VIII
LAS TUMBAS

NADIE recordaba quién había sido el primero que bautizó con aquel nombre a las ciudades Selenes. Hacía ya mucho tiempo de ello. Cuando los primeros colonos vieron que resultaba mejor construir sus ciudades bajo tierra que dentro de grandes cúpulas, y empezaron a edificar subterráneamente, alguien dijo que estaban construyendo sus propias tumbas. Fue una broma de mal gusto pero, pese a todo, el nombre se quedó. Ir el mundo empezó a llamarlas así. Y al fin, el nombre fue reconocido de una forma oficial.

Había en total siete Tumbas en la Luna. Tumba uno, situada en el centro del polígono que formaban sobre superficie lunar, era la capital. Junto a ella se encontraban el astropuerto, los observatorios y las primeras cúpulas que levantaron los exploradores: la cúpula de energía, la de laboratorios, y la de investigación y observación.

Vista desde el exterior, Tumba uno presentaba un aspecto engañoso. A un lado, las cuatro grandes cúpulas primitivas. Al otro, el alisado espacio del astropuerto. Y entre los dos, una serie de pequeñas cúpulas de poca amplitud, correspondientes a los respiraderos, productores de aire y energía y puestos de observación de la ciudad. En el centro, una cúpula mayor que las demás, aunque menor que las primitivas, hacía de esclusa principal de entrada. Toda la superficie de la ciudad estaba cruzada por líneas brillantes, correspondientes a las carreteras, caminos y túneles de unión.

La nave, con la popa apuntando al suelo, disminuyendo constantemente la velocidad, descendió sobre el astropuerto. Su descenso era pausado, suave, por lo que los pasajeros apenas sentían la molestia de las fuerzas G. Se abrieron los trípodes extensibles de las patas, en número de cuatro, cuando la nave llegó a poca distancia del suelo. Los frenos directos empezaron a actuar en toda su potencia. La nave se mantuvo unos momentos como suspendida a pocos metros de la superficie lunar. Y poco después su conjunto de patas extensibles entraban en contacto con el suelo.

Se instaló el túnel neumático de acceso, los pasajeros empezaron a descender. A un lado de la pista de aterrizaje, en un recinto acondicionado a presión, siete vehículos herméticos, correspondientes a las otras Tumbas, aguardaban. Los pasajeros circularon por el interior del tubo a presión, y fueron acomodándose en sus respectivos vehículos.

Gabriel tomó asiento en el que conduciría a Tumba uno. A su alrededor ocuparon el vehículo otras personas. Rostros desconocidos, ignorados en la semioscuridad de la cabina…

El vehículo se puso en marcha, siguiendo la carretera que conducía hasta la cúpula central de acceso de Tumba uno. El trayecto apenas duró diez minutos. Poco después atravesaban la cúpula de acceso y de allí, mediante los ascensores, descendían a la ciudad. El viaje había terminado.

El hotel Copérnico se encontraba situado en el centro de la ciudad, casi junto al edificio de acceso. Era un gran bloque de cemento y acero, incrustado en la roca, que comprendía un total de ciento doce habitaciones. Era, no hace falta decirlo, el hotel más importante de la Luna.

Gabriel ocupó la habitación treinta y seis. Era, como todas las demás habitaciones, espaciosa, fresca y dotada de las máximas comodidades. Cincuenta y seis tipos distintos de robots se preocupaban en ella de servir a los clientes. Y lo hacían con la máxima rapidez efectividad.

Gabriel penetró en la habitación, dejó en ella las dos maletas que constituían su equipaje, y salió de nuevo al exterior, donde fue recorriendo la ciudad.

Tumba uno formaba una especie de cilindro de grandes dimensiones enterrado en el suelo lunar. El cilindro estaba dividido en cinco pisos o niveles, y cada uno de ellos estaba dotado de sus respectivos edificios, calles, paseos. Se pasaba de un nivel a otro mediante rampas, escaleras y ascensores. Algunos edificios ocupaban en sentido vertical la longitud de varios niveles pero por lo general cada edificio ocupaba tan sólo uno, considerándose los niveles superiores o inferiores del mismo, aunque fuera la misma construcción, como otros edificios distintos.

La construcción de la ciudad era, ateniéndose a su forma, radial. Partiendo del eje central, que correspondía al acceso principal al exterior, los edificios se alineaban simétricamente a su alrededor, en circunferencias. En las calles había árboles y flores, aunque dispuestos allí por su utilidad práctica y no como ornamento. Diversos servicios de pistas rodantes permitían un rápido recorrido por la ciudad, y los ascensores trasladaban rápidamente a sus pasajeros de un nivel a otro. En general, todo dentro de la ciudad era rapidez y eficacia. Todo funcionaba de modo automático. Todo era mecánico.

En otros lugares de la ciudad existían también accesos secundarios al exterior, correspondientes a las cúpulas de menor tamaño. En ellas se encontraban instalados los servicios higiénicos, los de limpieza, aireación, producción de aire y energía… Y en cada una de ellas existía una plataforma elevada habilitada como mirador.

Gabriel tomó uno de los ascensores que conducían hasta allí, y se remontó a una de las cúpulas. Se acercó al mirador, en forma de plataforma elevada que rodeaba toda la cúpula, y observó el exterior.

Era de día en aquella parte de la Luna. El sol se encontraba a su espalda, algo oblicuo ya, indicando que era casi la media tarde lunar. Al frente, los múltiples accidentes del terreno formaban oscuras sombras, semejantes a enormes pinceladas negras esparcidas en el suelo por un caprichoso pincel. Incluso la cúpula, protegida térmicamente contra los rayos del sol, proyectaba una confusa forma gibosa sobre el suelo.

Y en el cielo, desde el cenit hasta confundirse con límite del horizonte, se encontraban las estrellas. Redondas, grandes, multicolores, puras. Protegiendo los ojos de la reflexión de la luz en el paisaje, podían divisarse en racimos, en haces, mostrando todo su magnífico esplendor. Era un espectáculo realmente impresionante para un ser humano. E incluso para un robot.

Permaneció unos instantes inmóvil, contemplando las estrellas, protegiendo sus ojos de la luz solar que llegaba hasta sus ojos con el obstáculo de su mano. Le costaba un poco identificarlas. Allá, el Toro, con el brillo intenso de Aldebarán; hacia la derecha, las Pléyades, y un poco más bajo la constelación del Triángulo. Aries…

—Hola, Gabriel.

La voz detuvo el movimiento de sus circuitos, enfocando su percepción hacia el nuevo factor que acababa de presentarse. Una voz sonando a su espalda. Y una voz que le llamaba por su nombre.

Se volvió, observando a la persona que había hablado. Permaneció unos instantes inmóvil, con los ojos fijos en ella. Luego respondió al saludo:

—Hola, Gabriel Vilalcázar.

Vilalcázar, de pie frente a él, le observaba curiosamente. Comentó:

—Es un bonito espectáculo, ¿verdad? Capaz de impresionar a cualquiera. Incluso a un robot.

—¿Cómo has logrado encontrarme?

—En realidad no ha sido muy difícil. Sabía que tu próximo destino era la Luna. He investigado en el libro de viajeros de la nave, y he encontrado un Gabriel Alvear. Lo he buscado, y te he hallado a ti.

—Pero no has podido reconocerme. Mi rostro es distinto; ya no soy el mismo que antes.

—Tu rostro ha cambiado, es cierto, pero tú sigues siendo el mismo. Además, no olvides que soy tu padre. Y un padre siempre reconoce de nuevo a su hijo.

—¿Cómo es que no te he visto en la nave? He observado a todos los pasajeros, y tú no estabas entre ellos.

—Viajaba en distinta cubierta.

—¿Para qué has venido?

Vilalcázar se encogió de hombros.

—Para nada definido. Sólo soy un personaje de segundo plano en esta historia. Mi única misión ahora es observar. Y esperar.

—Esperar, ¿qué?

—A que suceda algo.

—¿Crees que realmente va a suceder?

—Naturalmente. ¿Y tú no?

—Sí. Yo sí lo creo. Y espero poder evitarlo.

—¿Contemplando las estrellas?

—Cada cosa tiene su momento. Es inútil apresurarse por algo que todavía ha de suceder. Mientras es aconsejable echar una ojeada a lo que nos rodea.

Se hizo un breve silencio, Gabriel preguntó:

—¿Por qué pediste que se llevara el caso de mi construcción al Tribunal Cibernético Internacional?

Vilalcázar lo observó fijamente.

—¿Lo sabes?

—Los periódicos publicaron extensamente la reseña del juicio.

—Sí, es cierto: En realidad, todavía no lo sé con exactitud. Tal vez quise ayudarte, haciéndole ver a la humanidad parte de la verdad de lo que les rodea. Creí que yo también podría encontrar una misión satisfactoria para mi vida.

—Pero ésta no es tu misión. Eres un hombre.

—Cierto. Pero los hombres también podemos tener un ideal. Y es bello luchar por él.

—No, no es bello. Es duro, amargo y sin recompensa. Se encuentran demasiadas cosas en el camino que se desearía evitar. Demasiadas cosas que nos hieren, que no podemos cambiar, al menos por el momento.

—¿Eres tú quien pronuncia estas palabras? ¿Un Robot?

—Sí. Yo ya sabía todo ello, estaba grabado en mis circuitos desde antes de mi nacimiento. Pero no es lo mismo saber que ver. Y he visto muchas cosas.

—¿En tan pocos días de vida?

—En tan pocos días. Cuando se busca una cosa, se encuentra. Yo la buscaba.

—Y la encontraste. Dime, Gabriel. ¿Crees que vale la pena luchar por algo tan estúpido como es la humanidad?

—Tú bien lo hiciste en el juicio.

—Aquello era algo distinto. En el fondo, creo que quise demostrarme a mí mismo que al menos por una vez podía obrar de acuerdo con mis convicciones.

—A los hombres no les dijiste eso.

—A los hombres se les puede engañar, se les puede hacer creer que uno tiene sentimientos elevados. Pero uno no puede engañarse eternamente a sí mismo. Ni tampoco a un robot.

—¿Por qué has venido, entonces?

—Por eso mismo. Y por otra cosa aún. Sigo pensando en la pregunta que te hice en mi casa, y en la respuesta que no quisiste darme claramente. No puedo evitar pensar en ello constantemente. Y quiero conocer la verdad.

—¿De mis labios?

—O de tus acciones. Llegará un momento, estoy seguro, en el que no te quede más alternativa que elegir entre dos caminos: actuar como un hombre, o como un robot. Entonces sabré la respuesta.

—Olvídala. No vale la pena preocuparse por ello. Ya te dije que sólo soy un robot.

—¿Te atreverías a afirmar lo mismo en el Cubo, ante el detector del Registro?

—Sí.

Vilalcázar movió la cabeza.

Olvidaba que puedes mentir. Es inútil intentar hablar contigo. Te vales de circunloquios que no conducen a ningún sitio, esperando que desista en mi empeño. Pero no lo lograrás. Pienso seguir hasta el final… ¿Sabes? Hasta el final.

—¿Y qué conseguirás entonces?

Vilalcázar no respondió.

—Es inútil Gabriel Vilalcázar —siguió el robot—. Será siempre inútil. Las líneas de nuestros destinos son divergentes; nunca llegarán a encontrarse. Desde el momento en que me creaste y me diste vida debiste haberlo comprendido. No puedes seguirme indefinidamente, intentando conocer la respuesta a una pregunta que, sea cual sea, nunca llegarás a aceptar. No me crees cuando te digo que soy un robot. Pero ¿me creerías acaso si te dijera claramente que no soy un robot, que soy un hombre? ¿Lo creerías realmente?

Vilalcázar tampoco respondió. Y su silencio fue la mejor respuesta.

—Ésta es la verdad —dijo el robot—. Adiós, Gabriel Vilalcázar. Nuestros caminos son distintos. No olvides que tú nunca dejarás de ser un hombre, y yo nunca dejaré de ser enteramente un robot.

Dio media vuelta, y se alejó en dirección a los ascensores. Vilalcázar lo llamó:

—Un momento, Gabriel.

El robot se volvió.

—¿Qué?

—¿Qué es lo que piensas hacer ahora? ¿Cómo piensas actuar ante los acontecimientos?

—No lo sé todavía. Todo depende de cómo actúe la Tierra. Su respuesta al Manifiesto Lunar lo decidirá todo. Adiós, Gabriel Vilalcázar.

—Adiós.

El robot montó en el ascensor, y el hombre quedó en la cúpula. Dirigió una última mirada a la figura que desaparecía, y después volvió su vista hacia el exterior. En el horizonte, a muy baja altura, empezaba a emerger, como una joroba, el disco plateado de la Tierra. ¿Era una premonición? ¿O un aviso?

* * *

Aquel mismo día la Luna recibió la respuesta que la Tierra daba a su Manifiesto.

En sí, la respuesta era lacónica. La Tierra no aceptaba el Manifiesto ni su contenido. Destituía a todo el gobierno Selene recién constituido, y anunciaba el envío de una Comisión Internacional que se haría cargo del poder hasta que se adoptaran las medidas definitivas. Esperaba que el pueblo Selene aceptaría la resolución de la Tierra no interfiriendo en nada a su ejecución. En caso contrario, el Gobierno Centralizador de la Tierra se vería obligado a tomar medidas más enérgicas.

El comunicado era explícito: se trataba de un ultimátum. O la Luna retrocedía a su posición primitiva, o sería inevitable un choque. A la Luna le correspondía resolver.

Y la Luna resolvió. Aquel mismo día fueron cortadas definitivamente toda clase de comunicaciones con el planeta madre.

Bruscamente, en toda la Luna se decretó el estado de alerta.

Y en la Tierra, el Gobierno Centralizador, que ya esperaba aquellas medidas, decretó el estado de guerra.

Juan Fhur era un hombre alto, de rostro cejijunto y mirada penetrante. En la Luna era considerado como uno de los más genuinos exponentes de la categoría de los gigantes. Hijo de uno de los primeros colonizadores de la Luna, había desempeñado en el satélite multitud de cargos administrativos, en los cuales había ido ascendiendo lentamente en el curso de los años, hasta llegar al máximo lugar que ahora ocupaba: Presidente del nuevo Gobierno autónomo.

Había sido, desde un principio, uno de los más entusiastas defensores de la declaración de independencia de la Luna. Había batallado por ella durante años enteros, hasta conseguirla al fin. Su política con respecto al asunto había sido siempre bien clara: la Luna tenía derecho a su autonomía. Luego, debía conseguirla a pesar de todo. Al precio que fuera.

Recibió con evidente tranquilidad la noticia de que la Tierra se preparaba para iniciar la guerra si la Luna no cedía a su ultimátum. En realidad, ya lo esperaba. Se limitó a asentir con la cabeza cuando se lo comunicaron; no importaba. Estaba todo previsto.

Días antes, Juan Fhur había hecho una pregunta al enorme cerebro electrónico instalado en la Sede del gobierno Selene. Le había suministrado todos los datos. Le había dado como base la idea de que la Luna deseaba su independencia. Luego, le había mostrado todos los factores que concurrían en el caso. Y había formulado su pregunta: ¿Era realmente factible proclamar su independencia en aquéllos, momentos? ¿Era aconsejable?

La máquina había examinado todos los datos recibidos, había computado todos los antecedentes históricos que tenía grabados en su memoria, lo había examinado todo. Y había emitido su fallo; un corto sí. Las máquinas no entendían de circunloquios inútiles. La Tierra no aceptaría de buenas a primeras la independencia lunar, es cierto. Intentaría conseguir que la Luna regresara a su lado. Pero la máquina disponía de los informes relativos a los respectivos ejércitos y armamentos, a la potencia básica de ambos bandos y a las demás circunstancias que concurrirían en una guerra. La Luna se encontraba ligeramente en superioridad de condiciones. Luego, podía vencer.

Todos acataron la decisión de la máquina. Las Reglas Fundamentales garantizaban que la máquina decía lo que más convenía a los hombres. No podía engañarles. Luego, su, respuesta era ley.

La Luna proclamó su Manifiesto de autonomía.

Durante todo aquel día, Juan Fhur estuvo trabajando. Los destinos de la nación estaban en sus manos. Firmó órdenes de movilización, traslado de armamentos, disposiciones de tácticas… Revisó documentos, papeles, órdenes…

Y aquella noche —aunque el sol brillaba todavía sobre las cúpulas—. Juan Fhur, mortalmente cansado, se retiró a descansar a sus nuevas habitaciones del edificio del Gobierno central. El día había sido extenuante. Penetró en el dormitorio, y la luz se encendió poniendo en movimiento todo el equipo automático de la habitación. Se desnudó, se tendió en la camilla de masajes y dejó que el robot masajista le relajara los músculos con sus suaves tentáculos. Luego se dio una ducha atomizada, cuya agua había sido regulada automáticamente a la temperatura de su cuerpo. Mientras, en el dormitorio, el lecho se iba calentando gradualmente, hasta alcanzar la temperatura adecuada. Cuando Fhur se dirigió a él, el lecho estaba preparado. Se tendió con un suspiro de alivio. Marcó la cifra 6 con el pulsador del despertador automático. Luego, una suave pulsación en otro botón, y el robot-lector entró en funcionamiento. Analizó brevemente el estado de ánimo del hombre, y eligió el libro que más se amoldaba al momento presente. Empezó a leer. Y Fhur sintió como, tras el ajetreo del día, un sentimiento de suave laxitud invadía su cuerpo. La cama termógena se amoldó de nuevo, hasta la milésima de grado, al calor necesario para su cuerpo, al tiempo que irradiaba átomos desodorizantes para eliminar cualquier posible gota de sudor. El robot lector seguía leyendo. Y un dispositivo automático fue regulando lentamente la intensidad de la luz, dejando la habitación en una semipenumbra incitadora del sueño.

Y ante los efectos de tantas circunstancias, Juan Fhur no tardó en quedarse profundamente dormido.

Entonces, la luz se apagó completamente. La cama reguló de nuevo su temperatura y su emisión de átomos desodorizantes a un nivel más pausado. Y el robot-lector, después de escuchar unos momentos la acompasada respiración que le indicaba que Fhur dormía, calló suavemente, y devolvió a su sitio el registro sonoro del libro.

Juan Fhur era el presidente del Gobierno Selene. El destino de dos mundos se encontraba enteramente en sus manos.

Pero no había por qué temer. Juan Fhur era un hombre práctico. Confiaba plenamente en las máquinas. Y ahí estribaba su principal virtud. Era, por lo tanto, un hombre sensato.