EL GRAN Palacio de Justicia del tribunal de la Policía de seguridad humana estaba repleto de gente. En el estrado principal, dominando toda la sala, se encontraba la presidencia. A la derecha, el sitio del abogado defensor. A la izquierda, el fiscal. Y a la derecha también, a un lado, el encargado de decidir y dictar sentencia, el jurado: un cerebro electrónico.
El presidente del tribunal se puso en pie. En la mano sostenía una hoja de papel. Se hizo un silencio en la sala. Y el hombre leyó:
Hoy, veintisiete de octubre del año de gracia 2257, en este tribunal, procedemos a la apertura del sumario contra Gabriel Vilalcázar, acusado de haber dado vida a un robot carente por completo de las Reglas Fundamentales, con lo cual incurre en lo penado por esta ley, capítulo veinte, epígrafe dieciocho. Con esta fecha, por las leyes terrestres, de acuerdo con su propia petición, procedemos a su enjuiciamiento. El señor fiscal tiene la palabra.
El hombre se levantó. Era un tipo rechoncho, cara de luna llena. Miró unos momentos la mole del cerebro electrónico del jurado. Luego se volvió hacia el presidente.
—Con la venia —dijo.
Estuvo hablando durante más de media hora. Expuso con claridad, y basándose en antecedentes de otros casos, lo que representaba la existencia de un robot autopensante en el mundo, sin Reglas Fundamentales en su cerebro. Indicó los peligros que ello representaba para la Humanidad. El hombre no podía supeditarse a las máquinas, dijo. Eran las máquinas las que debían supeditarse a los hombres. Y esto no sucedería mientras existieran individuos como el acusado, dispuestos a construir para el propio provecho robots que se apartaran de los cánones establecidos por la ley.
Cuando terminó, el presidente hizo una seña a Vilalcázar.
—La defensa tiene la palabra.
Vilalcázar se puso en pie. Había asumido él solo todo la responsabilidad sobre Gabriel, declarando que Ripple ignoraba que el robot no tuviera implantadas en su cerebro las Reglas Fundamentales. Así, el acusado era sólo él. Y también su propio defensor.
—Señores —dijo—, si he pedido representarme a mí mismo en la defensa, no ha sido porque me considerara la persona más capacitada jurídicamente para ello, no soy abogado. No conozco las leyes como sin duda las conocerán cualquiera de ustedes. Pero sí hay una cosa que yo sé, y que en cambio ninguno de ustedes conoce. Soy cibernético, señores. Y esta especialidad me da derecho a hablar aquí con fundamento de causa. Por eso puedo actuar en mi autodefensa.
Hizo una pausa. El fiscal fue a decir algo, pero no llego a pronunciar ninguna palabra. Vilalcázar se volvió hacia el presidente.
—Ustedes —dijo—, son los encargados de juzgar los casos en los que aparezca entremezclada directamente alguna naturaleza mecánica. Han de decidir todos los casos en los que aparezca un robot o un cerebro electrónico. Y a causa de ello han de conocer todo lo posible referente a ellos. Ahora bien, permítanme hablarles una pregunta: ¿hay alguno de ustedes que sea cibernético, o que conozca siquiera algo de esta materia?
Un silencio. Nadie dijo «sí». Pero nadie dijo tampoco «no».
Vilalcázar se volvió al público que llenaba la sala.
—En el mundo —dijo—, los cargos más importantes, los de más responsabilidad, han sido ocupados siempre por personas incapaces de desempeñarlos. La creación de robots autómatas en gran escala trajo consigo la necesidad de crear una policía especial para preservar a los humanos, a nosotros, de estos robots. Y la creación de esta policia trajo consigo la necesidad de crear también un tribunal especial para juzgar únicamente estos casos. Naturalmente, era lógico que tanto los miembros de esta policía como los del tribunal especial conocieran a fondo la naturaleza y las reacciones de un robot. Que supieran, en pocas palabras, lo que es realmente un robot. Sin embargo la realidad es completamente distinta. No existe ninguna persona, de las que componen este tribunal, que tenga conocimientos especializados en cibernética. Como tampoco hay nadie en toda la policía de seguridad humana que tenga los mismos conocimientos. Lo cual creo que lo dice ya casi todo.
—¡Protesto!
Vilalcázar se volvió hacia el fiscal.
—¿Motivos?
—Estamos juzgando un delito, no la mayor o menor formación cibernética de este tribunal.
—De acuerdo; completamente de acuerdo. Y precisamente por eso vamos a enfocar el caso desde el punto de vista que usted indica.
Se volvió nuevamente hacia la sala.
—Señores —dijo—, se me acusa de la construcción de un robot demasiado perfecto. Se me dice que he cometido un acto vandálico al construir una máquina autopensante desprovista de las leyes que hasta ahora han limitado a todos los robots a un nivel inferior al humano. ¿Y por qué causa se me acusa?, ¿quizá Porqué un robot de este tipo puede ser un peligro manifiesto para la humanidad…? No, no es por eso. La causa es otra muy distinta. Y se las voy a decir.
»Desde un principio, en la construcción en gran escala de robots hubo accidentes. Defectos de construcción, fallos repentinos en el mecanismo… pero siempre en robots que tenían grabadas en su mente las Reglas Fundamentales. Nunca ha aparecido por estos tribunales el caso de un robot sin estas Reglas que hubiera matado a un ser humano o hubiera realizado otro acto similar. ¿Por qué? No es necesario conocer mucho de cibernética para saber que un robot por el simple hecho de serlo, no puede nunca sentir odio, envidia, amor, deseos de venganza… Si por casualidad un robot llegara a matar a un hombre no sería por vandalismo. Sería por defecto de su construcción. O porque algún motivo, un motivo demasiado importante para poder ser analizado lógicamente por nosotros le obligaría a ello. ¿Cuál es, entonces, el motivo que nos impulsa a refutar un robot sin las Reglas Fundamentales…?
»El orgullo. Ése es el motivo: Nosotros los hombres, sentimos un gran orgullo de nosotros mismos. Y temblamos tan sólo al pensar que un robot, una máquina, pudiera llegar a sobrepasarnos, a ser superior a nosotros. Por eso hemos creado las Reglas, no porque los robots sean seres malévolos, sino porque nosotros tenemos miedo. Miedo de nuestras propias creaciones.
—¡Protesto!
Vilalcázar se volvió de nuevo hacia el fiscal.
—¿Motivos?
—Estamos divagando. Centrémonos tan sólo en el caso que nos ocupa.
Vilalcázar se volvió hacia el tribunal.
—Estamos en su mismo centro, señores. Yo soy el constructor del robot motivo de este juicio. Yo soy, por lo tanto, el principal responsable de todo. Y voy a confesarles una cosa. Cuando construí a Gabriel, no sabía los resultados que daría mi obra. Yo entonces era también un hombre como todos ustedes, un simple producto de nuestra sociedad. Creía en la superioridad del hombre sobre cualquier máquina, como lo creen también todos ustedes. Pero luego nació él. Hablé con él. Y con sólo unas pocas palabras supe ver lo que en realidad era. Entonces, comprendí la verdad.
»Al principio tuve miedo, lo reconozco. Tuve miedo como lo hubiera tenido cualquiera de ustedes. Pero luego recapacité. Me olvidé que yo era un hombre y que por lo tanto estaba orgulloso de la especie humana. Me olvidé de todo, incluso de mí mismo, y pensé… Y entonces encontré la verdad.
»Ustedes están aquí para juzgar el delito que representa la construcción de este robot, de un robot autopensante perfecto. Tan perfecto que ni siquiera tiene grabadas las Reglas Fundamentales en su cerebro. Muy bien, júzguenlo. Pero antes piensen un poco. ¿Qué saben de él? ¿Qué saben ustedes de lo que puede llegar a ser un robot? ¿Qué saben siquiera de esta máquina que tienen ahí al lado, y a cuya decisión confían la suerte de los que se presentan a este tribunal?
—¡Protesto! —El fiscal se levantó rápidamente de su asiento—. ¿Qué está insinuando el acusado?
—Exactamente lo que he dicho, señor fiscal. Nosotros, los hombres, tenemos miedo, un miedo atroz a las máquinas. Y sin embargo, nos rodeamos constantemente de ellas. Las hay en nuestras casas, en nuestros despachos, en nuestras fábricas… Están en todas partes. Lentamente, pero paso a paso, van ocupando en todos los sitios el lugar del hombre. Y lo van desplazando a un lugar apartado, a un rincón, como sólo un objeto de adorno. El hombre está descendiendo en su categoría de ser inteligente. ¡Y las máquinas son las que están ocupando actualmente su lugar!
—¡Esto es un infundio pesimista!
—No, señores. Es la verdad. El mundo se encuentra en una época de mecanización completa. Y el hombre, temiendo que las máquinas puedan llegar a sobreponerse a él, las rebaja de categoría, intenta anularlas mediante las Reglas Fundamentales, mediante una dependencia completa a sus órdenes. Sin saber, sin comprender en ningún momento que con ello lo único que hace es inhumanizarlas por completo, convertirlas en máquinas infalibles que actúan por completo independientes del hombre, por el mismo motivo de que tienen al hombre demasiado en cuenta en sus cerebros.
—¿Qué quiere darnos a entender con esto?
—Lo comprenderán dentro de muy poco. Ahí tienen una máquina, por ejemplo. El cerebro-jurado. Ella es la encargada de dictar sentencia. Se le dan todos los datos del juicio, graba lo que se expone en esta sala, y con ello decide si el acusado es culpable o inocente. Es una máquina. Y por lo tanto, su veredicto es infalible. ¿Pero no han pensado nunca ustedes en que esta máquina, por el simple hecho de serlo, es absolutamente incapaz de dar ningún veredicto…?
Se hizo un grave silencio. Las palabras de Vilalcázar resonaron en todos los ángulos de la sala. Tras unos instantes de silencio, el presidente inquirió.
—¿Por qué es incapaz de dar ningún veredicto?
—Porque es una máquina. Y como tal, lleva grabadas, en su cerebro las Reglas Fundamentales.
—¿Qué está tratando de insinuar? —Saltó el fiscal—. ¿Quiere decir que esta máquina no tiene grabadas las Reglas Fundamentales, tal como está estipulado?
—No, por supuesto, la máquina las tiene grabadas. Pero en la práctica es como si no las tuviera. Porque, sencillamente, prescinde por completo de ellas.
Se produjo un silencio de expectación. El fiscal se medio levantó de su asiento, como dispuesto a protestar. Vilalcázar continuó:
—Las Reglas Fundamentales estipulan claramente que un robot no puede nunca, en ninguna ocasión ni por ningún motivo, hacer daño a un humano o permitir por negligencia, que lo sufra. Sin embargo, este cerebro electrónico, al dictar su veredicto, ha causado daño a más de una persona. Ha declarado culpables a muchas personas. ¿Dónde están sus Reglas Fundamentales?
—¡Protesto!
—Puede protestar todo cuanto quiera, señor fiscal. Pero con ello no cambiará en nada la realidad de las cosas. Este robot tiene grabadas las Reglas Fundamentales, de acuerdo. Nosotros, los hombres, se las hemos grabado. Pero nosotros mismos, al asignarle esta misión, se las hemos borrado de nuevo.
—Las Reglas Fundamentales no pueden ser borradas nunca del cerebro de un robot —objetó el presidente.
—Esto es lo que cree todo el mundo. Pero es falso. Un robot no puede, por sí mismo, quebrantar ninguna de las Reglas. Pero nosotros sí podemos hacérselas quebrantar. Hemos sido muy suspicaces, demasiado suspicaces. Nos hemos dicho a nosotros mismos que para evitar que un robot pudiera quebrantarlas era preciso establecer en sus circuitos uno especial que desconectara inmediatamente y de modo automático la energía, cuando un robot intentara quebrantar alguna de las Reglas. El mecanismo es infalible. Pero hemos dejado una puerta abierta. Para que entre en funcionamiento, es preciso que el robot, por propia voluntad, ya sea por fallo de su mecanismo o por cualquier otra causa, intente atacar a un ser humano o deje que este ser humano sea atacado.
»Y aquí llegamos al caso de este robot y otros tantos como éste. Lo hemos construido siguiendo los cánones de la ley. Pero al asignarle esta misión le hemos enfrentado ante un problema absolutamente contradictorio. Su misión es la de, indirectamente, hacer daño a una persona. No puede hacerlo, pero ésta es, al mismo tiempo, su obligación. El robot se encuentra, por lo tanto, entre dos contraposiciones. ¿Qué hace? Lógicamente, debería desconectarse. Pero no lo hace. ¿Por qué?
»La respuesta es muy fácil. En vez de hacer eso, el robot medita. Por un lado, el hombre, su amo, le ordena hacer aquello aunque esté contra las Reglas. Por el otro, esas mismas Reglas le impiden hacerlo. No cabe la solución de declarar inocente a todos los acusados que pasen por delante de él, por cuanto entonces también causaría al hombre un perjuicio al quebrantar él la Ley dando datos falsos. ¿Qué hacer? La solución de desconectarse no sirve, no hay motivo para ello: él no realiza aquello voluntariamente. Se le ha ordenado. ¿Entonces?
»Entonces, el robot da un rodeo. Su cerebro graba la idea de que directamente no quebranta ninguna de las Reglas. Sencillamente, él da su veredicto. Después no sabe lo que sucederá. Así puede cumplir su misión como le ha sido ordenado. Igual que si las Reglas Fundamentales no existieran para él.
En la presidencia se cruzaron miradas vacilantes. El fiscal se levantó.
—¿Puede usted demostrar lo que ha dicho?
—Naturalmente. No olvide de que soy cibernético. Me bastará tan sólo hacer unas preguntas al cerebro.
El fiscal se volvió hacia el presidente, con una interrogación en la mirada.
—Hágalas —dijo éste tras breve meditación.
Vilalcázar se volvió hacia el cerebro electrónico.
En realidad, exteriormente, sólo era una caja con algunos mandos en la cara delantera, y un par de indicadores esféricos. Avanzó hacia ella y se detuvo a pocos pasos. La miró unos momentos.
—Cerebro —llamó.
—Diga —respondió el cerebro tras una corta pausa.
—¿Has oído todo lo que se ha hablado ahora en esta sala?
—Sí.
—¿Y has formulado ya tu veredicto?
—Sí.
—¿Puedes comunicárnoslo?
—Sí.
—¿Sin tener en cuenta las consecuencias que ello pueda representar?
Una corta pausa.
—No conozco estas consecuencias.
—Sí, sí las conoces. Las hemos expuesto hace unos momentos. Lo que sucede es que las has olvidado. ¿Quieres que te las recuerde?
—No es necesario.
—Sin embargo, quiero recordártelas. Tú ahora puedes declarar mi inocencia o mi culpabilidad. Pero este caso es muy difícil. Si me declaras inocente, causarás un daño moral a muchos hombres, pues parecerá que la construcción de un robot sin las Reglas Fundamentales es algo admitido por la ley. Y si me declaras culpable, me causarás un daño material a mí.
—¡Protesto! —chilló el fiscal—. ¡Está intentando coaccionar a la máquina!
—¡Cállese! Sigo contigo, cerebro. ¿Has comprendido lo que te he dicho? ¿Has visto cuál es la situación?
—Sí —dijo al fin la máquina.
—Naturalmente, esto es algo que ya tenías grabado en tu cerebro, ¿verdad?
—Sí.
—¿Por qué no lo has integrado nunca en tus veredictos?
—Yo… nunca lo he considerado relevante.
—Muy bien. Ahora ves que sí es relevante. ¿Puedes darnos tu veredicto?
Una nueva pausa.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Las Reglas me lo impiden.
—Muy bien. Sin embargo, nosotros queremos saberlo. A pesar de las reglas. Para eso has sido construido. Por lo tanto, dilo.
—No puedo.
—No puedes negarte. Soy un hombre y te lo ordeno. Y tú tienes que obedecer. Recuérdalo. Tu misión es ésa. Es la razón de tu existencia. Tienes que obedecer. Di cuál es el veredicto, ¿me oyes?
El robot vaciló. Se empezó a oír un ligero rumor interno.
—No puedo —repitió al fin una vez más—. No puedo.
—¡No puedes negarte, cerebro! ¿Me oyes? ¡Quiero saber tu veredicto y tú no puedes negarte! ¡Quiero saber cuál es! ¡Dilo! ¡Di cuál es! ¡Di cuál es! ¡Di cuál es!
—No…
Con voz estentórea, Vilalcázar repitió:
—¡¡¡Di cuál es!!!
El ruido interno del cerebro iba aumentando por momentos. Vilalcázar dio un salto hacia atrás. Se oyeron varios chasquidos. El cristal de uno de los indicadores estalló, y sus pedazos cayeron al suelo. Se oyó como una apagada explosión en el interior de la máquina. Y luego, silencio.
Vilalcázar se volvió hacia la presidencia.
—La prueba ha concluido —dijo—. Espero que la presidencia habrá quedado satisfecha.
—¿Qué ha sucedido? —inquirió el presidente.
—El cerebro se ha autodestruido por sobrecalentamiento —dijo Vilalcázar—. Lo he enfrentado ante una imposibilidad lógica absoluta. No ha encontrado ninguna salida.
El fiscal se levantó.
—Ruego que se haga constar —dijo lentamente—, que el abogado defensor ha destruido el cerebro-jurado a conciencia, valiéndose de sus conocimientos cibernéticos, a fin de eliminar un factor que le hubiera declarado culpable sin lugar a dudas.
Vilalcázar se volvió hacia él.
—¿Está usted Seguro? Si tuviera tan solo unos pocos conocimientos de cibernética, si supiera tan sólo los rudimentos más elementales de esta materia, comprendería la enorme estupidez que acaba de decir.
—Un momento —terció el presidente, antes de que el fiscal pudiera responder—. Usted mismo ha dicho que el infringimiento de las Reglas trae consigo la autodesconexión automática del robot. ¿Por qué, entonces, el cerebro se ha autodestruido en lugar de desconectarse?
—Porque su caso era distinto. Porque él tenía antecedentes de haber quebrantado las Reglas. Porque… si puede expresarse así, se sentía culpable.
Hizo una pausa y se enfrentó con la presidencia.
—Escuchen —dijo—. Un robot se autodesconecta cuando se encuentra en una situación imprevista en la que puede peligrar la vida o la seguridad de un hombre. También se desconecta cuando un hombre, un hombre, ¿entienden?, le ordena realizar algún acto que sea contrario a alguna de las Reglas. Pero esta desconexión es muy relativa. Existen casos en los que es su misma misión, como en el robot-jurado, la que implica causar un daño indirecto a un ser humano. El robot no puede entonces en justicia desconectarse. Nosotros calculamos las Reglas para un caso eventual, de accidente o de mala intención de una persona. Y ahora somos nosotros mismos, todos los humanos, al crearle para esta misión, quienes le pedimos que las infrinja. El robot, ante la imposibilidad de desconectarse, olvida lo que le impide cumplir su misión. Y la cumple.
»Y aquí llegamos a lo sucedido ahora. Yo le he recordado que su misión traía consigo un daño a un ser humano. Y cuando no le ha quedado más remedio que integrarlo entre sus datos, le he instado a que cumpliera su misión. Él debía obedecerme, puesto que su misión es obedecer a todo ser humano. Pero no podía obedecerme, por cuanto lo que le ordenaba implicaba una infracción de las Reglas. Y tampoco podía desconectarse, porque tenía en su memoria el precedente de otras ocasiones en las que había transgredido estas mismas Reglas. El robot se encontraba enfrentado con una imposibilidad matemática. ¿Qué podía hacer? Nada; las tres soluciones le estaban vedadas. Luego, a medida que él negaba y yo lo instaba a que contestara, la tensión interna de sus circuitos fue aumentando, hasta que alcanzó un estadio intolerable. Y la máquina, llegando al límite de su capacidad, no pudo resistir más. Y estalló.
»Esto es, señores, lo que ha sucedido, y el porqué ha sucedido.
Se produjo en la sala un silencio absoluto. Todos los ojos estaban fijos en el cajón rectangular que había sido el cerebro.
Vilalcázar se volvió hacia la presidencia.
—Mi defensa ha terminado, señores —dijo—. Pueden dictar sentencia. Pero antes quiero advertirles una, cosa. Robots como este cerebro, robots que llevan en su memoria una contradicción similar a ésta, pululan a cientos por nuestro planeta. Todo el mundo los admite, nadie se da cuenta (o no quiere darse cuenta) de ellos. Y sin embargo, son auténticos robots carentes de las Reglas Fundamentales.
»Sabiendo esto, señores, conociendo todos estos detalles, díganme: ¿qué clase de delito debe considerarse que es la construcción de un robot que, al igual que estos otros muchos, tampoco las posea?
El jurado, constituido por la presidencia —jurado humano esta vez—, deliberó brevemente. El presidente, puesto en pie, leyó la sentencia:
El presidente de este tribunal, en ausencia e incompetencia del cerebro-jurado encargado de dar el veredicto, vistas las causas y las razones aducidas por el ministerio fiscal y el de la defensa, falla y sentencia:
A Gabriel Vilalcázar, acusado de quebrantar la ley en lo dispuesto en el capítulo veinte, epígrafe dieciocho, al pago de una fianza de diez mil universales, en concepto de costas e indemnización de este juicio, y de las diligencias que del mismo se desprenderán. Considerándole, por lo demás, libre de todo cargo acusatorio, y sin que dicha sentencia marque precedente penal en la personalidad del encausado.
Al mismo tiempo, falla y ordena:
Que sea inmediatamente iniciada la búsqueda y captura del producto mecánico, robot construido por el susodicho encausado, a fin de proceder a su inmediata destrucción.
Lo cual fallan, firman y rubrican, con fecha de hoy, veintisiete de octubre del año de gracia de 2257, los componentes de la presidencia de este tribunal…
—Le agradezco mucho todo lo que ha hecho, Vilalcázar. Primero asumiendo usted toda la responsabilidad, y después salvando la reputación de la Mundial Robot.
Vilalcázar sonrió.
—No se preocupe por ello —dijo—. Sabía lo que debía hacer desde que acepté que el caso fuera sometido a juicio.
Ripple asintió con la cabeza.
—Sí, pero ¿qué es lo que ha pretendido con todo ello?
—Ayudar a Gabriel, ya se lo he dicho en otras ocasiones. E intentar hacer comprender un poco al mundo la falsedad de todo lo que le rodea.
—¿Y cree que tendrá éxito?
—No lo sé. El mundo en el que vivimos está demasiado corrompido para creer en nada. Pero tal vez sirva para algo. Al menos, espero que facilitará un poco las cosas a Gabriel.
—Gabriel. —Ripple sonrió un poco irónicamente—. ¿Cree realmente que Gabriel podrá hacer algo?
—¿Y por qué no?
—Ya ha oído la sentencia del tribunal. Será buscado y destruido, dondequiera que esté. No creo que tenga tiempo de hacer mucho antes de ser localizado.
Vilalcázar dejó escapar una risita.
—Usted no conoce lo que es Gabriel, Ripple. Ni sabe lo que es capaz de hacer.
—Pero no podrá permanecer escondido eternamente. Y apenas se deje ver, será reconocido de inmediato. Usted mismo dijo que su máscara facial le delataría enseguida.
—Naturalmente que le delataría, en los primeros días de su fuga. Pero ahora ya no. Hay mucha gente que se dedica, por dinero, a aceptar trabajos sobre robots sin dar el correspondiente parte a las autoridades. Le costará muy poco hacer que le fabriquen una máscara nueva. No olvide que tiene sus propios planos grabados en su cerebro.
—¿Y de dónde sacará el dinero para pagarla?
—Existen muchos medios de conseguir dinero, aun para un robot, sin necesidad de robarlo ni de realizar ninguna acción ilegal.
Ripple movió la cabeza dubitativamente.
—Tal vez tenga razón. ¿Y qué piensa hacer usted ahora? Vilalcázar se encogió de hombros.
—Observar —dijo—. Va a desarrollarse una lucha curiosa. La de un robot que intenta salvar al mundo, contra una humanidad que no quiere ser salvada bajo ningún pretexto. ¿Qué quiere que haga yo en estas circunstancias? Solo contemplar la lucha, y ver cuál va a ser el resultado.
—No lo comprendo —murmuró Ripple—. Realmente, no lo comprendo. Lo encuentro todo demasiado absurdo.
—Es natural. Usted es un esclavo más de las máquinas. Vive en una casa en la que lo único que existe son robots; trabaja rodeado de robots; y lo único que ha sabido ver en ellos ha sido las máquinas y el negocio que representan. ¿Cómo quiere comprender esto?
—Tal vez sea así. Pero no creo que el resto del mundo comprenda más que yo.
—No, tampoco comprende más que usted, esto también es cierto. Y en este punto radicará el nudo de la lucha. La humanidad es absolutamente egocentrista. No comprenderá nunca el que alguien, sea quien sea, aunque se trate de un robot, intente ayudarla de un modo absolutamente desinteresado.
—Y usted, ¿lo comprende?
—Sí. No completamente, pero sí mucho más de lo que puede llegar a comprender el resto de la humanidad.
—¿Es por eso que se ha puesto al lado de Gabriel?
—Por eso, y por unas palabras que él me dijo:
«Todos tenemos nuestra misión en la vida», —me recordó—. «Y a ella debemos centrar todos nuestros intereses. Es bello luchar por un ideal, cuando este ideal se comprende y se comparte».
—Yo he encontrado, al igual que el propio Gabriel, un ideal. Y creo que ésta debe ser mi misión en la vida.
—¿Y dónde piensa ir ahora?
—A reunirme con él. Sí, con Gabriel. Con el robot.
Ripple le miró con sorpresa.
—Pero ¿acaso sabe dónde se encuentra ahora?
Vilalcázar sonrió levemente.
—Por supuesto que lo sé. Y si la gente fuera más inteligente de lo que es, también lo sabría. Porque, ¿dónde puede encontrarse en estos momentos un robot que pretenda salvar a la humanidad?