V
METAMORFOSIS

TÁNGER.

Situada en la confluencia de dos mares, en la desembocadura del estrecho de Gibraltar, había sido, desde siempre, el paraíso del tráfico y de la ilegalidad. Ciudad cosmopolita, con más de diez lenguas, era la urbe del juego, del placer y del tráfico ilegal. Quien acudía allí en busca de algo que estuviera fuera de ley, sabía que lo encontraría. Sin lugar a dudas.

Gabriel se detuvo frente a una tienda. En la parte superior de la puerta, un rótulo móvil iba anunciando lo que se vendía:

ROBOTS;

MASCARAS PARA ROBOTS;

ACCESORIOS PARA ROBOTS;

PIEZAS DE REPUESTO PARA ROBOTS;

ROBOTS DE TODOS MODELOS;

ROBOTS;

MASCARAS PARA ROBOTS;

ACCESORIOS PARA ROBOTS…

Y así interminable, sin fin. En el escaparate, un robot, un tipo sencillo de robot-propaganda, se arrancaba un brazo y se lo ajustaba de nuevo, se quitaba la máscara facial y se encajaba otra distinta, se abría la ventanilla de observación pectoral y se despojaba de una pieza, para volver a ponérsela a continuación…

Gabriel penetró en la tienda. El que le llevara hasta Tánger se la había recomendado. Un robot vendedor, andando con sus torpes patas, se le acercó.

—¿Qué desea el señor? ¿En qué puedo servir al señor?

—Quisiera hablar con el dueño.

Los circuitos del robot vendedor eran lentos; debía de ser un modelo muy antiguo. Tardó unos segundos en responder:

—Puedo atenderle yo mismo, señor. Soy muy eficiente, señor. ¿Qué desea el señor? ¿En qué puedo servir al señor?

—Necesito ver al dueño. Es un asunto particular. Un nuevo ajuste de circuitos.

—De acuerdo, señor. Espere un momento, señor. Iré a avisar al dueño, señor. Gracias, señor.

El robot se alejó sobre sus bamboleantes piernas, que daban la impresión de irle a fallar en cualquier momento. Desapareció por una puerta situada en el fondo de la tienda.

Gabriel examinó a su alrededor. En las paredes, en vitrinas adecuadas, se exhibían abundantes máscaras faciales. A un lado, en la parte inferior, otros accesorios: circuitos impresos, chips, selectores, transistores, tubos de cuarzo. En el fondo, un rótulo oscilante, de poca intensidad luminosa, rezaba:

PARA TODA CLASE DE ROBOTS.

Era idéntico a una camilla de observación para robots, aunque fijado al suelo. Gabriel recordó el Cubo.

Por la puerta del fondo apareció un hombre bajo, delgado, de edad indefinida. Llevaba sobre sus ojos unos antiguos lentes de visión indirecta; sin duda era muy miope. Alzó la cabeza para mirar atentamente a Gabriel.

—Mi robot me ha dicho que deseaba hablar conmigo personalmente. ¿En qué puedo servirle?

—Necesitaría que me confeccionara una máscara facial para robot.

El hombre vaciló unos momentos.

—¡Ah, sí, una máscara facial! Muy bien, con mucho gusto. ¿No le satisfaría ninguna de las expuestas? Le advierto —que tenemos algunas muy interesantes.

—No. Necesito algo especial.

—¡Ah, comprendo! Algún rostro en particular, ¿no? ¿Acaso el de la mujer que ama? Me refiero a la clase de máscara facial, claro. ¿Cuántos movimientos musculares tiene? ¿Diez? ¿Doce?

—Más, bastante más. Es un tipo especial de máscara. Necesita tener todos los movimientos musculares de una cara humana.

El hombre vaciló.

—¡Ah, eso! Pues la verdad, yo… No me dirá que es para un robot, ¿verdad?

Gabriel esperaba esta pregunta; estaba prevenido.

—No —dijo—, en realidad, no es un robot. Es tan sólo una cabeza parlante. Y deseo que pueda realizar todos los movimientos de una cabeza humana.

—Será difícil de conseguir, señor. Es difícil de estudiar Tiene muchas complicaciones…

—No se preocupe por eso; yo mismo me he ocupado de estudiar y realizar los planos. Aquí los tiene.

Le entregó los papeles que llevaba en la mano. El hombre los examinó, observando las indicaciones y los diagramas. Silbó por lo bajo.

—Ha hecho usted un buen trabajo, señor. Un gran trabajo.

—Lo sé.

Gabriel se había limitado a copiar lo que tenía grabado en su mente respecto a sí mismo; la tarea sólo le había ocupado media hora.

—Lo deseo para hoy mismo. Quiero que me fabrique cuatro máscaras, sin rasgos acusados, naturalmente. Yo mismo me encargaré de dar los últimos toques a su fisonomía.

El hombre se envaró.

—Lo siento; pero eso no puedo hacerlo. Está prohibido, usted lo debe saber.

—Vamos, vamos; no se asuste. Miguel, el transportista, me ha recomendado muy encarecidamente que acudiera a usted. No le va a desairar, ¿verdad?

—Es que…

—No se preocupe, no pienso hacer mal uso de las máscaras. En realidad, las quiero para gastarles una broma a unos amigos. Pienso copiar sus rasgos y meterlos en la cabeza… Bueno, ya me Comprende, ¿verdad?

El hombre asintió. En realidad, no comprendía demasiado. Pero él era un negociante. Si el hombre quería unas máscaras sin rasgos, allá él.

—Siendo así —dijo—, no tengo inconveniente. Se las tendré listas esta misma noche. Aunque tendré que trabajar mucho; son unas máscaras muy complicadas y resultarán muy caras.

—Le parece bien quinientos universales por máscara.

El hombre tragó saliva; él no se hubiera atrevido a pedir más de trescientos.

—Sí, claro. Por supuesto. Se las tendré listas esta misma noche. Buenas tardes, señor. Siempre a sus órdenes, señor.

Tánger abundaba en hoteles discretos, donde se podía pasar mucho tiempo completamente desapercibido. Gabriel eligió uno en la zona antigua. Alquiló una habitación, a la que llevó dos maletas, ropa y diversos utensilios, y se estableció allá. Aquella noche, con las cuatro máscaras ya en su poder, se encerró en ella. Y durante toda la noche trabajó sin descanso.

Primero se dedicó a las máscaras. Tomó una de ellas y, valiéndose de algunos de los aparatos que había adquirido aquella tarde, modeló un rostro. Era un rostro corriente, vulgar, que pasaría desapercibida en todas partes. Cuando lo terminó, repasó, por la cara interna, las conexiones electrónicas que hacían las veces de músculos faciales. Se quitó la máscara con la que había nacido, y se puso la recién terminada. Una conexión, en la mejilla izquierda, quedaba algo descentrada. Se quitó la máscara y rectificó su posición. Se la volvió a poner, y realizó todas las pruebas. Hizo unos cuantos ensayos de muecas violentas para probar la resistencia: perfecto; todo iba bien. El de las máscaras había trabajado a conciencia. Guardó las otras tres máscaras en el doble compartimiento de una de las maletas, y arrojó la inútil al triturador de desperdicios. Ahora nadie podría reconocerle por su rostro. Era otra persona.

Se sentó, y sacó otros dos instrumentos. Todos los humanos, además de sus documentos de identidad, tenían tatuado, en uno de sus brazos, en el izquierdo, un número, unas siglas correspondientes al registro de su nacimiento. Los robots, en cambio, llevaban tatuada una gran «R». Se subió la manga de la ropa, y dejó al descubierto la letra. La observó durante unos momentos. Luego cogió uno de los instrumentos.

Tras un largo intervalo de trabajo, la «R» había desaparecido de su brazo.

Tomó entonces el otro instrumento, y procedió a la segunda parte de la operación. Fue un trabajo perfecto: los robots siempre hacen sus trabajos a la perfección. Unas horas después de iniciada la operación, en su brazo aparecían tatuadas unas siglas de registro SM-237-Z. Las mismas que en lo sucesivo indicarían su personalidad de hombre por sobre su personalidad de robot.

Guardó los instrumentos que había utilizado, y limpió la habitación. Estaba amaneciendo. Se cambió la ropa que llevaba por otra que había adquirido junto con las demás cosas, y arrojó la vieja al triturador de desperdicios. Dio los últimos toques a su figura y se observó en el espejo de la habitación.

Sí; la metamorfosis había sido completa. Nadie reconocería en él al robot que, unos días antes, naciera en la factoría de la Mundial Robot. Para todos sería un hombre. Tan solo le faltaba conseguir una documentación. Pero eso no era ningún obstáculo; sabía cómo y dónde conseguirla.

Abrió la puerta y salió al exterior.

La noche de Tánger brillaba mucho más esplendorosamente que el día, gracias a la luz de los inmensos letreros luminosos que poblaban la ciudad. Por todos lados se divisaban anuncios automáticos. Por todas partes, un raudal de luz y color…

Se encontraba en la zona residencial y de placer, donde se acumulaban salones de juego y salas de diversión, junto con todos los comercios y salas donde podía ofrecerse algo de interés para la gente que circulaba por allí. Durante el día había estado paseando por la ciudad, observándolo todo a su alrededor. Y ahora, al llegar, la noche se dirigió hacia su más próximo destino.

Sus ojos escrutaban a su alrededor. Y al fin encontró lo que buscaba. Se detuvo ante una gran entrada profusamente iluminada. En la parte superior, un nombre campeaba en letras rojas:

ALAMEIN

Y a sus alrededores, formando un círculo intermitente, una sola palabra repetida varias veces:

ROB-AMOR, ROB-AMOR, ROB-AMOR, ROB-AMOR, ROB-AMOR, ROB-AMOR…

A ambos lados de la puerta, otros rótulos, también luminosos, aclaraban:

El mayor adelanto de la ciencia electrónica por el hombre y para el hombre. Goce del amor a su gusto y según su temperamento con el servicio Rob-amor. Más de cien modelos distintos a su elección. Máxima pulcritud e higiene. Seguridad absoluta. Servicio autorizado por la Delegación Mundial de Sanidad y la Mundial Robot con el número de registro 1123.

Gabriel se detuvo unos momentos. Rob-Amor. Servicio Rob-Amor. La ciencia electrónica por y para el hombre. ¿O el hombre por y para la ciencia electrónica? Todo se mecanizaba; todo. Incluso los más íntimos sentimientos. Incluso el amor.

Penetró en el interior. Un robot, con el aspecto exterior de un dandy francés, se inclinó en una amable reverencia.

—Buenas noches, señor. El servicio Rob-Amor a sus órdenes, señor. ¿Cómo la prefiere, señor? ¿Rubia? ¿Morena? ¿Suave? ¿Apasionada? ¿Se inclina hacia algún tipo de perversión? Podemos complacer todos sus gustos, señor. El servicio Rob-amor de Alamein es el más completo, señor.

—Cállese.

El robot vaciló unos instantes. Sus circuitos no acostumbraban a recoger respuestas como aquélla.

—Perdón, señor —dijo cuando reaccionó—. ¿Le he ofendido, señor? No era mi intención, señor. Estoy aquí para servirle, señor. El servicio Rob-amor siempre a sus órdenes, señor.

Se detuvo esperando. Gabriel decidió terminar de una vez aquella conversación.

—No he venido aquí a gozar de su servicio —indicó—. Quiero hablar con Alamein.

—¿Con Alamein, señor? Por supuesto, señor. Será complacido inmediatamente. El servicio Rob-amor siempre a sus órdenes, señor.

Se alejó por el corredor. Gabriel aguardó. En las paredes se podían leer frases alusivas al servicio. Rob-Amor. Rob-amor. Rob-amor. La cúspide de la mecanización humana. La cúspide de la degradación humana.

La puerta de entrada se abrió a sus espaldas, y un hombre apareció por ella. Se detuvo unos instantes, vacilando en el umbral, mirando al exterior. Murmuró, con voz estropajosa:

—¡Mujeres! ¡Bah! A mí que me den esto. ¿Para qué diablos sirven las mujeres, cuando existen en el mundo máquinas como ésas? ¿Para qué diablos fueron creadas, si es que fueron creadas para algo?

Penetró en el interior, con pasos vacilantes. La cerveza sintética no era tan buena como la natural, pero tenía sobre ella una gran ventaja, además de la de ser mucho más fácil de fabricar y más económica: emborrachaba mucho más rápidamente. Y mucho más a conciencia.

El hombre se detuvo en medio del pasillo, a pocos vasos de Gabriel, observándole. Gabriel también lo observó. Sus células olfativas percibieron instantáneamente el penetrante olor a cerveza sintética.

El hombre dejó escapar una risotada.

—¡Hola, amigo! De modo que al final te has decidido, ¿no? ¡Tú, tan pulcro, tan melindroso, al final también has caído en la tentación!, ¿eh? ¡Bien hecho, chico!

Se le acercó y Gabriel alargó un brazo deteniéndolo.

—Márchese. No nos conocemos de nada.

El hombre frunció el entrecejo.

—¿Qué no? ¡Pero, vamos, hombre! ¿Ahora tú con ésas? —dejó escapar una risita en voz de falsete—. ¡Ah, ya comprendo! Te da vergüenza ser visto en un sitio así, ¿no? ¡Vamos, hombre, no hay que ser tan tímido! ¡Y qué que le vean a uno! ¡Al fin y al cabo, todo el mundo viene aquí! ¿Qué de extraño hay en que hombre quiera…?

—Cállese.

No levantó la voz. Pero su tono hizo enmudecer por unos momentos al hombre. Le observó detenidamente durante unos segundos. Luego se le volvió a acercar.

Anda, hombre, no seas bruto. Mira, voy a darte un consejo. Si quieres pasarlo bien, quédate con Sara. No la conoces, ¿verdad? Pues no sabes lo que te pierdes. ¡Hay que ver lo que es Sara! Yo a veces llego a dudar de que sea una máquina. Mira. Empieza con…

—He dicho que se calle.

Un breve silencio. Pero el hombre estaba demasiado borracho de cerveza sintética para comprender. Volvió al ataque.

—Anda, no seas tan conservador. Al fin y al cabo… Mira, haz caso de mi consejo y estoy seguro de que luego me lo agradecerás. ¡Te lo digo yo, que soy tu amigo!

Se había apoyado en el hombro de Gabriel, hablándole casi a la altura de la oreja. El robot intentó contenerse. Estaba intentando contenerse desde que el borracho empezara a hablar. Pero sus circuitos se sobrecalentaban con demasiada celeridad. La lógica de su cerebro le decía que debía terminar aquella conversación. Y sólo existía un medio.

Casi sin que interviniera el circuito selectivo de su voluntad, su mano izquierda se movió, apartando bruscamente al hombre. Sus labios pronunciaron dos secas palabras.

—Apártese, borracho.

El hombre lo miró unos instantes, completamente estupefacto.

—¿Borracho? ¿Borracho yo? ¡Oye, amigo! ¡El que uno haya querido darte un consejo no te da derecho a insultarme! ¡Borracho! ¡Llamarme borracho por haber bebido unos vasos de cerveza sintética! ¿Pero es que acaso tengo acaso cara de borracho?

Por el fondo del corredor aparecieron en aquel momento el robot francés y un hombre. Se acercaron rápidamente. El robot fue a ayudar a levantarse al borracho, que había caído, pero el hombre que iba con él pronunció algunas palabras, y el robot se inmovilizó. El propio hombre ayudó al otro a ponerse en pie.

—Vamos, vamos, amigo. No te pongas así, estás un poco excitado. Tranquilízate.

El hombre lo miró con ojos vidriosos.

—¿Excitado yo? ¿Borracho yo? ¿Acaso me estás insultando, Alamein? Te advierto que…

El hombre se volvió hacia el robot francés y lo llamó.

—Llévalo con Sara —le dijo—, y déjalo toda la noche con ella. Pero vigílalo. Sara es la mejor máquina que tenemos y la más solicitada; no quisiera que me la destrozara.

El robot cogió delicadamente al borracho por los sobacos, y se lo llevó consigo. El hombre se arregló escrupulosamente las ropas y se volvió hacia Gabriel.

—Perdone el incidente, señor —dijo—. Me ha dicho Pierre que deseaba hablar conmigo. Soy Alamein. ¿Tiene la bondad de venir conmigo?

El hombre se sentó, mirando con atención el rostro del robot.

—Pierre me ha dicho que usted había rechazado la utilización de nuestro servicio. ¿Acaso tiene algo contra él?

Los circuitos de Gabriel se detuvieron en las últimas escenas. En la entrada del local, en las frases alusivas del interior del pasillo, en el borracho… Asintió con la cabeza.

—Tengo muchas cosas en contra de él —dijo—. Pero no creo que estos sean el momento y el lugar más apropiados para discutirlas. Si he venido aquí ha sido por otros motivos.

—¿Puedo saber cuáles?

—Sí. Necesito que me proporcione una documentación legal. Completa.

El hombre dudó unos momentos, evidentemente embarazado.

—¿Y ha acudido a mí para esto? Me parece que se ha equivocado. Yo no…

—Comprendo sus precauciones, pero son totalmente inútiles. Necesito verdaderamente esta documentación. Y usted puede facilitármela.

—¿Cómo lo sabe?

—Antiguamente usted se dedicó a la falsificación de documentos. Por tal motivo, y a causa de un asunto bastante escandaloso, fue encarcelado cinco años. Cuando salió, montó este servicio de Rob-amor.

—Y dejé de dedicarme a la falsificación.

—Uno nunca deja absolutamente de dedicarse a una cosa. ¿Cuánto pide por el trabajo? El hombre volvió a dudar.

—¿De qué categoría la querría?

—«A».

—Universal. Le costaría dos mil universales.

—Conforme. ¿Cuándo la tendrá hecha?

El hombre levantó una mano.

—Un momento; yo no he dicho que se la haría.

—Pero lo está pensando —sacó de un departamento de su traje unos papeles y se los tendió—. Tome; aquí tiene todos los datos, las fotos y los registros dactiloscópicos. No es necesario que lo repase; está todo.

El hombre observó unos momentos los papeles antes de cogerlos. Les echó una ligera hojeada.

—Veo que venía prevenido.

—Sí. Me gusta hacer las cosas rápidas. Como quiero que quede todo bien sentado, aquí tiene mil universales. La mitad de lo estipulado. Cuando me entregue los documentos le daré el resto. ¿De acuerdo?

El hombre cogió el dinero.

—De acuerdo. Mañana al mediodía lo tendré todo hecho; puede pasar a recogerlo.

El robot se levantó, dirigiéndose hacia la puerta de la habitación. Alamein hizo lo mismo.

—Ahora que ya ha expuesto el motivo de su visita —dijo—, ¿no desea disfrutar de nuestro servicio? Es un obsequio de la casa.

Gabriel se volvió.

—No, gracias. Ya le he dicho que tengo muchas cosas contra este servicio. Si pudiera darme asco, estoy seguro de que me lo daría. Volveré mañana al mediodía a recoger los documentos. Adiós.

Salió al pasillo, y se dirigió hacia la puerta de salida. El robot Pierre, obediente a lo que tenía grabado en sus circuitos, le despidió con una servicial reverencia.

Salió a la calle y se detuvo unos momentos. Miró a su espalda. El letrero luminoso seguía parpadeando:

ROB-AMOR, ROB-AMOR, ROB-AMOR, ROB-AMOR, ROB-AMOR, ROB-AMOR…

Las máquinas al servicio del hombre, pensó. ¿O el hombre al servicio de las máquinas?