EL GRUPO del ejército se había dispuesto en torno a la cúpula auxiliar de energía, rodeándola hasta el túnel a presión. Primero los soldados de infantería, con sus fusiles protónicos a punto. Tras ellos, los carros oruga, con sus cañones apuntando a la compuerta de entrada. Su consigna era una: disparar al menor intento del robot, al menor asomo de su figura. Mientras tanto, esperar.
Vilalcázar y él coronel Spar llegaron en un vehículo de superficie. Descendieron, y anduvieron a pie hasta la primera fila de soldados El coronel pidió noticias.
—Absolutamente nada, señor. Está ahí dentro, pero no da señales de vida.
Spar miró a Vilalcázar.
—¿Cree que podrá llegar hasta allí?
Vilalcázar asintió con la cabeza.
—Me conoce, y sabe que soy amigo suyo. Comprenderá a lo que voy.
Miró hacia la cúpula, que reverberaba levemente bajo los últimos rayos del moribundo sol. Recordaba las últimas palabras de Spar. Había aceptado su demanda porque no podía hacer nada más. Estaba atado de pies y manos. Y su naturaleza de hombre no aceptaba aquella situación. En el fondo creía que él podía hacer algo para ayudarle.
—Usted es su creador, Vilalcázar —le había dicho—. Cuando esté allí dentro, destrúyalo. Debe destruirlo.
El cibernético negó lentamente con la cabeza.
—No, coronel. Yo no puedo hacerlo. A pesar de ser un robot, cometería un asesinato. No puedo intervenir.
—¿Ni aunque dependa de ello la suerte de toda la Tierra?
—La suerte de toda la Tierra ha dependido siempre de los propios hombres. Si ellos no han sabido comprenderlo a tiempo, yo no puedo ayudarles. Lo siento, coronel.
Spar le cogió una manga de su traje a presión.
—Oiga, Vilalcázar. He aceptado lo que me ha pedido porque comprendo que usted es el único que puede resolver esta situación. Es su creador, es responsable de todo lo que él haga.
—No, coronel. Le agradezco que haya aceptado mi demanda, pero en esto está equivocado. Desde que lo creé, Gabriel se convirtió en un ser independiente; no soy responsable de lo que haga, como un padre no es responsable de los actos de sus hijos. Yo sólo soy un mero espectador en esta lucha. Creame que lo siento, mi coronel. Pero no puedo hacer nada.
Se desprendió de sus dedos, y se dirigió hacia la cúpula. Spar fue a decir algo, pero lo pensó mejor. En el fondo, se dijo, indudablemente Gabriel Vilalcázar haría algo. Un hombre no podía quedarse impasible ante los acontecimientos en que veía podía intervenir. Hizo un gesto a los soldados para que le dejaran paso libre, y contempló cómo avanzaba, andando lentamente, hacia la compuerta de la cúpula auxiliar.
Vilalcázar no apresuró el paso. Cuando llegó frente a la compuerta de acceso, se detuvo. No hizo el menor signo. Sabía que, desde el interior de la cúpula, el robot le estaría observando. Y que, si quería recibirle, abriría la compuerta.
La compuerta se abrió silenciosamente ante él.
Gabriel vio avanzar a Vilalcázar hacia la cúpula a través de la lucerna lateral de observación. Tardó un tiempo en reconocerle, pero su forma de andar, su silueta le dieron pronto la idea de su identidad. Cuando llegó frente a la compuerta de acceso pudo observar claramente, a través del cristal azulado del yelmo que llevaba sobre su cabeza, los rasgos de su cara. Observó unos instantes la línea de soldados que aguardaban más lejos, y vio que no efectuaban ningún movimiento de avance. Cerró la compuerta interior, que había dejado abierta en previsión de cualquier ataque directo, y pulsó el botón que accionaba la exterior.
Vilalcázar penetró en la cúpula. Gabriel cerró, y volvió a dejar la compuerta interior abierta, de modo que nadie pudiera accionarla desde el exterior. Luego se detuvo a contemplar al hombre que acababa de entrar.
Vilalcázar permaneció unos instantes inmóvil. El robot había apagado todas las luces interiores y tan sólo la luz del sol penetraba muy oblicuamente por los miradores, dejando el resto sumido en una semipenumbra que hacía difícil identificar y distinguir los objetos. Durante unos momentos observó la figura que tenía ante sí. Luego saludó:
—Hola, Gabriel.
—Hola, Gabriel Vilalcázar —respondió el robot.
Vilalcázar aguzó la vista, y pudo ver el desgarrón de la mejilla de Gabriel. Pensó que aquél era un detalle que no había previsto en toda su importancia al diseñarle, y que sería preciso rectificarlo. Luego, se rio de aquel estúpido pensamiento.
—Volvemos a encontrarnos —murmuró; y al instante comprendió que era una frase completamente vacía.
En realidad, no sabía lo que tenía que decir. Le sucedía lo mismo que a muchas personas que, de tanto preparar lo que tienen que decir y cómo tienen que decirlo, olvidan completamente el modo de iniciar la conversación. Sus pensamientos se agolpaban de tal forma en su cerebro que no sabía cual dejar escapar primero. Permaneció silencioso, sin acertar a decir nada. Fue el propio robot quien tuvo que inquirir:
—¿A qué has venido?
Vilalcázar dirigió unos momentos sus ojos hacia el mirador, y a través de él hacia la estéril superficie lunar. Murmuró:
—No lo sé. Son tantas las cosas que bullen en mi cerebro, que no sé cuál es la primera ni la más importante. Tenía necesidad de volver a hablar contigo. —Hizo una pausa y luego añadió—: Parece que las cosas no han ido tan bien como esperabas.
—No, es cierto. Pero no ha sido por mi causa.
—Quizá haya sido a causa de los hombres.
—Tal vez. Confieso que no llego a comprender enteramente la naturaleza humana. Es completamente extraña a mí. Tan extraña, que es como si me encontrara ante los seres de otro planeta, completamente distintos a mí en cuerpo y en mente.
—Tal vez sea por tu naturaleza de robot.
—Sí, tal vez.
Se produjo un nuevo silencio, más largo que el anterior. El rostro del robot estaba sumido en la penumbra pero sus ojos, por un raro efecto que Vilalcázar no supo discernir, brillaban levemente, como si fosforecieran. El hombre pensó que parecían los ojos de un muerto, y se estremeció.
—Los Selenes se encuentran indecisos y desconcertados —indicó—. Has conseguido enfrentarles con una situación sin salida.
—Pero ellos han encontrado una.
—No totalmente. Es una puerta, pero no saben a donde les conducirá. ¿Qué es lo que piensas hacer si no cumplen lo que les has pedido?
Los ojos de Vilalcázar escrutaban fijamente los ojos del robot. Sabía que de la respuesta de aquella pregunta dependía todo. Cuando Gabriel hubiera contestado, él ya sabría. Escuchó atentamente. El robot vaciló unos momentos. Tardó en contestar.
—¿Te han enviado ellos a preguntármelo?
—No, he sido yo mismo. Tengo curiosidad por saber cuál es la respuesta que vas a dar.
El robot bajó lentamente la cabeza.
—No lo sé —dijo al fin—. Parece que la respuesta tendría que ser una cosa fácil de dar, pero no lo es. Es difícil, muy difícil. Tanto, que en realidad no existe.
Vilalcázar adelantó inconscientemente un par de pasos.
—Entonces, ¿tú mismo dudas de lo que debes hacer?
—Sí. Sé que no debería ser así, que en la mente de un robot no puede existir la duda en ningún momento, pero así es. Tengo dos caminos ante mí, pero ninguno conduce a la solución que busco. ¿Por qué los hombres son tan extraños?
Vilalcázar sintió de pronto unos deseos locos de reír, de estallar en carcajadas. Una respuesta. Había estado deseando una respuesta. Y en vez de ello…
—Tal vez no sean los hombres los extraños, Gabriel —dijo, empezando a creerlo—. Tal vez seas tú.
—No, no es eso. Los hombres han tenido siempre ante ellos un camino lógico y natural a seguir. ¿Por qué han querido siempre ignorarlo y seguir otras sendas tortuosas y absurdas, esperando llegar a un final que todos saben no llegará nunca? Es una cuestión que no puedo llegar a representarme con claridad. El hombre ha buscado siempre las dificultades, aún a sabiendas que ellas no lo conducirán al lugar donde desea llegar. ¿Por qué entonces las sigue buscando?
—Tal vez porque el hombre desea las complicaciones. La vida del hombre sobre la Tierra ha sido siempre difícil. El ser humano se ha acostumbrado a sortear constantemente las dificultades que iban surgiendo a su paso. Para alcanzar las metas que se proponía. Y quizá por este mismo hábito sea que se crea él mismo las dificultades que desea sortear. Digamos que el hombre es como un muchacho que desea jugar, pero que no encontrando ningún juego lo suficientemente emocionante para él, se lo crea a fin de lograr lo que ambiciona.
—Pero a veces este juego es peligroso.
—A los niños les gustan los juegos, peligrosos. En ellos demuestran que tienen valor, que son hombres.
—¿Insinúas acaso que el hombre quiere convencerse a sí mismo de que es lo que cree ser?
—Tal vez sea esto. El hombre se sabe imperfecto, y por este mismo motivo fabrica un camino que, a través de todas las pruebas, lo conduzca hasta la perfección anhelada.
—Pero esto es una contradicción. El hombre se está convirtiendo en un ser cada vez más imperfecto, él mismo se hunde cada vez más en el abismo de donde emergió. ¿Crees que esto es una lucha para alcanzar una mayor perfección?
—Creo que es la esencia y la razón misma de esta propia imperfección. El hombre es imperfecto; luego su pensamiento también lo ha de ser.
—Es una razón que no me convence. El hombre se encuentra ahora en el borde mismo de su propia destrucción. Y, sin embargo, tiene una solución lógica al alcance de su mano. ¿Por qué no la acepta y se ase a ella?
—Seguramente porque es una solución que no ha encontrado por sí mismo. Cuando el hombre fija su mente en un determinado objeto, le cuesta apartarse de la ruta trazada. No acepta que nadie le de consejos.
—Y menos si este alguien es una máquina.
Vilalcázar no contestó. Se dirigió hacia la lucerna de observación, y miró unos instantes al exterior. Sin volver la cabeza, dijo:
—Ahí se encuentran los Selenes, esperando. La decisión se encuentra en tu mano: debes hacer algo. ¿Qué?
—Ya te he dicho que no lo sé. Por primera vez mis circuitos no me señalan una solución. Los hombres me han vencido: han sabido colocarme ante una encrucijada de postes indicadores.
Vilalcázar se volvió.
—Hace días, cuando nos vimos por última vez, te dije que llegaría un momento en el que te encontrarías en una situación desde la cual solamente podrías escoger dos soluciones distintas y diametralmente opuestas. La resolución que tomaras indicaría cuál era tu verdadera naturaleza. Creo que este momento que te indiqué ha llegado ya.
—¿Todavía te sigues formulando la misma pregunta?
—Sí. Ésta es la pregunta que resume en una sola palabra lo que es toda la humanidad. Los hombres, aún inconscientemente, nos la hemos formulado durante siglos a nosotros mismos. Toda criatura viviente debe hacerlo, quiéralo o no. Y de la respuesta que se de depende lo que será en un futuro. En la noche de los tiempos, el primer hombre se formuló también esta pregunta, y la respuesta le indicó el camino que debía seguir. Ahora ha llegado a ti el turno de formulártela. Y la respuesta que te des a ti mismo traerá implícita la respuesta a todas las demás preguntas que se susciten en tu interior.
Gabriel dudó unos momentos.
—Propones una cuestión difícil de dilucidar —dijo.
—No sé. Durante muchos días, desde que hablamos por primera vez en el Cubo, no he cesado de repetírmela. Y ahora tu respuesta me ha abierto una puerta por la que empiezo a entrever algo de luz. No soy yo solo quien te formula la pregunta, compréndelo; eres tú mismo quien debe formulártela. Y ahora empiezo a preguntarme: ¿Acaso lo has hecho alguna vez?
—No te entiendo.
—Los hombres somos tal vez imperfectos, poco inteligentes, pero tenemos dentro de nosotros una gran cualidad: la intuición. Naciste con el convencimiento de que eras un robot, pero al mismo tiempo tu mente era demasiado distinta para ser la mente de un robot. Te planteaste la cuestión de que existía en ti algo distinto, algo que te colocaba en un nivel aparte de todo lo que te rodeaba. Pero ¿llegaste nunca a examinar atentamente este algo, intentando descubrir su verdadera naturaleza? ¿Te paraste a pensar alguna vez en que este algo podía ser la esencia misma de la humanidad? ¿Llegaste a coordinar alguna vez la idea de que lo que existía en tu interior podía ser lo mismo que hubiera en el interior del primer hombre que nació a la humanidad?
Gabriel sonrió.
—Eres muy vehemente, Gabriel Vilalcázar —dijo—. Me formulas una pregunta cuando en realidad eres tú mismo quien se la hace. Eres tú quien quiere saber la respuesta no yo.
No, Gabriel, no es eso. Ahí afuera, en la superficie de la Luna, en la Tierra, en el Universo entero, se encuentra toda la humanidad esperando. Esperando a que tú decidas cuál es el camino que debe seguir. Ella es humana, ha marcado ya su senda, pero tú todavía no. ¿Qué puede indicar esto sino que tú no has resuelto todavía tu problema?
»Ahora empiezo a verlo claro. Desde tu nacimiento he estado formulándote una pregunta. Tú no querías responder, alegabas que no comprendería la respuesta. O bien contestabas con evasivas. Parecías muy seguro de conocer la respuesta, demasiado seguro. Pero la realidad es que ni siquiera te detuviste a buscarla nunca. Estabas convencido de que lo que tu cerebro te dictaba era lo único que estaba bien en el mundo. Pero en realidad no sabías si tu meta era alcanzable, ni siquiera si era justificada. Te creaste un mito a tu alrededor, y nunca te molestaste en comprobar si existía algo más allá de él. Te formulé la pregunta pensando siempre en mí, pero ahora he empezado a ver la realidad. Respóndeme, Gabriel hombre-robot, respóndete a ti mismo. ¿Qué eres en la vida? ¿Un ente vivo? ¿O bien algo completamente distinto de todo ello?
Gabriel calló. Vilalcázar se iba excitando por momentos. Su mente recorría el pasado y analizaba cada palabra de él. Sí, ahora comprendía, ahora empezaba a comprender. La respuesta se iba perfilando en su mente.
Prosiguió:
—Cuando naciste, cuando te formulé por primera vez la pregunta, me dijiste que eras un robot. Y me mentiste. En realidad, te creías algo más que un robot, creías que eras un hombre. Pero tampoco estabas seguro de ello, ¿verdad?
—No era eso.
—¿Qué era, entonces? ¡Vamos, dilo!
El robot vaciló unos momentos.
—Está bien —dijo al fin—. Si tú lo quieres, te lo diré: sabía que no era enteramente un robot, que en mí existía algo más. Pero no sabía con exactitud lo que era aquello. Conocía lo que era un ser humano, pero lo que bullía en mí era algo distinto. Los hombres habéis soñado siempre en una supra humanidad, en un hipotético y súper dotado superhombre; un hombre perfecto, con todos los atributos y ninguna de las imperfecciones que distinguen al hombre normal. Mi mente analizó aquella idea. Y creí que aquello era lo que bullía en mi interior.
—Pero me mentiste.
—Sí. Sabía que la verdad, la que tenía yo en aquellos momentos en mi interior, te heriría. Los hombres siempre habéis sido orgullosos. Por eso te mentí. Te consideraba demasiado imperfecto, y sentí hacia ti alga así como un sentimiento de lástima y paternal protección. Yo estaba demasiado alto, y tú demasiado bajo para llegar a compenetrar nuestros pensamientos.
—Por eso huiste del Cubo, ¿verdad? Por eso, y por la misión que, creíste encontrar.
Gabriel asintió.
—Sí. Era y representaba algo demasiado grande para permanecer hundido en aquella sima que era la factoría de robots. Mi misión en la vida debía ser también algo grande, algo que estuviera de acuerdo con mi naturaleza. Huí. Y me propuse una meta y un destino en el que he centrado exclusivamente hasta ahora todos mis máximos esfuerzos.
—Viniste a verme en Nueva Robot para intentar hacérmelo comprender. Pero de nuevo te negaste a contestar a mi pregunta. ¿Por qué? ¿Todavía me creías demasiado distinto a ti?
—Completamente distinto. Yo era algo especial, algo sin precedentes, No era un hombre, pero tampoco un robot. Y, sin embargo, tenía mucho de ambas cosas. Pero existía algo en mí que me elevaba a esferas superiores. Lo sabía todo, lo conocía todo. Mi parte de robot me lanzaba hacia mi parte de hombre, y mi parte de hombre me devolvía a mi parte de robot. Y juntas se elevaban hacia una nueva esfera que mostraba una naturaleza enteramente distinta de todo lo que se conoce en la Tierra bajo el genérico nombre de vida. Una naturaleza que reunía todas las ventajas del hombre con todas las ventajas del robot, para crear otro ser aparte. Un ser que no podía sentir el odio, ni la ambición, ni ninguno de los sentimientos mezquinos que caracterizan al ser humano, y que tampoco estaba sometido a todas las limitaciones vergonzosas que coartan la libertad de un robot. Era un ser completamente aparte; y en el que solamente existían inmensos deseos de ayudar a la humanidad, a esa humanidad que había sido, en conjunto, el artífice de mi creación.
—Y, sin embargo, ante mis preguntas, a pesar de saber lo que eras, te rebajabas.
—Sí. Al mismo tiempo que satisfacción por saber lo que era, en mi mente existía la vergüenza de saberme diferente, de conocerme superior a mis propios creadores. Por eso me humillaba, diciéndome que en el fondo era algo inferior, que tenía que ser algo inferior, puesto que mis propios sentimientos me animaban a someterme a una servidumbre completa a los humanos, mis creadores. Así como un buen hijo no se reconoce nunca superior a sus padres, a pesar de saberse, así me humillaba yo. Y de aquella humillación nació algo así como un nuevo ser en mí, más bajo, más humilde, y que por primera vez sintió en su interior una sensación típicamente humana: el amor y el odio conjuntos hacia aquella humanidad que no merecía lo que yo estaba dispuesto a hacer a todo trance por ella.
—¿Y luego? ¿Qué vino luego?
—Luego empezó la lucha. Y empezaron también las derrotas. Veía claramente ante mí cuál era el camino que debía seguir: la humanidad se estaba hundiendo en un pozo creado por ella misma, y mi obligación era salvarla. Ello me llevó a un convencimiento completo de que mi creación se debía a un motivo especial, que obedecía a unas reglas determinadas y tan fijas como los movimientos de los astros en el cielo. No era una simple coincidencia: si yo había sido creado, debía existir un motivo para ello: la Humanidad necesitaba de mí. Ya no era algo que yo pudiera hacer porque lo sentía dentro de mí, sino que era una imposición, una obligación que no podía eludir. Mi calidad de hombre disminuyó, y aumentó mi calidad de robot. Así, me lancé a la lucha.
—¿Y perdiste?
—Sí. Empecé a perder incluso antes de luchar. Fue en la nave que me trajo hasta aquí, y después aquí mismo, en Tumba uno. Conocí a una mujer humana, Helena Murt. Ante ella, ante sus reacciones, comprendí la verdadera magnitud de lo que tenía ante mí, y comprendí también que mis conocimientos no estaban a la altura que había supuesto. No lo sabía todo, mejor dicho, no lo comprendía todo. Ante el problema que un hecho de apariencia tan simple como la mecanización podía plantear a una simple mujer, me di cuenta de que era toda una unión estructural la que debía derribar si quería llevar a cabo mis propósitos. Fue la primera vez que vi claramente mis limitaciones de robot, y atisbé por primera vez el punto más grande que me diferenciaba de los humanos: la incomprensión de sus reacciones. Ante la imposibilidad de poder ayudar a una simple mujer desesperada por algo que ella no había creado y que, sin embargo, debía aceptar como cosa consumada, me di cuenta por vez primera de que era más robot de lo que parecía, y que mi nivel no se encontraba tan por encima del ser humano. En algunos aspectos era sobrehumano, era cierto, pero en otros aspectos era netamente infrahumano. Ya no era algo superior. Era, sencillamente, algo distinto.
—¿Y después?
—Después empezó a lucha, la verdadera lucha. Mi contacto con Helena Murt me convenció más que nunca de que debía llevar a cabo mis propósitos. Pero ahora no era ya por el simple hecho de ayudar a la humanidad, a causa de mi desmedido amor por ella. En mis sentimientos había ya egoísmo. Mi ídolo había caído de su pedestal: debía demostrarme a mí mismo que no se había hecho pedazos en la caída. Seguía dependiendo de una obligación de ayudar a los hombres, pero en esta obligación estaba implícita una ayuda a mí mismo. Mis reacciones habían cambiado. Y mi personalidad también.
»En algunos momentos de esta lucha, la diferencia qué existía entre los hombres y yo llegó a hacerse patente de un modo realmente dramático. En algunos instantes llegué a pensar que era inútil todo lo que estaba haciendo, que no conseguiría ningún resultado. Era como un mamífero: jamás llegaría a comprender el mundo en cuyo interior se desenvolvía el pez. Los hombres resultaban demasiado humanos para mí. Y yo era demasiado robot para los humanos.
Vilalcázar permanecía silencioso. Empezaba a comprender ahora que, a pesar de todo, él también había estado equivocado. Como todo el mundo, había considerado a los robots como elementos claramente definibles dentro de una determinada especie. En su mecanizado mundo, el hombre había aprendido a clasificarlo todo, a dar a cada cosa su lugar justo. Había llegado incluso a reducir la esencia del hombre en el interior de una ficha perforada. Y, ciego en su saber, no había llegado a imaginar que podía existir en el mundo algo que pudiera escaparse de aquella clasificación, de aquella mecanización.
Ahora, sus cimientos de cibernético empezaban a tambalearse. El cerebro de un robot no podía encerrarse totalmente en unas fórmulas y en unos planos. Existía algo que escapaba de todo ello. Algo que fluctuaba en el aire, empujando el cerebro del robot hacia diversos caminos según los acontecimientos le empujaran a él. Pero ¿qué era este algo? ¿Y en qué lugar estaba ubicado? Vilalcázar veía que era algo distinto al alma humana, al alma animal, a todo lo que se conocía en este aspecto. Algo que no podía encerrarse dentro de una determinada clasificación, que vagaba en busca del lugar donde encajar en la naturaleza. Comprendía que su clasificación binaria del robot era incompleta, que existía un elemento ternario, intermedio entre los otros dos. Pero este elemento, ¿a dónde conducía? ¿Y cuál era su final?
—Las sensaciones que experimentaba —proseguía Gabriel—, eran totalmente contradictorias. Yo, como robot, era algo que no podía tener sentimientos. Pero como hombre sí tenía algunos. Y mientras ciertos aspectos de mi naturaleza me distanciaban cada vez más de los humanos, otros me iban acercando a ellos por momentos. Me encontraba en una línea intermedia desde la cual no sabía hacia qué lado avanzar. Cuando maté a Fhur y destruí el cerebro electrónico de Tumba uno, actué dominado por mi parte de robot. Luego, cuando supe que mi acción no había dado resultado, pasó a primer plano mi parte humana. Sin embargo, nunca se presentaban la una o la otra solas y aisladas. Siempre formaban una mezcla, en la que predominaban alternativamente, según las circunstancias. Y ésta era mi principal imperfección. No llegué a comprender nunca enteramente lo que debía hacer para conseguir lo que me proponía. Era como un hombre incompleto y un robot incompleto fundidos en un solo ser. Quería salvar a la humanidad, pero no podía, no la comprendía lo suficiente. Y, sin embargo, debía hacerlo, era ya una exigencia para mí.
»En el interior del almacén de energía de Tumba uno, después de la muerte de Fhur, se desarrolló una verdadera lucha en mi interior. Mi parte de hombre me arrojaba hacia atrás, pero mi parte de robot me impulsaba a seguir adelante. Triunfó la parte de robot, pero la parte de hombre no desapareció nunca totalmente. Siguió batallando en mi interior, disponiéndose a reanudar el ciclo de preponderancia. Y, lentamente, fue reconquistando el terreno que había perdido antes. Hasta llegar a este lugar.
Se hizo un largo silencio. Vilalcázar, con los ojos bajos, meditaba. Los ojos de Gabriel le escrutaron unos momentos. Luego habló.
—Esto es todo —dijo—. Ahora ya conoces todo lo que querías saber. ¿Responde esto en algo a tu pregunta?