A PESAR de ser totalmente Selene, Rocco Germ hubiera pasado en la Tierra por un terrestre normal. Aunque había nacido en la Luna y solamente había ido a la Tierra en esporádicos viajes de escasa duración, su estatura no sobrepasaba en mucho el metro ochenta. Era, eso sí, de miembros más delgados que un terrestre y de tórax más ancho, pero ahí terminaban las diferencias.
Rocco Germ era médico. Era una de las personas más conocidas de Tumba uno, y aun incluso de toda la Luna. Había sido uno de los primeros hombres que había dedicado sus estudios a las enfermedades típicas lunares, y el primero que había conseguido éxitos apreciables. Aquello le había valido diversas distinciones. Y el honor de ser nombrado médico oficial del gobierno Selene.
Germ solamente tenía un vicio en su vida: cada mañana, después de levantarse, daba un breve paseo por la ciudad aún dormida, hasta una de las cúpulas de observación. Allí, de pie en la plataforma circular, permanecía unos instantes contemplando el exterior. Eran unos momentos de completa soledad, de aislamiento absoluto. El Universo y él. Permanecía unos instantes casi en éxtasis, contemplando el Sol, la Tierra, las estrellas, la silueta de los lejanos cráteres.
Pero aquella mañana no existía el éxtasis. La Tierra aparecía sobre el horizonte como una enorme joroba mostrando entre nubes blancas y trazos azulados los vagos contornos de un continente: África. Era, suspendida entre los cráteres, como un aviso. Germ sabía lo que iba a suceder. Y se preguntaba: ¿valía la pena sostener una guerra para conseguir la independencia? ¿Qué era, en resumidas cuentas, la independencia en sí?
Germ era, a su manera, un filósofo. Su pensamiento no circulaba en torno a la masa, sino que enfocaba los problemas desde el punto de vista del individuo. Y veía que al individuo no le preocupaba demasiado depender de la Tierra o ser independiente de ella. Viviría igual. Y la vida era en el Universo lo único que verdaderamente importaba.
«No», —se decía constantemente—, «no eran los intereses de un pueblo los que importaban en una situación así; no eran los intereses de un pueblo los que habían importado en todas las guerras sostenidas por la humanidad. Eran tan sólo los intereses de unas pocas personas. Y por los intereses de unas pocas personas otros muchos hombres, el verdadero pueblo, que no era culpable, a quien no le importaban esos deseos personales, se mataba estúpidamente entre sí. Eso eran las guerras; eso seguirían siendo las guerras mientras existiera la humanidad».
Rocco Germ hubiera deseado hacer algo, intentar hacer ver al mundo la realidad de su punto de vista. Pero sabía que era inútil. El mundo no escucha a una persona sola; es algo demasiado pequeño para que su voz se oiga. Sabía que no podía hacer nada. Y que la guerra sería inevitable.
Volvió a mirar la joroba del disco de la Tierra, y pensó que de allí vendría el primer ataque. ¿Cuándo? ¿Dentro de pocos días? ¿Dentro de unos meses, quizá? No lo sabía, pero de todos modos sería pronto. La Tierra estaba preparada. Y apenas hubiera transcurrido el plazo dado…
—Doctor Germ.
La voz le sorprendió. Se volvió en redondo, buscando al que había hablado. Estaba enfrente a él, a tan sólo unos pasos. La semipenumbra de la cúpula de observación no le permitía ver su rostro, oculto casi totalmente por la sombra de una viga vertical. Era aproximadamente de su misma estatura, un poco más corpulento quizá. Indudablemente era terrestre.
Se encontraban solos en la plataforma de observación. A aquellas horas todo el mundo dormía en la gran ciudad. Nadie se había levantado aún.
—¿Quién es usted?
El hombre estaba inmóvil, con una mano apoyada en la barandilla de la plataforma. Bajo ellos, a unos veinte metros, se encontraba el suelo de la cúpula y las puertas de los accesos a la ciudad. No había nadie en todo el recinto.
—Necesito que me ceda su lugar, doctor Germ —dijo el hombre cuyo rostro quedaba oculto por la viga—. Es preciso que desaparezca por un par de días y permita que yo ocupe su puesto.
—¿Qué está diciendo? ¿Está usted loco?
La voz del otro hombre era normal, más bien baja. Impresionado por ella y por el silencio y la soledad, Germ también había hablado en voz baja.
—No, no estoy loco.
—¿Quién es usted?
—¿No me reconoce, doctor Germ? No creo que le cueste mucho hacerlo.
El hombre dio un par de pasos, dejando que la luz del exterior iluminara su rostro. Y el doctor Germ dejó escapar un grito de asombro. Ante él, mirándole fijamente, se encontraba el hombre. Y su rostro era una copia idéntica de su propio rostro.
—¿Quién es usted? —repitió—. ¿Qué es lo que pretende?
—No se alarme, doctor. Ya le he dicho que sólo necesito ocupar su sitio por un tiempo. Es de vital importancia que lo haga. Y para ello es necesario que usted desaparezca de la vista del público.
—¿Qué es lo que quiere con ello? ¿Suplantarme? ¿Hacerme un chantaje?
—Ni una cosa ni otra, doctor. Sólo pretendo salvar a la humanidad.
—¿Es usted terrestre?
—¿Y qué importa esto? Podría preguntarle lo mismo a usted. Todos somos terrestres, aunque algunos quieran olvidarlo.
—Ésta es una respuesta esquiva. ¿Por qué su rostro es idéntico al mío?
—Sería muy largo de explicar. Bástele saber que lo es.
La luz del exterior ponía juegos de luz y sombra todos los objetos. El disco del Sol, iluminando de espaldas al desconocido. La Tierra, mirándole casi de frente Y las estrellas, levemente visibles desde la semipenumbra de la cúpula, esparcidas en una sinfonía de colores en el espacio.
—No comprendo —murmuró el doctor—. ¿Para qué quiere suplantarme?
—Ya se lo he dicho: para salvar a la humanidad.
—Es una razón que no me convence. ¿Existe acaso algún hombre en el mundo que sea lo suficientemente consciente o inconsciente de sí mismo para arremeter esta empresa?
—Un hombre tal vez no —murmuró el desconocido. Pero yo no soy un hombre.
Germ tuvo un atisbo de algo que había leído hacía poco tiempo, referente a un robot construido en la Tierra, que había huido por propia voluntad de la factoría donde había nacido. Pero eso era demasiado fantástico.
—No es un hombre —murmuró—. ¿Qué es, entonces?
—Un robot.
El rostro del desconocido permanecía inmóvil. Tan sólo se movían sus labios y sus ojos. Fijos en los ojos del doctor, siguiendo todos sus movimientos, todas sus expresiones… y hasta quizá todos sus pensamientos. Germ sintió turbación ante aquella mirada. Una mirada que no sabía si era extrahumana… o sobrehumana…
Movió la cabeza de un lado para otro.
—Es absurdo —murmuró—. Absurdo.
—Todo lo lógico y real es absurdo. Vivimos en un mundo absurdo, en el que lo único que no lo es, es lo que realmente debería serlo. Los valores están trastocados. Y nadie sabe encontrar la verdad.
—¿Y dónde se encuentra esta verdad?
—En la naturaleza. En la misma naturaleza humana. El hombre actual vive para el exterior, cuando, en realidad su destino está encerrado en su propio interior. Éste es el gran error del hombre. Un error que está a punto de pagar muy caro.
—¿Y para qué necesita ocupar mi lugar?
—No puedo explicárselo. Un hombre no podría comprenderlo.
—Tal vez. Pero yo no puedo acceder a lo que me pida el primer desconocido, sin saber qué uso hará de ello.
—Una persona que pensara hacer mal uso de su personalidad no le hubiera hablado como le estoy hablando yo. Le hubiera matado.
—Cierto. Pero si usted es un robot como dice, esta solución le está vedada. No puede matarme.
—Yo sí.
—¿Es cierto eso?
—Por supuesto. No puedo matar si no existe un motivo poderoso para ello; en mí no existen las ansias homicidas ni la vesania. Pero puedo hacerlo si con ello puedo lograr un beneficio para la humanidad.
—Entonces, si yo me negara a lo que me pide…
—No me quedaría más remedio que matarle.
—Esto es ponerme entre la espada y la pared.
—Lo sé. Pero es la única solución que existe. Hubiera podido matarle sin necesidad de cambiar ninguna palabra con usted: en el mismo momento en que llegué aquí, cuando usted se encontraba contemplando la Tierra, hubiera podido hacerlo. Y usted no se hubiera dado cuenta de nada.
—¿Por qué no lo ha hecho?
—Porque todavía no existe ningún motivo.
El doctor quedó pensativo unos momentos. Luego miró fijamente a la figura que tenía ante sí.
—Me pide que desaparezca para que usted ocupe mi lugar. Pero no sé qué beneficio sacaré yo de ello. ¿Qué me ofrece a cambio?
—La salvación de la humanidad.
—¿Con seguridad plena?
—No existe nada en el Universo que posea seguridad plena. Ni siquiera el propio Universo es seguro. Las fuerzas cósmicas son el resultado de un constante equilibrio que puede romperse en cualquier momento. Su pregunta es, por lo tanto, improcedente.
—De acuerdo. Pero con esto no se resuelve nada.
—Mi proposición está ya hecha. Usted la ha comprendido. Es usted ahora quien debe decidir.
—No tengo mucho de donde elegir. Los dos extremos son adversos para mí.
—Lo sé. Pero es un asunto demasiado importante como para dejarlo al libre albedrío de un solo hombre. Acepte o no acepte, yo he de seguir adelante.
Hubo un breve silencio. Las sombras habían variado de posición a medida que el Sol, lentamente, había ido ascendiendo en el horizonte. Germ volvió a mirar al Sol. Luego a las palidísimas estrellas.
—Soy un hombre estúpido —murmuró al fin—. Y por eso creo que el mundo no está todavía completamente loco. Todo en usted es demasiado absurdo para creerle más real que un sueño. ¿Pero qué es la existencia humana sino una sucesión de irrealidades?
—Entonces, ¿está dispuesto a aceptar?
Germ asintió con la cabeza.
—Aunque sólo sea para seguir viviendo. En la humanidad hay un foco de locura. Y tengo curiosidad por saber si esta locura se encuentra en los hombres, en usted, o en mí mismo.
El doctor Germ, como médico del presidente Selene, tenía en todo momento libre acceso al gran edificio del Gobierno. Por eso, cuando llegó a él, ninguno de los vigilantes robot ni de los soldados del retén humano de guardia hizo nada por detenerle. Pasó libremente por entre ellos, y se dirigió hacia las habitaciones de Fhur.
En aquellos momentos el presidente Selene, después de darse una ducha atomizada y vestirse, se sentaba frente al desayuno servido por el robot cocinero. Cuando la puerta se abrió, alzó la vista y reconoció al visitante.
—¡Ah, doctor —dijo—, pase! ¿Qué le trae por aquí?
El doctor Germ avanzó hacia él, y se detuvo a pocos pasos de distancia.
—Necesito hablar con usted, excelencia. De un asunto muy importante.
Fhur frunció las cejas.
—No me va a decir que sucede algo malo; me siento en perfecto estado de salud. Sus cinco últimas visitas periódicas han demostrado que estaba perfectamente bien.
—Cierto. No es de eso de lo que quiero hablarle; no es usted quien está enfermo. Se trata de otro asunto más importante.
Fhur retiró lentamente la bandeja de la mesa que tenía ante sí, e indicó una silla al otro.
—Siéntese.
Germ obedeció. Tomó asiento frente al presidente, y depositó en el suelo el maletín que llevaba. Durante unos minutos los dos hombres se miraron fijamente, sin intercambiar palabra. Luego, el presidente indagó:
—¿Qué es eso tan importante que tiene que decirme, doctor?
Germ ni siquiera parpadeó. Miraba fijamente a Fhur. Respondió, sin apartar de él la vista.
—Es referente a la situación actual de la Luna con respecto a la Tierra. Y a sus consecuencias.
El presidente frunció el ceño. Era un asunto que no le gustaba discutir. Todas las decisiones habían sido ya tomadas; no quería volver otra vez sobre ellas.
—No creo que este sea asunto de su incumbencia, doctor —dijo.
—Tal vez no lo fuera si se tratara de un asunto que atañera solamente a un reducido número de personas. Pero sus consecuencias se extenderán por toda la Luna y toda la Tierra. Todos las recibiremos sobre nosotros. Y todos, por lo tanto, tenemos derecho a opinar.
—Está bien, doctor. Diga lo que tenga que decir, pero sea breve. No olvide que tengo mucho trabajo.
—Lo sé. la Tierra, al saber la noticia de la declaración de independencia de la Luna, ha lanzado un ultimátum. Ha concedido diez días de tiempo para negociar un acuerdo.
—Es cierto.
—Y de estos diez días han pasado ya dos.
—También es cierto.
—¿Cuál es la resolución que piensa adoptar el Consejo de Gobierno?
—Creo que ésta es una cuestión que se encuentra por completo fuera de sus funciones, doctor.
—Yo opino lo contrario. Su decisión es firme, ¿verdad?: La independencia o la muerte.
—Si quiere expresarlo así, no tengo ningún inconveniente. Ésta es la respuesta.
—¿Cree usted que es una respuesta lógica?
Fhur se sorprendió.
—¿Por qué lo dice?
—Porque he perdido un poco de tiempo en analizarla escrupulosamente. ¿Cree que realmente vale la pena arrostrar una guerra por una independencia que al fin y al cabo no resuelve nada?
—No le comprendo.
—Yo tampoco comprendo su pensamiento. He hecho esfuerzos para intentar comprenderlo, pero no lo consigo. ¿Qué es lo que pretenden al declarar la guerra a la Tierra? ¿Destruirse a sí mismos? ¿Destruirla a ella? En ambos casos, las consecuencias no están a la altura de la causa. Mejor dicho, están a demasiada altura con respecto a la causa.
Fhur se puso en pie.
—No le comprendo —repitió—. ¿Qué es lo que pretende viniendo aquí? ¿Quiere acaso reprocharme lo que estamos haciendo?
—No. Pretendo hacerle comprender que es preciso que se firme un documento conforme el cual la Luna está dispuesta a negociar un tratado con la Tierra. Es el único medio de evitar una guerra.
Fhur se volvió en redondo.
—¿Está loco?
—Es la segunda vez durante el día que oigo esta palabra dirigida a mi persona. No, no estoy loco. Sé muy bien lo que hago. Por eso me encuentro ahora aquí.
Fhur movió dubitativamente la cabeza de un lado otro.
—Mire, doctor Germ —dijo—. Yo le aprecio a usted como médico. Sé que su filosofía de la vida es distinta de la mía, pero creo que esto no le da derecho inmiscuirse en asuntos de esta gravedad, que escapa por completo del campo de sus conocimientos. Encuentro su visita de hoy puramente ridícula. ¿A qué viene toda esta conversación? ¿Qué es lo que quiere decirme con todas las palabras que ha pronunciado? Vamos, doctor Germ, respóndame.
El otro hombre permaneció unos instantes silencioso, como meditando. Luego, lentamente, sin alzar en lo más mínimo la voz, respondió.
—Yo no soy el doctor Germ —dijo.
En el silencio que siguió pudo oírse distintamente el rumor del robot que, mediante succión, limpiaba la ducha en el cuarto de baño. El presidente, con la vista fija en la persona que tenía ante sí, observaba atentamente.
—¿Qué es lo que ha dicho?
—No soy el doctor Germ —repitió el otro.
Fhur siguió examinando la figura que tenía sentada ante él. Y poco a poco empezó a apreciar detalles.
—En efecto —reconoció—; usted es más corpulento, y quizás un poco más bajo que él. Además, su forma de hablar… Sí, es cierto. No es él mismo.
Decididamente, se dirigió hacia un ángulo de la habitación, donde se encontraba su mesa de trabajo. El otro se puso en pie.
—Yo no haría esto, excelencia.
Fhur se volvió. El otro estaba frente a él. Y en su mano lucía una pistola.
—¿Qué significa esto? —murmuró—. ¿Qué pretende?
—Que me escuche. Nada más que eso.
—¿Con una pistola en la mano?
—Cuando no existe ningún otro medio de obligarle a que me oiga, sí. Con una pistola en la mano.
—¿Quién es usted?
—Mi nombre no le dirá nada. Para los hombres me llamo Gabriel Alvear. Para mí mismo soy simplemente Gabriel.
—¿Por qué ha adoptado la personalidad del doctor Germ?
—Necesitaba penetrar en el edificio sin ser detenido por los guardias ni los robots de control, y poder llegar hasta usted sin recelos.
—Ya lo ha conseguido. ¿Qué más?
Ahora siéntese y escúcheme. Lo que debo decirle es algo muy importante.
Fhur se sentó en la silla. Aunque intentaba aparentar normalidad, se encontraba en completa tensión.
—Ya estoy sentado —murmuró—. ¿Qué es lo que tiene que decirme?
El otro fue a sentarse frente a él.
—Algo muy importante relativo al paso que van a dar. La Tierra está preparada para la guerra, y ustedes también. Pero una guerra de esta naturaleza sólo traerá desastres. A ustedes, y a los terrestres…
—No es cierto.
—Lo es, aunque pretendan no darse cuenta de ello. Una guerra del tipo de la que está por iniciarse no podrá ser más que una guerra de destrucción total. Es preciso evitarla.
—¿Y usted pretende contenerla?
—Yo no. Son ustedes quienes deben hacerlo. Usted.
—La voluntad del pueblo Selene no es ésta.
—La voluntad del pueblo Selene no existe. Sólo existe la voluntad de unas pocas personas. Y la de las máquinas.
—Ellas nos ofrecieron la garantía de la victoria.
—También se la ofrecieron a la Tierra.
—¿Cómo lo sabe?
—Por deducción. No puede haber sido de otra manera.
—Es un absurdo. Ellas nos dieron esta respuesta. Y no pueden equivocarse.
—No se equivocaron. Pero a pesar de todo les dieron una respuesta falsa.
—¿Puede demostrarlo?
—Las máquinas tuvieron que escoger entre dos males. Uno inmediato si respondían no, y otro mediato, si respondían sí. Entre los dos males, escogieron el posterior. Y dijeron que sí.
—¿Y las Reglas Fundamentales?
—No busque las Reglas Fundamentales en ninguna máquina. La mayoría ya no las posee. El hombre mismo se ha encargado de anulárselas.
El presidente recordó en aquel momento algo leído respecto a un juicio celebrado en la Tierra, en el que un cibernético había afirmado que las Reglas Fundamentales habían sido olvidadas por la mayoría de las máquinas, a causa de su misma misión.
—¿Es usted acaso el mismo hombre que sostuvo lo que acaba de decir en un juicio en la Tierra?
—No. Aunque estoy vinculado a él.
Entonces el presidente recordó todo. De repente tuvo un vislumbre. Se puso bruscamente en pie.
—¡Dios santo! —exclamó—. Entonces usted es… es…
—Sí. Soy el robot que él construyó.
Se hizo un silencio. El presidente miraba fijamente a Gabriel sin decirle nada. Estaba demasiado sorprendido para hablar. Un robot. Un robot.
—Éste es el motivo que me ha hecho venir hasta aquí —dijo Gabriel—. Usted es quien debe dar la orden directa de rechazar el ataque si la Tierra intenta atacar a la Luna. Ello representará la declaración tácita de la guerra entre los dos planetas. Con todas sus consecuencias.
»Ahora bien, en su mano está también el que esto no suceda. Puede enviar un comunicado a la Tierra diciendo que acepta una negociación pacífica. Pueden, si sabe llevar bien las cosas, lograr una garantía de autonomía.
—No es éste nuestro ideal.
—Su ideal; no confunda los conceptos. La naturaleza humana es demasiado egocentrista para pensar en multitud. Aunque eso no importa demasiado ahora. Lo realmente importante es lo siguiente: debe enviar este mensaje a la Tierra. Sólo así podrá salvar a la Luna y a la Tierra misma.
—Su pretensión es estúpida. ¿Por qué no va a decirles lo mismo a la Tierra?
—No es la Tierra quien ha iniciado el conflicto. Ella defiende lo que son sus intereses. No olvide que ustedes también son terrestres.
—Habíamos sido terrestres. Ahora somos Selenes.
—De acuerdo; para ustedes mismos son Selenes. Pero no por eso dejan de ser terrestres.
—A pesar de todo, su proposición sigue siendo absurda. Y no pienso aceptarla. ¿Qué sucederá entonces?
—Le he avisado. Si no acepta no me quedará más remedio que matarle.
—¿Matarme…? ¿Un robot?
—Sí, un robot… Para salvar a los hombres.
—Es estúpido.
—No; es lógico. Sólo usted puede dar la orden de que se inicie la defensa o se permita a los terrestres entrar aquí sin lucha. Si usted muere, nada sucederá, la orden no se dará. Y los terrestres podrán ocupar de nuevo la Luna.
—Está equivocado. Si yo muero, será elegido otro presidente en mi lugar. Y él dará la orden.
—No, parque no pienso matarle ahora. Tiene tiempo de pensar lo que le he dicho. Quedan ocho días todavía. En ellos puede meditar sobre la verdad o mentira de mis palabras. Si es un hombre sensato comprenderá que es preciso terminar con esta estúpida locura. Si no… el octavo día volverá a verme.
Se levantó, y el presidente también.
—¡Un momento!
—¿Qué?
—¿Va a marcharse así, tranquilamente, sin ninguna palabra más?
—Por supuesto. Ya he dicho todo lo que tenía que decir. Ahora es usted quien debe decidir. Hasta que lo haga, mi presencia no es necesaria. No intente detenerme antes de llegar a la salida. Los timbres de alarma que conducen al retén de guardia están desconectados y su visoteléfono interior no funciona; yo mismo me he encargado de inutilizarlo. Será inútil todo lo que haga. Adiós.
El presidente contempló cómo Gabriel se dirigía hacia la salida y cerraba la puerta a sus espaldas; durante unos segundos permaneció inmóvil, indeciso, sin acertar a hacer nada. Luego, repentinamente, se lanzó hacia el videoteléfono. Intentó comunicar, pero las líneas interiores no respondían. Pulsó el timbre de alarma que llamaba al retén humano de guardia, pero la luz roja de control no se encendió. Miró a su alrededor y comprendió que la cosa era más importante de lo que hubiera podido suponer a simple vista. Mucho más importante.
Salió de la habitación, y descendió en su ascensor particular hasta el despacho del oficial del cuerpo de guardia. Al verle entrar, el hombre se puso en pie, saludando rígidamente.
—Excelencia…
Fhur se encaró resueltamente con él.
—Movilice toda la guardia disponible, capitán —ordenó—. Necesito que sea traído a mi presencia cuanto antes el hombre que acaba de salir de aquí hace pocos momentos.
El oficial mostró su sorpresa.
—¿El doctor Germ, señor?
El presidente miró unos momentos por el ventanal que daba a la calle de la ciudad subterránea. Desde allí podía verse a los cuatro soldados humanos que montaban guardia permanente a la entrada del edificio. Fue a decir algo, pero pareció arrepentirse y calló. Dudó unos momentos. Luego negó con la cabeza.
—No —dijo—, no es el doctor Germ. Aunque ha adoptado su personalidad, no lo es.
—¿No es el doctor Germ señor?
El presidente volvió a negar con la cabeza.
—No. No es más que un robot. Un sucio y vulgar robot que ha tenido la osadía de atreverse a amenazar a un humano. Quiero verle de nuevo ante mí cuanto antes, ¿ha comprendido? ¡Cuánto antes!
El oficial se cuadró.
—¡Si, señor!
Salió rápidamente de la habitación, dispuesto a dar las órdenes oportunas. Fhur quedó en el interior de la estancia. Se acercó de nuevo al ventanal miró a la calle, iluminada por la fuerte luz diurna. Observó los pequeños coches que circulaban rápidamente, las aceras rodantes, la gente que iba de un lado para otro… Frunció el ceño.
—Un robot —murmuró, casi inaudiblemente—. Un robot…