—NO.
Vilalcázar había levantado la cabeza. Sus ojos observaban ahora fijamente a Gabriel.
Se posaron primero en su mejilla desgarrada, se detuvieron luego en sus labios, y ascendieron por su rostro hasta llegar a sus ojos. De nuevo volvió a sentir la extraña sensación de que contemplaba los ojos de un muerto. Pero no, había algo dentro de aquella mirada que escapaba de toda definición. Algo así como una chispita que pugnara por salir, una chispita que revelaba la existencia de algo en su interior. Vida. Una vida vacilante, naciente, pero vida con todas las prerrogativas de la palabra. Vida auténticamente viva.
—No —repitió—. Pero ahora comprendo que hay algo más dentro de ti. Yo estaba equivocado, estuve siempre equivocado con respecto a esta pregunta y a su respuesta. No llegué a suponer nunca que no fuera una sola respuesta, sino varias, una serie de respuestas, todas concretas, pero ninguna satisfactoria. Y, sin embargo, ha de existir algo más. Estoy convencido de que ha de haber una nueva respuesta única, definitiva, que resuma en una sola palabra a todas las demás. Esta respuesta es la que quiero conocer.
—Tal vez no existe. En mi interior todos mis mecanismos han llegado a un equilibrio estable. Mi parte de hombre tiene la misma intensidad que mi parte de robot. Es una balanza en la que el fiel marca cero. En el momento en que uno de los brazos se incline más que el otro, podré responder. Pero para hacer que se incline es necesaria una fuerza. Y yo no encuentro ninguna.
Y Gabriel enmudeció.
Vilalcázar se dirigió hacia la lucerna lateral, y dirigió una mirada al exterior. Nada parecía haber cambiado. Allí estaban, en idéntica posición que cuando entraran, los soldados, los vehículos, todo. Diríase que el tiempo se había detenido en el mundo, que todo había quedaba en un mágico suspenso esperando la resolución de una sola palabra.
Rio entre dientes.
—Es curioso —murmuró—. Los hombres siempre hemos dicho que la vida no era más que una sucesión de cambios y modificaciones que iban transformando al individuo con el correr del tiempo. El hombre nace, crece, se desarrolla, llega a su edad adulta… y después muere. ¿Por qué no puede aplicarse a ti también este principio?
—Desde el comienzo de mi existencia tú mismo reconociste que era un ente vivo.
—Sí, es cierto. Y el no comprenderlo así fue mi principal error. Tenía la creencia que nacerías completo, que ya no cambiarías en absoluto con el curso del tiempo. Tuve la esperanza de crear algo que fuera ya adulto desde el mismo momento de su nacimiento. Y no era así, no podía ser así. No existe nadie que nazca completo, que sea creado completo. Y tú no podías escapar a esta regla.
»Y, sin embargo, la pregunta sigue aún en pie. Y también la respuesta. Hasta ahora has ido transformándote, modificando tu naturaleza, en busca de una situación estable. Ahora has llegado al punto crítico. Te encuentras en el límite de la madurez. Tu próximo paso marcará el rumbo definitivo. Y en él se encerrará la respuesta.
—¿Pero cuál debe ser este paso, Gabriel Vilalcázar?
El cibernético se volvió.
—La respuesta se encuentra en ti mismo. Ha de existir algo en tu interior que hará inclinar el brazo de tu balanza. Y este algo sólo tú puedes buscarlo.
El robot dudó unos momentos.
—Parece fácil dicho así —murmuró—. Pero he analizado detalle a detalle todo lo ocurrido a mí alrededor desde mi nacimiento, todos los acontecimientos que han impresionado mis células memorísticas. Y no he encontrado nada que pueda ayudarme. Es difícil, casi podría decir imposible hallarlo.
—Tal vez sea porque no has buscado en el lugar correcto. Tal vez la respuesta no se encuentra en el pasado, sino en el futuro.
Gabriel movió dubitativamente la cabeza.
—¿Qué futuro puede existir?
—El futuro de la Humanidad, Gabriel. Bueno a malo, pero su futuro. Hasta ahora has analizado el pasado; olvídalo. Piensa tan sólo que tienes dos caminos a seguir. Y que ellos abren dos surcos distintos en el destino del mundo. Tal vez en uno de estos surcos halles la simiente de lo que buscas.
—Me pides que actúe sobre hipótesis.
—Exactamente. Tú tienes medios para hacerlo. Y sabes que las hipótesis que formulas serán certeras hasta el más mínimo detalle. ¿Qué es lo que te impide hacerlo?
—Nada. Absolutamente nada. ¿Qué deseas saber?
Vilalcázar rumió unos instantes. Dijo:
—Sabes que los Selenes no aceptarán tus exigencias. Supongamos, pues, que te ves obligado a cumplir tu amenaza. ¿Qué sucederá entonces?
—Lo sabes tan bien como yo.
—De acuerdo, pero quiero oírlo de tus propios labios.
—La energía de la cúpula se desbordará. Y las Tumbas serán destruidas.
—¿Y qué más? Sabes que los Selenes han conectado los disparadores de sus baterías de cohetes de alta potencia con los tubos de energía de la cúpula. ¿Qué sucederá al destruirse las Tumbas?
—Los cohetes serán disparados, y los proyectiles partirán hacia la Tierra.
—Y una vez allí, ¿qué más, Gabriel?
—Lo sabes perfectamente.
—¡De acuerdo, pero debemos llegar hasta el final! ¡Debes hacerlo aunque no te guste! Sabes que muchos serán interceptados, pero que algunos llegarán hasta sus objetivos. Y sabes también que muchos de ellos tienen aisladamente el poder suficiente como para provocar en la atmósfera terrestre una reacción en cadena. Lo sabes, aunque intentes eludir este conocimiento. ¡No puedes hacer como un robot cualquiera, Gabriel! ¡No puedes eludir los aspectos de las cosas que no van de acuerdo con tu naturaleza!
Por unos instantes el hombre y el robot se miraron frente a frente, inmóviles, sin hablar. Vilalcázar veía todavía la chispita en los ojos de Gabriel. La veía moverse, danzar. La sabía viva. Y sabía que debía mantener aquella vida. Debía mantenerla a toda costa.
—Lo sé, Gabriel Vilalcázar —murmuró el robot. Su voz parecía poseer un cierto deje de desgana—. Sé todo esto. Y sé que la Tierra será destruida.
—Pero aún te queda otro camino. Puedes no hacer nada. La Tierra no será destruida por los„ proyectiles. Pero se desatará la guerra entre los dos planetas. ¿Y qué sucederá, Gabriel?
El robot permaneció silencioso.
—Está bien, permíteme decirlo yo. La Luna se encuentra en inferioridad de condiciones con respecto al ejército terrestre. Ello se debe en gran parte a tu acción de destruir el cerebro. Pero ¿hiciste algún bien con ello? ¿O quizás hubiera sido mejor dejar que todo siguiera su curso como estaba marcado antes de intervenir tú? Una guerra entre dos cerebros electrónicos idénticos en poderes y facultades hubiera conducido a una destrucción total, es cierto, pero lo que sucederá ahora tampoco es enteramente satisfactorio. Tú mismo dijiste que el hombre se está entregando a manos de las máquinas, y que éste es el principal peligro que amenaza a la Humanidad, aunque no sea el más inmediato. La Luna perderá la batalla, y con ello se habrá evitado la destrucción total de la Humanidad. Pero el hombre seguirá hacia su degeneración. El fin será más lento, más imperceptible. La Humanidad seguirá mereciendo este nombre, aunque con el tiempo llegue a perder completamente la noción de su significado. El fin será distinto, pero llegará también. Y tú no estarás allá para presenciarlo. Tu carrera parece terminar aquí, en esta cúpula. Aunque antes hayas de decidir lo que debes hacer. ¿Cuál es mejor solución, Gabriel? ¿Qué camino escogerás?
—Ninguno conduce al lugar donde debería conducir. Ninguno es satisfactorio.
—Lo sé. Tu misión era salvar a la Humanidad, y así no evitas su destrucción de ninguna de las dos formas. Pero debes enfrentarte con los hechos consumados. No se trata ya de salvar o no a los hombres, sino de decidir el fin más justo, el más equitativo. Debes decidir entre dos muertes.
—Pero no puedo hacerlo, ¿no comprendes? ¡No puedo en absoluto!
Por primera vez, tanto las palabras como la actitud del robot parecieron estar poseídas de algo así como de un tono de desesperación. La chispa que brillaba en el fondo de sus ojos pareció por unos momentos crecer en intensidad, pero enseguida se apagó de nuevo. Vilalcázar dejó escapar un breve suspiro.
—Entonces —dijo—, puedo darte una tercera solución. Sabes que, hagas lo que hagas, no conseguirás nada. Y tu fin será inmediato y seguro. ¿No sientes aprecio por la vida?
El robot dudó unos momentos.
—La vida es una palabra muy relativa —dijo al fin—. Deseo seguir existiendo, es cierto, pero si con mi muerte puedo causar un beneficio a la Humanidad, no me importa morir. En absoluto.
—Ahora estás pensando como robot. Pero el hombre siente apego a la vida. Ante la imposibilidad de hacer nada, ante la perspectiva de una destrucción inútil, ¿no preferirías seguir viviendo?
—¿A costa de qué?
—Cuando se consigue una ventaja como ésta siempre se ha de dar algo a cambio. Deberías entregarte sin lucha a los Selenes.
El robot dejó que transcurriera un breve instante de silencio antes de contestar.
—Comprendo lo que intentas decir, pero es absurdo pensarlo. Sabes lo que sucedería si me entregara a los Selenes. ¿Te gustaría a ti que te dejaran seguir viviendo a cambio de anular completamente tu esencia y tu personalidad? Vivir para convertirse en un autómata es tanto como morir. Es mejor terminar de una vez.
—¿No te gustaría asistir hasta el final?
Gabriel pensó en el doctor Germ. En lo que era, y en lo que representaba.
—Este es el final —dijo—. A partir de ahora conozco perfectamente lo que sucederá. Sé el desenlace. No, no tengo ningún interés en ver el final.
—Tal vez en tu nueva posición pudieras ayudar a la Humanidad.
—No. Los Selenes empiezan a comprender algo de mí, y saben lo que deberían hacer si me entregara. Saben que puedo sustituir al cerebro electrónico que destruí sin demasiadas desventajas. Anularían mi personalidad, convirtiéndome en un autómata, y me utilizarían para su servicio. Así volveríamos a encontrarnos en el principio. En vez de salvar a la Humanidad, lo que haría sería coadyuvar a su destrucción. Y lo único que conseguiría sería adelantar el final.
—¿Entonces?
—¿Entonces, qué?
—Lo sabes perfectamente. Es inútil dar rodeos en torno a una cosa. El tiempo va avanzando, y es preciso tomar una decisión. No puedes permanecer cruzado de brazos. Has colocado al mundo ante dos alternativas, y tú, sólo tú, eres quien puedes ofrecerle la respuesta. —Se volvió en redondo, enfrentándose cara a cara con él—: ¡Compréndelo de una vez, Gabriel! ¡Tú mismo has sido quien ha creado esta situación, y no puedes dejarla estacionaria! ¡Tienes que resolverla!
Siguió un silencio grave. El ocaso del sol ponía sombras largas y tristes en la cúpula. El transmisor, a espaldas del robot, permanecía mudo. No se oía el menor ruido. El tiempo seguía inmóvil, aguardando.
Al fin, el robot pronunció unas breves palabras:
—Vete, Gabriel Vilalcázar.
La sorpresa se pintó en los ojos del hombre.
—¿Qué significa esta despedida, Gabriel?
—Vete.
Antes quiero saber por qué. ¿Intentas a toda costa eludir la cuestión? Estoy actuando como la voz de tu conciencia, Gabriel. ¿Acaso tienes miedo de ella y no quieres oírla? ¿Temes los reproches que pueda hacerte y quieres apartarlos de ti?
—No es eso. Necesito pensar, Gabriel Vilalcázar. Sé que va a producirse un gran cambio en mí, es preciso que se produzca, y necesito estar solo. Si en mi mente se encuentran los elementos de discernimiento, por ellos llegaré a la verdad. Si no, es inútil todo cuanto hagas. Como has dicho, es un problema que sólo yo puedo resolver.
Vilalcázar fue a decir algo, abrió la boca para contestar. Pero se contuvo. De repente vio algo en los ojos de Gabriel. Aquella chispita que brillaba en ellos, que se movía y parpadeaba constantemente, se convirtió en una pequeña lucecita fija. Fue un cambio casi imperceptible. Pero aquello le dio la idea a Vilalcázar. Y desde aquel mismo momento, supo. Cerró la boca, y vaciló brevemente. Luego, pronunció dos breves palabras:
—Está bien.
No dijo nada más. Dio media vuelta y se dirigió silenciosamente hacia la esclusa. Gabriel lo vio marchar, sin moverse de su sitio. Cuando el hombre se encontraba ya junto a la compuerta, lo llamó:
—Un momento, Gabriel Vilalcázar.
—¿Qué?
—¿Piensas construir otro robot idéntico a mí?
Vilalcázar se había vuelto. Vaciló levemente, como buscando una respuesta.
—No —dijo al fin—. Por una parte, no podría hacerlo. Pero aunque pudiera, tampoco lo haría. Lo he comprendido demasiado tarde, pero es así. Tú no tienes cabida en este mundo, Gabriel. Ni tú, ni ningún robot como tú. Lo siento.
Pareció vacilar de nuevo. Su mano jugueteó con la manija de mando de la compuerta. Tras unos momentos de duda, añadió:
—De todos modos, no me arrepiento de haberte creado. En absoluto. Lo único que lamento es que todo termine así. Pero tú no has tenido la culpa de ello. Hasta nunca, Gabriel.
Se metió en la esclusa, y Gabriel vio desde la lucerna cómo cerraba la compuerta exterior. Anduvo lentamente por la superficie lunar, con paso cansado, hasta el lugar donde se encontraban Spar y los soldados. El coronel, al verle llegar, avanzó hacia él.
—¿Qué ha sucedido, Vilalcázar? ¿Le ha hablado? ¿Han llegado a un acuerdo? ¿Lo ha inutilizado?
Vilalcázar lo miró unos momentos, casi sin verle. Levantó la vista hacia el cielo y contempló unos instantes los puntos luminosos de la flota terrestre. De repente, sintió una sorda ira hacia aquellos hombres que estaban allí, sin ver, sin comprender nada. Se enfrentó con Spar, y levantó una mano hacia el espacio.
—Ustedes y los terrestres pueden matarse con toda libertad, coronel —dijo—. Pueden hacerlo; nadie les impedirá que se destruyan estúpidamente. Pero no olviden que tuvieron su salvación al alcance de la mano y la rechazaron. Tuvieron quien intentó ayudarles, y no lo comprendieron. Pueden estar orgullosos de ustedes mismos. ¡Ahora, mátense si quieren!
En la semioscuridad de la cúpula, Gabriel permanecía inmóvil. Había vuelto a abrir la compuerta interior de la esclusa después de salir Vilalcázar, y ahora permanecía allí, junto a la lucerna lateral de observación, contemplando el comienzo de la prolongada noche lunar, de aquella noche que parecía ser un aviso de otra noche, de la noche que se cernía sobre la Humanidad a causa de su propia locura.
Y Gabriel pensaba intensamente. Había suspendido todas sus funciones corporales, excepto la de equilibrio, y había dedicado toda su energía a la función mental. Comprendía que la verdad se encontraba allí, a su lado, y que bastaría una sola palabra para hallarla. Pero la palabra no acudía a él.
Repasó la conversación con Vilalcázar, sílaba a sílaba. La palabra debía encontrarse allí. Sólo necesitaba poner los ojos sobre ella, y la verdad aparecería junto a él. Buscó desesperadamente.
Y al fin la encontró. Era Hombre.
Fue como un impacto en su cerebro. La luz que brillaba en su interior se convirtió en una rutilante antorcha. Súbitamente comprendió por qué Vilalcázar había dicho que la decisión no la encontraría más que en sí mismo, y que debía buscarla dentro de sí. Y sintió en su interior una extraña sensación, una sensación que un robot nunca hubiera podido sentir: miedo.
Su mente dio un brusco salto en el tiempo. Retrocedió miles de años, hasta el momento en que el primer hombre, allá en los albores de la Humanidad, tuvo repentinamente conciencia de sí mismo. Escuchó sus propias palabras: «Soy algo, soy alguien». Y sintió de nuevo el miedo de sí mismo que probablemente aquel otro hombre, vistiendo un tosco taparrabos o quizá completamente desnudo, sintiera la primera vez que miró en torno suyo y comprendió la verdadera naturaleza de lo que le rodeaba. Era un hombre. El Hombre.
Se acercó lentamente a la lucerna de observación, y miró al exterior. La ninfa había desplegado su capullo, y se había convertido en crisálida. Hasta aquel momento su metamorfosis había sido incompleta, se había desarrollado sin llegar nunca a su fase final. Era ahora, solo en la oscuridad de la cúpula, sola consigo mismo, que por primera vez había llegado la luz hasta él. Y comprendió cuál era su único destino.
Sintió miedo. En aquel mismo instante comprendió lo que había querido decir Vilalcázar al mencionar el apego a la vida. Sus ojos se posaron levemente sobre el transmisor que tenía a su espalda. Pero no hizo ningún movimiento hacia él. No, no podía hacerlo. A pesar de todo, no podía hacerlo.
Tenía dos caminos ante sí. Y los dos caminos conducían, para él, al mismo lugar. Era curioso que ahora, precisamente ahora que había logrado comprender lo que había dentro de sí, tuviera que morir. Aunque tal vez fuera lo mejor. A pesar de todo, él formaba una rama lateral del Hombre, era un ente aparte. ¿Qué podía hacer allí?
Miró a los hombres que, frente a la cúpula, aguardaban. Aguardar, ¿qué? ¡Ah, sí, a él!
Su mente vacilaba. Debía hacer algo, sí, debía hacer algo pronto. Antes de que la Tierra lanzara su primer ataque. Debía resolver aquella cuestión. Pero ¿cómo?
«El hombre es libre. Tiene derecho a elegir por sí mismo su propio destino. No puede coaccionársele, ni obligarle a elegir una senda que él no desee seguir. Es libre. Libre».
Aquéllas eran las palabras. Habían sido el camino que le había conducido a encontrar la respuesta. Yo, el Hombre. Sí, Vilalcázar tenía razón. Los hombres no habían aceptado lo que él había hecho, no podían aceptar imposiciones. Se encaminaran hacia donde se encaminaran, a la gloria o a la destrucción, lo hacían por propio convencimiento. Eran locos, pero eran locos a su gusto. Elegían libremente su destino. Si escogían mal, así sabían que sólo ellos serían los responsables ante los eternos jueces.
Ahora lo comprendía, porque él también era hombre. La balanza se había inclinado, y su fiel había señalado la posición. El hombre es siempre, por sobre todas las circunstancias, libre de elegir su destino. Y él también. Ahora ya no estaba ligado a una misión, ya no debía supeditarse a ella: Podía elegir el camino. Y sabía cuál era el camino que debía elegir.
Se sintió grande, inmensamente grande al pensar en aquello. Más que cuando fue creado, más que cuando concibió su gran proyecto. Porque ahora sabía que hacía lo que realmente debía hacer. Recordó a los dioses griegos, a los héroes que se encaminaban serenamente hacia el destino que sabían inviolablemente trazado ante ellos, con gesto altivo y sin ningún temor. Eran hombres. Hombres. Hombres.
El también era un Hombre.
El camino había sido largo de recorrer. Pero había llegado al final.
Se apartó de la lucerna y se dirigió a la compuerta interior de la cúpula. Penetró en la esclusa y cerró la compuerta interior a sus espaldas. En la oscuridad, sus ojos taladraron mentalmente la pared y miraron hacia delante. Vio a los soldados Selenes preparados, eternamente preparados, con los fusiles apuntando hacia allí, esperando su salida. Vio a los vehículos de superficie, también con sus cañones apuntando hacia la entrada de la cúpula. Y a la vista de aquello le invadió una gran alegría y una gran tristeza. La Humanidad no había sabido comprenderle. Pero la Humanidad también tenía derecho a elegir su propio destino. Era el gran sacrificio del Hombre, por el Hombre, y para el Hombre.
Vilalcázar iba a conocer, al fin y para siempre, la respuesta.
«Buena suerte, Humanidad», —grabó por última vez en sus circuitos.
Abrió la compuerta y salió al exterior.
FIN