TUMBA UNO se encontraba grandemente excitada. Gabriel lo comprendió así apenas salió de los almacenes de energía. La inminencia del primer ataque de la Tierra hacía que los ánimos se exaltaran, y las gentes corrían por las calles populosas en un afán patriótico que en otras circunstancias se hubieran sorprendido grandemente de sentir.
Gabriel avanzó cautelosamente. Aunque no sabía nada de lo que ocurría en Tumba uno con relación a los terrestres, su previsión de máquina le avisaba que un terrestre no sería bien visto por los Selenes en aquellos momentos. Procuró pasar desapercibido, siguiendo el curso de los corredores menos transitados en dirección a su meta inmediata: el elevador que conducía a la cúpula central.
Se había trazado un nuevo plan a seguir. En realidad, lo había trazado hacía ya tiempo, en previsión de que no pudiera realizar el primero. Ahora que el primero había fallado, le quedaba aún éste como reserva.
Sabía que era ya imposible intentar que el gobierno o el pueblo cambiaran de opinión con respecto a la decisión tomada. Además, el ataque era inminente; no existía tiempo material para ello. Había transcurrido ya un día y medio desde que la flota terrestre partiera de su planeta: Contando otro medio día para llegar al alcance de la Luna y un tercero para situarse y tomar posiciones en el espacio, le quedaba solamente un día para llevar a cabo su intento. Era muy poco tiempo.
Su proyecto era directo. No podía contar con los hombres, pero sí le quedaban los elementos. Un robot no podría luchar contra los hombres con seguridades de éxito, pero sí podía hacerlo contra las máquinas. Aquél era su plan.
La gran cúpula de energía se encontraba en lo que fue la primera base experimental lunar. Ésta se había construido en forma de estrella, en la cual la base propiamente dicha se encontraba en el centro, y las dependencias auxiliares irradiando de ella. Luego, al construirse la primera Tumba, la base fue abandonada y convertida en laboratorio de observación y experimentación. Las demás cúpulas a su alrededor se ampliaron de acuerdo con las nuevas necesidades de la colonia, hasta adquirir su tamaño y forma actuales.
La cúpula de energía ocupaba una extensión de quinientos metros cuadrados, y su altura sobrepasaba los doscientos. Estaba construida con aleaciones totalmente transparentes, salvo en la parte inferior, en la que había una banda opaca de diez metros de altura a partir de la base. Sobre ella se encontraban, orientados al sol, cinco enormes espejos solares, que recogían la energía luminosa y la llevaban al interior de la cúpula. En ella, un motor atómico, instalado cuando la energía de los espejos fue insuficiente para abastecer a todas las Tumbas, acumulaba una mayor cantidad y potencia. Grandes transformadores, reductores y acumuladores operaban con ella, y luego la enviaban por cables subterráneos a las diversas Tumbas, de acuerdo con la demanda, donde una serie de almacenes la almacenaban y distribuían en sus diversas potencias y usos.
Era muy difícil que se produjera una avería en la cúpula productora de energía; los cerebros que la gobernaban tenían prevista cualquier contingencia. Pero un accidente podía suceder siempre. Para prevenirlo se encontraban los almacenes de energía. En ellos la energía era acumulada a medida que se recibía, dejando una cierta reserva, de modo que si cualquier accidente interrumpía el suministro desde la cúpula, la Tumba en cuestión tuviera suficiente energía de reserva hasta que se hallara y reparara la avería. Una falta completa de energía sería la muerte instantánea de la ciudad, al interrumpir completa y bruscamente todos los sistemas de producción y renovación de aire, presión, ventilación, etcétera. Era preciso prevenir esta contingencia, y los almacenes de energía la prevenían. Si la cúpula sufría alguna avería y dejaba de suministrarla, las Tumbas seguían poseyéndola por espacio de veinticuatro horas. El tiempo suficiente para encontrar y subsanar el fallo.
Aquél era el objetivo de Gabriel. Era una medida drástica, pero irremediable. Le bastaba muy poco tiempo para arreglar las cosas de modo que la cúpula dejara de suministrar energía. Entonces, la Luna se encontraría con sólo veinticuatro horas de vida. Sería un ultimátum que no podría ser desoído. Cualquier acto de defensa, cualquier acción contra el ejército que avanzaba hacia la Luna representaría un consumo vital de aquella energía que no podría ya reemplazarse. No quedaría más remedio que aceptar la derrota. Gabriel, al final, vencería.
Sabía, no obstante, que aquella sería una victoria difícil y poco honrosa. Nadie le agradecería lo que iba a hacer, lo sabía. En el caso anterior, si el pueblo Selene hubiera aceptado la muerte de Fhur y el fin del cerebro electrónico, su figura hubiera quedado envuelta en la sombra, y su triunfo también. Ahora no. Sabía que después de su acción tendría que tomar una resolución inevitable. A pesar de todo, nadie le perdonaría nunca lo que iba hacer. Su único final sería la destrucción.
Pero no importaba. Ante él se alzaba su misión, sobre todas las cosas y por sobre todos los pensamientos. Un robot debía servir a los hombres, a la Humanidad entera. Fuera de esto, no importaba su propia vida.
Ni su muerte.
* * *
Anduvo cuidadosamente en dirección al elevador. A su izquierda, en algún lugar de aquel mismo nivel, resonaban gritos y rumor como de lucha. Las luces que iluminaban los corredores que formaban las calles parecían más blancas, más frías y más impresionantes que nunca. Aceleró el paso: debía llegar al elevador lo antes posible.
Pocas personas se cruzaban con él. Todos eran Selenes. Le dirigían rápidas miradas y apretaban el paso. Otros le miraban con insolencia, con odio casi. Pero nadie le dijo nada. Gabriel estaba seguro de que si alguien le hubiera detenido, le hubiera interpelado o le hubiera tan sólo insultado, todos los demás se hubieran lanzado contra él. Los hombres eran así; se sentían valientes cuando iban en grupo, o cuando alguien se adelantaba. Aisladamente, tenían miedo. No querían comprometerse.
Fue al doblar la esquina de un corredor cuando el grupo se presentó ante él.
Casi chocaron. Era un grupo formado por unos ocho o diez Selenes, capitaneados por un gigante de casi dos metros y medio de estatura. Todos eran altos, de miembros débiles, genuinos Selenes nacidos y afincados en la Luna. Al verle se detuvieron, y Gabriel hizo lo mismo.
Durante unos segundos se examinaron mutuamente en silencio. El robot percibió claramente la pesada barra metálica que uno de ellos llevaba en una mano, a modo de arma. Todos ostentaban en sus rostros una actitud belicosa. Gabriel no tuvo que esforzarse para comprender sus intenciones.
El gigante, que parecía ser el que mandaba el grupo, avanzó unos pasos, contemplándolo fijamente con ojos brillantes. De su boca sólo escapó, como un trallazo, una palabra:
—¡Terrestre!…
Era bastante. Se lanzó contra el robot, esgrimiendo la barra metálica que llevaba en su mano El cerebro de Gabriel envió inmediatamente en cuestión de décimas de segundo, una orden urgente a todos sus mecanismos musculares. Su cuerpo se movió rápidamente hacia un lado, en instantánea reacción, esquivando el golpe. La barra pasó tan sólo a unos centímetros de su piel.
Los demás Selenes del grupo empezaron a actuar, moviéndose de forma que le rodearan, mientras el gigante se lanzaba de nuevo contra él con un gruñido, furioso por haber fallado el golpe. Querían cortarle la retirada y cercarle para que no pudiera escapar. Por otra parte, Gabriel tampoco lo hubiera intentado. Su destino se encontraba ante él, no a sus espaldas. No podía retroceder.
Esquivó el nuevo golpe del Selene y actuó a su vez. Sabía que debía proceder de una forma rápida. Al tiempo que esquivaba lateralmente el golpe de la barra, alzó su mano. El armazón de acero que ocultaba su piel actuaba más firme que unas tenazas. Sus dedos agarraron fuertemente el brazo armado con la barra y dieron un brusco tirón. El Selene se sintió arrastrado hacia adelante. Gabriel lo soltó y hundió con fuerza su puño en el estómago de su contrincante. El Selene expelió todo el aire, y se inclinó. Un duro golpe en la cabeza, que retumbó en el silencio de la calle, terminó la lucha: el gigante cayó pesadamente al suelo, inconsciente, gravemente herido, o quizá probablemente muerto.
Los demás le habían rodeado ya, formando un apretado cerco, mientras dejaban que el otro se entendiera con el terrestre. Asistieron, sin acabar de comprenderlo demasiado, a la derrota del gigante. Luego contemplaron a Gabriel. Era fuerte, pero ellos eran mayoría, y la mayoría siempre vence. Alguien gritó:
—¡Sucio terrestre!…
Y se lanzaron contra él, todos al unísono, con ansias de terminar cuanto antes el combate.
Gabriel se olvidó de que era un robot, se olvidó de que su misión era servir a los humanos. Ante él había surgido un obstáculo que se interponía en su camino. Era preciso eliminarlo para poder llegar a su meta: No importaba que fueran hombres; era preciso quitar aquel obstáculo de en medio.
Se entabló una lucha, por una parte burda y furiosa, por la otra silenciosa y efectiva. Eran ocho hombres contra un robot. Gabriel recibía muchos golpes, pero apenas los sentía. Su constitución metálica resistía los más contundentes golpes sin afectarse seriamente, y Gabriel no conocía el dolor físico. Un puñetazo a cualquier parte de su blindada cabeza no producía el menor efecto; su tórax metálico articulado se combaba ligeramente, como una ballesta, al recibir cualquier otro golpe, pero no cedía. En cambio, sus golpes eran demoledoramente contundentes. Gabriel no se dejaba llevar por la furia ni por el ardor de la pelea. En todo momento conservaba el verdadero sentido de la situación y sabía lo que tenía que hacer en el segundo siguiente. Se movía con precisión matemática, sin desperdiciar ningún gesto, ningún movimiento. No golpeaba a menos que supiera que con ello iba a debilitar o a eliminar, al menos momentáneamente, a un enemigo. Sus golpes eran certeros, estudiados. Uno a la carótida. Otro a la cabeza. Uno corto al corazón. Cada uno de sus movimientos producía el efecto que esperaba de él. Y cada uno de sus golpes tenía la virtud de hacer que un enemigo cayera al suelo o se retirara lanzando un grito de dolor.
Uno de los que le atacaban traía en sus manos un arma verdaderamente terrible. La había usado ya con otros terrestres y había dado un resultado estremecedor. Era una especie de barra larga y delgada, terminada en su extremo en una especie de arpón curvo. Se usaba para el arrastre de los bultos desde las naves que llegaban de la Tierra. Se enganchaba con el arpón en su embalaje blando, y se tiraba de la barra; la poca gravedad de la Luna hacía el resto. Era un instrumento terrible, y el que lo llevaba, empleado en el servicio de transporte y vigilancia de mercancías del astropuerto, sabía cómo debía usarlo. A un terrestre le había abierto el pecho de arriba a abajo con él, y a otro lo había dejado tuerto. Sabía que era útil y cuál era su utilidad.
Ahora, decidió usarlo de nuevo. El enemigo que tenían ante sí era muy resistente, parecía un verdadero coloso. Pero también debía tener su punto débil. Estaba seguro de que no resistiría un golpe de aquello en el rostro sin lanzar un aullido y abandonar la lucha. Y entonces, el resto sería fácil.
Se preparó. Cinco de sus compañeros habían caído al suelo, derrotados. Y el terrestre parecía que no se agotaba. Recibía los golpes con entereza, fríamente, sin acusarlos en lo más mínimo. Y cuando encontraba la ocasión propicia, contraatacaba. Un sexto Selene cayó al suelo, alcanzado por un golpe que le hizo crujir peligrosamente la mandíbula.
El Selene se dispuso a actuar. La caída de su compañero había dejado un hueco aprovechable. El terrestre se encontraba vuelto ligeramente hacia su izquierda, de modo que sólo podía ver vagamente sus movimientos. Aquélla era la ocasión. Preparó su arma y se lanzó.
Fue un golpe certero. El arpón chocó contra el rostro del terrestre, clavándose en su piel, muy cerca de la sien. Y el Selene, lanzando un grito de alegría, tiró brutalmente hacia abajo. Se oyó un seco rasguido…
Y el hombre dejó escapar un grito. El terrestre, a pesar de la herida, no había demostrado el menor signo de dolor, no dejó escapar la menor exclamación. Y de su herida apareció, en vez de sangre, algo brillante, plateado, como si se tratara de un trozo de metal.
Repentinamente, el hombre comprendió. Comprendió el motivo de su fortaleza, de su impasibilidad, de su resistencia a los golpes, de que no sintiese el menor dolor ante aquella ancha y terrible herida. Gritó:
—¡Dios santo, es un robot! ¡Es un robot!
El terrestre se volvió hacia él. Por una fracción de segundo pudo ver sus ojos fríos, en los que se reflejaba una determinación sin límites. Levantó el arpón, dispuesto a usarlo de nuevo. Pero el otro no le dejó hacerlo. Su brazo se adelantó con fuerza, golpeándole lateralmente en el rostro. El Selene sintió el contacto de una cosa dura contra su mejilla. Le pareció por un instante que había sido golpeado con una barra de acero y sus huesos crujieron. Una invisible fuerza lo empujó inconteniblemente hacia un lado. Trastabilló y cayó al suelo. El arpón, situado en una posición desfavorable, se clavó profundamente en su brazo. Dejó escapar un grito, que repercutió dolorosamente en su cerebro, como en una caja de resonancia. Después, una espesa y turbia inconsciencia cayó sobre él.
Y Gabriel siguió golpeando. Ahora, su frío cálculo empezó a poblarse de deseos de terminar cuanto antes. Había sentido claramente cómo al desgarrarse su mejilla se rompían algunas de sus conexiones musculares, dejando la parte herida de su rostro completamente inmóvil. Siguió luchando, golpeando a los que tenía ante él. Uno de ellos le amenazaba con una pistola, dispuesto a disparar, pero lo atajó con un fuerte golpe en la cabeza. Los huesos del Selene sonaron con un seco crujido, pero Gabriel apenas prestó atención. Ya no le importaba matarlos o herirlos. Sus brazos siguieron golpeando, ya sin aguardar la ocasión propicia. Los tres hombres que quedaban en pie fueron retrocediendo lentamente ante su empuje. Primero cayó uno. Luego, el segundo. Y Gabriel sintió una especie de extraño placer cuando hundió su férreo puño en el estómago del tercero y vio cómo se doblaba con un gemido de angustia.
Quedó unos instantes en pie, contemplando a su alrededor. Nueve cuerpos yacían en el suelo y de las heridas de algunos de ellos brotaba sangre. Se llevó la mano al desgarrón de la mejilla, por el que asomaba la estructura metálica de su cabeza. Comprendía que aquélla era una complicación de gravedad. La herida dejaba al descubierto su verdadera naturaleza metálica, y el que se la había producido lo había visto inmediatamente. Era un peligro. Pero no tenía tiempo para regresar a los almacenes de energía y utilizar su cuarta máscara. Por una parte, tampoco le serviría, ya que algunos de los contactos musculares estaban inutilizados. Y por otra parte lo sucedido le demostraba que los ánimos de los Selenes estaban excitados, y que grupos de hombres recorrían las calles de Tumba uno dispuestos a terminar con todos los terrestres que encontraran a su paso. No podía arriesgarse.
Se inclinó hacia uno de los caídos y le arrancó la pistola que tenía en su mano. Se la metió en el cinturón y con una mano se cubrió la herida, intentando disimularla lo mejor posible. Miró a ambos lados de la calle, viéndola desierta. Los pocos Selenes que circulaban por allí se habían alejado prontamente al ver la pelea. Tenía el camino expedito.
Cubriéndose constantemente la herida con una mano, Gabriel echó a andar calle adelante. Su destino era uno: los elevadores que conducían a la cúpula principal de acceso a la ciudad.
El hombre que usó el arpón contra Gabriel no perdió completamente el sentido. Sumido en una especie de modorra producida por el golpe y la herida del arpón, vio como el robot se inclinaba sobre uno de los caídos, le cogía algo y se lo metía entre el cinturón y el cuerpo, echando a andar luego calle adelante.
Durante unos minutos permaneció allí, tendido en el metálico suelo, sin fuerzas para levantarse. El golpe recibido en la mejilla le dolía enormemente. Parecía como si un taladro le barrenara constantemente la cabeza. Intentó mover la mandíbula y una legión de finas agujas le atravesó toda la parte donde había recibido el golpe. Lanzó un quejido, y por unos instantes pareció que iba a desmayarse. Pensó que debía tener el hueso roto, y aquel pensamiento agravó su estado.
Pero no se desmayó. A través de una niebla que le enturbiaba la visión, vio como lentamente unas figuras se acercaban a él. Intentó levantarse y hacerles señas, pero se derrumbó de nuevo. Alguien se arrodilló junto a él, y una voz le llamó por su nombre.
—Rot, ¿qué ha sucedido?
Abrió los ojos y distinguió confusamente al hombre que le hablaba. Era un Selene, pero no podía ver su rostro. Forzó la vista y al fin pudo divisar claramente su cara. Lo reconoció: era uno de los compañeros que trabajaban con él en la descarga y control de mercancías del astropuerto. Con una mano le arrancó el arpón, que todavía tenía clavado en el brazo, mientras con la otra le sostenía la cabeza, apoyándola en una de sus rodillas. Le contempló la mejilla, que tenía enormemente hinchada.
—¿Qué ha sucedido, Rot?
Intentó hablar pero al querer mover la boca el dolor fue demasiado intenso. Hizo una seña al otro, le indicó que le diera algo para escribir. El otro buscó en uno de sus bolsillos y le entregó una libreta y un bolígrafo. El herido, con letra insegura, escribió:
El condenado perro. Lo atacamos, pero nos venció a todos. Es un terrestre, aunque no es un hombre. Es un robot, ¿comprendes? UN ROBOT.
Y escribió esto último con mayúsculas. Dejó el bolígrafo, y suspiró. El otro se inclinó hacia él.
—¿Un robot, dices? ¿Hacia dónde fue?
El herido volvió a coger el bolígrafo y escribió.
Hacia allá. Calle adelante. Creo que va hacia los elevadores. Es un robot, vi el metal. Un robot.
El que lo sostenía quedó unos instantes indeciso. Miró a sus espaldas y vio a varios Selenes tras él, que se habían reunido al ver lo sucedido, curiosos. Depositó al herido en el suelo y se levantó. En su mano sostenía la tablilla.
—No sé si dice la verdad o no —dijo—. No creo que sea un robot, pero es un terrestre. Y ha herido a varios de los nuestros. Incluso quizá haya matado a alguno. Somos Selenes: ¿debemos consentirlo?
Algunos vacilaron y se apartaron ligeramente del grupo. Otros negaron enérgicamente con la cabeza. El que había hablado se volvió a arrodillar junto al herido.
—Vamos a buscarlo, Rot —dijo—. Es un cochino terrestre. Y pagará lo que ha hecho. Te lo juro.
Dejó la tablilla en el suelo y recogió el arpón del otro, empuñándolo con mano firme. Miró a los que estaban reunidos a su alrededor. No dijo nada. Clavó sus dedos en el duro metal del mango del arpón y echó a andar con paso rápido calle adelante.
Las dos terceras partes de los que estaban junto a él le siguieron.
Se habían formado grupos de Selenes, unos diez o doce individuos en cada grupo, con la misión autoimpuesta de terminar con todos los terrestres existentes en Tumba uno. No era ya solamente un deseo de venganza lo que les animaba, sino una sed asesina que no atendía a ninguna razón. El animal había asomado a la superficie del hombre y su presencia le había producido una espantosa sed de sangre. No se necesitaba ya ser un terrestre. Un Selene de la categoría de los enanos era considerado como un terrestre y tratado como ellos. La furia asesina se había desatado, y ya nadie podía detenerla.
Se cometieron verdaderas atrocidades. Amparándose en un sofisticado deseo de justicia, el Hombre dejó aparecer sus más bajos instintos. No se respetó nada. Y lo que empezó como un acto de justicia se convirtió muy pronto en una horrible carnicería.
El Selene que recogiera a Rot había formado parte de uno de aquellos grupos. Habían rondado las calles en busca de terrestres, atacándolos en el mismo momento en que se topaban con ellos. Luego, habían encontrado una mujer terrestre, y cuatro de ellos la habían arrastrado consigo, llevándosela y separándose del resto. Los que quedaron se dirigieron al edificio donde se encontraban confinados los terrestres por el Gobierno, y participaron en la matanza. Al terminar todo, el hombre se encontró solo. Vagó por las calles de los niveles inferiores, buscando un grupo al que unirse o un terrestre a quien matar. Así encontró a Rot.
Ahora, había encontrado una finalidad, satisfactoria. No le importaba demasiado que el terrestre fuera un hombre o un robot. Era un terrestre, y esto bastaba. Sus nudillos estaban blancos mientras sujetaba con fuerza el arpón. Su paso era decidido y sus intenciones inconmovibles.
Por el camino encontraron a otros Selenes, otros grupos que se les unieron al saber lo que buscaban. Pronto se formó una comitiva de unos cincuenta hombres, que andaban rápidamente en dirección a los elevadores de la cúpula central. Rot había indicado que el robot parecía dirigirse a la cúpula central, quizá con la esperanza de robar algún vehículo exterior y huir de Tumba uno con la idea de reunirse con sus compañeros que se acercaban por el espacio. Si era así, era preciso detenerlo.
Y, efectivamente, Gabriel se dirigía hacia el exterior. Pero su intención no era la de robar ningún vehículo; no lo necesitaba. Su cuerpo resistía perfectamente la temperatura y la carencia de atmósfera exterior. Podía andar por la superficie de la Luna sin necesidad de ninguna clase de escafandra acondicionada a presión.
Llegó al bloque de elevadores de la cúpula central, con la mano todavía sujetando la mejilla desgarrada. Penetró en una de las cabinas y cerró la puerta a sus espaldas. Pulsó el mando correspondiente a la cúpula y el ascensor se puso silenciosamente en movimiento.
Sabía que en la cúpula se encontraban cinco soldados Selenes de guardia, y que las tres salidas estaban cerradas permanentemente. Pero confiaba en que lograría llegar a una de ellas. Los guardias no se esperaban su presencia; podría indudablemente sorprenderlos. De aquel factor dependía el éxito del resto de su empresa.
Pero Gabriel no sabía que los que le seguían conocían cuál era su destino. Y que uno de ellos tuvo la idea de llamar al retén de guardia, previniéndole. La idea fue unánimemente aceptada, y se efectuó la llamada.
Y cuando Gabriel salió de la cabina del elevador, cinco fusiles protónicos le apuntaban desde el otro lado de la puerta.