XIII
CONSECUENCIAS

A LA MAÑANA siguiente fue descubierto el cuerpo de Fhur, tendido en el suelo de su habitación, y con una pistola fuertemente apretada en su mano derecha. Toda la habitación mostraba un aspecto completo de orden. La cama se había desconectado automáticamente al no recibir el cuerpo del presidente, y la luz y la calefacción se habían graduado tenuemente a una baja intensidad. Todo se encontraba en su sitio.

Pero Juan Fhur, presidente del Gobierno del pueblo Selene, había muerto.

Se reunió inmediatamente el Consejo del Gobierno en sesión especial. Ante ellos se planteaba un dilema: el presidente había muerto, y sólo él tenía potestad para firmar las órdenes relativas a seguridad nacional. Era preciso elegir otro presidente que le sustituyera. Pero el tiempo apremiaba y las elecciones eran algo que requería un cierto tiempo.

Además, existía el asunto de su muerte. La pistola en su mano hacía indicar que el presidente se había suicidado. Pero era preciso abrir una investigación, aunque sólo fuera de rutina. Y hacerse las preguntas de siempre: ¿Y si no se había suicidado? ¿Y si el causante de su muerte había sido otra persona? ¿Y quién podía ser, en su caso, este hipotético asesino?

—Tenemos cosas más importantes que hacer que investigar esta muerte —observó uno de los consejeros—. El ejército de la Tierra ha salido ya de sus bases, y se encuentra en camino hacia la Luna. Dentro de un día y medio habrá tomado posiciones, y dentro de dos días estará dispuesto ya para lanzar su primer ataque. Es preciso adoptar una resolución rápida y enérgica; nos encontramos ante una situación de verdadera emergencia.

—¿Y cuál puede ser esta solución rápida y enérgica?

—Nombrar un presidente interino, por ejemplo, sin los requisitos necesarios de uno permanente. O crear un consejo consultivo que haga sus veces. Pero hacer algo, y rápido. El tiempo va contra nosotros.

—Un momento —exclamó otro de los consejeros—. Creo que antes de adoptar una resolución definitiva sería conveniente consultar la situación actual en el cerebro. Él es el más indicado para mostrarnos la solución y el mejor camino que podemos seguir.

La idea fue aceptada por unanimidad. En sí, era una cosa lógica. Acudieron a la gran cripta donde se encontraba el cerebro.

Pero el cerebro no respondió a sus preguntas. Estaba silencioso. Muerto.

* * *

El presidente del Consejo se levantó de un salto.

—¡Silencio! —gritó—. ¡Silencio!

El salón del Consejo se había convertido en una torre de Babel. Todo el mundo hablaba por su cuenta, gritaba, gesticulaba… Era preciso cortar aquello lo antes posible. Y el presidente, con su voz, lo dominó.

—¡Silencio! —volvió a gritar. Las voces, lentamente, se fueron apagando—. Conservemos un poco de calma, por favor. Acabamos de descubrir que el cerebro electrónico ha sido destruido. No por accidente, sino deliberadamente. Muy bien. Pero esto no modifica nuestra situación actual. Es preciso que permanezcamos tranquilos; exaltándonos no conseguiremos nada, salvo ponernos nerviosos inútilmente. Nos encontramos ante un hecho consumado. Dejemos de pensar en él y limitémonos a estudiar sus consecuencias.

—¡Un momento! —Uno de los consejeros se puso en pie—. No estoy conforme con ello. Nos encontramos ante un hecho claro de sabotaje. El presidente ha sido muerto y el cerebro destruido. Creo que está bastante claro.

—No del todo. Usted parece insinuar que hay alguien que mató al presidente y luego destruyó el cerebro. Pero yo puedo oponer a eso que también puede ser que el presidente se diera cuenta de que el cerebro había sido destruido, y que por causa de ello se quitara la vida. O que se quitara precisamente la vida porque él había sido quien había destruido el cerebro.

—¿Intenta insinuar que el presidente pudo destruir el cerebro con sus propias manos?

—¿Y qué razones hay que nos hagan creen con mayor prioridad en lo contrario? Últimamente el presidente se portaba de un modo harto extraño. Parecía nervioso, febril. Ordenó la búsqueda de un robot que, según decía él, era totalmente idéntico a un ser humano, tanto en forma como en atribuciones. Hablaba mucho de la salvación de la humanidad y de los ideales que implicaba la liberación del pueblo Selene. Parecía encontrarse ante dos ideas opuestas que tiraban de él en sentidos distintos, y entre las que no sabía cual escoger. ¿Por qué estas mismas dos ideas contrarias no pudieron llevarle primero a destruir el cerebro y después a suicidarse?

—Esto es tan sólo una suposición sin ningún fundamento concreto. No puede tenerse en cuenta.

—De acuerdo. Pero ninguna otra suposición podrá tenerse en cuenta tampoco. Nos encontramos sin motivos y sin pruebas sobre los que poder dictaminar nada concreto. Sería preciso iniciar una investigación en toda regla, y esto nos llevaría un tiempo del que no disponemos. ¿No se dan cuenta de que nos encontramos ante una situación en la que debemos apurar todos los minutos que nos restan de tiempo? El cerebro electrónico centralizador ha sido destruido. Y los ejércitos terrestres avanzan en estos momentos sobre la Luna. En vez de especular inútilmente sobre la muerte de Fhur y la destrucción del cerebro, ¿no sería preferible buscar una línea de conducta a seguir?

Se produjo un silencio. Todos los Consejeros comprendían la gravedad de la situación. Se encontraban evidentemente en inferioridad de condiciones ante el ejército de la Tierra. Y ello les colocaba ante dos alternativas. O luchar, aun sabiendo que llevarían la peor parte, o renunciar a la lucha. Una alternativa, honrosa pero desesperada. La otra, segura pero deshonrosa. ¿Cuál era la que debía elegirse?

—¿Qué posibilidades hay de seguir la lucha con ciertas garantías de éxito?

Se examinaron todas las posibilidades. Había algunas, era cierto. Una de ellas, por ejemplo, emplear un equipo de cerebros electrónicos de menor potencia en substitución del destruido. Nunca se lograría lo mismo que con él, era cierto, pero se podría reducir la diferencia. Era una proposición digna de estudio. Pero, con todo, la Luna seguía en inferioridad.

Otra solución era atemorizar a la Tierra. Se había construido en un circo en la Luna, algo alejado de la región de las Tumbas, un equipo de cohetes atómicos de alta potencia, capaces de iniciar una reacción en cadena en un planeta provisto de atmósfera que contuviera oxígeno. Y la Tierra lo era. Era el arma más poderosa construida hasta entonces, y la Luna disponía de un equipo de veintidós proyectiles. La Tierra no se resignaría a ser destruida. Según como fuera el curso de la guerra, siempre les quedaba el recurso de emplear aquella amenaza. La Tierra tenía defensas, pero un lanzamiento simultáneo de veintidós proyectiles a distintas partes del planeta era algo digno de ser tenido en cuenta.

Con todo, la situación era muy inestable. Y ninguno de los consejeros se atrevía a dar una respuesta única y categórica. Sin embargo, era preciso encontrar algo. El ejército de la Tierra se acercaba por momentos. Menos de cuarenta y ocho horas, y estaría a punto de lanzar su primer ataque. Para aquel entonces era preciso haber encontrado ya una solución.

—Creo que es preciso que por una vez al menos nos desentendamos de tomar decisiones —propuso uno de los Consejeros—. La situación actual atañe a todo el pueblo Selene. El pueblo Selene es, por lo tanto, el que con mayor justicia puede decidir. Propongo que sea él quien nos señale el camino a seguir.

La proposición fue aceptada inmediatamente: el Consejo se libraba así de responsabilidades, tanto si se aceptaba luchar como declinar las armas. Fue lanzado al pueblo Selene un mensaje oficial en el que se pedía que, por votación universal secreta, se decidiera lo que debía hacerse, vistas las presentes circunstancias.

El pueblo Selene votó. Y su respuesta fue categórica: la lucha debía seguirse. Pese a todo.

Ni siquiera los más insignes historiadores han logrado comprender, a lo largo de toda la historia del mundo, el porqué de las extrañas reacciones de la masa humana ante los acontecimientos. Muchas veces el pueblo, el populacho, como se le ha llamado en ocasiones, ha encumbrado en pocos días a una persona, para destruirla de golpe poco después, haciendo variar impensadamente y por completo el curso de la historia, sin que puedan adivinarse sus motivos. ¿Qué es lo que empuja a esta masa hacia decisiones a veces a todas luces ilógicas, completamente absurdas, y que a menudo implican su propia muerte?

La respuesta sólo puede llegar a encontrarse en los más hondos recovecos de la psicología humana. Cuando una multitud de hombres se reúne, dejan de convertirse en individuos para transformarse en un ente nuevo, amorfo y distinto, llamado masa. Su opinión es única, y sus actos también únicos. No importa que estén reñidos con la más pura razón; la psicología de la masa es distinta a la psicología del individuo. En ella no existe la razón; ha sido sustituida por los impulsos. Y ellos son la que rige todas sus acciones.

El pueblo Selene se encontraba ante dos caminos que podía seguir. Uno de ellos le conducía hacia su vida anterior, hacia la paz y la seguridad del individuo. El otro, hacia la guerra y la muerte. Su elección hubiera tenido que ser sencilla. Pero el pueblo Selene, cuya mayor parte de esos individuos ignoraba incluso qué era en esencia la independencia y la autonomía por la que luchaban, se había imbuido completamente en aquella idea sin siquiera conocerla, y la había antepuesto a todas las demás consideraciones. Ahora se le ofrecía la alternativa de abandonarla o seguir con ella. El pueblo Selene se había acostumbrado a la nueva idea de la independencia, y en aras de ella había trabajado preparándose para la guerra. Ahora parecía un absurdo abandonarla. Si volvían a su situación anterior, ¿para qué habían preparado sus armas, sus cañones y sus proyectiles? No importaba que se encontraran en inferioridad de condiciones, no importaba que murieran la mayor parte de ellos. La independencia, aunque no supieran con exactitud lo que se encerraba en ella, era una palabra bonita. Valía la pena luchar por aquel ideal bello y desconocido.

El pueblo Selene eligió la guerra. Y sin saberlo, eligió su propia destrucción.

Y quizá la de todo el mundo.

No se supo nunca quién lanzó la primera palabra. Como suele suceder en estos casos, fue un rumor innominado y anónimo que, poco a poco, fue cobrando incremento entre la gente. La destrucción del cerebro y la muerte de Fhur no fueron consideradas enteramente como un suicidio. Existían otras explicaciones más fáciles y mejores para las mentes de los Selenes. Y una de ellas era que todo había sido obra de los terrestres. ¿Quién, o quiénes? Se ignoraba. Los terrestres en general. Eso era suficiente.

Empezaron a considerarse las posibilidades. ¿Quiénes tenían mayores motivos para hacer aquello? Los terrestres naturalmente. Entre ellos debía existir el deseo de que la Tierra siguiera manteniendo la Luna como colonia. Luego, los culpables sólo podían ser ellos. Y como sólo podían ser ellos, eran ellos.

Así principió la cosa. Primero fueron murmuraciones, voces apagadas. Luego, voces fuertes. Finalmente, gritos. Y la gente, al unísono, comenzó a exaltarse.

Los terrestres que habitaban Tumba uno eran casi unos trescientos, y un número similar ocupaban las demás Tumbas. De ellos, unos doscientos veinte se encontraban recluidos en el edificio destinado para su albergue por Fhur, y el resto estaban distribuidos entre casas Selenes y algunos, muy pocos, en hoteles. Estos últimos fueron los primeros en caer.

Fue un grupo de exaltados, apenas unos diez o doce, quien lo inició todo. Se reunieron al pie de uno de los hoteles de Tumba uno y celebraron un breve conciliábulo. En el hotel vivía un terrestre. Subieron a su habitación y penetraron en ella en tromba. El hombre, que esperaba algo de lo que iba a suceder, les aguardaba empuñando una pistola. Aunque no tuvo tiempo de usarla. Se le echaron fieramente encima, golpeándolo salvajemente. Durante unos minutos en la habitación, reinó un tumulto espantoso. Luego, cuando el grupo se retiró, el hombre quedó allá, tendido en el suelo, completamente inmóvil. Tenía el rostro prácticamente deshecho a golpes. Y un fino y largo estilete le asomaba por el pecho a la altura del corazón.

Aquel fue el principio. Los Selenes partían de la base de que, después de lo ocurrido con Fhur y el cerebro electrónico, cualquier terrestre era un enemigo. Y por lo tanto, el terminar con ellos era un deber de justicia.

Bastaba cualquier instrumento. Un estilete, una barra de acero, una pistola, los mismos puños… La cuestión era terminar con ellos. Los pocos terrestres que se hospedaban en hoteles acudieron rápidamente a refugiarse en el edificio donde, al menos, creían que hallarían una relativa protección y seguridad. Pero los soldados eran también Selenes, y muchos de ellos compartían en todo los pensamientos de los demás. Su oposición al nutrido grupo armado que acudió a hacer justicia fue débil. Los terrestres habían visto cómo eran despojados de cualquier clase de arma al entrar allí, por motivos de seguridad, según les dijeron. Su resistencia fue valerosa, pero inútil. Cuando el grupo abandonó el edificio, dentro de él sólo había cadáveres.

El Gobierno Selene comprendía que era preciso evitar aquello, pero sabía que no podía impedirlo. Muchos Consejeros argumentaban que en situaciones como aquella nada se podía hacer; eran cosas que habían sucedido en todas las guerras y que seguirían sucediendo mientras la humanidad existiera. Otros, más atrevidos, decían que aquélla era la voluntad del pueblo, y que por lo tanto debía acatarse. Al fin y al cabo, sólo eran algunos terrestres. Y no valía la pena preocuparse por algunos terrestres que, de todos modos, no dejaban de ser enemigos en potencia. Quizá estuvieran incluso mejor muertos que vivos.

En resumidas cuentas, el gobierno se encogió de hombros. Lo lamentaba mucho, dijo, pero no podía hacer nada por evitarlo.

Y no hizo nada.

Gabriel se había instalado en los almacenes de energía de Tumba uno. Se encontraban situados bajo una de las cúpulas auxiliares, en el ángulo de la ciudad correspondiente a las primitivas cúpulas de observatorios, laboratorios y la cúpula productora de energía. En sí, los almacenes de energía no eran más que una especie de edificio de dos niveles, repleto de corredores y puertas cerradas. Tras de cada una de aquellas puertas funcionaba la complicada maquinaria que almacenaba la energía producida por los enormes espejos solares de la superficie, y la distribuía a su debido tiempo por toda la ciudad. El mecanismo funcionaba totalmente automático, por lo que el lugar, frío e inhóspito, estaba constantemente desierto. Era un buen refugio para alguien que no necesitaba comer ni dormir y que pudiera vivir sin ninguna molestia bajo las temperaturas más extremas.

El interior era una vasta red de pasillos. Gabriel los había recorrido una vez en su totalidad, grabando en sus circuitos un plano mental del edificio. Luego, había limitado su campo de acción al pasillo inmediato a la compuerta de acceso. No necesitaba nada más. Lo demás lo conocía ya; entonces, ¿para qué volver a visitarlo?

Un robot no necesita sentarse para descansar, y puede tenderse sobre la superficie más fría y dura sin sentir la menor molestia. Gabriel permanecía muchas horas de pie, pero algunas veces se tendía en el suelo, desconectando todos sus circuitos de equilibrio y dejándolos reposar. Sabía que aquello no era necesario, pero siempre era una precaución que no estaba de más: se garantizaba un más perfecto funcionamiento. Tendido así, completamente sin ver el techo del pasillo, dejaba que su cerebro, en un continuo girar, le fuera recordando constantemente todo lo que sabía, haciéndolo pasar una y otra vez ante sus ojos. Bastaba tan sólo una milésima de segundo para que encontrara en su correspondiente base de datos el conocimiento necesario; pero siempre era conveniente repasar lo que ya sabía. Tal vez no fuera de ninguna utilidad, pero tampoco era enteramente inútil.

Gabriel había calculado todos sus actos al más ínfimo detalle. Su cerebro, que a pesar de todo no dejaba de ser un eficiente cerebro mecánico, había sopesado todos los pros y los contras, antes de emitir una línea de conducta. Pero el cerebro de Gabriel tenía una gran laguna, que quizá en algunos aspectos no dejaba de ser una enorme ventaja, pero que en muchos otros constituía una gran falla. Máquina al fin y al cabo, su cerebro no podía llegar a discernir el camino que seguiría un ser humano enfrentado ante una circunstancia cualquiera. Podía entresacar de todos los posibles el más lógico, el más racional. Pero el hombre, como individuo, casi nunca es racional ni lógico. Podía decir lo que haría un hombre sensato, que razonara fríamente. Pero su mente era incapaz de concebir lo que haría Juan, o Pedro, u otra persona determinada.

Al trazar su plan, había calculado todos los factores. El aniquilamiento del cerebro electrónico colocaba a la Luna en inferioridad de condiciones claramente manifiesta ante el ejército de la Tierra. La muerte de Fhur haría que el pueblo Selene se encontrara sin jefe. Las circunstancias que concurrían eran suficientes. Ante la amenaza de una derrota segura, era preferible no iniciar la lucha. Eso era lo que haría un hombre normal, que razonara fríamente. Pero la masa humana no razona fríamente, se deja llevar por, sus impulsos, sin detenerse a pensar si son lógicos o no. Gabriel no calculó este impulso, era incapaz, por su naturaleza mecánica, de calcularlo. Y ahí residió su gran error.

Cuando salió del edificio del Gobierno, por el mismo lugar por donde había penetrado, se encaminó directamente a los almacenes de energía. A la mañana siguiente salió de nuevo, para averiguar los resultados de su acción, y así supo la reacción del pueblo. Comprendió, con una sola palabra, que su plan había fracasado. No llegó a comprender el porqué de este fracaso, pero sí supo lo más esencial: que había matado a un hombre, y destruido un cerebro electrónico, y ninguna de sus dos acciones habían reportado un beneficio a la humanidad. Los cimientos sobre los que se basaba su existencia parecieron tambalearse, como sacudidos por un terremoto.

Regresó a toda prisa a los almacenes de energía. Allí necesitó hacer un reajuste completo de sus circuitos antes de poder razonar con claridad. Se tendió en el suelo y desconectó todos los mecanismos que regían su sistema corporal, dedicando toda la potencia de su energía a pensar.

En su cerebro existía una base inconmovible, un axioma que no podía abandonar: era preciso salvar a la Humanidad del desastre al que se abocaba. No se le ocultaban los resultados de una guerra en aquellas condiciones y sabía que era preciso atajarlos. Pero ¿cómo?

Dejó que su cerebro buscara de nuevo desde un principio. Ante él se levantaba un axioma inviolable: todas sus acciones debían estar directamente encaminadas hacia el fin que guiaba su existencia. Limitándose a aquel fin, todo lo que hiciera sería lícito. Pero existía una pregunta: podía él realizar un acto encaminado hacia aquel fin, y luego resultar que, a pesar de su infalibilidad, se había equivocado al ejecutarlo. ¿Cuál era la situación entonces?

Su cerebro no contenía la respuesta para aquella pregunta; por lo tanto, tuvo que buscarla. Analizó fríamente los hechos. Cuando él mató a Fhur, lo hizo porque sabía que con ello produciría un beneficio a la Humanidad. Pero en el fondo ignoraba si realmente estaba en lo cierto. Ahora se había demostrado que no lo estaba. ¿Y qué sucedía?

Sabía los efectos que ello causaba ahora en su mente. Un robot normal, aunque hubiera podido matar a Fhur, se hubiera autodestruido inmediatamente al reconocer el hecho. Sin embargo, había que partir de la base de que él no era un robot normal. Sabía los efectos que había causado hasta aquel momento su acción: un ligero desajuste momentáneo de sus circuitos, que habían bastado unos minutos para volver a ajustar. Pero ¿cuáles serían los efectos después?

Se encontraba ante una encrucijada. Desde un principio había partido de la base de que él era infalible. Su propia naturaleza se lo indicaba: lo sabía todo, era capaz de todo. Su mente podía calcular las más complicadas ecuaciones en sólo pocos segundos y sin margen de error. Recordó el salón de juegos de Tánger; había sido un juego de niños para él. Él era distinto de los humanos, pero los humanos eran también distintos a él. Sabía lo que podía hacer un humano normal, por término medio, ante una determinada circunstancia, su cerebro podía calcularlo en escasos segundos. Pero no sabía lo que haría un determinado humano en particular. Había podido saber cuál sería la reacción del doctor Germ estudiando su carácter; había sabido que Fhur aceptaría difícilmente lo que él había dicho por el mismo motivo. Pero no podía determinar las reacciones de una persona a la que no conocía en absoluto. Y mucho menos un grupo de personas.

Ahí estaba la cuestión. Los humanos eran demasiado humanos para él. Y él demasiado lógico para los humanos.

Veía claramente la sombra que aquello arrojaba ante él. Hasta aquel momento había actuado con el convencimiento de que sus actos traerían las consecuencias que para las mismas había calculado. Pero la realidad le había demostrado que no era así. Y ante él se abría la incertidumbre. Cualquier acto que realizara podía abrir ante él dos soluciones: Una, la que esperaba; otra, la diametralmente opuesta. Y aquí se encontraba su gran dilema. Sus acciones debían limitarse a servir a la humanidad. Pero ¿servirían realmente a la Humanidad?

Ante él tenía dos caminos. ¿Cuál debía seguir?

Le invadió de nuevo la extraña sensación que sintiera la vez anterior, en la cúpula de observación. Por unos momentos pensó que no valía la pena seguir, que era inútil luchar por una cosa que se encontraba por encima de sus posibilidades.

Pero se sobrepuso a esta sensación. Se impuso sobre ella. Su destino era servir a la Humanidad. No importaba que sus acciones se vieran coronadas o no por el éxito; importaban las acciones en sí. Aunque no llegara al fin propuesto, él debía poner los medios. Después, lo que sucediera no alteraba las modificaciones de lo que ya había hecho.

Esta fue la respuesta que obtuvo de su cerebro, y la aceptó. Conectó de nuevo todos sus circuitos corporales y de movimiento y recuperó de nuevo su personalidad humana. Se levantó. La decisión había llegado. Y con ella, sabía ya qué tenía que hacer.

Se dirigió hacia la compuerta de entrada. En su mente se había marcado ya la nueva ruta a seguir. Pensó que si no había logrado su objetivo a la primera tentativa, debía intentar lograrlo a la segunda. Los humanos eran extraños, muy extraños. Pero trataría de comprenderlos. Y estaba seguro de que, al final lo conseguiría.

Esto fue lo que pensó Gabriel. Y sus pensamientos, sin que él se diera cuenta de ello, lo elevaron a un nivel más próximo al de los mismos humanos.