A L DÍA SIGUIENTE fue detenido el doctor Germ.
Se encontraba en su casa, y no abrió cuando acudieron a ella a buscarle. Tuvieron que forzar la puerta. Y sólo fue entonces cuando apareció ante los que reclamaban su presencia, inquiriendo qué era lo que querían.
Fue inmediatamente detenido y llevado a presencia de Fhur.
El presidente se encontraba en aquellos momentos en su despacho, examinando los partes de las líneas de defensa. Una breve mirada le bastó para ver que aquélla no era la persona que había hablado con él el día anterior, sino el verdadero doctor Germ. Unas breves palabras del oficial le pusieron al corriente de las circunstancias en que había sido detenido. Y comprendió en seguida que existía una relación patente entre el hombre y el robot.
Se encaró con él. Y bruscamente le preguntó cuál era su relación con el robot que se llamaba a sí mismo Gabriel Alvear.
—¿Me pregunta el presidente, o el hombre?
—Su detención ha sido oficial, doctor. Pregunta el presidente.
Germ cruzó las manos.
—Entonces debo decir que sólo lo he visto una vez.
—¿En qué circunstancias?
—Me lo encontré en la cúpula de observación. Llevaba una máscara facial que le dotaba de un rostro idéntico al mío. Me dijo que necesitaba ocupar mi lugar durante un tiempo. Y me pidió que me apartara de la vida pública.
—¿Y usted lo hizo?
—Sí, ¿por qué no?
—Este hombre… este robot vino a verme ocupando su puesto y usurpando su personalidad. Valiéndose de esta impunidad, hubiera podido matarme sin ningún riesgo.
Germ sonrió.
—Pero no lo hizo.
—No, no lo hizo. Y aun no comprendo por qué.
—Porque tenía sentido común. Un hombre normal hubiera actuado de muy distinta manera.
Fhur fue a sentarse tras su mesa y revolvió algunos papeles. Se enfrentó de golpe con el doctor.
—Me amenazó con matarme si no negociaba un armisticio con la Tierra.
—Entonces, probablemente cumplirá su palabra. Un robot no sabe hablar por hablar.
—¿Por qué aceptó usted su proposición, doctor? Es más, ¿por qué le hizo él esta proposición? Hubiera podido actuar igual sin necesidad de decirle a usted nada, sin que nadie se enterara de su naturaleza.
—Lo sé. Yo mismo me he hecho la misma pregunta varias veces desde que nos separamos. Y todavía no he podido hallar una respuesta concreta y satisfactoria. Indudablemente algún fin debía de buscar con ello, pero… ¿Quién puede penetrar los pensamientos de un robot?
Fhur golpeó bruscamente sobre la mesa.
—¡Un robot! —chilló—. ¡Ésta es la cuestión fundamental, doctor! ¡Una máquina!
Germ se encogió de hombros.
—Bueno. Después de todo, nosotros los hombres también somos máquinas. Unas máquinas imperfectas, sujetas a muchos fallos y muchas averías, pero máquinas al fin y al cabo.
Fhur se levantó de nuevo y se puso a pasear nerviosamente por la habitación. Su rostro denotaba una inquietud extrema.
—Este robot venía de la Tierra —dijo—. ¿Quién nos asegura que no ha sido enviado por el gobierno terrestre con la misión de espiarnos?
—Puede ser. Todo puede ser en esta época actual. Ya no es posible sorprenderse por nada.
Fhur volvió a derrumbarse bruscamente en su sillón.
—¡Basta, doctor! No sé si se ha dado cuenta, pero con su actitud para con este robot ha cometido un delito. Ha permitido que su personalidad fuera usurpada por un ente extraño, que se mueve guiado por unos fines desconocidos. Y lo ha hecho con pleno conocimiento. ¿Por qué?
—Ya me ha hecho esta pregunta antes. Y he de responderle que no lo sé con exactitud. Tal vez para contribuir en algo a estos mismos fines.
—¿En qué medida?
—Existen dos clases de actuación en todos los acontecimientos del mundo: Una activa, y otra pasiva. Yo me he limitado a llevar a cabo esta última. Hacer, en realidad no he hecho nada.
—¿Y por qué?
—Es esta una pregunta que no tiene nunca respuesta completa. Pero voy a intentar contestársela: esperaba que aquello me respondiera a una pregunta que me había formulado a mí mismo.
—¿Qué pregunta?
—¿Es esto un interrogatorio?
—Sí, lo es. Quizá no se de cuenta de las circunstancias, doctor, pero pendiente de nuestras manos se encuentra el futuro de la raza humana. Debe contribuir a él.
—Ya lo he hecho. Al fin y al cabo, Gabriel Alvear, como usted lo ha llamado, intenta lograr la salvación de la raza humana.
—Esto es lo que afirma él.
—Todos lo afirmamos un poco cuando hablamos de nosotros mismos. Usted mismo acaba de hacerlo hace unos momentos.
—¿Qué quiere insinuar?
—Nada. Sólo que cada cual vela por sus intereses. Claro que hay intereses de muy distintas clases.
Fhur enrojeció.
—¿No se da cuenta de que se encuentra en una situación muy comprometida?
Germ dudó unos momentos antes de responder al presidente:
—Es cierto —dijo al fin—. Pero ¿qué importa, al fin y al cabo? Soy un hombre viejo; he visto demasiadas cosas en el mundo que no me han gustado. Y no me daría el menor placer tener que presenciar la destrucción de la humanidad por la humanidad misma. Tal vez fuera un alivio desaparecer antes de que esto sucediera.
Fhur no supo qué contestar. Se hizo un largo silencio. En la puerta, los dos oficiales que habían escoltado a Germ hasta allá se removían, nerviosos. Fhur hubiera deseado poder despedirlos, pero las leyes estipulaban que a un detenido no podía interrogarlo una persona sola; debían existir testigos.
—Ayer, por la mañana —prosiguió Germ—, me encontraba en la cúpula de observación, meditando en los días que se avecinan. Entonces fue cuando se presentó ante mí el robot. En un principio llegué a pensar que no era más que la materialización de mis propios pensamientos. Pero luego vi que si bien nuestras ideas en el fondo eran las mismas, él poseía algo que yo no tenía ni llegaría a tener nunca: la verdad y el sentido de la responsabilidad y del deber que van con ella. Por eso acepté su proposición. Creo que cuando él se presentó ante mí ya sabía aquello, y conocía mis pensamientos. Y que por eso me hizo la proposición.
Fhur permaneció silencioso unos instantes más. Al fin, murmuró:
—La Luna se está enfrentando con los momentos más graves de su historia. Es preciso que todos los Selenes estemos unidos. Sólo así conseguiremos el éxito.
—El éxito en sí no existe sin que vaya acompañado de un fracaso. ¿Sabe ya cuál será el fracaso de esta lucha, presidente?
—Luchamos por un ideal.
—El mundo está tan materializado que los únicos ideales que aún subsisten se encuentran en las máquinas. Por eso quizá exista Gabriel Alvear.
—¿Qué está insinuando?
—No insinúo nada, excelencia. El patriotismo, el afán de independencia, son cosas muy bellas. Pero no vayamos a mirar lo que se esconde tras ellos. Quizá nos asquearíamos.
Fhur dirigió una fugaz mirada hacia los dos oficiales que permanecían en la puerta.
—Todos los países de la Tierra han aspirado siempre a alcanzar su independencia, hasta que al fin lo han conseguido. ¿Por qué no podemos hacerlo también nosotros?
—Es cierto. Pero en todos los países de la Tierra han existido intereses particulares. A la mayoría del pueblo no le interesa demasiado la independencia; sabe que su mejora será tan sólo muy relativa. Los únicos que obtienen beneficios de ella son unas cuantas personas encumbradas; a ellos sí que les interesa la independencia. Porque saben que será la base de su riqueza.
—¿Está acaso insinuando…?
Germ levantó la mano.
—¿Se atribuye lo que digo? Esto me hace pensar que no es ajeno a todo ello, presidente.
Fhur se levantó de un salto.
—¡Le prohíbo…!
—No se excite, presidente. Yo siempre le he considerado un gran hombre, pero dominado en el fondo por intereses contrapuestos. Seamos sinceros; es inútil intentar engañarnos. Usted sabe tan bien como yo lo que digo. En su interior, no cree demasiado en la gran virtud de la independencia. Pero existen muchos factores que le empujan a ella. Usted es sólo un hombre de paja, Fhur, reconózcalo. Usted no es un gobernante, es tan sólo un gobernado. ¿Y quiénes se encuentran tras usted? Hay varios hombres. Y también existen las máquinas. Estas malditas y asquerosas máquinas que se encuentran en los niveles bajos de este edificio, y que son quienes gobiernan en realidad el pueblo Selene. Reconózcalo, Fhur, porque es la verdad.
—¡Cállese!
—No, presidente. Usted mismo ha sido quien ha iniciado el tema, y debemos llegar hasta el final. Analicémonos a nosotros mismos, en vez de especular sobre abstractos sentimientos de libertad y de patriotismo mal entendidos. Todos los países del mundo alcanzaron en su tiempo la independencia, es cierto. ¿Pero qué les costó esta independencia? Miles, millones de vidas humanas. Vidas cuyo número iba aumentando a medida que aumentaba el progreso del hombre. Ahora hemos llegado a un punto que parece ser el límite de este progreso. ¿Pero se detendrá por eso la destrucción?
—¡Cállese!
—Todavía no he terminado, presidente. Hemos llegado a un punto en que las máquinas piensan como nosotros, piensan mejor que nosotros, piensan por nosotros. ¿Por qué no pensamos nosotros también un poco? ¿Por qué no usamos siquiera por una vez nuestra propia lógica para tratar de descubrir donde se encuentra la verdad en lo que nos rodea, en vez de inhibirnos del asunto y dejar que lo hagan ellas por nosotros? ¿Por qué no usamos también un poco nuestra inteligencia? ¿O es que acaso tenemos miedo de que nos caiga la venda que nos empeñamos en sostener sobre nuestros ojos?
Fhur se puso en pie. Su rostro estaba crispado. No respondió a Germ. Hizo un gesto a los dos oficiales, y les indicó al médico.
—Llévenselo —ordenó secamente.
—Un momento. —Germ se levantó también, enfrentándose con el presidente—. Usted ha dicho al principio de nuestra conversación que no comprendía por qué el robot me había pedido a mí que me alejara de la vida pública por un tiempo. No me sorprende. Usted está acostumbrado a dejar que las máquinas piensen por usted. Pero hay cuestiones que las máquinas no pueden resolver, que escapan a su percepción mecánica. Y ésta es una de ellas. Tan sólo una persona podría llegar a comprender la actitud de Gabriel Alvear. Pero una persona que pensara por sí misma. Y que supiera sacar conclusiones.
—Gabriel Alvear es una máquina, doctor Germ; no lo olvide. Una máquina tan sólo.
—Sigo opinando como antes. Acabo de hacer una afirmación un poco aventurada, presidente; existen muchas clases de máquinas. Yo, antes de afirmar algo de esta naturaleza, me lo pensaría un poco.
Los dos oficiales cogieron a Germ de un brazo y lo arrastraron hacía la salida de la habitación. El doctor no opuso la menor resistencia. Cuando llegaron a la puerta, Fhur avanzó unos pasos.
—Un momento, doctor. ¿Qué ha querido decir con estas últimas palabras?
Germ sonrió.
—Nada de importancia, presidente. Sólo que alguien tenía que hacerle ver la verdad. Y que Gabriel Alvear, a pesar de ser tan sólo una máquina, quizá lo sabía. Adiós, presidente.
Fue él quien traspuso la puerta, arrastrando tras de sí a los dos oficiales.
Fhur quedó pensativo un tiempo bastante largo. Fue a sentarse de nuevo en su sillón, y observó distraídamente los partes que tenía sobre la mesa. Había algo en aquella conversación que no acababa de comprender. ¿Qué había querido decir Germ con lo referente a que el robot era una máquina? ¿Y en lo tocante a la declaración de independencia?…
«Usted está acostumbrado a dejar que las máquinas piensen por usted. Pero hay cuestiones que las máquinas no pueden resolver. Tan sólo una persona podría llegar a comprender la actitud de Gabriel Alvear. Pero una persona que pensara por sí misma. Y que supiera sacar conclusiones».
Cuando un oficial apareció para inquirir lo que debía hacerse con el detenido, Fhur estaba abstraído en sus propios pensamientos. Levantó unos instantes la vista, contemplando al soldado. Fue a decir algo, pero se arrepintió. Dudó unos momentos. Y cuando se decidió, su orden fue escueta.
—Que sea juzgado de acuerdo con los cargos presentados. Y que sea condenado lo más rápidamente posible.
Hay muchas cosas en la vida que no pueden aceptarse en absoluto, a pesar de todas los consideraciones que puedan hacerse. Y una de ellas es conocer, de labios de otra persona, la verdad, limpia, desagradable, y desnuda.
Tumba uno se estaba preparando a marchas forzadas para la próxima lucha. En todas partes se veía actividad, movimiento. Las cúpulas se estaban habilitando como puestos de defensa directa, y en torno a ellas reinaba un movimiento continuo, tanto de hombres como de material.
Todo el mundo estaba convencido de que la lucha se entablaría apenas la Tierra lanzara su primer ataque de tanteo. Por uno de estos sentires unánimes que no tienen explicación, todos los Selenes estaban de acuerdo en que debían conseguir la independencia al precio que fuera. Y se preparaban. Mucha gente que no había pensado nunca en la independencia, a quien la declaración del gobierno autónomo había pillado de sorpresa, veían ahora su Manifiesto de independencia como algo indispensable para sus vidas. No existían razones, no solían aducirse argumentos. Era así, y así se admitía.
Las noticias que llegaban de la Tierra eran escasas. Al principio el gobierno centralizador de la Tierra había pensado en lanzar un ultimátum con la intimidación de destruir completamente las Tumbas mediante proyectiles atómicos si no eran acatadas sus órdenes. Pero rechazó de plano la idea al comprender que era una amenaza que no podría cumplir. Las instalaciones lunares eran preciosas para la Tierra; no podían ser destruidas. Además, la Luna había actuado rápidamente, construyendo a toda velocidad enormes líneas de defensa contra proyectiles. Era preciso idear otra táctica.
Se decidió que lo único que podía hacerse con garantías de éxito era intentar ocupar directamente la Luna. Tumba uno era la capital y el punto neurálgico del pueblo Selene; si se lograba conquistarla, las demás Tumbas tendrían que someterse. Era preciso, por lo tanto, enviar un ejército a la Luna con la misión de conquistar la capital. Aquél era el objetivo primordial al que debían centrarse.
Durante los diez días de tiempo dados después del ultimátum, un ejército de cien mil hombres fue adiestrado a toda prisa en el combate bajo las condiciones físicas lunares. Diez naves, con diez mil hombres cada una, estaban preparadas para partir, junto con cien pequeños navíos espaciales de combate como escolta. Dos de las naves constituirían la vanguardia, cinco el grueso del ejército, y tres la retaguardia. La misión de las dos primeras sería apoderarse de las cúpulas de energía e inutilizarlas. El objetivo era difícil de conquistar, pero su importancia en la lucha sería definitiva. Sabían que la primera respuesta de los Selenes a su ataque sería enviar proyectiles dirigidos contra las naves y contra la Tierra simultáneamente, a fin de dividir el ejército y destruir la mayor parte de su empuje y su fuerza antes de que llegara a la superficie del satélite. Pero esto entraba ya dentro de la estrategia militar. Los jefes del ejército, sobre el terreno de la lucha, deberían disponer lo que fuera más aconsejable.
Y allí estaban los jefes del ejército. En la nave almirante, una de las tres que formarían la retaguardia. Cinco cerebros electrónicos, uno por cada cuerpo de ejército. Y un cerebro almirante, coordinador automático de todas las operaciones. Aquel cerebro tenía como única misión seguir las operaciones y los movimientos del ejército y, de acuerdo con la situación, indicar los próximos movimientos a efectuar. La fría lógica del robot, por encima de todas las consideraciones humanas, llevaría por buenos derroteros el curso de la batalla. Para él no tendrían cuenta los hombres que murieran, en su cerebro no se encontraba la idea del hombre en sí, como elemento individual y vivo. El campo de batalla era para él como un inmenso cuadro de luces, en las que debían quedar las suficientes para poder seguir funcionando el mecanismo. No importaba que se apagaran algunas, si las demás bastaban. El cerebro no trabajaba con hombres; trabajaba tan sólo con cifras.
Claro que la Luna también disponía de cerebros electrónicos para gobernar la batalla. Ellos también seguirían el curso de la lucha, enfocando el problema desde su ángulo. Su mecanismo automático les permitiría calcular los movimientos del enemigo con la suficiente antelación para adelantarse a ellos, desbaratándolos.
Y ahí estaba la gran ironía de aquella lucha que iba a empeñarse. Mucha gente ha dicho que la guerra es como una inmensa partida de ajedrez. Es cierto. El campo de batalla se asemeja mucho a un gran tablero blanquinegro, sobre el que se mueven los ejércitos en pugna. Los jefes de la lucha son los jugadores, y sus órdenes de avance, repliegue y ataque sus jugadas. El azar de la guerra es idéntico al azar del juego; según la habilidad del jugador se inclina la victoria. Un fallo, un sólo fallo de una de ellos, puede conducir al jaque mate. Y la batalla termina.
Pero si estos jugadores son dos máquinas, dos certeras e infalibles máquinas, ¿qué sucederá? Se han jugado partidas entre un cerebro electrónico y un hombre; siempre ha vencido el cerebro. Pero ¿qué sucedería con una partida de ajedrez en la que se enfrentaran, mano a mano, dos cerebros electrónicos de idéntica potencia y características? Nadie podría salir vencedor. ¿Y qué sucedería con una guerra en la que los dos contendientes estuvieran guiados por dos máquinas certeras e infalibles? Tampoco podría existir vencedor. Ni vencido. Los únicos que quedarían ante el campo de batalla serían los jugadores, las máquinas. Todo lo demás, las piezas, los ejércitos, los hombres, habría desaparecido.
Ése era el destino de las máquinas, y el de los hombres. Ése era el destino de la humanidad, entregada a su propia locura.
El doctor Germ había formulado, ante el rostro idéntico al suyo del robot, una duda: ¿dónde se encontraba el foco de locura del mundo? Ahora ya conocía la respuesta. Por eso, ya no le importaba nada. Nada, salvo desaparecer antes de tener que presenciar el final. Ahora conocía ya la verdad.
Sonrió cuando oyó la sentencia.
Gabriel ya no era Gabriel Alvear. Cuando los hombres del presidente acudieron al hotel Copérnico, el director les anunció, evidentemente satisfecho, que el señor Alvear había decidido marcharse del hotel, llevándose todo su equipaje. No conocía el lugar donde podía hospedarse en la actualidad.
En aquellos momentos, Gabriel, luciendo su tercera máscara facial con un rostro vulgar, paseaba por las calles de Tumba uno, observando atentamente todos los preparativos indicadores de la lucha qué se avecinaba.
Los terrestres eran mirados con malos ojos por los Selenes. Lo pudo apreciar en todas las miradas, en todos los gestos. Era algo curioso. Una diferente estatura, una distinta complexión, bastaba para hacerse odiar por seres que hasta entonces habían permanecido indiferentes a su paso. No importaban los pensamientos que pudiera albergar su cerebro; un terrestre podía identificarse completamente con los ideales Selenes, compartirlos. Pero seguía siendo, a pesar de todo, un terrestre.
El día anterior había sucedido el primer caso de violencia física contra un terrestre. Un hombre había sido hallado muerto a golpes en una de las calles de Tumba uno. ¿Quién lo había matado? Nadie lo sabía. Eran cosas de la guerra. Aunque la guerra no hubiera comenzado todavía.
El gobierno Selene dictó un decreto, por el cual se proclamaba a los terrestres que tenían intereses en la Luna como Selenes de hecho y de derecho. Asimismo, todos los terrestres que se encontraban en Tumba uno con carácter provisional o en período de prueba, podían legalizar inmediatamente su personalidad nacionalizándose Selenes. En caso contrario, debían confinarse por motivos de seguridad en los límites del edificio que el gobierno puso a disposición exclusiva suya, hasta que se dictaran otras medidas.
Pero aquello no bastaba. La gente no observaba en un hombre su situación legal, sino su condición. Un terrestre podía haberse nacionalizado Selene, pero seguía siendo terrestre. Y como tal, mirado con malos ojos. Un terrestre puede ser siempre un enemigo, era el axioma. No existía, por lo tanto, seguridad. La mejor solución para los terrestres era quizá confinarse en el edificio designado por el gobierno. Allí estarían seguros, mientras los Selenes no se exaltaran demasiado y quisieran atacar el edificio.
Para Gabriel, sin embargo, aquellas cuestiones no eran demasiado graves. Un robot no necesita comer ni beber, ni dormir. Puede resguardarse en cualquier parte, y permanecer allí inmóvil días enteros, sin que necesite demasiado espacio vital. El aire no le es necesario. Y el cuerpo de Gabriel estaba construido de tal modo que el frío espacial no atacaba su mecanismo interior hermético. Prácticamente, podía vivir eternamente sin comida, sin bebida, sin sueño y sin aire.
Los almacenes de energía de la ciudad le proporcionaban un buen refugio. Allí pasaba bastantes horas, inmóvil como una estatua, sin dar la menor señal de vida, pero dejando que su cerebro trabajara al ritmo de siempre, repasando conocimientos, haciendo comprobaciones y deducciones. Luego, de tanto en tanto, daba una vuelta por Tumba uno. Las comunicaciones con las restantes Tumbas se habían cortado hacía dos días, y solamente recorrían las carreteras de unión los transportes oficiales. El tránsito por el exterior estaba vedado para los civiles.
Aquel día —el tercero después de su visita al presidente—, Gabriel salió del lugar que le servía de refugio, encaminándose a la cúpula central para observar los últimos preparativos de la defensa. A medio camino, un expendedor automático mostraba la última edición del periódico Selene de Tumba uno. Gabriel depositó una moneda y adquirió un ejemplar. Era tan sólo un pequeño tubito elástico, de unos cinco centímetros de largo. Lo introdujo, como si fuera un aro, por el índice de su mano izquierda. Desde allí, los impulsos electrónicos inducidos en el material del periódico se transformaban en impulsos nerviosos, que recorrían a través de los nervios todo el camino hasta el cerebro. Pronto empezó a captar las noticias grabadas en el ejemplar.
En sí, éstas eran pocas. Había algunos comentarios sobre la situación actual y un Manifiesto del presidente dirigido al pueblo Selene. En él, Fhur decía que la lucha era inevitable y que era preciso que todos los Selenes contribuyeran a ella en la medida de sus esfuerzos. Desde aquel mismo día se declaraba el estado de sitio, y todos los Selenes útiles deberían prepararse para la defensa. Esperaba que el valor de la nacionalidad Selene daría nuevos ímpetus a todos los hombres…
Y luego, al final del periódico, una breve noticia comunicaba lacónicamente que el doctor Rocco Germ, que había sido hasta entonces médico del presidente, había sido detenido y juzgado, acusado de traición. La sentencia de muerte se había cumplido la tarde anterior.
Sacó el cilindro de su dedo y lo arrojó a un lado. Pobre doctor Germ, pensó. Si todos los hombres fueran como él, el mundo sería algo muy distinto de lo que era en realidad. Él al menos creía en algo sincero, lógico, real. Precisamente por esto había fijado en él su atención. Aunque, ¿de qué había servido? Había sustentado la idea de no saber dónde se encontraba afincada la locura del mundo. Ahora ya había encontrado la respuesta. Pero ¿había sacado algo de ella?
«Al menos él sabe que no tendrá que presenciar el horror que va a llegar».
Se encontraba ya en la cúpula, convertida ahora en una base-almacén de cohetes dirigidos de corto alcance. Contempló unos instantes a su alrededor las instalaciones recién construidas, desde el mirador.
Y de pronto sintió una extraña sensación. Sus circuitos parecieron detenerse en un punto determinado, encajando en una conclusión. De repente, tuvo la extraña certeza de que no existe absolutamente nada en el mundo lo suficientemente digno y grande para luchar por ello. Tuvo el convencimiento de que era inútil perseguir un imposible, que era preciso abandonar y dejar que las inviolables fuerzas del destino siguieran su curso. Él también tuvo de pronto el atisbo de una verdad. Durante un instante se mantuvo inmóvil, viendo sin ver nada, oyendo sin oír.
Hasta que de pronto sus circuitos entraron de nuevo en funcionamiento, siguiendo su marcha. No, no era posible. Su creación se debía a un fin, y debía llegar a él. Debía alcanzarlo, aunque supiera que todo sería inútil. Existía algo más fuerte que la voluntad de todos los hombres que le impelía hacia adelante. Era un destino fijo, inexorable, que debía alcanzar por sobre todas las cosas. Sólo así podría alcanzar la meta de su misión en el mundo.
Dio media vuelta y emprendió el camino de regreso.