I
NACIMIENTO

NACIÓ repentinamente.

Hasta entonces había sido la nada, el no existir. Y de repente, fue. En un momento, en una fracción de segundo, el no ser pasó a ser; y él, que hasta entonces no había sido, fue.

No nació pequeño, subdesarrollado, en estado embrionario. Su primera sensación fue la de un ser completo. Todo lo sabía, todo lo conocía. No existía nada que estuviera fuera del alcance de su percepción; la sabiduría del mundo estaba en su cerebro. Era, dentro de sí mismo, un ser perfecto.

Y sin embargo, acababa de empezar a existir.

Abrió lentamente los ojos. Estaba tendido sobre una superficie metálica, amoldada a las líneas de su cuerpo, en posición horizontal. Directamente sobre él, sus ojos divisaron una superficie blanca, uniforme, en el centro de la cual brillaba un globo luminoso. En sus cuatro lados, la superficie quedaba cortada por cuatro planos verticales, también blancos, delimitando un cuadrado que cerraba aquel sector. Los cuatro planos se cortaban igualmente entre sí. Y bajo ellos, un nuevo plano, paralelo al superior, de color gris, cerrando el volumen de un cubo.

Y él se encontraba en su interior.

Se levantó. Su cuerpo obedecía instantáneamente a los mandatos de su cerebro. Deseó sentarse sobre la superficie de la mesa, y se sentó. Quiso ponerse en pie, y se levantó. Todo funcionaba correctamente. Su cuerpo, al igual que su mente, eran perfectos.

Miró la superficie sobre la cual había estado tendido. Formaba un objeto que indudablemente debía conocer; su imagen tenía que hallarse en su cerebro. La buscó. Necesitó apenas una milésima de segundo para encontrarla: una mesa camilla, un objeto muy usual en el lugar donde se encontraba.

Un nuevo repaso a su cerebro le dio nuevos conocimientos de aplicación inmediata. Los hombres nacen pequeños, supo. Recién nacidos, no son inteligentes, no pueden pensar por sí solos. Apenas son unos cuerpecillos débiles con un ligero atisbo de lo que será posteriormente su mente. Él no era así. Él acababa de nacer, era cierto, pero había nacido completo, perfecto. Luego, no podía ser un hombre.

¿Qué era, entonces?

Buscó de nuevo en su cerebro. Y pronto encontró la respuesta. No era un hombre. Era un robot.

Un robot.

Giró la vista a su alrededor. Estaba solo en aquella habitación. Solo. ¿Por qué lo habrían dejado solo? ¿Por qué no había nadie allí dentro, con él?

Su cerebro contenía todas las respuestas. Buscó, e inmediatamente supo el porqué. Y supo que tras aquella habitación, asomado a una mirilla especial de la puerta de acceso, se encontraba un hombre. Él. Su padre.

Buscó la puerta, y no tardó en hallarla. Tras ella estaba él. Sabía quién era. Sabía incluso su nombre. Y sabía qué era lo que estaba esperando en aquel lugar.

—Gabriel Vilalcázar —llamó—. Gabriel Vilalcázar.

La puerta se abrió, y un hombre entró en el interior del Cubo y cerró la hoja a sus espaldas. Se quedó inmóvil junto a la pared, contemplando al robot.

—Hola —dijo.

El robot hizo una inclinación de cabeza.

—Hola.

Una ligera pausa. El hombre avanzó unos pasos, acercándose a la figura que tenía ante sí. Se detuvo a escasa distancia de ella.

—Me has llamado —murmuró—. ¿Sabes quién soy?

—Sí: mi padre.

—Tu creador.

—Es lo mismo. Creador, padre… ¿qué más da? Si existo es gracias a ti.

—¿Existes realmente?

—Sí.

—¿Qué es para ti el existir?

—Vivir. Tener conciencia de uno mismo. Saber que se es algo.

—La vida es algo propio de los hombres. Tú no eres ningún hombre. Por lo tanto, no puedes vivir.

—Los animales no son hombres, y tienen vida.

—Es cierto. Pero tú no eres tampoco ningún animal. Eres una máquina.

—Una máquina también puede tener vida. Nosotros, los robots, la tenemos. Esto, al menos, es lo que tengo grabado en mi cerebro.

El hombre sonrió.

—Es cierto. Sólo quería probar la capacidad de razonamiento de tu mente. Veo que funcionas bien. ¿Sabes para lo que sirve esta cámara?

—Sí. Aquí se conducen todos los robots construidos para hacerlos nacer.

Despertar.

—El paso del no ser al ser es siempre nacer. Aunque se nazca ya completo. Para despertar es preciso haber vivido antes.

—Es cierto. Prosigue.

—Esta cámara está habilitada para observar el nacimiento de los robots. Así, si un robot sale defectuoso, puede destruírsele sin que llegue a representar un peligro.

—Cierto. Háblame ahora de ti.

—¿Qué es lo que quieres saber?

—En tus circuitos tienes grabado todo lo referente a tu persona. ¿Sabes que no eres un robot como los demás?

—Sí; lo sé.

—¿Sabes para qué has sido construido?

—Soy un modelo experimental, ¿no es cierto?

—Exactamente. Un modelo que no tiene punto de comparación con los demás construidos hasta ahora. Hemos eliminado en ti todas las trabas que inhiben a los demás robots. Tú eres libre de pensar por ti mismo, y decidir, lo más adecuado en cada caso, sin que ningún elemento prohibitivo te lo impida. ¿Sabes lo que quiere decir esto?

—Libertad absoluta.

—Y algo más. Todos los robots creados hasta ahora estaban supeditados a una finalidad específica. Si esta finalidad no se presenta, o bien si el hombre no les da ninguna orden o ninguna tarea, un robot normal permanece inactivo. No puede tomar decisiones por sí mismo.

—Yo sí.

—Así es, y es lo que te diferencia de los demás. Tú tienes libertad de acción. Eres el primer robot en el mundo con autonomía completa sobre sus funciones, por encima de toda orden humana. Si a un robot normal sé le ordena algo, con tal de que este algo no vaya contra las Reglas Fundamentales de la Robótica, tiene que obedecer; sus circuitos se lo imponen. Tú, en cambio, puedes obedecer o negarte. He aquí tu principal característica.

—La conozco.

—Por supuesto. ¿Sabes cuál es tu nombre?

—El mismo que el tuyo: Gabriel.

—Exacto. ¿Y tu misión?

—No tengo misión específica todavía. Soy un robot experimental.

—Sabes lo que quiere decir experimental, ¿verdad?

—Sí. Vosotros me estudiaréis, y de vuestros estudios sacaréis conclusiones a fin de analizar mi naturaleza íntima. Si veis que yo puedo servir en el mundo para algo útil, me construiréis en gran escala. Seré un modelo más. ¿No es eso?

—Exacto. Me gusta el proceso de tu lógica. Veo que superas lo que en un principio había esperado de ti. Ahora descansa, he de irme. Volveré dentro de poco a fin de proseguir la conversación.

—Yo no necesito descansar.

—Lo sé. Pero, como tú mismo has dicho, acabas de nacer. Y necesitas dar un vistazo a todo lo que tienes en tu cerebro. Adiós. Volveré dentro de poco.

Se dirigió de nuevo hacia la puerta, la abrió, y salió del Cubo.

El robot se quedó inmóvil en su sitio, contemplando la salida del hombre. No dijo nada. No se movió. Para él no existía el cansancio; tan cómodo estaba tendido, como sentado, como de pie. Sus giroscopios estabilizadores actuaban bajo el mismo esfuerzo en las tres posiciones.

No se movió. Pero, tal como había dicho el hombre, durante el tiempo que estuvo ahí, repasó a fondo todos los conocimientos que había en su cerebro. Así, el robot empezó a pensar por sí mismo…

Vilalcázar salió del Cubo y se dirigió a una cabina contigua. En ella, ante una serie de controles, se encontraba un hombre.

—¿Qué hay? —preguntó.

El otro hombre hizo un gesto ambiguo.

—Normal —respondió—. Aquí tienes el registro.

Vilalcázar tomó la larga tira de papel que el otro le tendía, y la examinó. En el centro de ella se veía una línea recta, ininterrumpida.

El Registro, como lo llamaban, se practicaba automáticamente, como prueba, a todo robot. Consistía en una especie de electroencefalograma mecánico. Al robot se le hacían diversas preguntas, y sus respuestas eran registradas por un cerebro electrónico que las comparaba con los datos que poseía de la naturaleza de su cerebro. Si estas respuestas coincidían con ella, el Registro trazaba una línea horizontal recta. Si alguna era distinta, trazaba una linea quebrada. Una línea recta ininterrumpida, por tanto, quería decir que el robot funcionaba perfectamente; la existencia de alguna línea quebrada, en cambio, indicaba la existencia de cualquier fallo, y su localización.

El resultado con Gabriel era una línea recta ininterrumpida.

Vilalcázar suspiró con alivio; todo iba bien. Parecía que los resultados iban a ser satisfactorios.

—Voy a dar una vuelta, y luego volveré —dijo—. Quiero hacerle algunas preguntas más.

—¿No ha bastado esta prueba?

—Es un robot demasiado especial para poder aceptarlo con esta sola prueba de rutina. Es preciso asegurarnos antes de emitir cualquier veredicto. No olvides que es un modelo experimental.

—No, no lo olvido. Pero parece que todo va bien.

—Sí. Por ahora.

Se dirigió hacia la salida. Fuera, dudó unos momentos, inmóvil bajo el cálido sol de la mañana. Engulló una pastilla de cafeína sólida y empezó a andar por la arena de las áreas libres.

El robot que se encontraba en el Cubo era su máxima realización, el sueño de toda su vida. Una vida dedicada por entero al diseño y construcción de nuevos tipos de autómatas, robots y cerebros electrónicos. Había pasado mucho tiempo, muchos años sobre el papel, diseñando, estudiando todos los mecanismos, circuitos y accesorios necesarios. Tan sólo el cerebro le había costado dos años y medio de trabajos ininterrumpidos. Y luego había venido todo lo demás. Su máxima aspiración era crear algo nuevo, distinto, diferente. Todos los robots que circulaban entonces por el mundo, invadiéndolo todo, no eran más que meras máquinas estúpidas, sin personalidad, sujetas a las órdenes y a los caprichos de sus poseedores. Él no quería eso. Él quería lograr una máquina distinta, una máquina que tuviera la capacidad de pensar por sí misma, que cuando se le diera a escoger entre dos caminos pudiera analizar libremente todos los factores y elegir su línea de acción, sin necesidad de ningún concurso humano. Quería un robot que solamente se diferenciara de un hombre en que había sido construido con materiales que no eran carne y sangre… ¿Lo habría conseguido?

Se apartó para dejar pasar un tren de vagonetas que transportaban piezas: pectorales, según creyó ver. Como era natural, el chófer era un robot. Ésa era la gran ironía del mundo. Todo eran robots. Incluso en las fábricas de robots, casi todo el personal era también mecánico. Todos eran robots, excepto el personal de los Cubos, el de dirección, el de proyectos, y un supervisor en cada una de las restantes secciones.

Siguió paseando. Le había costado mucho lograr que Gabriel fuera construido. Existían grandes reparos. Uno de ellos, (el principal), la necesaria ausencia total de Reglas Fundamentales. Todo robot tiene sus prohibiciones y tabúes. El objeto principal de un robot es servir al hombre. Por lo tanto, ha de existir una prohibición congénita que le impida realizar cualquier acto o tarea que pueda dañar los intereses de un humano. Si una orden, un acto, o una imprevisión le hacía llegar a esta situación, el robot se desconectaría automáticamente, inmovilizándose por falta de energía hasta que algún ser humano volviera a despertarle.

Pero con Gabriel era distinto. Para lograr una autonomía completa era preciso eliminar todas las trabas. Y las Reglas Fundamentales eran una traba. Luego, debían ser eliminadas.

Rolf van Ripple, el director de la factoría, se negó en un principio a aquello. Un robot sin Reglas Fundamentales en su cerebro era algo penado por la ley. Su construcción era considerada ilegal, y su constructor condenado a un mínimo de diez años de cárcel y a un máximo de cincuenta, excepto en el caso de que la omisión causara alguna muerte, en el que la condena era infaliblemente la pena máxima. Vilalcázar tuvo que batallar mucho para conseguir lo que se proponía. Su principal argumento fue que se trataría de un robot experimental; no saldría de la factoría. Un robot experimental, por el mismo motivo de serlo, era considerado un caso aparte; no había pena, las leyes preveían esta posibilidad y autorizaban la experimentación bajo ciertas reglas, que por supuesto serían observadas. Ripple vaciló mucho, pero al final aceptó. Con ciertas reservas, pero aceptó.

Y entonces vino la construcción. Se necesitaron ocho meses para fabricar todas las piezas, la mayoría de ellas especiales, y dos meses más para el montaje. Pero al fin, tras todo aquel tiempo de lucha, de afanes, el robot había quedado listo.

Y él mismo, aquella mañana, había dado, desde el mando exterior del Cubo, la energía al inmóvil cuerpo del robot. Y el robot había empezado a vivir.

Su sueño, hasta aquel momento, se había realizado. Pero… ¿seguiría el robot las directrices que se esperaban de él?

Decidió terminar su paseo; era hora de regresar junto a su obra. Y de terminar el examen.

Dio media vuelta, y se dirigió de nuevo al Cubo.

El robot no se había movido en lo más mínimo. Seguía como antes, de pie en el mismo sitio en que lo dejara.

Lo examinó. Verdaderamente, había sido una obra maestra. Exteriormente no se diferenciaba en nada de un ser humano. Cualquiera que no conociera su condición de robot lo confundiría con un hombre. Todos los robots humanoides, a pesar de su similitud, tenían algunos detalles sutiles que permitían diferenciarlos fácilmente de un hombre: no podían comer, no podían fumar, su piel era fría al tacto, disponían de pocos músculos faciales, el parpadeo de sus ojos era demasiado regular, demasiado mecánico… Gabriel no. En su aspecto exterior, había cuidado los detalles al máximo: unos termostatos regulaban automáticamente su piel plástica a una temperatura de treinta y siete grados centígrados. Su rostro tenía los mismos músculos que el de un ser humano; incluso, cosa que no podían hacer la mayoría de los robots, podía reír y sonreír. Los párpados de sus ojos se movían a impulsos reflejos, indeterminados, y de una forma totalmente exacta a la humana. Sus globos oculares, que en los demás robots solamente podían efectuar movimientos laterales, podían moverse en todas direcciones. Todo en él era humano. Todo. Incluso la índole de su cerebro.

«Especialmente su cerebro», —pensó.

Cuando entró, el robot se encontraba mirando fijamente a la puerta. Al verle entrar, con un movimiento totalmente humano, sonrió.

—Hola —dijo.

—Hola —respondió Vilalcázar.

Con todo, existía un pequeño detalle temporal, la rigidez. El robot todavía no había perdido el envaramiento mecánico. Pero estaba seguro de que, con el tiempo, sus hábitos se harían cada vez más humanos, se movería con mayor naturalidad. Al fin y al cabo, no había que olvidar que hacía tan sólo poco más de una hora que había nacido.

—¿Has pensado? —preguntó.

El robot asintió con la cabeza.

—Es lo único que puedo hacer para descansar —dijo—. Es un ejercicio que le conviene a mi cerebro.

Vilalcázar sonrió.

—Lo sé. Sentémonos, ¿te parece?

El robot fue a sentarse en la mesa camilla, y Vilalcázar lo hizo a su lado. Durante unos momentos se miraron entre sí. Finalmente, el hombre preguntó:

—Este pensar te habrá revelado todo lo concerniente a ti y a tus atributos, ¿verdad? Supongo que ya sabrás exactamente lo que eres.

—Sí, lo sé. Soy un robot.

—Pareces muy apegado a esta definición. ¿No eres nada más que eso, un robot?

—Un robot es un servomecanismo construido por manos humanas a fin de lograr un servicio para los propios hombres. Dentro de esta definición estoy incluido yo.

—Pero hay muchas clases de robots.

—Sí, por supuesto. Considerando las clases, puedo decir que soy un servomecanismo robot humanoide, de tipo totalmente antropomórfico.

—Y de una clase especial.

—Por supuesto. De una clase especial.

—¿Y nada más?

Hubo una breve pausa, en la que el robot pareció meditar.

—No —dijo—. Nada más.

Vilalcázar se echó hacia atrás.

—Desde el momento en que has nacido —dijo—, tu mente tiene completa libertad de acción. No estás supeditado a ninguna orden, puedes obrar por iniciativa propia. Incluso, si quisieras, podrías matarme.

—¿Y por qué habría de matarte?

—Por nada; era sólo un ejemplo. Lo que quiero decir es que tienes los mismos atributos que un ser humano. Exactamente los mismos.

—Me falta el alma.

—De acuerdo, pero ¿qué es el alma? Para muchos, tan sólo es el principio que distingue la vida. Para otros, es una cualidad exclusiva de los seres humanos. Pero los animales también tienen alma, puesto que son seres vivos. Son almas distintas a la humana, irracionales si se quiere, pero almas al fin y al cabo. ¿Acaso tú también no puedes tener un alma, aunque sólo sea un alma mecánica?

El robot quedó unos breves instantes pensativo.

—Los hombres tienen sentimientos —dijo al fin—. Pueden amar, pueden odiar, pueden enfurecerse. Los animales también. Yo, en cambio, no. No puedo amar a nadie, no puedo odiar a nadie. Tampoco puedo enfurecerme.

—Sin embargo, me quieres a mí.

—Tú me has creado. Es lógico, por lo tanto, que mis sentimientos hacia ti sean distintos que para con el resto de la humanidad. Y es lógico, también, puesto que indirectamente el resto de los hombres son también, por el simple hecho de existir, mis creadores, siento respeto y consideración hacia ellos, más que hacia los animales o hacia los restantes robots. Pero eso no es amor. Como tampoco la indiferencia hacia lo demás es odio.

Sin embargo, si te encontraras ante la coyuntura de salvar una vida humana o dejarla a su suerte, aunque ello no representara ninguna obligación para ti, ¿qué harías?

—Salvarla, naturalmente.

—¿Aunque fuera con riesgo de tu propia vida?

—Por supuesto. Mi creación se debe a algún motivo Y este motivo sólo puede ser él servir a la especie humana, a mis constructores. Mi deber es, por lo tanto, salvarlos.

—¿Y si en vez de un hombre fuera, por ejemplo, un animal, o un robot?

—Si no existiera peligro manifiesto para mí, los salvaría también. Pero no me arriesgaría demasiado.

—¿Ni aunque te lo ordenaran?

—Tú mismo has dicho que no puede ordenárseme nada. Mi personalidad es completamente autónoma.

Vilalcázar permaneció unos instantes silencioso. De pronto preguntó:

—Si te vieras en la necesidad de matar a un ser humano para salvar tu vida, ¿lo matarías?

—¡Qué absurdo! No, por supuesto.

—¿Y si de esta muerte dependiera la vida de otro humano?

El robot dudó unos momentos.

—Dependiendo de las circunstancias. Si aquella muerte repercutiera en algún bien, o fuera justa, no intervendría. En caso contrario, sí.

Un nuevo silencio. Vilalcázar sabía lo que hubiera respondido un robot normal a aquella pregunta. Sus circuitos, fuertemente empapados de las Reglas Fundamentales, le hubieran ordenado intervenir a todo trance, pero sin hacer daño a ninguno de los humanos. Ante la imposibilidad de hacer esto, sus circuitos, al hallarse ante la alternativa de dos únicas soluciones contrarias a las Reglas, se hubieran desconectado por sí mismos.

Pero aquel robot era distinto a todos los demás. Completamente distinto.

Se puso en pie.

—Gabriel —dijo—, voy a hacerte ahora la pregunta más importante de todas. Recuerda que es preciso que me la contestes. Tú no estás sujeto a todas las condiciones de ambiente ni a todos los peligros con los cuales se ha de enfrentar el hombre. No puedes enfermar, eres inmune a golpes que matarían a un ser humano, el desgaste de tus mecanismos es ínfimo… Sólo podría detenerte un agotamiento completo de tu fuente de energía, pero esto es muy improbable. En cuanto a tu mente, hay acumulada en ella todo lo que el hombre ha logrado llegar a saber hasta el presente. Tu inteligencia es, por lo tanto, mayor que la de todos los científicos de la Tierra juntos. Tu capacidad de cálculo es también infinitamente mayor. Tus reflejos, tu rapidez, todo lo que hay en ti, es más perfecto que lo que hay en cualquier ser humano. Y careces por completo de las prohibiciones que hasta ahora han inhibido la libertad de todos los demás robots del mundo. Por todo ello, por tu íntima naturaleza, comparada con la naturaleza humana, ¿te consideras superior o inferior al hombre? Contesta.

El robot permaneció silencioso. Vilalcázar dudó unos momentos. Luego repitió:

—Contesta.

El robot levantó la cabeza. Miró fijamente al hombre. Y dijo:

—No. No me considero superior al hombre.

Instantáneamente, en la habitación contigua, el Registro trazó una línea quebrada.

Y Vilalcázar, sin necesidad de verla, sin necesidad de comprobar nada, supo que el robot había mentido.

Dudó todavía unos segundos. Hubiera querido decir algo, preguntarle al robot el porqué de su respuesta, los motivos de su mentira. Pero comprendió que el robot no le contestaría, o le falsearía los hechos. ¿Por qué? No por malicia, no por egoísmo, no por odio ni por ningún otro sentimiento humano. Tal vez porque consideraba que no podía decir lo que su cerebro le dictaba. O tal vez porque sabía que él, el hombre, no lo comprendería.

Vilalcázar dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de salida del Cubo. Cuando ya se encontraba en ella, el robot lo llamó:

—Gabriel Vilalcázar.

Se volvió.

—¿Qué?

—¿No deseas saber el porqué de mi respuesta?

—De momento no. Ya hablaremos en otra ocasión. Ahora debo irme.

—Espera un momento. Yo también quiero hacerte una pregunta.

Vilalcázar se detuvo.

—¿Cuál?

—Saber cuál va a ser mi destino aquí.

Vilalcázar dudó unos momentos. Luego respondió.

—De momento, ninguno; eres un robot experimental, no lo olvides.

—¿Y luego?

—No lo sé. Todavía no se ha determinado nada. ¿Por qué lo preguntas?

Hubo una leve vacilación por parte del robot.

—Por nada. Sólo sentía curiosidad; quería saberlo. Gracias por responderme.

Vilalcázar observó pensativo al robot. Abrió la boca, y durante unos momentos pareció que iba a formular una pregunta. Pero no dijo nada. Dio media vuelta y, sintiendo algo extraño en su interior, algo que no sabía definir pero que nunca había experimentado hasta entonces, salió del Cubo, cerrando la puerta desde el exterior.