XV
LA LUCHA

GABRIEL VILALCÁZAR oyó hablar de lo que ocurría con los terrestres de Tumba uno cuando ya casi todo estaba consumado.

Se encontraba en lo que era a la vez cuartel general de la milicia Selene y cárcel provisional de detenidos políticos. A pesar de lo que había dicho el presidente en su conversación, Fhur no había quedado completamente convencido de sus palabras. En el fondo creía que Vilalcázar debía de tener algún punto de contacto con el robot; era imposible que una máquina pensara y actuara completamente por sí sola, sin ninguna directriz. Por esto, y como medida de precaución, había hecho retener a Vilalcázar hasta que todo se aclarara. Después, Fhur había muerto, y las precipitaciones del momento habían hecho que continuara retenido allí, sin que nadie se acordara del motivo ni de la finalidad de todo ello.

A aquella detención debía Vilalcázar su vida. La prisión provisional de detenidos políticos —que albergaba a los que, sin estar presos, no podían permanecer, por algún motivo en completa libertad— se encontraba rodeada por los edificios de los cuarteles. Era, por lo tanto, totalmente inexpugnable. Ningún Selene concibió la idea de asaltarla para terminar con los pocos terrestres que había en ella. Los detenidos políticos fueron, por lo tanto, los únicos terrestres de la Luna que se salvaron de la matanza.

Vilalcázar había entablado relación de amistad con otro terrestre retenido, un danés del que sólo conocía su nombre, Ernest. Había venido a la Luna clandestinamente, sin ninguna clase de permiso ni documentos, y sin que pudiera justificar legalmente el motivo de su viaje. Apenas llegado a la Luna, había sido detenido y se había cursado la orden de devolverlo a la Tierra. Pero por aquel entonces se cortaron las comunicaciones entre el satélite y el planeta, y el danés se había visto obligado a quedarse en la Luna, siendo confinado en la prisión provisional de retenidos hasta que se solucionara la cuestión. Aunque a él no le había importado aquello en absoluto. Vivir en un sitio o en otro… lo primordial era vivir, y él lo hacía.

El régimen de la prisión provisional de detenidos era muy liberal. En realidad, no era tal prisión, ya que todos los detenidos allí no estaban acusados de ningún delito. Se les permitía hacer vida normal, con la única prohibición de salir de los límites del recinto en que estaban confinados. Por lo demás, no podían considerarse enteramente detenidos. En sus habitaciones podían tener libros, instrumentos de escritura, estereovisión… Cualquier retenido podía solicitar lo que deseara, (excepto salir al exterior), con la seguridad de ser inmediatamente atendido.

El danés era un ser enteramente inadaptado. Él mismo decía que debía de haber nacido en la Edad Media y no a principios del siglo XXII. Su época no era aquélla. Su ideal era vagar de un sitio a otro sin rumbo fijo, contemplando la naturaleza, viviendo en estrecha contacto con ella… Y en aquella época la naturaleza como tal era algo que se encontraba en trance próximo de desaparecer, absorbida completamente por el progreso mecánico. Odiaba las máquinas por lo que eran y lo que representaban, y cuando supo que Vilalcázar era cibernético se apartó de él con prevención. No fue hasta más tarde, cuando conoció cuáles eran sus ideas al respecto, que se le acercó. Y pronto enlazaron sus sentimientos en cierto modo paralelos bajo la capa de una naciente amistad.

El danés había montado dentro del círculo de la prisión provisional un servicio de información gratuito realmente excepcional. Cuando ocurrieron la muerte del presidente y la destrucción del cerebro electrónico, él fue el primero en dar la noticia. Y se quedó grandemente sorprendido al ver que Vilalcázar fruncía el ceño al oírla.

—¿Qué te sucede? —le preguntó.

—Nada —respondió Vilalcázar—. Sólo que me parece que sé quién ha sido el autor de esto.

Ernest se le apartó un poco, entre sorprendido y asustado. Vilalcázar era un detenido especial, y el danés sabía que había sido el propio presidente quien había ordenado su detención. Aunque a menudo había intentado averiguar el motivo de aquello, Vilalcázar no se lo había dicho nunca. Y aquella ignorancia había hecho que Ernest considerara al cibernético como un caso aparte dentro de su círculo. Sus palabras lo apartaron durante un corto tiempo de él. Pero cuando supo lo que sucedía con los terrestres, acudió rápidamente a decírselo.

Vilalcázar le escuchó silenciosamente. Fumaba un cigarrillo de combustión lenta, y le ofreció otro al danés, que lo aceptó inmediatamente. Durante unos minutos permaneció contemplando los giros que hacía el humo del cigarrillo al ascender por el aire. Luego, tiró el resto del cigarrillo y alzó las manos, colocándoselas a la altura de sus ojos. Las contempló pensativo unos instantes.

—Y los preparativos para la guerra siguen sin interrumpirse —musitó.

El danés asintió enérgicamente con la cabeza.

—Están preparando ahora una serie de líneas de fuerza en torno a las cúpulas de acceso a las Tumbas, de modo que nadie se pueda acercar demasiado a ellas sin recibir una descarga de energía que lo aniquile. De este modo se convertirán en algo así como una fortaleza inexpugnable.

—Salvo si lanzan un proyectil destructor y hunden los basamentos superiores de la ciudad.

—Pero esto representaría destruirla enteramente, y a los terrestres no les interesa. Además, si lo hicieran, nosotros tomaríamos represalias. Los cohetes volarían hacia la Tierra, y no creo que les gustara mucho ver desaparecer sus ciudades bajo una seta.

—Sí, lo sé, lo sé. —Se detuvo unos instantes y de pronto preguntó—: ¿A favor de quién te inclinas en esta lucha, Ernest? ¿De los terrestres, o de los Selenes?

El hombre le contempló sorprendido.

—¿A favor de quién? Pues, la verdad, no se me ha ocurrido pensarlo nunca. Creo que…, no, no voy a favor de nadie. Al fin y al cabo, la guerra no me gusta. Muere demasiada gente en ella.

—Pero al hablar de los Selenes dices nosotros, y al referirte a los terrestres los llamas ellos.

—Bueno, sí. Porque ahora me encuentro en territorio Selene. Si estuviera en la Tierra diría nosotros refiriéndome a los terrestres, y ellos a los Selenes. Es cuestión de localización. No me considero terrestre, pero tampoco me considero Selene.

Vilalcázar se puso en pie. Se encontraban en el salón común de descanso, sentados en sendos sillones anatómicos. Volvió a contemplarse las manos.

—Sí, tienes razón —dijo—. Y esto es lo peor; no saberse de un bando ni de otro. Sólo así se puede ver la magnitud de lo que está a punto de suceder.

—Bien, pero nosotros no podemos hacer nada. De modo que es mejor que no nos preocupemos.

Vilalcázar asintió.

—Sí, es mejor. Aunque… conozco a alguien que no aceptaría estas palabras. El cree que sí se puede hacer algo. Al menos lo intenta. Aunque cada vez me doy más cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos.

El danés le contempló unos instantes, sorprendido.

—¿Alguien, dices? ¿Alguien que intenta poner fin a lo que está sucediendo? —en su mente se perfilaba el enigma del porqué Vilalcázar había sido retenido—. ¿Quién es?

Vilalcázar sonrió. Movió lentamente la cabeza de un lado para otro.

—No lo creerías si te lo dijera —murmuró—. No lo creería nadie. No lo creería ni yo mismo, si no lo hubiera visto con mis propios ojos.

Gabriel se detuvo al salir del elevador. Ante él, los cinco soldados le apuntaban firmemente con sus fusiles, dispuestos a disparar al menor síntoma de violencia. Uno de ellos ordenó con voz firme y cortante:

—¡Levante las manos! ¡Y no se mueva! ¡Dispararemos al menor intento de agresión por su parte!

Gabriel permaneció unos instantes inmóvil, mientras su cerebro se adaptaba a la nueva situación planteada, examinándola rápidamente desde todos los ángulos posibles. Luego, obedeció. Su cerebro acababa de decirle que no podía hacer nada más que obedecer, al menos por el momento. Levantó las manos, y permaneció inmóvil.

Uno de los soldados avanzó hasta él, y le arrebató el revólver que llevaba en el cinturón. Luego, sus ojos se fijaron en el desgarrón de su mejilla.

—¡Cristo! —exclamó—. ¡Es cierto!

Por la parte en que la piel colgaba, dejando ver su interior, podía apreciarse claramente el recubrimiento metálico de la cabeza de Gabriel, con toda su serie de conexiones y contactos. No podía existir ninguna duda acerca de su identidad; la ausencia de sangre en lo que en un hombre normal hubiera sido espantosa herida, lo que se veía a través de ella, era suficiente para convencer al más escéptico. Si alguien tuviera alguna duda acerca de ello, un ligero vistazo a aquella herida le hubiera convencido de que efectivamente se trataba de un robot.

El soldado se retiró lentamente, sin poder apartar la vista de la mejilla herida. Sus labios murmuraron unas palabras que fueron casi inaudibles.

—Es un robot. Un robot.

Los otros soldados se miraron entre sí. Habían recibida el aviso, y habían acudido a cortarle el paso al pretendido robot. Pero ¿qué debían hacer ahora?

El que parecía mandar el pelotón se acercó a Gabriel, y observó incrédulo la mejilla desgarrada. Luego se enfrentó con el robot.

—¿Quién eres? —preguntó con voz firme, queriendo aparentar decisión—. ¿Cómo te llamas?

Gabriel no respondió. Seguía completamente inmóvil, como una estatua, sin mover el menor músculo. Sus ojos, aunque no perdían detalle de lo que ocurría arete él, permanecían fijos en un punto indeterminado del espacio, como perdidas.

El soldado retrocedió de nuevo, y se pasó una mano por la cara. Aquello no le gustaba, no le gustaba en absoluto. Comprendía que debía tomar una resolución, pero no sabía qué hacer.

—Es preciso que informemos a la superioridad —murmuró, creyendo haber encontrado una vía de escape—. Ellos son quienes deben decidir lo que debe hacerse.

Y volviéndose a uno de los soldados, le ordenó que se dirigiera a la cabina de comunicaciones para informar lo sucedido.

El soldado obedeció, desapareciendo en dirección a un corredor que se abría a la izquierda de la estancia. Y en aquel mismo momento otro elevador llegó al piso, deteniéndose en su nivel, y de él salieron en tromba los, hombres que seguían a Gabriel. Habían utilizado el elevador de carga, de gran capacidad, y por eso aparecieron la mayoría de ellos. Se detuvieron a la entrada, y durante unos momentos contemplaron el grupo. Luego, el que los capitaneaba se adelantó, empuñando el arpón. Tras él le siguió otro Selene, en cuya mano lucía un afilado estilete.

El soldado que mandaba el reducido pelotón avanzó también, adelantando el fusil.

—¡Alto! —gritó—. ¡Deténganse!

El Selene le observó unos instantes. Luego miró a Gabriel, que seguía completamente inmóvil frente a los fusiles de los tres soldados restantes.

—Esté hombre es nuestro —dijo—. Es un terrestre.

—No es ningún hombre. —El soldado seguía manteniendo el grupo a raya con el fusil—. Es un robot.

El Selene pareció quedar confundido unos instantes.

—De modo que al final Rot tenía razón —murmuró—. Es un robot.

El soldado se sintió un poco más tranquilo al oír aquellas palabras. Hizo una seña a los otros con el fusil.

—Retrocedan y vuelvan abajo. Aquí no tienen nada que hacer; están en terreno ocupado militarmente.

—Todos somos militares ahora —observó el otro—. Además, este hombre… este robot ha herido a algunos de nuestros compañeros. Quizá haya matado a alguno. Debe responder de ello.

—No importa lo que haya hecho. He dicho que vuelvan abajo; aquí no tienen nada que hacer.

El Selene miró a sus compañeros, que permanecían silenciosos a su espalda. Muchos se encontraban indecisos, pero algunos, los que habían formado parte de grupos anti terrestres, estaban dispuestos a llevar el asunto hasta el final. Sin embargo, los cuatro soldados estaban preparados, y tenían fusiles. Y con una sola ráfaga podían barrerlos a todos ellos.

El cerebro de un robot es extraordinariamente rápido en pensamientos. Apenas había percibido a los cinco soldados apuntándole en la puerta del elevador, el cerebro de Gabriel había examinado la situación y dictado que no había nada que hacer por el momento salvo obedecer y esperar los acontecimientos. Ahora, éstos mostraban un giro favorable. Los tres soldados que le apuntaban atendían más al grupo de Selenes que a él; la vigilancia estaba descuidada. Un robot puede ser extraordinariamente rápido en movimientos, pasando en milésimas de segundo de la inmovilidad más absoluta al movimiento más veloz. En fracciones de segundo los circuitos de Gabriel analizaron completamente la situación, y marcaron el mejor camino a seguir. Le repugnaba la violencia por sí misma, pero la admitía como cosa necesaria si no podía hacer nada más. Ahora, sólo tenía un camino ante él. De modo que aprovechó las circunstancias, y lo siguió.

El soldado que se encontraba en el extremo izquierdo del grupo apenas tuvo tiempo de darse cuenta de lo que sucedía. Gabriel se plantó en dos saltos a su lado, y dos manos de hierro le arrebataron el fusil, al tiempo que un golpe lo lanzaba con violencia hacia atrás por los aires. En pocos segundos Gabriel tenía el fusil en posición de disparar. Sabía que amenazar a los demás soldados y al grupo de Belenes era un riesgo demasiado grande para correrlo. Por eso, en vez de hacerlo, disparó directamente.

Fue una corta ráfaga de fuego y humo, dirigida directamente al grupo Selene. Varios hombres se retorcieron, lanzando agudos gritos de dolor al sentir el contacto ardiente de la descarga en su carne. Por unos instantes reinó en el grupo una intensa confusión. Y Gabriel la aprovechó para lanzarse hacia la puerta que conducía a la más próxima esclusa de salida.

Transcurrieron unos instantes antes de que volviera a normalizarse la situación. Cinco hombres yacían en el suelo, muertos o con grandes quemaduras en su cuerpo. Pero los demás los ignoraron de momento. Su primer impulso fue seguir al robot. Y así llegaron hasta la compuerta interior de la esclusa de salida. Pero aquí no había el menor rastro del robot.

Por unos instantes se miraron entre sí. El robot no había tenido tiempo para haberse embutido un traje a presión y haber salido al exterior. ¿Dónde se encontraba, entonces? El camino que había seguido no conducía a más sitio que aquél. No podía haberse lanzado sin traje al exterior, so pena de su vida.

So pena de su vida…

Por todos los cerebros circuló la misma idea. Era un robot. Y un robot podía vivir en el vacío de la superficie lunar. Los robots mineros de los yacimientos estaban construidos especialmente para trabajar en la superficie sin ningún equipo especial. Y siendo así…

Se produjeron de nuevo unos instantes de confusión. Algunos, temiendo que desde el exterior el robot intentara vaciar el aire de la cúpula, retrocedieron precipitadamente hacia los elevadores. Otros, más decididos, acudieron rápidamente a buscar un traje a presión adecuado a su complexión, embutiéndoselo. Perdieron así un tiempo precioso. Cuando llegaron a la compuerta interior de la esclusa y trataron de abrirla, todos sus esfuerzos fueron inútiles. La compuerta exterior estaba abierta, y el mecanismo de seguridad impedía que pudiera abrirse una compuerta mientras la otra no estuviera herméticamente cerrada. No podía abrirse si no era forzándola, y no podía forzarse si no se quería que todo el aire de la cúpula escapara por la brecha.

—¡Vamos a las otras esclusas! —gritó alguien, recordando que cada cúpula estaba provista de tres accesos al exterior.

Pero fue también inútil. Las tres estaban abiertas por su compuerta exterior. El robot había calculado bien lo que tenía que hacer. Aquella cúpula estaba completamente inutilizada hasta que alguien, desde el exterior, cerrara las compuertas. Era preciso intentar salir por alguna otra parte.

Uno de los soldados comunicó rápidamente con los restantes puestos de guardia, advirtiéndoles que abrieran las compuertas interiores de sus accesos para que el robot no pudiera inutilizarlas por el exterior. Luego pasó aviso de lo sucedido a la superioridad. Instantes después, los elevadores descendían rápidamente, en busca de un nuevo acceso para salir al exterior. La batalla contra el robot iba tomando carácter general.

El mecanismo del cerebro de un robot es algo sumamente complicado. El simple hecho de pensar, que a un hombre le parece algo extremadamente sencillo, requiere un gran número de operaciones. Y cada nuevo factor que aparece ante nosotros modifica la marcha de nuestros pensamientos, introduciendo nuevos elementos de juicio y haciendo que nuestra mente adopte rumbos a veces insospechados.

Gabriel había dejado en su cerebro una sola idea, centralizadora de todos sus impulsos y de todas sus demás ideas: la de la misión que debía realizar, y los medios que debía emplear para ello. Cada acontecimiento que surgía ante él, cada paso que daba, era un nuevo factor que entraba en sus circuitos, imprimiéndose en ellos indeleblemente. Su cerebro, en fracciones de segundo, estudiaba aquella idea, empleando para ello todos sus conocimientos anteriores, haciendo que todo el mecanismo se adaptara a ella y a la nueva situación creada por ella. Cada nuevo factor representaba una variación, un cambio en su línea de conducta. Algunos eran cambios inapreciables, pero otros transformaban completamente lo que debía hacer. Eran nuevos acontecimientos que debían tenerse en cuenta, a fin de obrar de acuerdo con ellos.

Cuando salió al exterior de la cúpula, su cerebro se había amoldado ya a la nueva situación creada por los últimos acontecimientos, estudiándola y marcando, de acuerdo con ella, su nueva línea de conducta. Por eso dejó la compuerta exterior de la cúpula abierta, y abrió también las otras dos. Y por eso mismo no acudió a realizar idéntica operación en las otras cúpulas, sabiendo que los que quedaban en el interior avisarían a las otras para que impidieran sus propósitos antes de que pudiera realizarlos.

Su cerebro se adaptó rápidamente a la nueva situación, marcando su nuevo camino. No pensó en lo más mínimo en lo que había dejado a sus espaldas, salvo para aplicarlo a su futura línea de conducta. En su mente no se representaba la idea de que había matado a cuatro hombres, a cuatro seres humanos, con una simple presión de uno de sus dedos, excepto para considerarlo como factor integrante del plan que tenía en su cerebro. Gabriel miraba hacia el fin; no se detenía a examinar y analizar todos los medios.

En el exterior echó a andar hacia la cúpula de energía. Podía ir en busca de algún vehículo, pero era demasiado expuesto; prefería no arriesgarse. La cúpula de energía estaba algo alejada, pero él no conocía el cansancio. Sus pasos se hicieron rápidos, veloces. Y la escasa gravedad lunar le ayudó. Su marcha fue aumentando de ritmo, hasta convertirse casi en una carrera. Su figura se fue alejando por entre las sinuosidades del suelo lunar, sorteando las grietas y los montículos, hasta que desapareció por completo. Entonces, y en torno a las cúpulas de Tumba uno, volvió a reinar la soledad. Y la Luna volvió a convertirse aparentemente en el mundo muerto que parecía ser.

Robert Spar, comandante en jefe del ejército Selene, era un hombre viejo de escasos y plateados cabellos, cuya estatura alcanzaba los dos metros y medio. Había sido uno de los primeros colonizadores de la Luna y hacía veinte años que ostentaba el máximo poder sobre el ejército, primero a las órdenes de la Tierra y después a las del gobierno Selene. Sus ideas respecto a la Tierra eran claras y bien definidas, y podían resumirse en sólo tres palabras: era otro planeta. Y, por lo tanto, nada tenía que ver con ellos. Acogió con entusiasmo el Manifiesto de autonomía, y su único comentario ante la noticia de la inminente guerra fue: «Ahora van a ver estos parásitos». Con ello expresó el concepto que le merecían los terrestres, y marcó la que iba a ser su línea de conducta.

La noticia de lo que ocurría en la cúpula central de Tumba uno le llegó cuando se encontraba estudiando sobre un plano lunar los posibles escenarios de las futuras operaciones. Recibió el comunicado con gesto hosco. Lo leyó rápidamente. Miró al que le había traído el mensaje.

—¿Es esto una broma? —murmuró de mal talante—. ¿Cómo puede imaginarse a un robot haciendo todo lo que este papel dice?

El oficial se cuadró.

—Así es como lo hemos recibido, señor.

El ayudante del coronel observó el mensaje por encima del hombro de éste, y opinó:

—Creo que sería conveniente informar al consejo, mi coronel.

El aludido se volvió hacia él.

—¿Está usted loco? Bastantes preocupaciones tiene con el ataque terrestre para ocuparse de hombres, robots o lo que sea. No creo que esto sea tan importante como para distraer su atención. Podemos resolverlo nosotros mismos.

—Pero es preciso tomar precauciones.

—Ya lo sé. Y eso vamos a hacer. Pero no podemos distraer muchas fuerzas. El ataque terrestre es inminente, y debemos estar preparados.

—¿Cuál es la orden entonces, señor? —indagó el oficial.

El coronel vaciló unos instantes.

—Que salga un grupo de vehículos de superficie armados e intenten cortarle el paso —dijo al fin—. Y que cierren las compuertas interiores de paso a la cúpula de energía, marcando estado de emergencia. Si no lo capturan o lo matan o lo destruyen en la superficie, lo acorralarán en la cúpula auxiliar, y allí lo tendrán a su disposición. ¡Pero que lo hagan rápido!, ¿entendido? No podemos perder mucho tiempo ni muchos hombres. Liquiden rápidamente este asunto, y vuelvan a sus puestos de combate. Después ya me pasará la orden para su firma.

El oficial saludó, dio media vuelta y salió de la habitación. El coronel miró maquinalmente el comunicado, y lo arrojó después sobre la mesa. Se volvió hacia el mapa lunar, y volvió a enfrascarse en su estudio.

La cúpula de energía estaba constituida en realidad por dos cúpulas, una al lado de la otra, unidas entre sí por un túnel a presión. El peligro de que los productores atómicos de energía estallaran había hecho adoptar aquella precaución: los mandos y los controles se encontraban en la cúpula auxiliar, convenientemente aislados. Además, en el interior de la cúpula principal la radiación era bastante intensa, lo suficiente para afectar a cualquier hombre que penetrara mucho por allí. Los especialistas que periódicamente revisaban los instrumentos no penetraban nunca en la cúpula general, y cuando debía hacerse alguna reparación imprescindible en ella se empleaban robots guiados por mandos a distancia. No podía penetrarse en la cúpula general si no era pasando primero por la auxiliar, y cualquier percance que aumentara el nivel de la radiación hasta un punto considerado como seriamente peligroso cerraba automáticamente, mediante siete gruesas compuertas situadas en el túnel a presión, todo contacto entre las dos cúpulas.

Las compuertas de seguridad eran de funcionamiento automático; no podían cerrarse si no era aumentando el nivel de radiactividad en el interior de la cúpula general. Pero esto último podía hacerse desde Tumba uno mediante una reversión de los mandos del almacén de energía. La energía era devuelta a la cúpula general, y esto elevaba el nivel de la radiación. Cuando este nivel alcanzaba la cifra tope, las compuertas de seguridad, automáticamente, se cerraban.

La orden del coronel Spar fue cumplida así inmediatamente. Al mismo tiempo que el grupo de vehículos de superficie salía de Tumba uno, un técnico invertía los controles de los almacenes de energía de la ciudad.

Y precisamente en aquel momento, Gabriel llegaba a la cúpula auxiliar de energía.

Fue como si un inmenso reloj sincronizara todos los movimientos. El robot necesitó unos minutos para penetrar en la cúpula auxiliar. Y en aquel breve lapso de tiempo, el nivel de radiactividad en la cúpula general alcanzó el punto máximo de seguridad. En el cuadro de mandos de la cúpula auxiliar se encendió una luz roja, al tiempo que un timbre de alarma empezaba a sonar, avisando de lo sucedido. En los controles de todas las tumbas repiquetearon timbres de alarma. Y el cerebro que en Tumba uno suplía desventajosamente al desaparecido cerebro coordinador apareció una nota que puso en conmoción todo el sistema de alarma de la ciudad.

Un ser humano hubiera quedado anonadado ante aquel golpe, incapaz de reaccionar. Nadie soporta con entereza el ver derrumbarse todos sus planes por sólo centésimas de segundo de retraso. Gabriel, sin embargo, no se inmutó. Había calculado el tiempo y considerado que tenía el suficiente como para llegar hasta la cúpula general. Sin embargo, su cálculo se había basado en una base falsa: la de que la reacción del ejército Selene sería más lenta. El brusco cambio de situación hizo que durante unos segundos permaneciera inmóvil en la entrada de la cúpula auxiliar, contemplando la luz roja y oyendo el timbre de alarma que avisaba el cierre de las compuertas y el aislamiento de la cúpula auxiliar.

Sin embargo, su mente no cesó de trabajar ni un momento. Había llegado tarde en aquel punto, pero todavía no estaba todo perdido. En su mano conservaba aún el fusil que usara en la cúpula central de Tumba uno, un fusil que disparaba tanto dentro de una atmósfera de tipo terrestre como en el más completo vacío. Y con un fusil podía abrir un boquete lo suficientemente ancho en el costado de la cúpula general de energía, por el que pudiera penetrar en ella. El vacío no afectaría en lo más mínimo a los mecanismos internos de la cúpula, construidos para poder trabajar en el vacío, en previsión del impacto de meteoritos de gran tamaño. Y la radiación tampoco le afectaría a él, cuyo cuerpo estaba construido con las protecciones necesarias.

Se dirigió hacia la salida, dispuesto a rodear la cúpula. Pero en aquel mismo momento el reloj que parecía sincronizar todos los acontecimientos a su alrededor marcó otro segundo. Y Gabriel comprendió que había fallado también en este extremo. Los vehículos de superficie del ejército Selene habían llegado ya hasta allí, y estaban tomando posiciones. De ellos empezaron a salir hombres, que se dispusieron en líneas, rodeando completamente la cúpula. La orden que habían recibido era terminante: si el robot intentaba huir, debían disparar. No existía otra alternativa.

Gabriel quedó unos instantes inmóvil junto a la lucerna de observación lateral de la cúpula, contemplando cómo los hombres, grotescos dentro de sus trajes de vacío, iban ocupando posiciones. Había jugado una carrera contra el tiempo, pero había llegado demasiado tarde. Había perdido. Los Selenes se le habían adelantado.

El transmisor de que estaba provista la cúpula empezó a emitir en aquellos momentos su señal de llamada. Gabriel volvió primero al rostro hacia allá, y luego se acercó al aparato. Movió la clavija que establecía la comunicación, y escuchó.

A través del altavoz le llegó una voz metálica:

—Atención, quienquiera que sea el que se halle dentro de la cúpula auxiliar de energía. Se encuentra completamente rodeado, sin ninguna posibilidad de escape. Todos los accesos están cerrados o bloqueados. Entréguese sin resistencia. En caso contrario, nos obligará a matarle. ¿Ha entendido? Responda.

Hubo una pausa de unos pocos segundos, y luego la misma voz:

—Atención, quienquiera que sea el que se encuentre en la cúpula auxiliar de energía. Sé que nos está oyendo, aunque no quiera recoger el mensaje. Repetimos: se encuentra completamente rodeado, sin ninguna posibilidad de escape. Todos los accesos están cerrados…

Gabriel dejó que la voz siguiera repitiendo lo que había dicho anteriormente, y se dirigió hacia la lucerna, observando la superficie lunar. Su cerebro seguía trabajando. Había asimilado los últimos acontecimientos, adaptándolos en su cerebro a su situación actual y buscando una salida. Empezó a examinar todas las posibilidades: las siete compuertas de seguridad, enteramente automáticas, estaban ideadas y construidas independientemente, de modo que no pudieran fallar todas a la vez. Él sabía que podían abrirse, conocía el medio de utilizar e invertir sus mecanismos, pero su realización llevaría demasiado tiempo, del que no disponía. También podía intentar penetrar en la cúpula general abriendo un boquete con su fusil protónico, pero aquello representaría salir al exterior, y apenas le vieran asomar el cuerpo dispararían contra él.

Pero existía también una tercera solución, y Gabriel no tardó en hallarla. Era demasiado insegura, sus resultados podían volverse contra él. Pero en su situación actual era la única que podía utilizar. Y si sabía utilizarla bien podría llegar a convertirla en un triunfo completo.

No tenía elección. Contempló aún unos instantes a través de la lucerna los movimientos de los soldados que tenía ante él al otro lado. Después, se dirigió de nuevo hacia el transmisor de la cúpula. La voz seguía repitiendo lo que había dicho ya anteriormente varias veces. Gabriel cortó la fonía, y lanzó la señal de contestación. Poco después empezó a emitir su respuesta.