EL HOMBRE miró desconfiado a la persona que tenía ante sí.
—¿Es que huye usted de alguien?
Estaban sentados en una de las mesas de un matic-bar de las afueras de Nueva Robot. El hombre que acababa de hablar era un tipo bajo, fornido, de anchos hombros y cara que revelaba poca inteligencia y mucha astucia. Sus ojos miraban suspicaces.
Su interlocutor negó con la cabeza.
—No huyo de nadie. Pero preciso salir de Nueva Robot vía Tánger, sin tener que firmar hojas de traslación.
El hombre tomó su vaso de cerveza sintética y bebió un sorbo. Le había costado a Gabriel un poco hallarlo. Había tenido que ir sondeando a diversas personas, tanteando diversos caminos que le condujeran hacia él o hacia otro como él. Pero al fin lo había encontrado. Estaba sentado en una de las mesas de aquel matic-bar, ante un vaso de cerveza sintética. Se sentó frente a él, y le expuso claramente sus deseos.
El hombre era desconfiado. Volvió a observar fijamente el rostro de Gabriel. Este con aplomo, sostuvo su mirada. Nadie hubiera podido adivinar que se trataba de un robot. Todo el mundo hubiera jurado que era un ser humano.
—Es muy expuesto —dijo al fin el hombre—. Estamos en territorio de la factoría, y los controles son muy estrictos. Además, con eso de los Selenes, todo el mundo anda un poco revolucionado. Ya sabe lo que pasa, ¿verdad?
Gabriel asintió. Sí, sabía que la situación entre la Tierra y la Luna era muy inestable. Y que la línea que todavía las unía no tardaría en romperse. Pero eso no era lo que le importaba entonces.
—¿Está dispuesto a llevarme?
El hombre seguía mirándole con desconfianza.
—Oiga, supongo que usted no será ningún espía de alguna fábrica de robots rival de la Mundial, ¿verdad? No me gustaría meterme en un lío de esos…
—No diga tonterías. Si fuera un espía no necesitaría salir de aquí sin pasar los controles. Ya tendría cubierto el regreso.
—Sí, claro; es cierto. Entonces, ¿por qué necesita irse así, tan sigilosamente?
—Sería muy largo de explicar. No lo entendería.
El rostro del hombre se iluminó, creyendo haber hecho un descubrimiento.
—¡Ah, ya sé! No me diga que ha sido por un lío de faldas.
El robot asintió rápidamente.
—Sí, ha sido por eso. ¿Está conforme ahora?
El hombre movió la cabeza dubitativamente.
—No lo comprendo —murmuró—. Que esto sucediera hace algunos años, pase. Pero ahora… La gente se mata por una mujer de verdad. Y digo yo: ¿no existen en todo el mundo los servicios del Rob-amor? Vamos, que es una tontería. Líos, complicaciones… Es ser estúpido. Yo prefiero ir al Rob-amor. ¡Al fin y al cabo…! ¿No ha ido usted nunca a ninguno?
—No, no he ido.
—Entonces no sabe lo que pierde. Estoy seguro de que no se vería en esos líos. ¡Y lo que saben aquellas chicas…! Claro que son meras máquinas, pero al fin y al cabo, lo que digo yo: en el fondo, ¿no es lo mismo? ¡Y si viera usted lo que saben! Ni la mujer más experimentada…
—Dejemos eso —cortó secamente Gabriel.
Sabía lo que era el Rob-amor; conocía perfectamente todo lo concerniente a él. Los servicios del Rob-amor habían sido una afortunada idea de la Mundial Robot.
—Vayamos directamente al asunto —prosiguió—. ¿Está dispuesto a admitirme?
—¿Cuánto está dispuesto a pagar?
—Ponga precio.
El hombre dudó brevemente.
—Mmmm…, ¿le parece bien mil universales?
—De acuerdo. Pero ha de ser esta misma noche.
—Por supuesto, esto queda sobreentendido. ¿Tiene sus documentos?
Gabriel, naturalmente, no tenía documentos. Un robot no puede tener documentos.
—¿Por qué cree que quiero salir de aquí subrepticiamente? —dijo—. No, no tengo documentos. Vine aquí también sin pasar por los controles de entrada.
—Ah, ya comprendo. Un negocio sucio. Está bien, no insisto. Pero al menos quiero saber su nombre, su residencia y su sigla de registro. Comprenda; necesito tener ciertas garantías…
El robot asintió; estaba preparado para esta pregunta. Dio un nombre: Gabriel Alvear; una dirección: Cádiz, Avenida de los Universos, 1028, y unas siglas de registro: SM-2397-Z. El hombre garabateó los datos en una agenda.
—¿Desea cruzar también el estrecho?
—De momento, no. Me conformo con que me deje en Tánger. Luego ya me las arreglaré yo mismo.
—De acuerdo. Le repito otra vez las condiciones: si somos descubiertos por algún control, yo no sé nada de usted. Se ha metido en mi vehículo sin mi conocimiento. Usted apoyará en todo momento mi versión. No quiero responsabilidades, ¿me entiende?
—Por completo.
El hombre tendió una de sus manos, y el robot se la estrechó.
—A las cuatro, en el inicio de la carretera seis. Mi vehículo lleva grabado el nombre «Sara» en la placa de control delantera. Y traiga el dinero.
—No se preocupe; lo traeré.
El hombre salió al exterior, abandonando en el vaso un resto de cerveza sintética, y Gabriel no tardó en hacer lo mismo. Deambuló unos minutos por las calles fuertemente iluminadas. Al final, se detuvo ante una puerta. En la entrada, un robot-voceador, uno de los tipos más simples de robot, con gran movimiento de brazos, llamaba a la gente en una retahíla sin fin:
—¡Entren, entren! ¡Ésta es la casa de Rafael el Cadí! ¡Las máquinas automáticas le esperan! ¡Si gana, le devolvemos hasta el mil por ciento del valor de su apuesta! ¡Entren, entren! ¡Ésta es la casa de Rafael el Cadí!…
Gabriel penetró en el interior. En una semipenumbra de luz azul, se divisaban multitud de máquinas automáticas de las más diversas índoles. En sí, su funcionamiento era sencillo. Se hacía una apuesta, y se accionaba la máquina. Si se acertaba, se recibía el premio estipulado. Algunas funcionaban en bloque, con la participación de varios jugadores. Otras, en cambio, funcionaban aisladamente.
Gabriel fue recorriendo el espacioso salón, hasta detenerse frente a una serie de máquinas de apuesta aislada. En ellas la apuesta podía establecerse por cualquier cantidad: desde un universal hasta el infinito. Si no se acertaba, se perdía la apuesta. Si se acertaba, la máquina, automáticamente, devolvía duplicado el dinero.
Gabriel examinó durante unos momentos el funcionamiento de la máquina. En sí, era sencillo. Exteriormente, el aparato era un largo tubo horizontal con una larga serie de pequeñas protuberancias laterales. El tubo era hueco, y por dentro circulaba un pistón de un diámetro ligeramente inferior al del cilindro. Se depositaba la apuesta y se marcaba un número, y se oprimía el botón de puesta en marcha. Ésta lanzaba un impulso electrónico hacia el pistón, que salía disparado a lo largo del tubo. La holgura del pistón en el cilindro y su inclinación con respecto al eje longitudinal de éste hacía que chocara por la parte interior con algunas de las protuberancias. Estas emitían un destello de energía, que era recogido en forma de cantidades en un registro. El total que acumulaba dicho registro al llegar el pistón al extremo opuesto del tubo debía coincidir con un margen máximo de error de veinte unidades, con el número de la apuesta que había marcado el jugador. Si coincidía, éste ganaba. Si no, perdía. En sí, las posibilidades de ganar eran escasas; menores del diez por ciento. Pero existían infinidad de alicientes. La carrera del pistón dentro del cilindro multicolor, con su estela de descargas de energía, era algo fascinante. Y además, existía la posibilidad de ganar un quinientos por ciento de la apuesta si se acertaba el número en pleno.
Gabriel permaneció unos instantes observando a algunos jugadores. El límite máximo de energía era de quinientas unidades. Así que debía pulsarse un número inferior a esa cifra.
Un hombre se acercó a la máquina ante la cual estaba el robot, con una pieza de cien universales en la mano. Gabriel lo detuvo cuando iba a introducirla en el aparato.
—Un momento; quiero hacerle una proposición.
El hombre le miró atentamente.
—¿Cuál?
—Una muy sencilla. Yo disparo la máquina, y pulso la cantidad. Si acierto, me da el cincuenta por ciento de lo que gane. Si fallo, le doy los cien universales que ha perdido.
El hombre le miró suspicazmente.
—¿Y por qué esa complicación? ¿No puede usted jugar con su propio dinero?
Gabriel no podía decir, que no llevaba ningún dinero encima.
—Es una manía —dijo—. Para engañar a la suerte. ¿Acepta? Usted no pierde nada.
El hombre dudó unos momentos.
—Bueno —dijo al fin—. De todos modos, no creo que gane…
Le entregó los cien universales, y Gabriel los metió en la ranura de admisión. Dudó unos segundos. Luego pulsó una cifra: 327. Y disparó el pistón.
El cilindro relumbró ante las descargas de energía, y el pistón llegó en pocos momentos al otro extremo del tubo. El registro fue saltando de cifra en cifra, hasta detenerse en una cantidad.
El hombre abrió mucho los ojos. Era 325.
Un timbre sonó con agudo campanillazo, y se encendió una luz roja sobre la máquina. La bandeja de la misma apareció por un lateral con doscientos universales. Gabriel los recogió, entregó ciento cincuenta al hombre, y se quedó con los otros cincuenta.
—Gracias —dijo—. Sabía que la suerte me favorecería.
El hombre contempló estupefacto cómo se alejaba en dirección a otras máquinas, sin acabar de comprender lo que había sucedido. Él no sabía que lo que era imposible para un hombre no lo era para un robot. Que para alguien como Gabriel le era sumamente fácil calcular, según la inclinación del pistón, las protuberancias que rozaría y la cantidad de energía que les comunicaría, traducida en cifras de registro. El resultado necesitaba la realización previa de más de veinte ecuaciones potenciales de varias incógnitas, pero eso no importaba. El cálculo que en un hombre hubiera necesitado de más de doscientas horas de trabajo ininterrumpido, apenas había necesitado diez segundos en su cerebro. Dando un resultado con un margen de error tan ínfimo que era por completo despreciable; nunca llegaría a alcanzar ni una cuarta parte del margen de aproximación estipulado por la máquina.
Media hora más tarde, Gabriel salía del salón de juego y pasaba frente al robot-voceador, que vociferaba incansablemente su estribillo. Llevaba consigo un total de doce mil universales, tras varios aciertos plenos, al quíntuplo. Ahora ya tenía lo que más necesitaba de momento. Lo suficiente para emprender la misión que se había impuesto.
Poco después se perdía entre la multitud que llevaba la calle, confundiéndose, entre los hombres, como un hombre más.
El sol despuntó y su luz, a través de la ventana, iluminó la figura de Gabriel Vilalcázar echada en un sillón.
Eran las ocho de la mañana. En la habitación contigua, el lecho adquirió un movimiento de vaivén, al tiempo que el robot despertador avisaba:
—Las ocho, hora de levantarse. Las ocho, hora de levantarse. Las ocho, hora de levantarse. Las ocho…
Vilalcázar abrió los ojos. Apenas había dormido aquella noche. Su cerebro había estado trabajando a toda presión. Y al fin había hallado algo. No era una respuesta satisfactoria a sus preguntas; no era ni siquiera una respuesta. Pero era algo.
En la habitación contigua, el robot despertador, después de comprobar con su célula fotoeléctrica que lecho estaba vacío, se desconectó automáticamente. La cama volvió a quedar inmóvil.
Vilalcázar se levantó. Se dirigió al cuarto de baño. La fuerza de la costumbre le hizo acercarse al cuadro de mandos de los servomecanismos, para ordenar una lucha a veinte grados dentro de tres minutos. Pero recordó, y se contuvo. Abrió manualmente el grifo del agua fría, y metió la cabeza debajo.
Una mano metálica le alargó la toalla seca apenas subo cerrado el grifo. La cogió, y se secó el rostro. Estaba ya más despejado. Regresó al comedor. Y pidió el desayuno al robot cocinero.
El visoteléfono empezó a zumbar en aquel momento, advirtiéndole de una llamada. Bajo el disco de control apareció el rostro de Van Ripple.
Conectó el aparato. En la pequeña pantalla de control apareció el rastro del director de la Mundial Robot.
—Hola, Vilalcázar —saludó—. Le llamo porque necesito hablar urgentemente con usted.
—¿Sobre qué?
—Sobre el robot. No fue encontrado anoche en Taurir, a pesar de todas las gestiones. Y he dado el parte del caso a la policía de seguridad.
—¿Qué?
—Lo siento, pero no he podido hacer otra cosa. Desean hablar con usted. Me encuentro en la jefatura central de Taurir. Venga inmediatamente. ¿De acuerdo?
Vilalcázar asintió.
—De acuerdo —dijo. Y cortó la comunicación.
«¡Valiente estúpido!», —gruñó para sí mismo—. «Había hablado con la policía. Y con la policía de seguridad humana nada menos. A pesar de las consecuencias que sabía que ello representaba. ¡Estúpido! ¡Cien veces condenado estúpido!».
El robot cocinero, siempre eficiente, dejó asomar una bandeja con el desayuno. Exasperado, la volvió a enviar por el tubo de desperdicios. ¡Máquinas, máquinas, máquinas! ¡Condenadas máquinas!
Se vistió, salió al exterior, y tomó el coche. Indicó la dirección al robot chófer. Y el robot chófer, (¡máquinas, malditas máquinas!), siempre servicial, siempre eficiente, accionó el acelerador y puso suavemente el vehículo en marcha.
Ripple se encontraba sentado en el despacho, frente a la mole imponente autoritaria del comisario de la policía de seguridad humana en Taurir. Cuando entró Vilalcázar, volvió su vista hacia él. No dijo nada. Pero sus ojos reflejaron claramente su estado de ánimo.
—¿Por qué lo hizo? —pregunto Vilalcázar.
Ripple no respondió. Pero el comisario lo hizo por él:
—Cumplió con su deber —dijo—. Si no lo hubiera hecho, hubiera incurrido en una grave responsabilidad.
Vilalcázar se volvió hacia él.
—No es necesario que me lo recuerde, comisario. Soy cibernético. Conozco las leyes.
—Entonces tanto peor. La responsabilidad en que ha incurrido es aún mayor. Ha cometido su delito conscientemente, con pleno conocimiento. No puede alegar atenuante de omisión.
—No he alegado nada, comisario. Y le ruego que no me siga enseñando la ley. Ya le he dicho que la conozco —se volvió hacia Ripple—. Todavía no ha contestado a mi pregunta, Ripple. ¿Por qué lo ha hecho?
El hombre levantó los hombros.
—He considerado que era lo mejor que podía hacer. Los investigadores que lancé ayer a la calle, tanto, oficiales como particulares, no obtuvieron ningún resultado El robot no estaba en Taurir.
Vilalcázar asintió.
—Lo sé. Se encontraba todavía en Nueva Robot.
El comisario intervino rápidamente:
—¿Cómo lo sabe?
—Porque hablé con él.
Ripple se levantó bruscamente de su asiento.
—¿Cómo? ¿Quiere decir que usted estuvo hablando anoche con él? ¿Con el robot?
—Sí, con el robot.
—¿Dónde?
—En mi casa. Cuando entré, él estaba en el interior, esperándome.
El comisario se interesó.
—¿Y qué era lo que quería?
—Hablar conmigo. Ofrecerme una explicación de su… huida del Cubo.
—¿Una… una explicación? ¿Quiere decirme que solamente fue a su casa para hablar?
—Exacto. Sólo para eso.
El comisario se dejó caer en su sillón.
—¿Quiere decirme que existe suelto por el mundo un robot autopensante, totalmente libre de las trabas restrictivas de las Reglas Fundamentales, y que este robot se ha limitado únicamente a hablar?
Vilalcázar se volvió hacia él.
—Usted es comisario de la policía de seguridad humana. Su misión es verificar todos los casos delictivos y de accidentes, muertes y violencias en los que intervenga directamente algún robot, ya sean causados deliberadamente o por accidente. Ha de tratar con robots continuamente. Dígame, ¿conoce acaso algo de cibernética?
—¿Por qué?
—Porque si tuviera algún conocimiento, no hubiera formulado esta pregunta, a todas luces estúpida.
Siguió un silencio. El comisario dudó unos momentos. De pronto, preguntó:
—Usted, señor Ripple, ha afirmado que la construcción del robot se debió únicamente a fines experimentales. Estaba proyectado que no llegaría a salir de la factoría, ¿no es cierto?
—Por supuesto. Y siendo así…
—Sin embargo, salió. Según su versión, escapó.
—Exacto. Por eso…
El comisario levantó una mano.
—Un momento. Usted es cibernético, señor Vilalcázar. Usted mismo lo ha dicho. ¿Puede explicarme los motivos que puede tener un robot para escapar, por propia voluntad, del lugar donde ha sido construido?
Vilalcázar rumió unos momentos.
—Podría contestarle, señor comisario —dijo al fin—. Naturalmente que podría contestarle. Pero sería inútil. No lo entendería.
—¿Qué quiere insinuar con ello?
—Nada exactamente, señor comisario. Pero quiero decirle una cosa. Ayer, el robot estaba en Nueva Robot. Pero no esperen encontrarlo aún allí. Tiene una misión que cumplir. Hoy quizá se encuentre en otro sitio: en Tánger, en Madrid, en París, en Londres, en Washington… En cualquier lugar fuera de aquí. El asunto por lo tanto, escapa ya, por lo tanto, de su jurisdicción territorial.
—¿Y qué?
—Nada más que eso. Nosotros hemos declarado lo sucedido. Su misión es ahora verificarlo. Y al comprobar que está fuera de su jurisdicción, pasar la comunicación a esferas más elevadas. Usted ya no puede fallar el caso. Incumbe decidir al Tribunal Cibernético Internacional.
—¡Vilalcázar!
—¿Diga, señor Ripple?
El hombre se había levantado de su asiento.
—No cometa estupideces, Vilalcázar. El señor comisario me ha prometido que, vistos los detalles del asunto, nuestra espontánea declaración, y el que el robot estaba destinado únicamente a fines experimentales, intentará restarle importancia, presentándolo como un accidente debido a negligencia. La única pena será el pago de una fianza como restitución, y la destrucción inmediata del robot cuando sea hallado. Nada más.
Vilalcázar negó con la cabeza.
—Lo siento, señor Ripple. Pero no estoy de acuerdo. Creo que yo también tengo derecho a tomar parte en este asunto. Ya que usted ha cometido la estupidez de dar el parte a la policía de seguridad humana, no podemos detenernos a medio camino. Debemos llegar hasta el final.
—¿El final? ¿Qué final? Vilalcázar cruzó las manos.
Simplemente el final. Puesto que hemos llegado hasta aquí, el asunto no puede zanjarse ya de esta manera. Ha de terminarse.
—¿Qué quiere decir?
—Ayer sostuve una conversación con Gabriel, ya se lo he dicho. Y en ella el robot me expuso la finalidad que perseguía. Lo dijo claramente: Yo podía hacer lo que quisiera, pero podía adoptar solamente dos soluciones con respecto a él: estar a su lado, o ir contra él. No podían existir términos medios. He estado meditando toda la noche sobre el particular. Y al fin he encontrado cuál debía ser mi posición. La posición que he de adoptar para estar en paz con mi propia conciencia.
—¿Cuál?
—Puesto que las cosas han ido como han ido, estoy dispuesto a presentar batalla. Ustedes pueden hacer lo que quieran, señores. Pero yo me inclino a favor del robot.