LAS NOTICIAS que acaparaban en los últimos tiempos la atención de todo el mundo, las de la creciente agitación de los Selenes, se vieron por unos días relegadas a segundo término por otra noticia. El juicio celebrado contra Vilalcázar, con todas sus sensacionales consecuencias, fue publicado en todos los rotativos del mundo, con la máxima amplitud de detalles. Varios periódicos se lanzaron a entrevistarle, y Vilalcázar no tuvo ningún reparo en confirmar y ampliar lo dicho en el tribunal.
«Si existe en el mundo algún cibernético que sepa aún lo que es la verdad y la honradez» —dijo—, «estará de acuerdo conmigo».
Los periódicos publicaron grandes titulares del caso. Y la polémica se desató.
Una polémica de muy corta duración. Porque a los dos días de iniciada, los periódicos, y toda la gente en el mundo, abandonaron bruscamente el tema para dedicar toda su atención a, una nueva y no menos grave noticia. Lo que tanto se temía y esperaba había sucedido al fin: la Luna proclamaba unilateralmente su independencia de la Tierra, y formaba gobierno autónomo.
Los comentarios sobre el tema se recrudecieron bruscamente de una manera insospechada. Todo el mundo se dedicó a hablar de los Selenes, de la Tierra, de la reacción y de las medidas que adoptarían las naciones interesadas en el caso… Se preveía algún percance de importancia mundial. El gobierno centralizador de la Tierra se reunió urgentemente en París.
Y Gabriel Vilalcázar sacó pasaje para la próxima nave regular a la Luna.
Hacía más de doscientos años que el hombre había pisado por primera vez el suelo lunar. Doscientos años, a través de los cuales el inhóspito satélite se había convertido en morada permanente de seres humanos. Doscientos años, en los que las distintas condiciones de aclimatación y características físicas habían creado en la Luna una nueva raza de hombres: los Selenes.
Al principio, las exploraciones lunares se habían limitado a simples tanteos de investigación. Se había instalado una base provisional, dependiente totalmente de la Tierra. Pero más tarde, el descubrimiento de agua en estado sólido en las entrañas del satélite, junto con algunos ejemplares de vegetación rudimentaria en el fondo de algunas cuevas, el hallazgo de minerales de interés para la industria terrestre, y sobre todo oxígeno, en forma de compuestos en el subsuelo, hizo que la base provisional se convirtiera en estación permanente. Una estación que primero fue de índole puramente militar, después científica, luego mixta y finalmente civil.
Al principio las exploraciones lunares se habían limitado a simples exploraciones de investigación. Se había instalado una base provisional, dependiente totalmente de la Tierra. Pero más tarde, el descubrimiento de agua en estado sólido en las entrañas del satélite, junto con algunos ejemplares de vegetación rudimentaria en el fondo de algunas cuevas, el hallazgo de minerales de gran interés para la industria terrestre, y sobre todo el de oxígeno en forma de compuestos, en el subsuelo, hizo que la base provisional se convirtiera en estación permanente. Una estación que primero fue de índole puramente militar, después científica, luego mixta, y finalmente civil.
Al principio, los hombres que fueron a la Luna se llamaron simplemente exploradores. Más tarde, cuando familias enteras emigraron al satélite, les fue adjudicado el nombre de colonos. Pero ninguno de estos dos apelativos reflejaba claramente su verdadera condición. ¿Cómo llamarlos, entonces? La ausencia de vida animal inteligente incluso de vida animal rudimentaria, había hecho abandonar el bello nombre de Selenitas. Pero éste era un nombre que no podía aplicarse a los actuales habitantes lunares; ellos no eran oriundos de la Luna. ¿Entonces?
Un periódico lanzó la idea, y tuvo aceptación general. Un nuevo nombre fue creado, y pasó a ocupar lugar en todos los diccionarios. Los hombres que, abandonando su planeta natal, fueron a crear un nuevo mundo en el satélite, recibieron el nombre de Selenes.
Así fue pasando el tiempo. Las generaciones se fueron sucediendo. Los colonos engendraron hijos: Y éstos se adaptaron con rapidez al ambiente en el que habían nacido.
De este modo empezaron los cambios. La gravedad lunar es un sexto de la terrestre: los Selenes aumentaron considerablemente de estatura. La presión atmosférica creada por los hombres era también menor: sus pulmones adquirieron mayor capacidad y volumen. La menor gravedad se transformaba en una mayor facilidad para andar y mover cargas de un lado a otro: los músculos de los Selenes no se desarrollaron tanto como los de los terrestres.
Así nació una nueva raza de gigantes de miembros débiles y pulmones fuertes, cuyo único nexo de unión con la Tierra era su mismo origen, su misma cultura, y su dependencia de ella.
Los cambios físicos trajeron también consigo otros cambios mentales, más sutiles, pero no por eso menos importantes. Al principio, las colonias de la Luna dependieron exclusivamente del planeta madre. Pero su progresivo desarrollo trajo consigo una mayor autonomía. Se instalaron campos cultivables bajo cúpulas transparentes, de regulación solar y térmica. Se crearon viveros de animales. Y la posesión de la llave de una extraordinaria industria minera transformó la dependencia total en una especie de intercambio que hacía de la Luna un planeta que pagaba sobradamente todo lo que recibía.
Y, ello no obstante, el régimen político era totalmente dependiente de la Tierra. En este aspecto, la Luna no era más que una colonia de la Comunidad de Estados Mundiales. No poseía ninguna personalidad propia.
Y ahí nacieron las primeras diferencias. Los cambios orgánicos que lentamente, por la adaptación al medio ambiente, sufrieron los Selenes, trajeron consigo otros cambios de índole distinta. Su diferencia de cuerpo creó en las mentes de los Selenes un sentimiento de diferencia total. Ellos eran distintos a los terrestres. Constituían una raza aparte. Y por ello, no tenían por qué doblegarse ante la Tierra, acatando todas sus disposiciones. Tenían derecho a la autonomía.
Lentamente, este clima fue cristalizado en una situación a todas luces previsible. Cada vez, la Luna se desenvolvía más por sí sola. Ya no necesitaba tanto a la madre Tierra. Y lo poco que necesitaba de ella se lo pagaba con creces. Podía ser independiente si así lo deseaba.
Y de este modo, el día veintinueve de octubre del 2257, la Luna se consideró suficientemente apta para declararse independiente. Los Selenes formaron un gobierno propio. Y publicaron un Manifiesto por el que se desligaban completamente del planeta madre, considerándose, a partir de aquel momento, como país independiente.
* * *
Hacía tiempo que la Tierra preveía aquello. Sabía que tarde o temprano iba a suceder. Estaba avisada. Pero no podía hacer nada por impedirlo. Al menos no por el momento.
La Tierra, en muchos aspectos, dependía completamente de los productores lunares. La Luna suministraba una gran parte de la materia prima que los filones la Tierra, agotados desde hacía tiempo, no daban ya. No podían exponerse a que una acción violenta o mal calculada por su parte les hiciera dar un paso en falso de desagradables consecuencias. Era preciso esperar. Esperar.
La Luna, originariamente, había sido constituida como un estado totalmente dependiente. Tenía su gobierno propio, pero estaba supeditado al gobierno central de la Comunidad de Estados Mundiales. Tenía ejército propio, pero estaba supeditado al Estado Mayor terrestre. Tenía policía propia, pero estaba supeditada la Policía Central terrestre. Tenía legislación propia, pero había sido totalmente dictada por los legisladores de la Tierra.
Y sin embargo, aquel estado de cosas podía terminar en cualquier momento, cuando se quisiera. Bastaría con que el Gobierno Lunar diera un tajo de guadaña al invisible hilo que, cual cordón umbilical, lo unía con la Tierra, para convertirse en un Estado independiente.
Pero la Tierra no estaría en ningún momento conforme con ello. Dependían demasiadas cosas de aquella decisión. ¿Cuál sería su reacción ante el brusco cambio de situación? ¿Y qué medidas adoptaría?
Todos conocían la respuesta. Todos sabían que aquello desembocaría, más tarde o más temprano, en una guerra.
Pero todo el mundo se formulaba una pregunta: ¿qué clase de guerra?
La máquina era de tipo totalmente humanoide. Levantó la cabeza tras el mostrador y miró a Gabriel.
—¿Su nombre?
Sus ojos solamente disponían de movimiento lateral. Y su rostro, de escasos músculos faciales, presentaba un aspecto frío, ascético.
—Gabriel Alvear.
«Aquél era el rostro de toda la humanidad», —pensó—. «Un rostro frío, sin personalidad propia. Un rostro fabricado en serie».
—¿Motivo?
La mano del robot, independiente por completo de su rostro, escribía con rapidez mientras éste seguía mirando a Gabriel.
—¿Cuál es la finalidad de su viaje?
—Deseo establecerme en la Luna.
—¿En qué ciudad?
—En Tumba uno.
El robot seguía escribiendo, rellenando el formulario Era eficiente; como todos los robots, muy eficiente. Pero carecía totalmente de vida. No era un robot, era sólo una máquina.
—¿Sus documentos?
Gabriel los sacó y se los entregó. Luego abrió la cremallera de la manga de su traje, y mostró su tatuaje de identificación. El robot dirigió su vista hacia ambas cosas. Gabriel se imaginó estar contemplando todo el mecanismo del proceso: de las células de los ojos a la unidad de control, de ésta al cerebro logístico para confrontación, un repaso a las memorias y archivos de personas buscadas, y finalmente una orden electrónica de salida a los mandos de la mano que seguía escribiendo. Los datos quedaron claramente anotados, sin ninguna posibilidad de error.
—¿Su estancia será permanente? —el mismo brazo que recogiera los documentos se los devolvió.
—No; tan sólo un período de prueba. Seis meses.
—Tal vez dentro de seis meses no pueda volver, señor —aquel circuito había sido incluido recientemente en los mandos del robot. Los últimos acontecimientos lo imponían. Los viajes Tierra-Luna seguían desarrollándose normalmente. Pero podían interrumpirse en cualquier momento.
Gabriel tomó sus documentos.
—Lo sé —dijo.
El robot trazó unos cálculos en un ángulo especial del formulario, y anotó un resultado.
—Siete mil universales, señor —dijo.
Gabriel sacó el dinero. Una nueva visita a diversos salones electrónicos de juego había proporcionado todo el dinero necesario para una larga temporada. Contó siete mil universales, y los dejó sobre la mesa. El robot los tomó, los unió al formulario, y lo metió todo por una ranura. Tras unos instantes, una luz verde se encendió en un ángulo de la mesa. El robot retiró el formulario, automáticamente sellado y controlado, y entregó una copia a Gabriel.
—La nave saldrá dentro de dos días, señor. Del astropuerto de Londres. Si le es posible, entregue su equipaje antes de las últimas doce horas; así tendrá una mayor seguridad de un buen servicio. Le deseo buen viaje, señor.
Gabriel recogió el papel, lo dobló cuidadosamente y lo guardó. No dijo «Gracias», sabía que el robot no le contestaría; el alcance de sus circuitos de conversación no llegaba hasta allá. Dio media vuelta y se dirigió hacia la salida.
A su espalda, la voz del robot, monótona, fría, sin ninguna inflexión, imperturbable, pero con aquel deje de servilismo que era la característica de todas las máquinas creadas por el hombre pidió:
—¿El siguiente, por favor?
El cohete transbordador era una nave brillante, plateada, con dos grandes alas en delta provistas de estabilizadores verticales. Se encontraba en posición erecta sobre el suelo, y el ascensor que conducía hasta su compuerta de entrada ascendía y descendía continuamente. Gabriel dejó que el chofer-robot del microtaxi le abriera automáticamente la portezuela de su vehículo y le invitara a subir, desde el asiento de conducción al cual estaba acoplado. El microtaxi se puso en marcha y le condujo hasta la mole de la plateada aguja. Allí, un nuevo robot le rogó deferentemente que subiera al ascensor. Y pocos momentos después se encontraba tendido en su correspondiente cabina anti-G, echado en la litera de precaución. La fuerza del despegue no afectaría en lo más mínimo sus mecanismos, pero ante el resto del mundo era un ser humano. Y como tal debía comportarse.
El viaje de transbordo fue corto; tan sólo unos minutos. Una breve espera mientras se instalaba el tubo neumático de unión hasta la estación intermedia. Una nueva espera hasta transbordar a la nave que debía llevarles a la Luna. Y finalmente una última espera, hasta que la nave se puso en movimiento hacia su destino.
El viaje había comenzado.
En total, incluido aterrizaje, el viaje sólo duraba tres días. No obstante, las cubiertas de primera estaban equipadas con lujosos salones de juego y de recreo, matic-bares, máquinas electrónicas de diversión, biblioteca y cinemateca… Todo con el máximo confort.
Gabriel dejó transcurrir el tiempo paseando por todas aquellas dependencias, observándolo todo, estudiándolo todo. Lo que más diferencia a un hombre de un robot es la no necesidad de este último de descansar, de dormir. Se puede permanecer con los ojos cerrados, tendido en una cama, pero no se duerme. El cerebro del robot continúa trabajando, moviéndose sin cesar. Un robot no conoce la fatiga. Y hasta que sus circuitos no son desconectados, no duerme. Permanece despierto las veinticuatro horas del día.
Gabriel pasaba algunas horas dentro de su cabina, sin salir, a fin de cubrir las apariencias. Pero el resto del tiempo lo tenía libre. Se entretuvo paseando por la nave. Su cerebro, a falta de algo en que ocuparse, lo escudriñaba todo. Así supo quienes eran la mayoría de las personas que viajaban con él.
Y al segundo día fue cuando tropezó con ella.
Se llamaba Helena Murt. Era una muchacha alta, desgarbada, de porte delgado pero firme. Se adivinaba que había vivido algún tiempo en la Luna por su elevada estatura, sus finos miembros y su apellido. Los Selenes tenían la costumbre de cortar sus apellidos oriundos de la Tierra, transformándolos en monosílabos compuestos de las primeras letras de los antiguos. Así, un Selene que se hubiera llamado Alvear, se llamaría Alv, y si su apellido original fuera Vilalcázar, se llamaría tan solo Vil.
Gabriel se encontraba sentado en un sillón, contemplando casi sin prestarle atención un programa lunar de estereovisión, cuando sucedió. Ella pasó por delante de él. Y al pasar, tropezó con uno de sus pies.
No llegó a caer. Trastabilló y recobró enseguida el equilibrio. Murmuró:
—Perdóneme. Iba distraída. ¿Le he hecho daño?
Gabriel negó; no, no le había hecho daño. Observó su rostro: no era bonita, pero sí agraciada. Sus líneas irradiaban simpatía.
Y estaba seguro de que su tropezón había sido absolutamente voluntario.
—No ha sido nada —dijo—. Y quien lamenta haberla hecho tropezar soy yo. Estaba distraído.
Ella miró hacia la pantalla.
—¡Ah, sí, este programa! ¿Es interesante?
Gabriel se encogió de hombros. No, para él no lo era. Resultaba demasiado infantil para su mente.
Se levantó.
—No mucho —dijo al fin—. Lo contemplaba tan sólo para distraerme. Pero en vez de eso lo único que he conseguido ha sido hacerla tropezar. ¿Me permite que la acompañe un poco, como desagravio? Si no estorbo, naturalmente.
Ella aceptó. Fueron juntos a las lucernas, y contemplaron durante un rato el espacio. Luego, ella le preguntó si quería comer en su mesa.
—Estoy sola —explicó—, y me aburro. Su compañía es muy agradable. Y lamentaría perderla tan pronto Claro que si tiene algún inconveniente…
No, Gabriel no tenía ningún inconveniente. Aceptó. Y en la mesa, mientras comían, hablaron de cosas interesantes. Ella le contó a grandes rasgos su vida: había nacido en la Luna, en Tumba uno. Pero a los cuatro años había ido a la Tierra para estudiar. Había vuelto a los dieciséis, y a los veintiuno había regresado de nuevo a la Tierra, para especializarse en medicina. Ahora tenía veintiocho años. Y sus familiares la habían reclamado de nuevo, ordenándole que volviera inmediatamente al satélite.
—Es por lo que está sucediendo, ¿sabe? —explicó—. Temen que las comunicaciones Tierra-Luna sean interrumpidas dentro de poco, y prefieren tenerme a su lado. Se nota un poco mi origen Selene, y tal vez a la larga esto me perjudicaría si me quedara en la Tierra.
—Es natural —respondió Gabriel. Masticó lentamente un poco de carne procedente de los viveros lunares, y la engulló cuidadosamente—. Es natural —repitió.
Siguieron hablando. Ella quiso saber cosas de él. Le preguntó qué iba a hacer en la Luna, y Gabriel contestó evasivamente. Algunos asuntos de su profesión. Tal vez se quedara para siempre en el satélite.
—Es probable que tenga que hacerlo aunque no quiera —dijo ella, riendo—, si es que deciden cortar las comunicaciones. Y en este caso lo lamentaré por usted.
—¿Por qué? ¿Tan mal se vive en la Luna?
—No, no es eso. En las situaciones como las que atravesamos, un terrestre que no esté vinculado por ningún lazo de unión con la Luna es considerado bajo todos los puntos de vista un extranjero. Y si las cosas se pusieran mal… Bueno, ya sabe lo que sucede en estos casos.
Gabriel asintió.
—No se preocupe por mí. He estudiado todos los detalles antes de decidirme a hacer este viaje.
Pasaron después al salón de digestión, tomando asiento en sendos sillones vibratorios. Siguieron hablando de la Luna, de las dificultades físicas y técnicas con que se enfrentaban constantemente sus habitantes, de sus costumbres…
—¿Es usted casado? —preguntó de pronto ella.
—No —dijo Gabriel.
Helena apoyó su espalda en el respaldo del sillón, notando el efecto de relajación de sus músculos bajo la acción suavizadora de los vibradores.
—Yo tampoco —dijo.
Y, observando que Gabriel no respondió nada, prosiguió.
—Es difícil encontrar en estos tiempos un hombre dispuesto a casarse. Los robots lo han invadido todo en el mundo. Incluso el terreno del amor. La mayoría de los hombres prefieren comprar un robot a adquirir una esposa. ¿Para qué casarse, dicen? Un robot cumple las mismas funciones. Además, se amortiza fácilmente, no existen con él las cargas de los hijos, siempre se tiene joven y bien dispuesto, y cuando se aburre puede cambiarlo por otro modelo. Es mucho más rentable.
Suspiró.
—Ya lo ve —prosiguió, como si hablara consigo misma—. Tengo veintiocho años. Y todavía no he hallado ningún hombre que quiera hacerme su esposa. Claro que hay algunos que de todos modos prefieren una mujer a un robot, y se casan. Además, existen las Facilidades Estatales en pro del matrimonio: hay que asegurar la descendencia. Pero esto no resuelve nada, sólo es una minoría. Para el hombre el problema siempre está resuelto. Pero quedan las mujeres.
—Tal vez algún día se instalen servicios de Rob-amor para las mujeres.
Ella se echó a reír nerviosamente.
—No mencione imposibles. Se consideraría una degradación, una lacra social. Para la mujer, el único camino es el matrimonio. ¿Qué otra solución hay?
—La creación de robots maridos. O quedarse soltera.
—No se burle.
—No me burlo. La mecanización progresiva del mundo aún no ha terminado. Hace sólo un año que se instaló el primer servicio de Rob-amor. ¿Por qué dentro de poco no se puede instalar un nuevo servicio, pero en la parte contraria? Tal vez casas de Rob-amor para mujeres no tuvieran éxito, pero si un hombre puede adquirir un robot como esposa, ¿por qué no puede hacer lo mismo una mujer? Es algo de pura lógica.
—No, no lo es. Es completamente distinto. La psicología humana es así.
Gabriel asintió lentamente.
—Tal vez tenga razón —dijo—. Tal vez sea yo mismo quien no acaba de comprender la psicología humana. Pero estoy seguro de que lo que digo no tardará en intentarse. La mecanización de la humanidad no puede detenerse. No se detendrá hasta que haya convertido al hombre en una máquina más.
Siguió un ligero silencio. Gabriel vio el perfil del rostro de la muchacha, sus cejas, sus finos labios… Se puso en el nivel de un ser humano, y se dijo que a pesar de todo era bonita.
—Pero usted es bonita —tradujo sus pensamientos en palabras—. No le será difícil encontrar un hombre que llegue a enamorarse de usted.
Ella rio secamente.
—¿Lo cree usted así? En la Tierra tal vez no hubiera desechado del todo sus palabras. Pero aquí no. En la Luna es más difícil hallar marido. Existen diversos grados de habitantes, diversas categorías según su formación física, es decir, según el tiempo que hayan permanecido en el satélite. Existe la categoría de los gigantes, de los medianos y de los enanos. Y dentro de cada una de ellas, multitud de variaciones. Es difícil que un gigante llegue a casarse con una enana, o viceversa. Y lo mismo puede decirse con los medianos. Con lo que las probabilidades se limitan a un tercio de las que hay en la Tierra.
—Por supuesto.
Helena se volvió hacia él.
—Y sin embargo —dijo—, yo tengo ventajas. Soy enana. Podría pasar por una terrestre cualquiera. No soy mucho más alta que usted. Podría pasar por una de ellas, ¿no le parece?
—Por supuesto. Pero eso sigue limitando sus posibilidades. Usted misma lo ha reconocido.
—Sí, claro. No creo que ningún gigante quiera casarse conmigo. Tal vez algún mediano, aunque es difícil. Pero tengo en mi favor el que podría casarme sin desventaja con cualquier terrestre. ¿No le parece?
Gabriel volvió la cara hacia ella. Y vio el brillo de sus ojos.
—Con tal de que el terrestre también quisiera casarse con usted —objetó.
—De acuerdo. Pero en las actuales circunstancias tengo una ventaja a mi favor. Hay muchos terrestres como usted en la Luna. Y si vienen dificultades, muchos de ellos querrán vincularse en algo con los Selenes. Y este algo puede ser el matrimonio. No escogerán como mujer a una gigante, ni siquiera a una mediana. Pero las enanas, como yo, tendremos posibilidades. ¿No le parece?
Gabriel no contestó. Comprendía la argumentación de la mujer. Y veía todo lo que se ocultaba tras ella. Toda la tristeza, toda la amargura y todo el desengaño que había tras aquellas palabras de apariencia intrascendente, dichas casi como si fueran un comentario.
Ella debió comprenderlo así. Lentamente, la sonrisa fue brotando de sus labios. Reclinó de nuevo su espalda en el respaldo del sillón.
—Perdone —murmuró—. Estoy diciendo muchas tonterías.
—No —dijo Gabriel—; no dice ninguna tontería. Sus palabras son las palabras de muchas mujeres de la Tierra. Y sus sentimientos también son los mismos. Realmente, el Rob-amor ha causado muchas complicaciones.
Observó su reloj, y se levantó.
—Perdóneme —dijo—, pero he de ir a preparar mi equipaje. Pienso hospedarme en el hotel Copérnico. Si no nos volvemos a ver antes del aterrizaje, allí podrá encontrarme siempre que lo desee. Tendré mucho gusto en volver a hablar con usted de nuevo. Adiós.
La mujer lo vio marcharse, con paso firme y elástico, en dirección a su camarote. Sus ojos fueron siguiendo su figura mientras se alejaba del salón. Y cuando desapareció por un pasillo, se reclinó en el sillón vibratorio.
Había sido una estúpida, se dijo. No había sabido comportarse como hubiera debido. Y lo había echado todo a rodar. Pulsó el botón que detenía el movimiento del sillón vibratorio, y en el mismo gesto se recriminó a sí misma. ¡Estúpida! ¡Estúpida!
Y de pronto recordó las palabras de Gabriel. Cerró los ojos, y las evocó nuevamente.
No, se dijo; en el fondo no era una estúpida. Era tan sólo una mujer. Una mujer en un mundo en el que lo único que existía verdaderamente eran máquinas. Las eficientes y odiosas máquinas…