IX
YO, EL ROBOT

LOS SIGUIENTES días fueron de intensa expectación por ambas partes. Reinaba aquel particular ambiente que suele percibirse en los días anteriores a los grandes acontecimientos. Todo el mundo esperaba. La Tierra tenía ahora la palabra. Y el poder de iniciar los acontecimientos. Los Selenes lo único que podían hacer, por el momento, era esperar a que la Tierra actuara.

Y la Tierra se estaba preparando para actuar. El gobierno Centralizador también había computado los datos en un cerebro electrónico, y pedido una respuesta. La respuesta, había sido, naturalmente, . Y la Tierra se había preparado.

Una nave oficial partió del astropuerto de Londres, llevando una delegación terrestre de buena voluntad, en espera de conseguir algún resultado por medios pacíficos. A pesar de todo, la Tierra quería agotar todas las posibilidades antes de lanzarse a una lucha abierta. Aunque lo que pretendían era demasiado difícil de conseguir. Se hubiera podido llegar a un acuerdo mediante mutuas concesiones por ambas partes. Pero la Tierra no quería hacer concesiones. Consideraba que la Luna seguía siendo, a pesar de todo, una colonia. Y que, como tal, no tenía ningún derecho.

La delegación llegó a la Luna y se entrevistó con el Gobierno Selene en pleno. La conferencia duró cinco largas horas. Pero de ella no pudo sacarse nada concreto ni satisfactorio. La Luna no quería ni siquiera escuchar las exigencias de la Tierra.

El presidente de la delegación terrestre, se puso en pie, al terminar la conferencia, observando fijamente a los representantes del Gobierno Selene.

—Señores —les dijo gravemente—, su actitud es inadmisible. Y ello representará la guerra.

Fhur no se inmutó.

—Estamos preparados —fue todo lo que dijo.

La delegación terrestre abandonó el salón de conferencias furiosamente. No se hizo ningún comentario; no se habló ninguna palabra. Pero todos supieron que aquello representaba la guerra abierta. Dos pueblos, que hasta entonces se habían considerado como hermanos, se convertían ahora en enemigos. La lucha era ya inevitable.

Tumba uno estaba excitada. La noticia de la guerra exaltó todos los ánimos. Personas que hasta entonces habían considerado a los terrestres, sino como amigos, al menos como semejantes, empezaban a odiarlos intensamente. Por todas partes se destruyeron monumentos y placas alusivas a la Tierra y a sus habitantes. La Luna, en un acceso de selenismo, empezó a romper todo lo que la vinculaba aún con su planeta madre.

La delegación terrestre que acudió a la Luna había dado diez días de plazo para que el gobierno Selene meditara la respuesta. Todos conocían esta respuesta, pero a pesar de todo, los diez días de plazo debían transcurrir. Y en ellos, la tensión en toda la Luna aumentaría en grandes proporciones.

En su habitación del hotel, sin embargo, había una persona que no se dejaba llevar por los arrebatos patrióticos, por la furia o por el miedo. Gabriel permanecía impasible. El momento de que él empezara a actuar había llegado. Tenía diez días por delante. Pero a pesar de todo debía moverse con rapidez.

Durante los días anteriores, su única ocupación había sido recorrer el territorio selene. Había visitado cuatro de las Siete Tumbas. El interior de Tumba uno, la capital, no tenía ya secretos para él. Se había informado de todo lo que podía llegar a hacerle falta. Y ahora estaba ya preparado para empezar a actuar.

Se dirigió hacia el lugar donde guardaba su equipaje, y sacó una de las dos maletas. En aquel momento el videoteléfono empezó a emitir su señal de llamada, y en la parte inferior del aparato apareció el nombre del comunicante: el director del hotel.

—¿Qué desea? —inquirió Gabriel después de pulsar el botón de comunicación.

El rostro del hombre denotaba preocupación.

—Desearía hablar unos instantes con usted, señor Alvear —dijo—. Ahora mismo, a ser posible. ¿Podría pasar unos momentos por mi despacho?

—Por supuesto. Ahora voy.

Cortó la comunicación y volvió a guardar la maleta. Salió de la habitación. Montó en el ascensor y dio orden al automático: piso cero. El ascensor descendió tres niveles y se detuvo. Las puertas se abrieron. Gabriel salió al exterior y se dirigió al despacho del director.

El hombre paseaba nerviosamente por la estancia. Al verle, le indicó uno de los sillones anatómicos.

—Por favor, siéntese. Perdone que le haya molestado, pero se trata de… de un asunto muy importante.

—Usted dirá.

—Verá, señor Alvear… Usted hace tan sólo unos pocos días que se encuentra aquí, y es terrestre. Como ya sabrá sin duda por causa de, este… de nuestro Manifiesto de independencia, han surgido algunas diferencias entre nosotros y los terrestres.

—Efectivamente. ¿Y qué?

Bueno… Temo que pueda sucederle algo, señor Alvear. Compréndame. La gente está algo excitada, y según lo que llegue a suceder con la Tierra… En fin, ya me comprende, ¿verdad?

—Completamente. Pero creo que lo que me dice es asunto exclusivamente mío.

—¡Oh, sí por supuesto! Pero temo que, si los ánimos llegan a exaltarse…, y estando usted en el hotel…

Gabriel sonrió levemente.

—Comprendo. Usted habla del hotel, no de mí. En buenas palabras, me dice que desearía que me fuera, a fin de no perjudicarle.

—Bueno, en cierto modo… Compréndame…

—Sí, lo comprendo. Pero a pesar de todo no creo que tenga usted ningún derecho a indicarme lo que debo o no debo hacer para resguardar mi seguridad y la suya. A pesar de ser terrestre, tengo en mi poder el permiso necesario para establecerme en la Luna, al menos durante seis meses. En todo este tiempo, por lo tanto, soy un Selene más. Y tengo sus mismos derechos.

—Sí, pero la gente…

—La gente corre de mi cuenta, no se preocupe. Se cuidar de mí mismo —se levantó—. Y no necesito ninguna clase de consejos. ¿De acuerdo?

El hombre suspiró.

—De acuerdo, señor Alvear. Si usted lo desea así… Yo sólo intentaba ayudarle.

Gabriel no respondió. Salió del despacho, sin mirar siquiera al hombre, y volvió a subir en el ascensor. Retornó a su piso. Tumba uno estaba excitada, se dijo. Toda la Luna estaba excitada. Incluso la Tierra, allá a cuatrocientos mil kilómetros de distancia, estaba excitada. La guerra era inminente.

Si él no lograba impedirla.

Penetró en la habitación y se dirigió hacia el armario móvil de los equipajes, sacando de nuevo la maleta. La abrió, retiró los vestidos que cubrían el doble fondo…

En aquel momento el avisador de la puerta empezó a zumbar, y en la pantalla anexa a la misma apareció la imagen de la persona que llamaba.

Gabriel volvió a meter los vestidos en la maleta y se rigió hacia la puerta. La abrió. En el umbral se recortaba la delgada silueta de Helena Murt.

—Buenos días, señor Alvear —saludó—. ¿Puedo pasar?

Gabriel se apartó de la puerta.

—Por supuesto.

La mujer penetró en la habitación, y Gabriel voló a cerrar la puerta. Ella anduvo unos pasos, hasta detenerse frente a la maleta.

—Creo que he venido en un momento inoportuno —indicó—. ¿Se marcha acaso?

Gabriel se acercó y cerró la valija.

—No, no me voy. Sólo estaba buscando una cosa. No se preocupe. ¿A qué debo su agradable visita?

La mujer sonrió levemente.

—Podría indicarle muchos motivos, pero creo que con uno es suficiente. Usted me invitó, si no recuerdo mal. Me dijo que cuando quisiera podía pasar al hotel a charlar un rato con usted, que siempre sería bien recibida. Pues aquí estoy.

—¿Es éste el único motivo de su visita?

La muchacha negó con la cabeza.

—No. Entre otras cosas he venido a prevenirle.

—¿Prevenirme? ¿De qué?

—De su situación. Se encuentra en un lugar muy inestable, señor Alvear.

—¿En qué sentido?

—En el de su seguridad. Ya debe saber lo que sucede en estas ocasiones. Se lo indiqué yo misma en la nave. Al saberse la noticia de que la Tierra está dispuesta a lanzarse a una guerra abierta contra nosotros si no rectificamos, se ha formado aquí, en la Luna, un verdadero comité de exaltados. Ya sabe que siempre aparecen hombres así en estas circunstancias. Se han llamado a sí mismos comité anti-Tierra, y se dedican a destruir todo lo que la representa aquí en la Luna: estatuas, monumentos, edificios… Su último acto ha sido destruir completamente el edificio del Gobierno Central Terrestre, abandonado ahora.

—Bien. Pero yo no soy ninguna estatua, ni un edificio, ni un monumento.

La joven asintió:

—Es cierto. Pero cuando todo esto esté destruido, si las cosas siguen como ahora, si la Tierra inicia su prometido ataque, la emprenderán también con los hombres. Un terrestre, por el simple hecho de serlo, será considerado como un enemigo. Y se lanzarán contra él.

—Es absurdo. Todos los Selenes también son terrestres. Todos somos terrestres.

—Pero es distinto. Los demás, nosotros, tenemos una personalidad completamente Selene. Aunque nuestro origen sea terrestre, formamos casi una raza aparte. Somos Selenes. Usted no. Y muchos como usted, tampoco.

—Sí, lo entiendo.

—Ésta es la cuestión. Hay muchos terrestres en la Luna. Y si las cosas siguen su curso, la vida de estos terrestres no estará muy segura. Apenas se inicien los primeros ataques, una ola de furia se desencadenará contra estas personas. Y su vida estará en peligro, a merced de los xenófobos.

—Y usted, naturalmente, ha venido a avisarme de ello.

—Sí.

Gabriel sonrió.

—Es curioso —murmuró—. Hace tan sólo unos instantes, el director del hotel acaba de decirme lo mismo. Aunque él sufriendo por el hotel, no por mí.

Ella también sonrió.

—De todos modos —dijo—, expresaba la verdad. Su vida, en las actuales circunstancias, puede correr peligro.

—De acuerdo, pero ¿qué quiere que haga? Las comunicaciones con la Tierra están totalmente cortadas, no puedo regresar allá. Y me quede donde me quede, estaré siempre en la Luna, en el dominio de los Selenes. Mi situación será la misma, seguiré siendo un terrestre a pesar de todo. Como ve, no hay solución.

—Yo podría indicarle una.

—¿Cuál?

—Cásese con una Selene.

Gabriel permaneció unos instantes silencioso.

—¿Usted? —dijo al fin.

—¿Y qué importa eso? Yo o cualquier otra. La cuestión es que sea una Selene. Así, automáticamente, usted adquiriría la categoría de tal. Y estará en relativa seguridad.

—Sólo relativa.

—Por supuesto. No existe la seguridad completa, haga lo que haga. Pero es mejor esto que permanecer así, expuesto en cualquier momento a lo que pueda suceder.

—Pero para lograrlo debo celebrar matrimonio con una Selene.

—Sí. Pero entiéndalo, no sería un matrimonio permanente. Cuando terminaran las circunstancias que lo motivaron, usted podría anularlo con toda facilidad. Recuerde las leyes.

Gabriel asintió. Sí, recordaba las leyes. El descenso del número de matrimonios había incitado a crear una ley respecto a éstos, según la cual el matrimonio efectuado por cualquier causa eventual, sea ésta la que fuere, podía anularse en cualquier momento cuando la causa que lo motivó hubiera desaparecido.

—Pero —dijo— falta saber si en este caso, proponiéndole esta clase de matrimonio a una Selene, ella aceptaría.

Helena sonrió.

—No puedo responderle por todas las Selenes que hay en la Luna. Ni siquiera por las que existen en Tumba uno. Pero yo, por mi parte, si me lo propusieran, no vacilaría en aceptar. Y muchas otras como yo.

Hubo un silencio.

—¿Desearía acaso —preguntó Gabriel lentamente— que yo se lo propusiera a usted?

La mujer levantó bruscamente la vista.

—¿Por qué lo dice?

Gabriel movió la cabeza.

—Por nada. Sólo para decirle que no puedo aceptarlo. Le agradezco mucho su buena intención al venir a visitarme, pero no puedo tomar en cuenta su sugerencia. Es imposible.

—¿Por qué?

—Sería demasiado largo de explicar. Pero la razón es simplemente ésta: no puedo. Y aquí se termina todo.

La mujer calló durante unos minutos. Permaneció como pensando, hablando consigo misma. Al cabo, preguntó:

—¿Acaso le he ofendido con algo de lo que he dicho?

Gabriel dijo que no con la cabeza.

—En absoluto. Comprendo los motivos que le han impulsado a venir. Incluso se lo agradezco. Pero no puedo tomarlo en cuenta.

Ella sonrió tristemente.

—Le habré parecido una estúpida, ¿verdad?

—¿Por qué? ¿Por lo que ha dicho? No, en absoluto. Lo he comprendido desde el primer momento. Y lo encuentro completamente natural por su parte. En la Luna también existe el servicio Rob-amor. Y es muy difícil encontrar un marido. Aunque sólo sea temporal.

—¿Usted cree que éste ha sido el motivo que me ha impulsado a venir?

—¿Y usted no?

Ella se dejó caer en el sillón anatómico.

—Sí —murmuró tras una corta pausa—. Sí. Este ha sido el motivo.

Hubo un breve silencio. Gabriel no dijo nada. Ella levantó de pronto la cabeza.

—No sería un matrimonio permanente —dijo—. Podría anularse en cualquier momento. Cuando usted quisiera.

—Lo sé. Pero es imposible.

Ella rio lentamente.

—Lo comprendo. Me debe considerar una estúpida yendo constantemente tras de usted.

—No, en absoluto. Es el exponente de una época. Antes eran los hombres quienes iban tras las mujeres. Ahora son las mujeres quienes van a la caza de los hombres.

A la caza. Es una frase expresiva.

—Perdone. No quise decir…

Ella se puso en pie.

—No es necesario que se excuse. Es la verdad. Ahora somos las mujeres quienes vamos a la caza de los hombres. Es la expresión que más le cuadra. A la caza.

Calló unos momentos. Miró fijamente a Gabriel, que permanecía silencioso frente a ella.

—Tengo veintiocho años —dijo al fin—. Los hombres que se casan prefieren hacerlo con mujeres jóvenes, de dieciocho a veinte años a lo sumo. Ya no creo que pueda hallar un hombre que quiera hacerme su esposa para toda la vida. Pero creo que aún tengo derecho a un matrimonio temporal. ¿Por qué no?

Gabriel la examinó.

—Existen muchos hombres en la Luna que aceptarían su proposición.

—¿Y usted?

—Ya le he dicho que es imposible.

—¿Por qué? ¿Acaso está casado? En la nave me o que no. Y además, éste es un detalle que no importa. Un matrimonio temporal lo puede celebrar cualquiera, aunque sea casado. Y nadie le dirá nada por ello. Ni siquiera la propia esposa.

—Lo sé. No, no es eso. Es otra cosa.

—¿Qué?

—No puedo revelársela.

Ella dudó unos instantes. Luego se acercó un poco.

—Sé que me estoy portando como una estúpida —murmuró—. Pero no puedo más. Compréndalo, es demasiado para mí. Es demasiado.

Se acercó un poco más. Gabriel comprendió y levantó las manos, deteniéndola.

—No siga —pidió—. No.

Ella se le quedó mirando con los ojos muy abiertos.

—¿Por qué? ¿Acaso…?

Él negó con la cabeza.

—No; tampoco es eso.

—¿Entonces?

Durante unos segundos los dos quedaron inmóviles uno frente al otro, como dos estatuas. Gabriel vio que no podía seguir ocultando la verdad. Sus circuitos le dijeron que sólo existía un camino ante él. Se dejó caer en un sillón anatómico.

—Soy un robot —dijo.

Durante los primeros minutos, Helena no acertó a decir nada. No acababa de comprender el verdadero significado de las palabras de Gabriel. Luego, cuando al fin supo ver cuál era y dónde residía este significado, sintió un escalofrío.

—No es verdad —murmuró, con convencimiento—. Está intentando engañarme.

—No. Digo la verdad.

—No existe ningún tipo de robot que se asemeje tanto a un ser humano. ¿Por qué quiere engañarme con esta mentira? ¿Qué quiere ocultarme?

—Nada. No es ninguna mentira ni trato de engañarla. Soy un robot; ésta es la verdad.

—Es imposible. Los robots no pueden comer. Y usted comió conmigo en la nave.

—Soy un tipo especial de robot. Puedo hacer muchas cosas que un robot normal no podrá nunca hacer. Incluso puedo comer, beber y fumar. Cierto que devuelvo intactos todos los alimentos y bebidas que tomo, triturados los primeros y mezcladas las segundas. Pero puedo comer y beber. Como cualquier hombre.

Helena le contemplaba con ojos de asombro. Su cerebro rechazaba la idea desde todos los ángulos. No, no era posible.

—¡Por Dios, Gabriel! —rogó—. ¿Qué es lo que pretende con éste engaño? ¡Es absurdo pensar que voy a creerle! ¡Un robot nunca podrá tener la apariencia exterior ni la anatomía propia de un ser humano!

Gabriel no contestó. Comprendió que la mujer no daría nunca crédito a sus palabras, si no le ofrecía una prueba concluyente de lo que decía.

Se levantó. Se desabrochó la camisa, mostrando su torso desnudo. Todo el mundo hubiera dicho que aquel tórax pertenecía a un ser humano. Pero Gabriel apoyó la mano en él, e hizo presión a la altura de la cintura. Se oyó un ligero, ligerísimo chasquido. Gabriel cogió una pequeña punta metálica que apareció bruscamente en aquel lugar, y tiró de ella hacia arriba.

Como una tira de cinta adhesiva, toda la piel del tórax, en un amplio frente, se levantó. Y bajo ella aparecieron, brillando intensamente a la blanca luz de la habitación, los plateados segmentos de un tórax metálico articulado.

—No —murmuró Helena, contemplando con ojos desorbitados el tórax del robot—. Dios santo, no. No. No.

—Lo siento, Helena —murmuró Gabriel—. Pero tenía que saberlo. No podía engañarla.

Volvió a bajar la ancha tira de piel, cerrándola de nuevo y aplicándola en su sitio. En las partes laterales, donde se juntaba con el resto de la piel, hizo presión con los dedos y la alisó. Nada quedó entonces que denotara la línea de separación entre los dos segmentos. Nadie hubiera podido afirmar, sin haber visto lo anterior, que aquélla no era una única piel que cubría todo el tórax.

—Lo siento, Helena —repitió—. Lo siento.

Ella no contestó. Sus ojos seguían mirando fijamente el pecho de Gabriel, como viendo aún el espectáculo de la piel levantándose y mostrando su contenido metálico. Hubiera querido hablar, gritar, decir algo. Pero ningún sonido articulado escapaba de su boca. Odiaba a las maquinas, a los robots. Los odiaba con toda su fuerza. Ellos eran los causantes de lo que le sucedía. Y ahora, cuando había encontrado a un hombre en quien podía confiar, cuando se había enamorado —sí, se había enamorado de él— de un hombre, la única respuesta era…

«¡Oh, Dios!, ¿por qué permitiste esta locura? ¿Por qué?».

Un gemido, mezcla de sollozo y de grito, escapó de su garganta. A su boca acudieron tropeles de palabras. Palabras crueles, duras, en las que se reflejaba todo el estado de su alma herida hasta lo más profundo. Quiso decirlas, lanzárselas todas a la cara. Pero ante ella, Gabriel, el hombre en el que había confiado, el robot, seguía mirándola, y en su rostro se reflejaba algo así como una pena, como un sentimiento de culpabilidad por no ser más que eso, un robot. Sintió de repente un choque en su interior. Y se preguntó si lo era en realidad, si era un robot, si ella se encontraba en aquella habitación, y si todo no era más que una pesadilla dentro de la pesadilla general del mundo. Un vacío inmenso ocupó su cerebro y ya no supo nada más. Absolutamente nada.

Como una autómata, como un robot más de los que pululaban por el mundo, sin hablar, sin decir nada, dio media vuelta, abrió la puerta, y salió al exterior. Sus pisadas resonaron en el pasillo, alejándose, hasta perderse en el silencio.

Gabriel dio unos pasos hacia la puerta. Su primer impulso fue seguir a la mujer. Pero junto a la puerta se detuvo. No, no podía hacerlo. Él era un robot: Sólo un robot. Y los robots no deben tener sentimientos.

Los robots no deben tener sentimientos. Los robots no deben tener sentimientos. No deben tener sentimientos. ¡No deben tener sentimientos!

Cerró la puerta de la habitación, haciendo un esfuerzo y regresó al centro de la estancia. Tenía una misión que cumplir, le decían constantemente sus circuitos. Y a ella debía supeditar todo lo demás. No importaba que hubiera herido los sentimientos de un ser humano. Era sólo la individualidad frente a la masa. Y él había sido creado para ayudar a la masa, no a la individualidad. Eso era lo que tenía grabado en sus circuitos.

¿Pero estaban sus circuitos de acuerdo con lo que tenían grabado?

Se sentó.

«Soy un robot» —se repitió una vez más a sí mismo—. «Y un robot es una máquina. Está exento de sentimientos. No puede sentir amor, ni odio, ni piedad. Nada. Sólo avanzar hacia el fin para el que ha sido construido, sin reparar en los medios para alcanzarlo».

Abrió nuevamente la valija, sacó toda la ropa, y extrajo del doble fondo una de las máscaras faciales, junto con los instrumentos necesarios para completar los rasgos. Durante aquellos últimos días, a pesar de su aparente inactividad, había estado trabajando intensamente. Y como resultado de aquellos trabajos, en su cerebro mecánico se encontraban grabados los rasgos del rostro de una persona. Los rasgos que ahora debía reproducir fielmente en aquella máscara.

Se sentó frente a la mesa, y relegó al olvido todo lo sucedido, todo lo que no iba ligado con lo que debía hacer. Se despojó de toda idea que no fuera lo que le esperaba por delante en su camino, convirtiéndose en una máquina completamente impersonal, impasible, a quien nada le importaba ni nada le debía importar. Lo ignoró todo y a todos, salvo lo que tenía ante sí. Se convirtió en una máquina enteramente monofuncional. Y fue sólo entonces, cuando hubo apartado de sí toda idea, cuando se deshumanizó completamente, convirtiéndose en una máquina más, que se puso a trabajar en lo que tenía delante.