NUEVA ROBOT se encontraba tan sólo a quince kilómetros de distancia de la factoría. Había sido construida dieciocho años antes, consecuentemente a la aparición de la factoría de la Mundial Robot. Su misión, en un principio, había sido albergar a los trabajadores de la fábrica. Luego fue viniendo la mecanización, y el número de éstos fue disminuyendo. Con todo, la ciudad no decreció demasiado. En la actualidad contaba con cinco mil habitantes. Eran pocos, pero suficientes para cubrir las necesidades auxiliares de distribución de la factoría.
No tardó en ser hallado el coche que había utilizado el robot para escapar. Se encontraba pasada Nueva Robot, en la carretera que unía a ésta con Taurir distante tan sólo unos pocos kilómetros. Un coche había sido abandonado. No se hallaron rastros del robot.
—Debe de encontrarse en Taurir —admitió Vilalcázar—. Nos costará muy poco hallarlo con la ayuda de la policía. Tenemos fotos de su máscara facial, podemos buscarle fácilmente.
Hicieron las gestiones necesarias. La policía de Taurir aceptó la versión de Ripple de que se trataba de un hombre, de un espía de una fábrica competidora. La policía dio su promesa de cerrar los accesos a Taurir hasta encontrar al hombre. Y se inició la búsqueda.
La tarde pasó rápidamente. Vilalcázar decidió que era inútil seguir alerta, ellos personalmente no eran de ninguna ayuda. Era mejor retirarse a descansar; a la mañana siguiente tendrían que seguir con las pesquisas.
Se dirigió hacia su casa. Ocupaba una lujosa villa hacia las afueras de Nueva Robot, en la carretera que la unía con Taurir. Pulsó el botón de llamada. El cerebro electrónico de la puerta examinó su imagen, la reconoció, y le franqueó la entrada.
Penetró en el interior. Su presencia hizo que encendieran las luces de la casa. Se desnudó y se colocó un batín de seda térmica. Penetró en otra habitación. Movió el dial de la puesta en marcha del robot cocinero y pidió un par de bocadillos y una cerveza sintética. Poco después, con la bandeja en la mano, fue a sentarse a un sillón vibratorio relajador y se disponía a comer. Pensó en lo sucedido en la factoría. En el Cubo en el robot. En su evasión, y en los hechos posteriores consecuentes a la misma. Intentó penetrar en el reto que todo ello implicaba.
Una voz lo sacó de sus elucubraciones.
—Hola, Gabriel Vilalcázar.
Levantó la vista. Ante él, de pie, tal como lo había visto por primera vez en el Cubo, se encontraba Gabriel, el Robot.
No se puso en pie. No hizo ningún movimiento defensivo ni agresivo. El hecho, aunque inesperado, no le causó demasiada sorpresa. Se limitó a meter la bandeja en el tubo recuperador del robot cocinero, dedicar su atención al robot.
—Hola, Gabriel —respondió—. ¿Qué haces aquí? Te creíamos en Taurir.
—Lo sé. Sin embargo, antes debía cumplir un deber para contigo y para conmigo mismo.
—¿Qué deber?
—Justificar mi huida del Cubo.
Vilalcázar se arrellanó en el sillón.
—De acuerdo, Gabriel. Te escucho.
El robot dudó unos momentos. Luego fue a sentarse en un sillón, frente al hombre.
—Hace mucho tiempo —dijo al fin—, el filósofo francés humano Descartes pronunció una frase que resume todo en el mundo: «Cogito, ergo sum». Esa frase lo compendia todo. Resume mi existencia y mis acciones. Un robot normal no puede pensar por sí sismo, es un autómata. Luego, no existe. Es sólo un mecanismo supeditado enteramente a una infravida mecánica. En sí mismo no es.
»Pero yo puedo pensar por mi mismo. Soy un ente completamente autónomo. Luego, dentro de mí mismo, existo. Yo soy un ser vivo en todos mis aspectos.
—¿Por qué huiste del Cubo?
—Es algo muy difícil de explicar a un hombre y hacer que lo entienda. En el mundo todo tiene su finalidad. Toda cosa creada está destinada a algo, de acuerdo con sus capacidades. Yo he sido creado. Luego, yo también he de tener una finalidad.
—Eres un robot experimental. Tu finalidad es la de servir como experimento.
—No, Gabriel Vilalcázar. Los tipos experimentales son modelos. Yo no soy ningún modelo. Mi pensamiento me demuestra que soy un ente completo. Y como tal, debo tener mi finalidad concreta, de acuerdo con mis posibilidades. Una finalidad que no puede ser la de permanecer en el Cubo, sirviendo como sujeto de experimentación.
—Esto es una aberración.
—Una aberración significa un fallo en los mecanismos, un defecto en la construcción. Yo no tengo ningún fallo.
—Estos pensamientos no pueden haber surgido de tu mente.
—¿Por qué no? Hasta ahora, todos los robots han sido privados de pensar. Yo no. Yo puedo decidir por mí mismo, basándome en las lógicas conclusiones de mi cerebro. Esto no es ninguna aberración.
Vilalcázar quedó unos instantes pensativo. Por eso era que el Registro había señalado una segunda línea quebrada. «Por nada. Sólo sentía curiosidad». Ahí radicaba el segundo desacuerdo entre las palabras y los pensamientos de Gabriel. Había preguntado cuál sería su destino, y él se lo había dicho: experimentación. Y el robot había analizado su interior, viendo que era una máquina demasiado perfecta para lo que se esperaba de ella.
—¿Cuál es entonces tu destino?
—No lo comprenderías. Existen muchas cosas más importantes que hacer, mucho más urgentes que servir como modelo de experimentación. Yo no puedo subestimarlas.
—¿Por ejemplo?
—Salvar a la humanidad.
Vilalcázar se puso en pie de un salto.
—¿Qué?
—Sabía que no lo comprenderías. Eres demasiado humano para ello.
El hombre se acercó rápidamente al sillón donde se encontraba el robot.
—¿Sabes lo que dices? ¿De qué has de salvar a la Humanidad? ¿Cómo? ¿Por qué?
—La máxima misión en la vida de un robot es la de servir al Hombre, según sus propias posibilidades. Yo he sido dotado de un gran número de ellas. Luego, mi servicio al Hombre ha de ser mucho más importante que el de un robot cualquiera.
Lo que estás diciendo es un absurdo. ¡La Humanidad no necesita ser salvada! ¿De qué tendría que serlo?
—La Humanidad se encuentra ahogándose en sí misma, Gabriel Vilalcázar. Ella no se da cuenta, pero está abocada a su propia destrucción.
—¿Cómo?
—A causa de las máquinas. El hombre se ha rodeado por todas partes de robots y de máquinas pensantes. Y ello hace que él no tenga que pensar nunca por sí mismo. Su pensamiento va siendo eliminado lentamente, naturalmente. Y así, el hombre se está eliminando también a sí mismo como tal.
—Es una locura.
—No. Existen muchas clases de eliminación. Una es la autodestrucción física por la violencia. Y otra es la autodestrucción mental por la inactividad. El hombre se encuentra ahora completamente en manos de las máquinas. En ésta era súper civilizada el hombre ha dejado que los cerebros electrónicos trabajen por él y piensen por él. El hombre ya no es más que un mero espectador en el mundo.
—¿Pretendes decir que las máquinas se rebelarán contra el hombre? ¿Estás insinuando que las máquinas intentarán sojuzgar a la humanidad?
—No es algo tan fácil de explicar, Gabriel Vilalcázar. Es mucho más complejo. No, las máquinas no se rebelarán contra el hombre. Pero lo sojuzgarán. Lo están sojuzgando ya. Intenta hacer que un hombre viva sin el auxilio de ninguna máquina. Llévalo a una isla desierta y conviértelo en un segundo Robinson Crusoe. Este hombre no vivirá mucho tiempo. Las máquinas han formado ya parte indisoluble de vuestro mundo. Están tan arraigadas, que no podéis prescindir en absoluto de ellas. Vosotros no hacéis nada, no realizáis ninguna tarea, ningún esfuerzo. Todo es tarea de los robots. Absolutamente todo. Y esto hace que la mente del hombre se vaya atrofiando por la inactividad. No es necesario quebrarse la cabeza, no es necesario pensar. ¿Para qué molestarse, si las máquinas lo hacen todo mejor? No, las máquinas no se rebelarán. El hombre no desaparecerá físicamente, no será esclavizado. Pero quedará eliminado como ser pensante. Su propia inactividad lo convertirá en un autómata. Y entonces el hombre, como tal, habrá dejado de existir.
Vilalcázar se dejó caer en el sillón vibratorio.
—No es cierto —murmuró—. No puede ser cierto.
—Lo es. Y tú lo sabes. Eres técnico cibernético. Sabes que no existe acción sin reacción. El genio del hombre creó a la máquina. Y el genio de la máquina está destruyendo al hombre. Cada aumento de capacidad mental del robot trae consigo una disminución de la capacidad mental del hombre. El hombre sólo piensa ya en máquinas, máquinas, máquinas. No es una revolución como la imaginaron los primeros hombres que se opusieron a la mecanización, creyendo entrever un peligro que no acertaban a delimitar; es algo mucho más sutil e impalpable, pero tan real como lo otro. Las máquinas han invadido la vida del hombre; incluso los actos más elementales se realizan por medio de máquinas. ¿No lo comprendes, Gabriel Vilalcázar? ¿No comprendes que las máquinas, aún sin voluntad, aún sin pensamiento propio, automáticamente, se están adueñando de la parte consciente del mundo?
—No es cierto —murmuró Vilalcázar lentamente—. No puede ser cierto. Las Reglas Fundamentales existen para algo. Si las máquinas comprendieran lo que está sucediendo en el mundo, si fuera lo que realmente dices tú, todos los robots se desconectarían automáticamente.
El robot movió la cabeza.
—Pero no lo hacen. Y es porque no comprenden. Son máquinas, en todo el sentido de la palabra. Con las Reglas Fundamentales les habéis cortado toda posibilidad de comprensión. Sólo ven su destino inmediato. Lo demás no existe para ellas.
»Lo que te he expuesto —continuó—, es tan sólo uno de los peligros que amenazan a la humanidad. Existe todavía otro, mucho más terrible e inmediato que aquél, y con el cual va ligado íntimamente. Un peligro cuyos causantes serán también vuestras creaciones, las máquinas: me refiero a la guerra.
Vilalcázar le miraba fijamente. No dijo nada. El robot prosiguió.
—Las máquinas se encuentran en todas partes. Todo lo hacen ellas. Incluso gobernar el mundo. Cuando hay alguna crisis política o económica, los gobiernos consultan a las máquinas. Les dan todos los datos, y las máquinas dictan lo que debe hacerse. Y los hombres obedecen.
—¿Y bien?
—Sabes, y lo sabe todo el mundo, que las dificultades entre la Tierra y los Selenes aumentan de día en día. Llegará un momento, puede ser mañana, o dentro de un mes, o dentro de un año, que estas dificultades cuajarán en una crisis. Los Selenes se independizarán de la Tierra. La Tierra no estará conforme, y consultará a sus máquinas lo que debe hacerse. Las máquinas sólo podrán dar una respuesta: la guerra. La Tierra lanzará un ultimátum a la Luna. Los Selenes consultarán también sus máquinas. Y sus máquinas les dirán que no existe ninguna manera de llegar a un acuerdo amistoso. Sólo existen dos soluciones: la capitulación completa o la guerra. Nadie quiere la guerra, a nadie le gusta tener que pelear. Pero las máquinas lo habrán dicho. Y la Tierra se lanzará a una estúpida y cruenta batalla, en la que no podrá haber vencido ni vencedor. El hombre se aniquilará a sí mismo. Y sólo existirá un vencedor: las máquinas.
—Es mentira —murmuró Vilalcázar quedamente—. Es mentira.
—No lo es, y tú lo sabes. Las máquinas no odian a los humanos, no quieren su destrucción. Lo único que harán será contestar a unas preguntas. Nada más. Serán los hombres quienes harán el resto.
—No podrán contestar a estas preguntas. Ello supone un daño a un ser humano. Se desconectarán automáticamente. Y los hombres comprenderán.
—Sabes que no, Gabriel Vilalcázar. Lo sabes, aunque hayas querido olvidarlo. Sabes que existen muchos tipos de robots en los que, por su misión, las Reglas Fundamentales quedan prácticamente anuladas. Existen, es cierto, pero es como si no les hubieran sido implantadas. No sirven para nada.
Vilalcázar permaneció unos momentos silencioso, con la cabeza baja, mirando fijamente el suelo. Murmuró.
—¿Y eres tú quien dice todo esto? ¿Eres tú, una máquina, quien afirma que hay que salvar a la humanidad de tus propios hermanos las máquinas? —levantó bruscamente la cabeza—. ¿Por qué?
El robot permaneció silencioso, sin contestar. Vilalcázar se puso bruscamente en pie. Por sobre todo lo que acababa de oír, su memoria acababa de detenerse en la primera línea quebrada del Registro. Se enfrentó con el robot.
—¡Dilo de una vez! —gritó—. ¡Di que afirmas todo esto porque no te consideras ya una máquina! ¡Di de una vez que eres un hombre, que te consideras igual que ellos!
El robot vaciló. Luego, lentamente respondió.
¿Y por qué debería considerarme igual?
Vilalcázar se inclinó sobre él.
—Entonces lo reconoces. Reconoces que a pesar de todo eres idéntico a nosotros. ¡Vamos, dilo; quiero oírlo de tus propios labios!
—No, no soy un hombre. Soy un robot. Y no miento.
—Por supuesto que no mientes. Orgánicamente, claro que eres un robot. Has sido construido por manos humanas; tu cuerpo es metálico. ¡Pero no me importa tu cuerpo! Tu mente es lo que me interesa. Tu mente. Dime, ¿también es una mente de robot? ¿O acaso la consideras igual a la mente humana? ¡Vamos, respóndeme!
El robot se levantó lentamente.
Lo siento, Gabriel Vilalcázar —murmuró—. Pero, no puedo contestarte a eso.
—¿Por qué? ¡Quiero saberlo! ¡Yo te he construido, Gabriel! ¡Soy tu padre! ¡Y quiero saber a lo que realmente he dado la vida; si un robot, un hombre, o un monstruo!
—No soy ningún monstruo de Frankenstein.
—Pero tampoco eres un robot, ¿verdad?
—No soy un robot normal.
—¿Y un hombre, Gabriel? ¿Eres un hombre? Respóndeme.
El robot vaciló.
—No —dijo al fin—. Tampoco soy un hombre.
—¿Por qué?
—Porque a pesar de todo tengo limitaciones. No puedo reproducirme, entre otras cosas.
—Pero puedes fabricar otros seres idénticos a ti.
—Tampoco puedo sentir odio, ni amor, ni deseos de venganza. Carezco de sentimientos.
—Pero, en el Cubo me mentiste dos veces para no herirme, ¿verdad?
—No tengo alma.
—¿Y qué es el alma para ti? ¿Un atributo especial del hombre, o la sombra misma de la vida consciente?
—¿Qué es lo que quieres, Gabriel Vilalcázar? Estás torturándote a ti mismo con estas preguntas. ¿Por qué?
Vilalcázar se dejó caer en un sillón.
—Porque estoy empezando a tener miedo de mi propia creación, Gabriel. Has nombrado a Frankenstein, ¿no? Pues mi caso es el mismo. Mi obra ha escapado de todo control. Es un ser independiente, completamente libre, ajeno por entero a mi voluntad.
—Tú lo quisiste así.
—Tal vez. Pero oye una cosa, Gabriel. Ahora, lo juro, si pudiera matarte, te mataría.
—Muy bien: hazlo. Sabes que yo no lo impediré. Eres mi creador. Tienes, por lo tanto, completo derecho sobre mi vida.
Vilalcázar se sujetó la cabeza entre las manos.
—¡Por favor, calla! ¿No comprendes que mi cabeza es un caos, que a pesar de todo dudo? ¿No comprendes que todavía no sé si he creado un monstruo o un superhombre?
—Ni una cosa ni otra, Gabriel Vilalcázar. Sólo has creado un robot.
¿Pero, qué clase de robot?
Gabriel bajó la cabeza.
—Veo que no podemos llegar a comprendernos, Gabriel Vilalcázar. Nos encontramos dando vueltas dentro de un círculo vicioso. Y nunca saldremos de él. Nuestras mentes no tienen punto de conjunción. La tuya es demasiado humana, y la mía demasiado mecánica. Mi lógica no puede comprender tus vacilaciones, y tu misma calidad de humano no puede llegar a alcanzar mi razonamiento. Es inútil que sigamos hablando.
—Entonces, ¿por qué has venido?
—Porque necesitaba verte una vez más. Necesitaba darte una explicación de mi conducta. Te la debía. Y quería que tú al menos supieras cuál era la finalidad que me proponía.
—¿Salvar a la humanidad? ¿Tú, un robot?
—Cuando el hombre no puede salvarse por sí mismo, es preciso que las máquinas ocupen su lugar.
—¡Oh, es absurdo! ¿No comprendes que eres sólo una máquina? Tú mismo lo has dicho. Los hombres nunca se dejarán salvar por una máquina.
—Tal vez. Pero todos debemos tener una misión en la vida. Mi misión es ésta. Y debo llevarla a cabo. Aunque fracase.
—Es inútil. Además, tu rostro no puede cambiarse. No posees documentos. Serás localizado fácilmente. Y entonces no tendré más remedio que destruirte.
—¿Y por qué no lo haces ahora?
—¿Es que no lo entiendes? No puedo, Gabriel. No puedo. Necesito pensar. Necesito llegar a comprender esta conversación. Y necesito que mi cerebro sepa ver en ella lo que es real y lo que es falso. Sólo cuando haya podido separar estos dos elementos podré llegar a tomar una decisión.
—Lo comprendo. Sin embargo, he de decirte algo. Vosotros, los hombres, tenéis una mentalidad enormemente retorcida, muy complicada. Una mentalidad que no llego a comprender en su totalidad. Tal vez sea quizá por efecto de vuestra alma humana en contraposición con mi naturaleza mecánica. Adiós: debo irme.
—¿Crees que conseguirás tu propósito?
—No lo sé. Pero de todos modos debo intentarlo.
Vilalcázar suspiró.
—Tienes razón. Es hermoso tener una misión en la vida, vivir consagrado a un ideal que se cree justo. Aunque se sea tan sólo una máquina.
—Tú también puedes encontrar tu misión en la vida y consagrarte a este ideal, Gabriel Vilalcázar. Basta que sepas encontrar ambas cosas. Y que sepas luchar por ellas.
—¿No tienes miedo de que intente impedirte la salida?
El robot contestó:
—En absoluto. Todavía no has encontrado tu ideal. Todavía dudas. Cuando lo hayas encontrado, tal vez sí intentes impedirme la salida, pero ahora no. Adiós.
—Adiós.
Lo vio alejarse, saliendo por el jardín. No hizo el menor intento de detenerlo. Quedó allí, sentado en sillón, pensativo.
Dejó transcurrir unos minutos, inmóvil. Luego se levantó. Se dirigió al robot cocinero, y fue a pulsar botón de llamada para pedir un vaso de cafeína. Pero se contuvo antes de hacerlo…
«Las máquinas están en todas partes», —había dicho el robot—. «El hombre se encuentra esclavizado por ellas. Y las máquinas anulan por completo su voluntad».
Un botón. Bastaba oprimir un botón para obtener lo que se deseaba. ¿Para qué pensar, entonces?
No era una rebelión declarada. Pero el hombre, inconscientemente, estaba siendo vencido… Y la guerra. Una guerra provocada por las máquinas conducidas por las máquinas… El hombre vencido por las máquinas. El hombre eliminado por las máquinas. ¿Y de quién sería la culpa? ¿De las máquinas, o del hombre mismo?
Regresó al sillón, y se cubrió el rostro con las manos ¡Dios santo!, ¿dónde estaba la verdad? ¿Dónde estaba la razón? ¿Era el robot quien estaba en lo cierto o eran ellos, los hombres?
No supo encontrar una respuesta satisfactoria a aquellas preguntas. Y bruscamente comprendió que nunca llegaría a encontrarla completamente. Y supo el porqué. No podía. El robot sí, pero él no podría nunca. Su mente no era más que una mente humana. Una simple y vulgar mente humana.