective de Homicidios lo admite—, pero el caso Gesto era uno de los que tenía atravesados. Cada vez que trabajaba en él durante más o menos una semana, se topaba con un callejón sin salida y devolvía el expediente a Archivos, pensando que había hecho todo lo que se podía hacer. Pero la absolución sólo duraba unos pocos meses y al cabo allí estaba otra vez rellenando el formulario de salida en el mostrador. No iba a rendirse.
—Bosch —le llamó otro de los detectives—. Miami en la dos.
Bosch ni siquiera había oído sonar el teléfono en la sala de brigada.
—Yo lo cogeré —dijo Rider—. Tienes la cabeza en otro sitio.
Rider levantó el teléfono y Bosch abrió una vez más el expediente Gesto.