CANTO SEGUNDO

Hubo un tiempo, en mi loca juventud,

en que sospeché vagamente que la verdad

sobre la supervivencia después de la muerte era conocida

170 por cada ser humano; sólo yo

no sabía nada, y una gran conspiración

de libros y personas me ocultaba la verdad.

Hubo un día en que empecé a dudar

de la cordura del hombre: ¿Cómo podía vivir sin

saber con certeza qué alba, qué muerte, qué castigo

aguardaba a la conciencia más allá de la tumba?

Y finalmente fue la noche insomne

en que decidí explorar y combatir

el inmundo, el inadmisible abismo

180 dedicando toda mi perversa vida a esta

tarea única. Hoy cumplo sesenta y un años. Los picoteros

picotean las bayas. Una cigarra canta.

Las tijeritas que estoy usando son

una deslumbrante síntesis de sol y estrella.

De pie delante de la ventana, me corto

las uñas y tengo una vaga conciencia

de ciertos parecidos fugitivos: el pulgar,

el hijo de nuestro almacenero; el índice, delgado y taciturno,

el astrónomo del College, Starover Blue;

190 el mediano, un sacerdote alto que conocí;

el femenino anular, una vieja coqueta;

y el auricular, un niñito prendido a su falda.

Y gesticulo mientras me corto las finas

pieles de lo que Tía Maud llamaba «cutícula».

Maud Shade tenía ochenta años cuando un brusco silencio

cayó sobre su vida. Vimos la rojez furiosa

y la torsión de la parálisis asaltar

su noble mejilla. La trasladamos a Pinedale,

célebre por su sanatorio. Se quedaba allí sentada

200 al sol vidriado y miraba la mosca posarse

en su vestido y luego en su muñeca.

Su espíritu iba desvaneciéndose en la bruma creciente.

Aún podía hablar. Se detenía, tanteaba y encontraba

algo que parecía primero un sonido utilizable,

pero desde las células adyacentes, unos impostores ocupaban

el lugar de las palabras necesarias, y su mirada

deletreaba la súplica mientras trataba en vano

de razonar con los monstruos de su cerebro.

¿Qué momento de la desintegración gradual

210 elige la resurrección? ¿Qué año? ¿Qué día?

¿Quién tiene el cronómetro? ¿Quién arrolla la cinta?

¿Son algunos menos afortunados o escapan todos?

Silogismo: Otros hombres mueren; pero yo no soy

otro; por lo tanto no moriré.

El espacio es un enjambre en los ojos; y el tiempo

un zumbido en los oídos. En esta colmena

estoy encerrado. Sin embargo, si antes de vivir

hubiésemos sido capaces de imaginar la vida, ¡qué loca,

imposible, indeciblemente extraña,

220 maravillosa absurdidad nos hubiera parecido!

Entonces, ¿por qué unirnos a la risa del vulgo? ¿Por qué

despreciar un más allá que nadie puede verificar:

las delicias del Turco, las futuras liras, las conversaciones

con Sócrates y Proust en avenidas de cipreses,

el serafín con seis alas de flamenco,

y los infiernos holandeses con puercoespines y demás?

No es que soñemos un sueño demasiado descabellado:

lo malo es que no lo hacemos parecer

suficientemente inverosímil; porque lo más

230 que podemos imaginar es un fantasma doméstico.

¡Qué ridículos estos esfuerzos por traducir

en la propia lengua personal un destino de todos!

¡En vez de una poesía divinamente tersa,

desarticuladas notas, los malos versos del Insomnio!

La vida es un mensaje garabateado en la oscuridad.

Anónimo.

Sorprendido en la corteza de un pino,

mientras volvíamos a casa el día que ella murió,

un estuche de esmeralda vacío, rechoncho, ojos de sapo,

abrazando el tronco, y haciendo juego,

240 una hormiga embardunada de resina.

¡Aquel inglés en Niza,

lingüista orgulloso y feliz: Je nourris

les pauvres cigales, queriendo decir que

alimentaba a las pobres «sea gull» [gaviotas]!

Lafontaine se equivocaba:

muerta está la mandíbula, vivo el canto.

Y así me corto las uñas y sueño y oigo

tus pasos arriba, y todo está bien, querida.

Sybil, en la escuela secundaria yo sabía

que eras preciosa, pero me enamoré de ti

durante una excursión de las clases superiores

250 a las New Wye Falls. Almorzamos sobre la hierba húmeda.

Nuestro profesor de geología explicaba

la catarata. Su rugido y el polvo irisado

daban al parque insulso un aire romántico. Me tendí

en la bruma de abril justo detrás

de tu grácil espalda y miraba tu cabecita bien peinada

inclinada a un lado. Una palma, los dedos separados,

entre una estrella de trillium y una piedra,

se apoyaba en la tierra. Un huesito de falange

se estremecía. Después te volviste y me ofreciste

260 un dedal de té brillante y metálico.

Tu perfil no ha cambiado. Los dientes relumbrantes

mordiendo el labio atento; la sombra de las largas pestañas

debajo del ojo; el durazno

bordeando el pómulo; la seda castaño oscuro

del pelo levantado por el cepillo desde las sienes y la nuca;

el cuello muy desnudo; la forma persa

de la nariz y las cejas: todo eso lo has conservado

y en las noches silenciosas escuchamos la cascada.

¡Ven que te adore, ven que te acaricie,

mi sombría Vanessa de rayas carmesí, mi bendita,

admirable mariposa! Explícame ¿cómo

en las sombras crepusculares de Lilac Lane,

has podido dejar que ese palurdo, este histérico John Shade

te humedeciera el rostro y la oreja y el hombro?

Hace cuarenta años que nos casamos. Tu almohada

cuatro mil veces por lo menos fue arrugada

por nuestras dos cabezas. Cuatrocientas mil veces

el gran reloj de ronco carillón de Westminster

ha dado nuestra hora común. ¿Cuántas veces más

280 los calendarios de propaganda adornarán la puerta de la cocina?

Te amo cuando, de pie sobre el césped,

miras algo en un árbol. «Se ha ido.

Era tan pequeño. Tal vez vuelva» (todo esto

dicho en un murmullo más suave que un beso).

Te amo cuando me llamas para que admire

la huella rosa de un avión sobre el fuego del poniente.

Te amo cuando canturreas haciendo

una valija o el cómico bolso del auto

con su cierre relámpago todo alrededor. Y te amo sobre todo

290 cuando con un cabeceo pensativo saludas su fantasma

y tienes su primer juguete en tu palma, o miras

una postal que te había mandado, encontrada en un libro.

Ella hubiera podido ser tú, yo, o cualquier mezcla rara:

la naturaleza me eligió para torcer y desgarrar

tu corazón con el mío. Al principio decíamos, sonriendo:

«Todas las niñitas son regordetas», o «Jim Mc Vey

(el oculista de la familia) corregirá ese ligero estrabismo

en poco tiempo». Y más tarde: «Será muy bonita,

ya verás», y tratando de calmar

300 la tormenta que se acerca: «Es la edad ingrata».

«Debería tomar lecciones de equitación», decías

(tus ojos y los míos no se cruzaban). «Debería jugar

al tenis, al badmington. ¡Menos feculentos, más fruta!

Tal vez no sea una belleza, pero es graciosa».

Era inútil, inútil. Los premios ganados

en francés y en historia, era divertido, sin duda;

en las fiestas de Navidad los fuegos eran violentos, sin duda,

y una pequeña invitada tímida podía quedar a un lado;

pero seamos justos: mientras los niños de su edad

310 hacían el papel de elfos y de hadas en el escenario

que ella había ayudado a pintar para la representación de la escuela,

mi dulce hija personificaba la Madre Tiempo,

una criada encorvada, con un cubo y una escoba,

y como un imbécil, yo me iba a llorar a los retretes de hombres.

Otro invierno desapareció, barrido por los limpianieves.

El Toothwort White frecuentó nuestros bosques en mayo.

El verano avanzó segando, ardió el otoño.

Ay, el deslucido pichón de cisne nunca se convirtió

en un pato Carolina. Y de nuevo tu voz:

320 "¡Pero es un prejuicio! Deberías alegrarte

de que sea inocente. ¿Por qué insistir tanto

en lo físico? Ella quiere parecer un adefesio.

Hay vírgenes que han escrito libros resplandecientes.

El amor no es todo. ¡La belleza

no es indispensable!». Y sin embargo

el Viejo Pan seguía llamando desde cada colina pintada,

y sin embargo los demonios de nuestra piedad hablaban:

Ningún labio compartirá el rouge de sus cigarrillos;

el teléfono que sonaba antes de un baile

330 cada dos minutos en Sorosa Hall

nunca sonaba para ella; y con un gran

chirrido de neumáticos en la grava, hasta la puerta,

surgiendo de la noche laqueada, jamás un enamorado

de blanco pañuelo vino a buscarla; ella nunca iría,

sueño de gasa y jazmín, a aquel baile.

Sin embargo la mandamos a un castillo en Francia.

Y volvió llorando, con nuevas derrotas,

nuevas miserias. Los días en que todas las calles

de College Town llevaban al partido, ella se sentaba

340 en el umbral de la biblioteca, y leía o tejía;

las más de las veces estaba sola, o con aquella dulce

y frágil camarada que se hizo monja, y una o dos veces

con un muchacho coreano que seguía mi curso.

Tenía extraños miedos, extrañas fantasías, extraña fuerza

de carácter, como cuando se pasó tres noches

investigando ciertos sonidos, ciertas luces

en un viejo granero. Invertía las palabras: rosa, sarro,

pala, lapa. Y adán se convertía en nada.

Te llamaba saltamontes didáctico.

350 Rara vez sonreía, y cuando lo hacía,

era señal de dolor. Criticaba

ferozmente nuestros proyectos, y con ojos

inexpresivos, se quedaba sentada en la cama revuelta,

estirando los pies hinchados, rascándose la cabeza

con las uñas enfermas de psoriasis, y gemía

murmurando monótonas palabras terribles.

Era mi tesoro: difícil, malhumorada,

pero igual mi tesoro. Te acuerdas de aquellas

noches casi inmóviles, cuando jugábamos

360 al mahjong, o cuando se probaba tus pieles, que la hacían

casi atrayente; y los espejos sonreían,

la luz era piadosa, las sombras leves.

A veces yo la ayudaba a entender un texto latino,

o ella leía en su cuarto, cerca

de mi cubil fluorescente, y tú estabas

en tu estudio, doblemente separada de mí,

y de vez en cuando yo oía las dos voces:

«Mamá, ¿qué es grimpen?». «¿Qué es qué?».

«Grim Pen».

Pausa, y tu glosa prudente. Después, de nuevo:

370 «Mamá, ¿qué es ctónico?». También se lo explicabas,

añadiendo: «¿Quieres una mandarina?».

«No. Sí. ¿Y qué quiere decir sempiterno?».

Vacilabas. Y desde mi escritorio, como un trueno,

yo rugía la respuesta, a través de la puerta cerrada.

Poco importaba lo que leyera

(algún cursi poema moderno del que se decía,

en el curso de Literatura Inglesa, que era un documento

«angayé y coercitivo» —¿qué significaba eso?—

a nadie le importaba); el hecho es que

380 los tres cuartos, unidos entonces por ti, por ella y por mí,

forman ahora un tríptico o una pieza en tres actos

donde los hechos reflejados permanecen para siempre.

Creo que ella siempre alimentó una pequeña, loca esperanza.

Yo acababa de terminar mi libro sobre Pope.

Jane Dean, mi dactilógrafa, le ofreció un día

presentarle a Pete Dean, un primo. El novio de Jane

los llevaría a todos en su coche nuevo

a un bar hawaiano, a unas veinte millas.

Fueron a buscar al muchacho a las ocho y cuarto

390 a New Wye. El camino estaba helado. Por fin

encontraron el lugar, cuando de pronto Pete Dean

llevándose las manos a la frente exclamó que había

olvidado por completo una cita con un amigo

que iría a parar a la cárcel si él, Pete, no iba,

etcétera. Ella dijo que comprendía.

Después que Pete se fue, se quedaron los tres

un rato, delante de la entrada azul.

El neón rayaba los charcos; y con una sonrisa

ella dijo que estaba de trop, que prefería

400 volverse a casa. Sus amigos la acompañaron

hasta la parada del ómnibus y la dejaron; pero ella, en vez

de volver a casa, bajó en Lochanhead.

Te miraste la muñeca: «Son las ocho y cuarto.

(Y aquí el tiempo se bifurcó). Voy a encenderlo». La pantalla

desarrolló en su blancura líquida una mancha que parecía la vida,

y surgió la música.

Le echó una mirada

y fulminó con los ojos a la bien intencionada Jane.

Una mano masculina trazó de Florida a Maine

las curvas flechas de las guerras eolias.

410 Dijiste que más tarde un cuarteto de latosos,

dos escritores y dos críticos, discutirían

La Causa de la Poesía en el Canal 8.

Llegó una ninfa haciendo piruetas bajo blancos

pétalos rotatorios, en un rito primaveral,

para arrodillarse ante un altar, en un bosque,

donde había varios artículos de tocador.

Subí al primero y leí unas galeradas,

y oí al viento que hacía rodar bolitas en el tejado.

«Miren bailar al mendigo ciego, cantar al tullido».

420 tiene indudablemente el sonido vulgar

de su edad absurda. Después tu llamada,

tierno mirlo mío, subió desde el vestíbulo.

Espero llegar a tiempo para alcanzar a oír hablar de

una breve fama y tomar contigo una taza de té: mi nombre

fue mencionado dos veces, como de costumbre justo detrás

(un solo paso viscoso) de Frost.

«¿De veras no le molesta?

Tomaré el avión de Exton, porque, comprende,

si no llego antes de medianoche con la plata…».

Y después hubo una especie de película de viaje:

430 un presentador nos llevó a través de la niebla

de una noche de marzo, donde desde muy lejos

los faros crecían como una estrella en expansión

acercándose al verde, índigo y leonado mar,

que habíamos visitado en el treinta y tres,

nueve meses antes de su nacimiento. Ahora todo

era grisáceo y apenas recordaba

aquel primer, largo paseo, la luz cruel,

el rebaño de velas (una azul entre las blancas

chocaba extrañamente con el mar, y dos eran rojas),

440 el hombre del viejo blazer, desmenuzando pan,

la muchedumbre de gaviotas intolerablemente ruidosas,

y una paloma oscura contoneándose en la multitud.

«¿Fue el teléfono?». Escuchaste la puerta.

Nada. Recogiste el programa del suelo.

Más faros en la bruma. Inútil

limpiar los vidrios: sólo una tapia blanca

y los faroles de alumbrado pasaban sin máscaras.

«¿Estamos seguros de que procede bien?», preguntaste.

«Técnicamente es, sin duda, una cita con un desconocido.

¿Y si probamos la secuencia Remordimiento?».

450 Y dejamos, con toda tranquilidad,

que la famosa película desplegara su marquesina encantada;

el célebre rostro entró graciosamente, bello y tonto:

los labios entreabiertos, los ojos húmedos, el grain de

beauté —extraño galicismo— en la mejilla,

y la suave forma desapareciendo en el prisma

del deseo colectivo.

«Creo», dijo,

«que voy a bajarme aquí». «Pero estamos en Lochanhead».

Sí, está bien». Agarrada a la barra, miró

460 los árboles espectrales. El ómnibus se detuvo. El ómnibus desapareció.

Trueno sobre la selva. «¡No, eso no!».

Pat Pink, nuestro huésped (charla antiatómica).

Dieron las once. Suspiraste. «Me temo que no haya

más nada interesante». Jugaste

a la ruleta de las cadenas: el dial giraba y trictraqueaba.

Los anuncios eran decapitados. Las caras pasaban como relámpagos.

Una boca abierta fue borrada en medio de una canción.

Un imbécil con patillas se disponía

a utilizar su pistola, pero tú eras demasiado rápida.

470 Un negro jovial alzaba la trompeta. Tric.

Tu anillo de rubíes daba la vida, imponía la ley.

¡Oh, apágalo! Y en el momento en que se cortaba la vida

vimos una luminosa cabeza de alfiler que disminuía y moría

en el negro infinito.

Desde su cabaña al borde del lago,

un guardián, el Padre Tiempo, todo gris y encorvado,

salió con su perro, inquieto, y costeó

el cañaveral de la orilla. Llegó demasiado tarde.

Bostezaste discretamente y apartaste la bandeja.

Oíamos el viento. Lo oíamos empujar y arrojar

480 ramitas contra los vidrios de la ventana. ¿Suena el teléfono? No.

Te ayudé a lavar los platos. El gran reloj

seguía demoliendo jóvenes raíces, viejas rocas.

«Medianoche», dijiste. ¿Qué es medianoche para los jóvenes?

Y de pronto un fulgor de fiesta barrió

cinco troncos de cedros, aparecieron parches de nieve,

y un coche de la policía en nuestro camino combado

se detuvo con un crujido. ¡Reanuden! ¡Reanuden!

Algunos pensaron que había tratado de cruzar el lago

en Lochan Neck donde patinadores entusiastas cruzaban

490 de Exe a Wye los días especialmente fríos.

Otros supusieron que se había perdido

doblando a la derecha de Bridgeroad; y otros dicen

que se quitó la pobre y joven vida. Yo sé. Tú sabes.

Era una noche de deshielo, una noche de viento fuerte,

de gran excitación en el aire. La primavera negra

estaba a la vuelta de la esquina, temblando

en el húmedo brillo de las estrellas y en el suelo húmedo.

El lago yacía en la niebla, el hielo semihundido.

Una forma confusa salió de los cañaverales de la orilla,

500 avanzó por el voraz, crujiente pantano, y se hundió.