EL REGISTRO mostraba dos líneas quebradas. La primera correspondiente al «no» del robot. Y la segunda a su última respuesta: «Sólo sentía curiosidad».
Vilalcázar depositó la cinta del Registro en el cajón y salió al exterior. A ambos lados se extendían las líneas geométricas de los restantes Cubos, mostrando su completa uniformidad.
«Dos líneas quebradas», —pensó—. «Dos líneas quebradas».
No era una deficiencia del mecanismo, lo sabía muy bien. No era un fallo técnico. Al contrario. Eran dos líneas que reflejaban su perfección. Con un robot como Gabriel no valían los métodos ordinarios de control. Por la sencilla razón de que él no era un robot ordinario.
Apenas en el exterior, los altoparlantes automáticos empezaron a llamarle. Ripple deseaba verle. Ripple, el corazón de toda la inmensa fábrica de robots. El director de la Mundial Robot.
La fábrica había sido construida veinte años antes, con capital de cuatro naciones: Holanda, Francia, Italia y España. Su gran factoría central había sido instalada en África, en el Sahara. Ocupaba una extensión de diez kilómetros cuadrados, entre talleres, salas de montaje y control, y edificios auxiliares. Y sin embargo, su personal consistía sólo en doce hombres: cuatro en la dirección, uno en la administración, tres en proyectos, uno en talleres, otro en montaje y dos en los servicios de Cubos. Todo lo demás estaba servido, vigilado y controlado por robots. La fábrica era completamente automática: robots producidos por robots. Era una idea que no dejaba de tener su lado irónico.
Llegó al gran edificio de dirección, y subió al último piso, donde se encontraban los dominios de Ripple. En todos los pisos se oía el rumor de las máquinas de escribir y calcular automáticas, rumor de rapidez y eficacia. Sin embargo, allí no había ningún hombre. Todo eran robots: mecanógrafas robot, calculadoras robot, dictadoras automáticas robot… La Mundial Robot utilizaba en su misma fábrica la mayoría de sus modelos. Era una buena propaganda para el exterior; no todas las fábricas usan sus propios productos.
Penetró en el inmenso despacho de Ripple. Ocupaba una extensión de ochenta metros cuadrados, y las paredes y techo eran enteramente transparentes. Situado en el décimo piso del edificio, ocupaba el lugar más alto de la factoría. Desde allí podía divisarse todo el resto de la fábrica. Aquél era el imperio personal de Van Ripple.
Se sentó en el sillón anatómico, y esperó.
El director se encontraba en aquellos momentos repasando unas cartas que el supervisor de firmas acababa de entregarle. Echó una distraída mirada a Vilalcázar y le murmuró en corto:
—Un momento.
Y luego prosiguió su trabajo.
El supervisor de firmas zumbó en un rincón, avisando la llegada de nuevas cartas.
Ripple refunfuñó. Terminó de firmar las que tenía ante sí, las devolvió al aparato, tomó las otras, y desconectó temporalmente el mecanismo de aviso. Regresó junto a la mesa de despacho. Dejó las nuevas cartas sobre ella, y se dirigió hacia la pared sur. Echó una ojeada a sus dominios. Siempre lo hacía cuando había alguien delante de él.
Sin volverse, anunció:
—Los Estados Unidos nos piden un envío de veinticuatro mil robots chóferes y domésticos. Y de Inglaterra acaba de llegar un pedido de siete mil robots doncella. El Japón quiere implantar el servicio «Rob-amor» en las principales ciudades de su país. Y la compañía de explotación del Amazonas desea que le construyamos un nuevo tipo de cerebros electrónicos desbrozadores automáticos. Hay mucho trabajo.
Vilalcázar no se inmutó.
—¿Y bien?
—Deberemos intensificar la producción.
—Venimos haciéndolo desde hace veinte años.
—Sí, claro. —Ripple hizo una pausa—. A propósito. ¿Cómo va su Gabriel?
Vilalcázar sabía que Ripple le había llamado sólo para saber eso. No había querido empezar directamente por allí para no demostrar demasiado interés, pero estaba ansioso de conocer los primeros resultados. La Mundial Robot era la fábrica de robots más importante del mundo. Si el modelo Gabriel era un éxito, y la ley lo aprobaba, lograrían un gran triunfo.
—En período de observación —respondió—. En el Cubo.
Ripple se puso a pasear por la estancia.
—Necesitamos intensificar la producción —repitió. Es preciso que no nos entretengamos demasiado en especulaciones sobre nuevos tipos de robots, cuando tenemos tanto trabajo por delante. Quiero saber cuanto antes los resultados del Registro. Necesitamos todos los Cubos para incrementar la producción.
—Puedo darle ya algunos resultados.
Ripple se enfrentó con él.
—¿Y qué espera para hacerlo?
Vilalcázar hizo un gesto ambiguo.
—La primera entrevista, normal. La segunda, dos quebradas.
—Entonces, ¿hay algo que va mal?
—Al contrario. Todo funciona perfectamente. Demasiado perfectamente. Por eso han aparecido las dos quebradas.
—Explíquese.
Vilalcázar se levantó de su asiento.
—Escúcheme con atención, Ripple. Cuando le mostré los primeros planos y los diagramas del robot…
No pudo continuar. En aquel mismo instante un conjunto de sirenas de alarma empezó a sonar a su alrededor. Y en el tablero de señales anexo a la mesa de Ripple se encendió una luz roja.
Los dos hombres observaron fascinados aquella luz… y, al unísono, sintieron que un ligero escalofrío les recorría la médula.
—¡Dios santo! —exclamó Vilalcázar—. ¡Es en los Cubos!
El robot estaba solo. Sentado en el borde de la camilla metálica, en medio del silencio y de la soledad. Su cerebro trabajaba activamente. Ningún músculo de su cara, nada de su persona denotaba su actividad mental. Pero pensaba intensamente.
De pronto se levantó. El curso de sus pensamientos había llegado a su final. La idea, concreta, única, había quedado indeleblemente grabada en sus circuitos. Sabía lo que tenía que hacer, cómo debía hacerlo, y para qué. Avanzó hacia la puerta, y se detuvo. La puerta del Cubo era totalmente infranqueable para un robot normal. Pero él no era un robot normal.
Trabajó durante unos minutos en el mecanismo de la cerradura electrónica. Luego, empujó la puerta. La puerta se abrió.
Al otro lado había un detector-robot de alarma. En el mismo momento en que sus ojos fotoeléctricos captaron el movimiento de la puerta, todo su mecanismo de control entró en funcionamiento. Comparó la imagen del robot con las que tenía grabadas en su mente de las únicas personas que podían entrar y salir del Cubo. No la identificó con ninguna de ellas. Inmediatamente, sus circuitos reaccionaron, difundiendo la alarma por todo el recinto de la factoría.
Pero Gabriel no permaneció inactivo. El cerebro electrónico que gobernaba al robot de control era muy simple, su estructura era muy sencilla. Además, era un robot inmóvil; no podía atacarle. Sólo tuvo que manipularlo brevemente para desconectarlo. Instantáneamente, el sonido de la alarma cesó.
El robot avanzó unos pasos, mirando a todos lados. No vio a nadie. Echó a andar rápidamente, bajo la luz del cálido sol del mediodía.
Cuando Vilalcázar y Ripple llegaron a la entrada del Cubo, varios hombres de la parte humana de la factoría se encontraban ya allí.
—¿Qué ha sucedido? —inquirió nerviosamente el director.
La señal de alarma había cesado hacía algunos minutos. Uno de los empleados señaló el robot de control.
—Está desconectado —dijo—. Quizá haya sufrido alguna avería y se haya disparado automáticamente. Con lo cual es lógico que después, al verificar su error, se haya desconectado él mismo.
Pero Vilalcázar sabía que aquellas palabras no reflejaban la verdad de lo ocurrido. Le bastó ver la puerta del Cubo entreabierta.
Se metió dentro. Un breve vistazo le informó que la cerradura de seguridad había sido violentada. Y que dentro del Cubo no había nadie.
Cuando salió de nuevo, Ripple le sujetó fuertemente un brazo.
—¿Qué ha sucedido, Vilalcázar?
—El robot. Ha salido del Cubo.
—¿Cómo?
—No se preocupe, Ripple. Usted sabe mejor que nadie que el disparo de cualquier alarma trae consigo el cierre de todos los accesos al exterior. Ninguna puerta puede abrirse hasta que usted mismo, desde su despacho, no desbloquee el cierre de las compuertas de seguridad.
—Pero ¿por qué ha sucedido?
—Podría explicárselo, pero ahora no tenemos tiempo, Gabriel debe hallarse por algún lugar de la factoría, buscando una salida. Es preciso que lo encontremos.
—¿Por qué ha huido?
—Ya le he dicho que no hay tiempo para hablar de esto ahora… Todos ustedes conocen cuál es el rostro del, robot. Podemos encontrarlo fácilmente.
—No lo creo —objetó el técnico de montaje—. Hay muchos sitios donde puede esconderse un robot.
No importa —indicó otro—; no podrá salir de aquí hasta que nosotros queramos. De modo que tarde o temprano lo encontraremos.
Vilalcázar estaba pensativo. Murmuró:
—No lo creo.
Ripple se volvió furioso hacia él.
—¡Deje de poner obstáculos! ¿Por qué no lo cree?
—Gabriel conoce a la perfección los distintos tipos de cerebros electrónicos que existen en el mundo. Le ha bastado muy poco para anular éste. Y todas las compuertas de seguridad están gobernadas por cerebros electrónicos.
—¿Qué quiere decir?
—Que antes de buscarlo por el interior del recinto debemos asegurarnos de que no existe ninguna compuerta abierta. Si no hay ninguna, deberemos colocar una guardia en cada una de ellas antes de iniciar la búsqueda. En caso contrario, será inútil intentar hallarlo dentro de la factoría; el robot no se encontrará ya en ella.
El director apretó los dientes.
—Está bien; revisemos primero las compuertas… Y usted, Vilalcázar, rece porque todavía se encuentre en la fábrica. Recuerde que toda la responsabilidad es suya.
—Lo recuerdo, Ripple. No es necesario que me lo repita otra vez.
Iniciaron la búsqueda. Y poco después hallaron una de las compuertas abierta, con el cerebro de control desconectado, y un vehículo de la dotación desaparecido.
El robot no se encontraba ya en la factoría.
* * *
Sentado en el sillón anatómico, Vilalcázar contemplaba los agitados paseos de Ripple. Con un vaso de cafeína semi-lleno en la mano, esperaba a que el director de la Mundial Robot dijera algo.
Y al fin, Ripple estalló. Se volvió repentinamente hacia él.
—¿Sabe lo que significa para nosotros lo sucedido?
—Por supuesto. —Vilalcázar dejó el vaso en una mesilla—. La construcción de Gabriel costó cerca de cinco millones de universales.
—¡No me refiero a eso! ¡Óigame bien, Vilalcázar! Sabe que un robot sin las Reglas Fundamentales en su cerebro está prohibido por la ley. Sabe la pena que pesa sobre quien construya uno. Lo sabe. ¡Y ahora ese maldito robot se encuentra libre por el mundo!
—¿Y bien?
—¡Cómo qué y bien! Ese monstruo es capaz de cualquier cosa. Puede robar, matar, asesinar… ¡Puede hacer cualquier barbaridad! ¡Y yo seré el responsable ante la ley!
Lentamente, Vilalcázar se puso en pie.
—No se deje llevar por los nervios, Ripple —aconsejó—. Gabriel no es capaz de matar a nadie si no tiene un motivo lo suficientemente grave como para ello. No es ningún monstruo. Es, simplemente, un robot.
—Sí, naturalmente. Un Robot. Con dos líneas quebradas en su Registro. ¿Sabe lo que significa esto, Vilalcázar…? ¡Gabriel! ¡Bonito nombre para un robot como ése!
—Tranquilícese, Ripple. Ya le he dicho antes que estas dos líneas quebradas no señalan ninguna anomalía en sus mecanismos. Al contrario. Son el exponente de su perfección. De una demasiada perfección.
—¡Está usted loco!
—No, no estoy loco. Escúcheme con atención. Desde un principio sabía lo que hacía. Cuando principiamos su construcción, sabía que íbamos a hacer algo completamente distinto de lo que estábamos acostumbrados a hacer. Íbamos a dar cima a la máxima perfección en robots. Un robot que nunca podría ser superado, un robot que sería para el hombre una especie de nuevo pitecántropo. El eslabón que uniría la máquina con la materia viva.
—¿Y qué?
—Que, a pesar de todo lo que esperábamos, los resultados han superado los cálculos más optimistas. Gabriel no es un robot como los demás. No es ni siquiera un robot. Es algo mucho más elevado, mucho más fascinante de lo que pudiera parecer a simple vista.
—¿Qué?
Vilalcázar volvió a sentarse en el sillón anatómico, y tornó el vaso de cafeína. Lo observó durante unos instantes al trasluz. Luego, con voz muy baja, casi en un susurro, lo dijo:
—Un hombre.
Durante unos interminables segundos un silencio absoluto descendió sobre la Habitación. Ripple, de pie frente a Vilalcázar, sorprendido, absorto, no acertaba a decir nada. Al fin sólo pudo balbucir:
—Gabriel… escuche… ¿Sabe lo qué está diciendo?
—Sí, Ripple. Sé lo que estoy diciendo. Lo sé perfectamente.
—Pero… pero… ¡es imposible! ¡Es absurdo! ¡Es… es monstruoso!
Vilalcázar se puso violentamente en pie.
—¿Monstruoso? ¿Por qué? ¿Sabe acaso el límite que hay entre lo verdaderamente monstruoso y lo normal?
—No… Óigame, Gabriel. Serenémonos un poco. Creo que se encuentra un poco agitado. Eso que ha dicho… es imposible. Ha de ser imposible. ¿No comprende lo que representa?
—Sí, lo comprendo perfectamente. Y por eso mismo he de decirle algo más. Gabriel no es tan solo un hombre, sino que es más, mucho más. Es casi un superhombre. Mucho más que un humano, ¿comprende? Algo totalmente sobrehumano.
—¡Basta! ¡No consiento que siga hablando así! ¿Qué es lo que está intentando? ¿Hacerme creer lo que no es?
—No, Ripple. Al contrario. Estoy intentando hacerle ver lo que realmente es. Usted se encuentra obsesionado por una idea. Y no ve lo que realmente hay detrás de ella.
Tomó el vaso de cafeína y bebió un poco. Se enfrentó con el director.
—Lo supe por primera vez cuando vi que Gabriel me había mentido por dos veces —murmuró—. Las líneas quebradas, recuerde. No representaban un fallo del mecanismo interno de su mente. Al contrario. Representaban el exponente de su perfección. Le hice una pregunta: quise saber si se consideraba superior a un hombre. Y respondió que no. «No», ¿comprende…? Cuando en realidad él sabía que la respuesta era sí. ¿No le dice nada esto?
—Absolutamente. ¿Dónde quiere ir a parar?
—A una conclusión bastante aventurada, pero obviamente cierta. Gabriel mintió. Le hubiera costado muy poco decir la verdad, expresar lo que pensaba. No le hubiera representado mayor esfuerzo decir «sí» en lugar de «no». Pero no lo hizo. ¿Por qué? Se lo voy a decir. Porque nos comprendió. A nosotros los humanos. Sabía que éramos vanidosos, que nos considerábamos el súmmum de la perfección. Y no quiso herir nuestros sentimientos. Se rebajó a sí mismo, se puso al nivel de un robot normal, para que nosotros no nos sintiéramos ofendidos de haber sido superados por una de nuestras propias creaciones. Y con esto, más que con cualquier otra cosa se reveló a sí mismo. Un hombre no lo hubiera hecho, ¿no lo comprende? Un hombre no hubiera vacilado en lo más mínimo para decir sí. Hubiera dicho claramente la verdad. ¿No le revela nada esto?
—No. Lo único que me dice es que ahora este robot se encuentra en libertad de hacer lo que quiera.
—¡Oh, deje de ser absurdo! ¿Cree que es una máquina sedienta de sangre? ¡Olvídelo! Los tiempos de Kapek y Rolland han pasado ya a la historia; sus obras no son en la actualidad más que meros mitos sin fundamento. Un robot no es un ser sediento de sangre que: odia ferozmente a sus creadores. Lo único que domina en ellos es la lógica, una lógica que ninguno de nosotros, los humanos, tenemos ni llegaremos a tener nunca. Una lógica que se basa en un sólo axioma: servirnos, servirnos del modo que sea y en las circunstancias que sean, según sus propias posibilidades. Un robot nunca intentará vencer a la humanidad; al contrario, querrá ayudarla por todos los medios.
—Entonces, ¿por qué ha huido? ¿Por qué se ha escapado del Cubo?
Vilalcázar se dejó caer de nuevo en el sillón anatómico.
—No lo sé —respondió—. Sinceramente, no lo sé. Pero no es por los motivos que usted piensa, puedo asegurarlo. Soy cibernético, es cierto, pero mi alcance mental no me permite llegar a la psicología de un robot como Gabriel, Sin embargo, sí, he de decirle algo. Si ha escapado ha Sido porque tiene algún motivo muy importante para hacerlo. Un motivo que quizá nosotros no lleguemos comprender nunca, pero que es dentro de sí mismo, enteramente lógico y natural.
—Está bien, Vilalcázar. De acuerdo. Me ha convencido. Pero no es eso lo que más me importa de momento. A pesar de lo que ha dicho, no podemos dejarlo libre por el mundo. Es preciso que volvamos a encontrarlo, y que lo encerremos de nuevo dentro de los límites de la factoría. Puede llegar a ser una amenaza tal como se encuentra ahora.
Vilalcázar suspiró.
—Nunca llegará a ser una amenaza —dijo—. Pero estoy de acuerdo en que es preciso que volvamos a encontrarlo. Necesito hablar de nuevo con él. Sólo así podré llegar a saber lo que hay en lo profundo de su cerebro.
—Sí; pero ¿cómo podremos encontrarlo?
—Es muy fácil. Se ha llevado un vehículo de la dotación de la factoría, y con él no podrá ir muy lejos. Además, tenemos fotografías de su rostro; su máscara facial es distinta de la de todos los demás robots existentes, y no encontrará repuestos. Puede hacerse pasar por un hombre donde desee, pero podremos identificarlo fácilmente. Y aunque intentara cambiar la máscara, lo sabríamos. Los fabricantes tienen obligación de dar parte de todos los encargos especiales que reciben.
—Por supuesto. Daré inmediatamente las órdenes necesarias para ello.
Vilalcázar se levantó.
—No se preocupe por nada, Ripple. Nadie sabrá que Gabriel no tiene grabadas en su cerebro las Reglas Fundamentales, si nosotros no queremos. Podemos proceder particularmente. Y nadie sabrá nada que nosotros no queramos que sepa.
Ripple miró fijamente a Vilalcázar por unos segundos.
—Eso espero —murmuró simplemente.