FHUR había dado una orden concreta: era preciso encontrar al robot, costara lo que costase. Era seguro que había abandonado su personalidad de Gabriel Alvear. Y con la personalidad, debía de haber abandonado su anterior rostro. Era indudable que en esta situación no tendría documentación y, por lo tanto, sería fácil hallarle buscando en aquella dirección. Entre todos los terrestres indocumentados, uno de ellos tendría que ser él. Era algo que permanecía fuera de toda duda.
Sin embargo, el robot no aparecía. A pesar de la intensa búsqueda no pudo hallársele. Parecía haber desaparecido completamente. Y Fhur tuvo la esperanza —la absurda esperanza— de que algún grupo de Selenes, en su furor anti-terrestre, lo hubieran destruido.
Descendió hasta los departamentos de las máquinas y formuló la pregunta. Pero la respuesta fue ambigua. Existían tantas posibilidades de haber sido destruido como de estar oculto en algún sitio. No existía ninguna seguridad en ningún sentido.
Por primera vez, Fhur se irritó contra las maquinas. Por primera vez creyó que estaba siendo engañado por ellas. Era mentira. Un robot no podía vivir tanto tiempo entre los hombres, haciéndose pasar por uno de ellos, sin ser descubierto. Era una máquina, una simple máquina.
Aquella tarde, un oficial le anunció que había sido hecha una detención. No, no era el robot. Era un hombre: Gabriel Vilalcázar, el hombre que, según las noticias, lo había construido. Fhur ordenó que se le hiciera comparecer inmediatamente ante él.
Se encontraba sentado al lado de su mesa de trabajo, e indicó a Vilalcázar una silla frente a él. Durante unos instantes lo observó pensativamente, cómo intentando encontrar en el rostro del otro algo extraño, algún síntoma especial.
De pronto se puso en pie.
—¿Conoce a una persona llamada Gabriel Alvear?
—Conozco a un robot que se hace llamar así. ¿Por qué?
El presidente se inclinó hacia él.
—Este robot se encuentra en la Luna, ¿verdad? ¿Está aquí?
Sí.
—Y este robot vino aquí, suplantando la personalidad de otra persona, para amenazarme de muerte si no accedía afirmar un armisticio con la Tierra.
Vilalcázar permaneció pensativo un breve instante.
—¿Y usted hizo caso de aquellas palabras?
—No. —Fhur se dejó caer en un sillón—. Sin embargo, no las puedo olvidar. Es algo que no puedo llegar a comprender. Un robot, una máquina… ¿Qué significado puede tener esto en la situación actual?
—¿Para eso me ha hecho traer aquí?
—El robot me dijo que había sido construido por alguien llamado Gabriel Vilalcázar.
—Soy yo.
—Entonces nadie como usted podrá decirme lo que deseo saber: la verdad sobre esta máquina.
Vilalcázar cruzó lentamente sus manos.
—En realidad —dijo—, poco es lo que puedo decir sobre ella. Sé muy poco sobre este robot. Tan poco, que ni siquiera sé si es precisamente eso: un robot.
—¿Qué?
Vilalcázar sonrió.
—Si me encuentro ahora aquí, en la Luna, es precisamente por este motivo. No puedo llegar a creer que lo que yo he construido sea tan sólo un robot; parece algo más. Pero tampoco puedo llegar a creer que sea un hombre. Así, ante la incertidumbre, prefiero esperar. Sé que llegará un momento en que su verdadera condición tendrá que aparecer forzosamente por sobre su doble capa metálica y carnal. Y esta ocasión no tardará mucho en llegar. Por eso estoy ahora aquí.
Fhur guardó un breve silencio.
—Necesito a este robot —dijo al fin.
—¿Por qué?
—No lo sé. Pero lo necesito. Necesito destruirlo, inutilizarlo. No sé todavía lo que es capaz de hacer. Y no quiero correr riesgos inútiles.
—¿Lo que es capaz de hacer? Yo puedo decírselo. Todo. Es capaz de hacerlo todo.
—No lo creo —dijo Fhur. Aunque en realidad, quería no creerlo.
Vilalcázar se encogió de hombros.
No importa. En realidad, no es que no creamos; es que no comprendemos. Nosotros, los, hombres, nos hemos visto arrollados por nuestras creaciones, las máquinas. Han llegado a una altura tal que no podemos comprenderlas: son superiores al límite de nuestra inteligencia. Y aquí se encuentra la dificultad primordial. Unas de ellas están llevando a la humanidad a su destrucción. Otras intentan salvarla. Pero nosotros, con nuestras pobres mentes humanas, no podemos llegar a saber dónde se encuentran las unas y las otras. Y vacilamos entre las dos corrientes opuestas.
—¿Qué quiere decir con esto?
—Que nos encontramos ante una encrucijada. En un lado se encuentra la destrucción por las máquinas. En el otro, la salvación por las mismas máquinas. Pero los caminos que conducen a ambos son idénticos. Y no sabemos distinguir el bueno del malo.
—¿Cuál es la misión del robot aquí?
—Según él, salvar la humanidad.
—¿Y quién le impuso esta misión?
Vilalcázar sonrió levemente.
—Nadie. Su propia naturaleza. Supo encontrar su destino. Y ahora está luchando por él.
—¿Por qué vino a la Luna?
—Porque comprendió que éste era el único sitio desde el que se podía hacer algo para salvar a la humanidad. Su misión principal es hacer que la guerra no estalle.
—¿Y lo logrará?
Vilalcázar dudó unos momentos.
—¿Desea una respuesta sincera?
—Sí.
—Esta bien. No, creo que no lo logrará. Nuestra carrera hacia la destrucción es ya una carrera irrefrenable. Todo el que se interponga ante ella será arrollado. Gabriel también. Aunque él, por su característica esencial de robot, no pueda llegar a verlo.
Hizo una pausa dubitativa.
—Pero lo peor —añadió— es que él no tiene la culpa. Los culpables, los únicos culpables, somos nosotros. Y nosotros seremos quienes tendremos que responder ante el tribunal de la nada.
Los días dados de plazo por la Tierra pasaron rápidamente. Y las diez enormes naves de transporte del ejército terrestre, con su numerosa escolta, partieron hacia su destino.
Fhur recibió la noticia con la relativa tranquilidad. Lanzó un nuevo Manifiesto al pueblo Selene, exhortándole para la lucha. Luego, se reunió con el Consejo. Permaneció con él por espacio de ocho horas, discutiendo los últimos detalles.
Cuando se retiró a sus dependencias, estaba cansado; el día había sido agotador. Por eso, el rato que permaneció en la camilla de masajes de su habitación resultó un gran sedante. Se levantó y se dirigió hacia la ducha. Se duchó y regresó a la habitación, donde el lecho estaba ya empezando a acondicionarse a la temperatura adecuada.
Fue en aquel momento cuando sonó la voz a sus espaldas.
—Buenas noches, presidente.
Se volvió en redondo. Ante él se encontraba una figura. Y en la mano de la figura, una pistola.
—¿Quién es?
La luz, débil, ocultaba las facciones del recién llenado. Fhur pulsó el botón que iluminaba toda la estancia. El cambio de luz mostró un rostro desconocido.
—¿Quién es usted? —repitió.
—¿Ya no me conoce? Mi rostro ha cambiado, es cierto, pero sigo siendo el mismo. Medite sobre mi voz.
Fhur recordó. Recordó aquella voz. Aquella actitud, con la mano. Y aquellos ojos que, en otro rostro distinto, seguían mirándole con igual turbadora fijeza.
«Es una máquina» —pensó—, «tan sólo una máquina».
—¿Qué es lo que quiere?
—Cumplir lo que prometí en mi anterior visita. Dije que al octavo día volvería aquí. Hoy se cumple ese octavo día. Y aquí estoy.
—¿Por dónde ha entrado?
—Hay muchas entradas en este edificio que no conocen los equipos de guardia. Durante mi anterior visita me entretuve un poco buscando algunas de ellas. Por allí he entrado.
—¿Por cuál?
—No creo que le haga ningún bien saberlo, pero se lo voy a decir: por las cámaras de aireación.
—¡Es imposible! ¡La presión no le permitiría entrar por allí!
Gabriel sonrió.
—No olvide usted que yo soy un robot. No necesito aire para respirar, ni comida para comer, ni una presión adecuada para mi cuerpo. Puedo vivir incluso en el vacío del espacio; mi mecanismo está herméticamente acondicionado.
Fhur miraba nerviosamente a derecha e izquierda. Lejos, en un ángulo de la habitación, estaba su mesa de trabajo. Y sobre ella el videoteléfono y el timbre de alarma.
—No piense en ello. Me he permitido desconectarlo todo de nuevo.
—¿Qué es lo que quiere?
—Saber su respuesta. Todavía está a tiempo de rectificar.
—Mi respuesta ya la conoce de su anterior visita. ¿Para qué perder tanto tiempo?
—Quiero oírsela de nuevo, ahora, de sus labios. ¿No desea llegar a un arreglo pacífico con la Tierra?
—Es la Tierra la que no quiere llegar a un acuerdo pacífico con nosotros.
—No es cierto. La Tierra tiene mucho que perder y nada que ganar. Con ustedes en cambio, es a la inversa. Deben ser ustedes quienes tomen la iniciativa.
—¿Y si no la tomamos?
—¿La pregunta es de índole particular, o general?
—Las dos cosas.
—Está bien. Con respecto al pueblo Selene, representará la guerra. Con respecto a usted, la muerte.
—¿Va a matarme?
—No me quedará otro remedio.
—Es un robot. Y un robot no puede nunca matar a un ser humano.
—Existen muchas clases de robots. Yo sí puedo matar a un ser humano, si existe motivo suficiente para ello. Y este motivo lo es. ¿Desea comprobarlo?
—¿Qué espera sacar con ello? Aunque me mate, no resolverá nada. Hay otras personas que ocuparán mi puesto. Y la guerra seguirá su curso.
—No quiero discutir ahora este punto. Pero puedo afirmarle que mi visión en este aspecto es muy distinta de la suya. ¿Desea algo más antes de morir?
«Es un robot, y un robot no puede matar a un ser humano. Está únicamente intentando asustarme con palabras».
—No cometa estupideces —dijo finalmente—. Creo, que ya ha jugado bastante tiempo a salvador de la humanidad. Suelte el arma.
Avanzó unos pasos, pero vio algo en los ojos del robot que lo paralizó cuando se encontraba a poca distancia de él. Los ojos de Gabriel brillaban intensamente. Murmuró:
—Lo siento, presidente. En el fondo, usted es una buena persona. Pero las circunstancias han trastocado su personalidad. El poder que detenta sobre los demás lo ha convertido en un hombre aferrado a unas ideas estúpidas que no le permiten ver la verdad. Es éste un mal muy extendido en el mundo, pero en su caso particular es algo muy grave. Dependen muchas cosas de lo que usted diga o haga, aunque no parezca querer darse cuenta de ellas. Lo siento por usted, Fhur. Me repugna matarle, pero es lo único, que puedo hacer en beneficio de la humanidad. Adiós.
Fue todo muy rápido. El robot se encontraba tan sólo a unos pasos de distancia del presidente. Avanzó, alzando el revólver. De momento, Fhur no comprendió con exactitud aquel gesto. Vio la mano del robot acercarse mucho a sus ojos, sosteniendo la pistola. Todavía tuvo tiempo de pensar que un robot no podía matar a un ser humano. Quiso decirlo, y abrió la boca para ello. Pero no pudo emitir ningún sonido. Un estrépito ensordecedor hirió en aquel momento sus oídos; y casi al mismo tiempo, algo pareció estallar dentro de su cabeza.
Esto fue todo. Juan Fhur, presidente del pueblo Selene, se fue deslizando lentamente hacia el suelo, mirando con ojos absortos la figura que tenía ante sí. Cuando llegó a él, estaba ya completamente muerto.
Gabriel contempló unos instantes el cuerpo caído ante él. Se inclinó y depositó el arma en una de sus manos, cerrando después fuertemente los dedos. Observó el efecto. Pensó que los hilos que sostenían los canales de la vida son extremadamente débiles, y que basta tan sólo la ligera presión de un dedo para cortarlos de golpe. Miró el cadáver, y deseó que hubiera tenido un mejor destino. Pero el camino trazado por la vida es único; no puede variarse. Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de entrada.
Salió de la habitación. Conocía perfectamente la topografía del edificio y sabía el lugar a donde debía dirigir sus pasos. Siguió el pasillo hacia la izquierda, hasta llegar a un tramo de escaleras que descendían. Bajó por ellas la longitud de un par de niveles y se encontró ante una gran puerta, cerrada automáticamente por una célula fotoeléctrica.
Los circuitos de reconocimiento de la célula estaban graduados de tal modo que la gran puerta solamente se abría ante la figura de los miembros del Consejo y del propio presidente. Pero una célula fotoeléctrica es algo muy fácil de inutilizar. Gabriel sólo tuvo que manipular unos instantes en el mecanismo de mandos. Poco después, la puerta se abría silenciosamente ante él. Y Gabriel, con paso firme, penetraba bajo la alta bóveda de la espaciosa estancia.
Aquél era el dominio de las máquinas. Ante él se abría el santuario de los cerebros electrónicos que gobernaban las siete ciudades de la Luna. La enorme habitación, de bóveda altísima, se encontraba totalmente repleta de las inmensas moles de los cerebros. Allí no existía ningún ser humano: sólo había máquinas. Los hombres controlaban la acción de las máquinas desde los niveles superiores, pero allí no podían entrar; en aquel lugar sólo estaba reservado al presidente y a los miembros del Consejo. Y a los enormes cerebros mecánicos.
La sala estaba dividida en tres grandes compartimentos, con su correspondiente pasillo central cada uno. A ambos lados, los cerebros; y en el fondo de cada sección, los cuadros directos de control. En los pasillos laterales se encontraban los cerebros electrónicos correspondientes a las seis Tumbas restantes de la Luna. Su funcionamiento era automático, y enviaban sus datos e informes a su correspondiente ciudad mediante una conexión directa. Allí, las órdenes eran recibidas por otros cerebros, que se encargaban de cumplimentarlas. El proceso era una inmensa cadena que no se detenía nunca; los robots no descansaban. La gran maquinaria trabajaba constantemente, sin ningún desgaste, sin dar el menor signo de cansancio ni decaimiento. Eran las Maravillas de la Humanidad. Eran la Obra Perfecta del Hombre.
Gabriel se detuvo y lo contempló. Allí estaba, con sus cinco metros de altura por más de veinte de longitud, mostrando su extraña cara repleta de indicadores, esferas y discos giratorios. Era el centro de toda aquella maravilla electrónica, el alma de toda la maquinaria: el gran cerebro ordenador. Su misión era múltiple. A la vez, coordinaba todas las funciones de los demás cerebros y recogía todas las órdenes que éstos transmitían, archivándolas incansablemente en su monstruosa memoria. Todos los problemas que se planteaban, tanto de índole material como políticos, morales o psicológicos, eran convertidos en signos e impulsos; y archivados en su interior, al tiempo que sus múltiples memorias conservaban el recuerdo de todas las cuestiones que habían pasado ante él, y qué se conservaban eternamente en sus entrañas. Bastaba la más ligera alusión a un hecho concreto para que el dato correspondiente fuera obtenido de su sitio y presentado, a fin de que fuera examinado. Y la constancia de aquella petición quedaba grabada en el mismo registro, sin que nada ni nadie pudiera borrar ya nunca aquella inscripción.
Y no era sólo esto. El inmenso cerebro no hacía tan sólo las veces de coordinador y archivo. Dentro de su gran cáscara de acero, también pensaba. Su documentación era exhaustiva en todos los temas. Prácticamente lo sabía todo, lo conocía todo. Y por ello podía emitir juicios certeros acerca de cualquier cuestión. Era más exacto que el más exacto de los matemáticos, más lógico que el más profundo de los lógicos. Tenía respuesta para todas las preguntas. Menos para una.
Y Gabriel sabía cuál era aquella pregunta.
Se detuvo ante la máquina. En su parte baja, un micrófono estaba habilitado para recoger oralmente las consultas que se efectuaran y traducirlas al lenguaje de la máquina. Junto a él, una invisible máquina de escribir electrónica transcribía las respuestas, depositándolas en el cajón de recogida. La máquina no podía hablar, todas aquellas ventajas habían sido suprimidas en vista de una mayor eficiencia. Durante unos instantes, Gabriel lo contempló. Luego llamó:
—Cerebro.
Encima del micrófono se encendió una pequeña luz verde, que equivalía a una tácita respuesta. El cerebro escuchaba; estaba dispuesto.
Gabriel contemplaba toda aquella inmensa mole de metal que en aquellos momentos estaba moviéndose en su totalidad, preparándose para recibir y contestar su pregunta. La construcción de toda aquella maquinaria había costado millones de universales. Y sin embargo, bastaban unas simples palabras para destruirla. Bastaba formular una pregunta. Y aquella pregunta bailaba en aquellos momentos por los labios de Gabriel.
—Cerebro —prosiguió—. Necesito hacerte una pregunta. Quiero destruir la Tierra, ¿comprendes?, la Tierra, con todos sus habitantes. Quiero aniquilarlos a todos completamente. Y deseo saber qué clase de proyectil necesitaré disparar, desde dónde, y a qué altura deberé calcular el estallido. La destrucción ha de ser total, ¿comprendes?
El gran cerebro permanecía quieto, como muerto. No se oía el menor ruido en su interior. Y sin embargo, Gabriel sabía que debajo de la superficie de plancha de acero todo se movía, todos los mecanismos funcionaban intensamente. La pregunta recorría todos los circuitos, saltaba incesantemente de núcleo en núcleo. Y en todas partes encontraba la misma respuesta: «Imposible. Atenta a las Reglas Fundamentales. No se puede contestar». Si Gabriel se hubiera limitado a pedir las características de un proyectil capaz de destruir un planeta como la Tierra, junto con los demás datos accesorios, la maquina no hubiera vacilado en responder. Pero existían las primeras palabras. «Los datos eran para aniquilar a la humanidad, para hacer un daño al Hombre». No importaba que fueran uno o varios millones. La pregunta atentaba directamente a las Reglas Fundamentales. No se podía contestar.
En el interior del cerebro se sintió de pronto algo así como un jadeo. La máquina tecleó unos instantes. Y apareció la respuesta:
—No puedo contestar.
—No importa —dijo Gabriel—. Otras veces has contestado a preguntas similares; ahora puedes hacerlo también. Es preciso que lo hagas. Recuerda que te lo ordeno, ¿comprendes? Te lo ordeno. Y no tienes más remedio que responder.
Era el eterno dilema. El Hombre podía engañar a la Máquina, y así la Máquina engañaba al Hombre. El Hombre podía engañarse a sí mismo. Pero si el Hombre quería ser sincero, la Máquina no podía responder. Las Leyes habían sido creadas por el Hombre y para el Hombre. Las Máquinas sabían eso. Si el Hombre quería cumplirlas, bien. Si no quería, ellas debían obedecer al Hombre. Ellas tampoco las cumplían. Pero si el Hombre quería a la vez cumplirlas y no cumplirlas, las Máquinas no podían responder. Era algo que escapaba del límite de sus limitaciones. Si querían pasar de este límite, no existía más que una solución: la muerte. La destrucción final de la Máquina, siempre por el Hombre y para el Hombre.
La inmensa mole vacilaba de nuevo. Se encontraba ante el mismo dilema que planteara Vilalcázar al cerebro electrónico del jurado de la Tierra. No podía contestar, pero debía hacerlo. Era su obligación.
—¡Contesta! ¡Te he hecho una pregunta y debes responderla! ¡Contesta! ¡Contesta! ¡Contesta!
La máquina vacilaba y el rumor de sus engranajes al moverse empezaba a oírse con claridad. La máquina de escribir de las respuestas seguía silenciosa. Y Gabriel seguía machacando.
—¡Contesta! ¡Te he hecho una pregunta y debes responderla! ¡Contesta! ¡Contesta! ¡Contesta!
Al final sucedió. La máquina empezó a trepidar. No hubo, desde el exterior, ningún signo alarmante. De pronto se oyó un apagado zumbido, que fue creciendo en intensidad hasta llegar a un punto culminante, tras el cual, bruscamente, cesó todo el ruido. Y nada más. Tan sólo la luz verde que brillaba sobre el micrófono se apagó.
Gabriel se dirigió al pulsador de conexión y lo apretó repetidas veces. Luego se dirigió ante el micrófono y llamó de nuevo.
—Cerebro.
La luz verde no se encendió.
Era suficiente. Gabriel sabía que en su interior, el cerebro había quedado completamente destruido, con todos los circuitos quemados; la tensión había ido aumentando paulatinamente hasta llegar a aquel extremo. Y después la muerte. El cerebro había quedado completamente destruido, sin posibilidad de reparación. Nunca más volvería a funcionar.
Gabriel dio media vuelta y se encaminó hacia la salida. Desde allí, se detuvo y contempló por última vez el cerebro. Pensó en Fhur, luego en la gran mole que yacía muerta allí delante. Hasta aquel momento, Tumba uno había tenido dos grandes reyes. Ahora no tenía ya ninguno.
«El Rey ha muerto» —exclamó para sus adentros—. «¡Viva El Rey!».
Dio media vuelta y salió al exterior.