1

Un día cálido y soleado de finales de octubre de 2010, un sedán Mercedes entra en el aparcamiento casi vacío del McGinnis Park, donde no hace mucho Brady Hartsfield vendía helados durante los partidos de la liga infantil de béisbol. Se detiene junto a un pequeño y pulcro Prius. El Mercedes, en otro tiempo gris, ahora está pintado de azul celeste, y una segunda visita al planchista ha eliminado un largo arañazo en el lado del conductor, infligido cuando Jerome entró en la zona de descarga situada detrás del auditorio Mingo antes de abrirse totalmente la verja.

Hoy va Holly al volante. Parece diez años más joven. Su larga melena —antes canosa y desgreñada— es ahora negra y lustrosa, por gentileza de las atenciones de un salón de belleza de primera, recomendado por Tanya Robinson. Saluda con la mano al dueño del Prius, sentado a una mesa en la zona de picnic, no muy lejos de los campos de béisbol.

Jerome se apea del Mercedes, abre el maletero y saca una cesta de picnic.

—Dios mío, Holly —dice—. ¿Qué has metido aquí? ¿La cena de Acción de Gracias?

—Quería asegurarme de que hay suficiente para todos.

—Ya sabes que sigue una dieta estricta, ¿no?

—Pero tú no —replica ella—. Tú estás creciendo. Además, hay una botella de champán, así que cuidado, que no se te caiga.

Holly extrae del bolsillo una caja de Nicorette y se echa uno a la boca.

—¿Qué tal te va con eso? —pregunta Jerome mientras bajan por la pendiente.

—Estamos en ello —responde ella—. La hipnosis me ayuda más que el chicle.

—¿Y si el tío va y te dice que eres una gallina y que empieces a dar vueltas por su despacho cloqueando?

—En primer lugar, mi psicoterapeuta es una mujer. En segundo lugar, nunca haría una cosa así.

—¿Cómo ibas a enterarte? —preguntó Jerome—. Estarías hipnotizada, digamos.

—Eres un idiota, Jerome. Solo un idiota querría venir hasta aquí en autobús con toda esa comida.

—Gracias al edicto, el viaje nos sale gratis. Me gustan las cosas gratis.

Hodges, todavía con el traje que se ha puesto esta mañana (aunque ahora lleva la corbata en el bolsillo), se acerca lentamente a ellos. No nota el marcapasos en el pecho —le han dicho que ahora son muy pequeños—, pero de algún modo sí percibe que está ahí, que cumple con su cometido. A veces lo imagina, y en su cabeza siempre parece una versión del artefacto de Hartsfield en menor tamaño. Solo que el suyo en principio debe impedir una explosión en lugar de causarla.

—Chicos —saluda.

Holly no es ya una chica, pero es casi dos décadas más joven que él, y para Hodges eso casi la convierte en chica. Tiende la mano hacia la cesta del picnic, pero Jerome la aparta.

—Ni hablar —dice—. Ya la llevo yo. El corazón…

—Tengo el corazón perfectamente —responde Hodges, y según la última revisión, es verdad; aun así, no acaba de creérselo. Sospecha que todo aquel que ha sufrido un infarto vive con esa misma sensación.

—Y tienes buen aspecto —dice Jerome.

—Sí —coincide Holly—. Menos mal que te has comprado ropa nueva. La última vez que te vi parecías un espantapájaros. ¿Cuánto peso has perdido?

—Quince kilos —contesta Hodges, y la idea que acude a su mente, «Ojalá Janey me viera ahora», le provoca una punzada en el corazón regulado electrónicamente.

—Dejemos de lado a los Weight Watchers por un rato —sugiere Jerome—. Hols ha traído champán. Quiero saber si tenemos alguna razón para bebérnoslo. ¿Cómo ha ido esta mañana?

—El fiscal no va a presentar cargos. Se ha desestimado el caso. Billy Hodges puede seguir con su vida.

Holly se lanza a sus brazos y lo estrecha. Hodges le devuelve el abrazo y la besa en la mejilla. Con el pelo corto y la cara totalmente a la vista —por primera vez desde la infancia, aunque él eso no lo sabe—, se parece mucho a Janey. Al verlo, Hodges siente dolor y satisfacción a la vez.

Jerome siente el impulso de invocar a Batanga el Negro Zumbón.

—¡Bwana Hodges, libre por fin! ¡Libre por fin! ¡Dio’ to’poderoso, libre por fin!

—Deja de hablar así, Jerome —insta Holly—. Es pueril.

Saca la botella de champán de la cesta junto con tres vasos de plástico.

—El fiscal me ha acompañado al despacho del juez Daniel Silver, un hombre que me oyó atestiguar muchas veces en mis tiempos de policía —explica Hodges—. Me ha dado un rapapolvo de diez minutos y me ha dicho que mi comportamiento temerario puso en peligro las vidas de cuatro mil personas.

Jerome se irrita.

—¡Eso es indignante! Tú eres la razón por la que esas personas siguen con vida.

—No —corrige Hodges en voz baja—. La razón de eso sois vosotros dos, Holly y tú.

—Si Hartsfield no se hubiera puesto en contacto contigo ya de buen comienzo, la policía aún no tendría ni idea de quién es. Y esas personas estarían muertas.

Eso puede ser verdad o no, pero a Hodges ya le parece bien cómo acabaron las cosas en el Mingo. Lo que no le parece bien —ni se lo parecerá nunca— es la pérdida de Janey. Silver lo ha acusado de desempeñar «un papel crucial» en su muerte, y Hodges piensa que quizá así sea. Pero no le cabe duda que Hartsfield habría matado a más gente, si no en el concierto o el Encuentro del Mundo Profesional en el Embassy Suites, en algún otro sitio. Le había cogido gusto. Así que se da aquí una especie de ecuación: la vida de Janey a cambio de esas otras hipotéticas vidas. Y si en esa realidad alternativa (pero muy posible), la acción se hubiera producido en el concierto, dos de sus víctimas habrían sido la madre y la hermana de Jerome.

—¿Y tú qué has contestado? —pregunta Holly—. ¿Qué le has contestado?

—Nada. Cuando te cae el varapalo, lo mejor que puedes hacer es aguantar el tipo y callar.

—¿Por eso no recibiste la medalla junto con nosotros? —pregunta ella—. ¿Ni se te incluyó en el edicto? ¿Era el castigo de esos zoquetes?

—Supongo —responde Hodges, aunque si las autoridades creían que eso era un castigo, se equivocaban. Lo último que quería en el mundo era llevar una medalla colgada al cuello y recibir la llave de la ciudad. Había sido poli durante cuarenta años. Esa era su llave de la ciudad.

—Una lástima —observa Jerome—. No irás gratis en autobús.

—¿Cómo van las cosas en Lake Avenue, Holly? ¿Estás ya instalada?

—Van mejor —responde Holly. Está desprendiendo el corcho de la botella de champán con la delicadeza de un cirujano—. Vuelvo a dormir toda la noche. Además, visito a la doctora Leibowitz dos veces por semana. Me ayuda mucho.

—¿Y cómo van las cosas con tu madre? —Ese, como Hodges sabe, es un tema espinoso, pero considera que debe plantearlo, aunque sea solo esta vez—. ¿Aún te telefonea cinco veces al día para suplicarte que vuelvas a Cincinnati?

—Ahora son solo dos veces al día —responde Holly—. A primera hora de la mañana, al final del día. Se siente sola. Y creo que teme más por sí misma que por mí. Es difícil cambiar de vida cuando se llega a viejo.

«A mí me lo vas a contar», piensa Hodges.

—Está muy bien que veas las cosas así, Holly.

—La doctora Leibowitz dice que cuesta cambiar de hábitos. Para mí, es difícil dejar de fumar; para mi madre, es difícil acostumbrarse a vivir sola. Y también tomar conciencia de que no tengo por qué ser esa niña de catorce años hecha un ovillo en la bañera durante el resto de mi vida.

Guardan silencio por un momento. Un cuervo ocupa el plato del lanzador en el campo 3 de la liga infantil de béisbol y grazna triunfalmente.

Holly ha podido separarse de su madre gracias al testamento de Janelle Patterson. El grueso de la herencia —que llegó a Janey por gentileza de otra de las víctimas de Brady Hartsfield— pasó a manos del tío Henry Sirois y la tía Charlotte Gibney, pero Janey también dejó medio millón de dólares a Holly. Este dinero estaba ahora en un fondo que administraba el señor George Schron, el abogado que Janey había heredado de Olivia. Hodges no tiene ni idea de cuándo hizo testamento Janey. Ni por qué. No cree en las premoniciones, pero…

Pero.

Charlotte se había opuesto en redondo al traslado de Holly, sosteniendo que su hija no estaba preparada para vivir sola. Teniendo en cuenta que Holly se acercaba a la cincuentena, eso equivalía a decir que nunca estaría preparada. Holly creía que sí lo estaba y, con la ayuda de Hodges, había convencido a Schron de que saldría adelante.

El hecho de ser una heroína a quien habían entrevistado las principales cadenas de televisión sirvió de ayuda ante Schron. No así ante su madre; en cierto modo era su condición de heroína lo que más consternaba a esa señora. Charlotte nunca sería del todo capaz de aceptar la idea de que su hija, en su precario equilibrio, hubiera desempeñado un papel vital (quizá el papel vital) a la hora de impedir un asesinato en masa de inocentes.

Con arreglo a las condiciones del testamento de Janey, el apartamento, con su fabulosa vista del lago, es ahora propiedad conjunta de la tía Charlotte y el tío Henry. Cuando Holly preguntó si podía vivir ahí, al menos de momento, Charlotte se negó rotunda y obstinadamente. Su hermano no logró hacerla cambiar de idea. Fue la propia Holly quien lo consiguió, declarando que se proponía quedarse en la ciudad y si su madre no cedía en cuanto a lo del apartamento, ya buscaría un sitio en Lowtown.

—En la peor parte de Lowtown —afirmó—. Donde tendré que comprarlo todo en efectivo. Y exhibiré los billetes con ostentación.

Eso fue decisivo.

La vida de Holly en la ciudad —el primer período prolongado que pasaba lejos de su madre— no ha sido fácil, pero su psiquiatra le proporciona mucho apoyo, y Hodges la visita con frecuencia. Y lo que es más importante, Jerome también la visita con frecuencia, y Holly es invitada aún con mayor frecuencia a casa de los Robinson en Teaberry Lane. A juicio de Hodges es allí donde se desarrolla la verdadera curación, no en el diván de la doctora Leibowitz. Barbara ha adquirido la costumbre de llamarla «tía Holly».

—¿Y tú qué tal, Billy? —pregunta Jerome—. ¿Algún plan?

—Bueno —dice con una sonrisa—. Me han ofrecido un puesto en Servicio de Guardia Vigilante, ¿qué os parece?

Holly entrelaza las manos y bota en el banco como una niña pequeña.

—¿Vas a aceptarlo?

—No puedo —responde Hodges.

—¿Por el corazón? —pregunta Jerome.

—No. Se necesita un seguro de caución, y el juez Silver me ha anunciado esta mañana que hay más o menos tantas posibilidades de que me concedan un seguro así como de que los judíos y los palestinos se unan para construir la primera estación espacial interconfesional. Mis sueños de obtener una licencia de investigador privado se han ido al traste igualmente. Pero un agente de fianzas al que conozco desde hace años me ha ofrecido un empleo a tiempo parcial como buscador de fugitivos, y para eso no necesito seguro de caución. Puedo hacerlo casi todo desde casa, con el ordenador.

—Yo podría ayudarte —se ofrece Holly—. Con el ordenador, claro. No quiero tener que perseguir a nadie en la realidad. Con una vez ya tuve suficiente.

—¿Qué se sabe de Hartsfield? —pregunta Jerome—. ¿Alguna novedad o sigue igual?

—Sigue igual —contesta Hodges.

—Me da lo mismo —dice Holly. Adopta un tono desafiante, pero por primera vez desde que ha llegado a McGinnis Park se mordisquea los labios—. Volvería a hacerlo. —Cierra los puños—. ¡Una vez y otra y otra más!

Hodges le coge uno de los puños y se lo abre con delicadeza. Jerome hace lo mismo con el otro.

—Claro que sí —dice Hodges—. Por eso te dio una medalla el alcalde.

—Además de los viajes de autobús y las entradas a los museos gratis —añade Jerome.

Holly se relaja, gradualmente.

—¿Por qué iba yo a coger el autobús, Jerome? Tengo mucho dinero en un fondo, y el Mercedes de mi prima Olivia. Es una maravilla de coche. ¡Y con poquísimos kilómetros!

—¿No hay fantasmas? —pregunta Hodges. No lo dice en broma; siente sincera curiosidad.

Holly tarda mucho en contestar. Se queda mirando el enorme sedán alemán aparcado junto al discreto coche de importación japonés de Hodges. Al menos ha dejado de mordisquearse los labios.

—Al principio sí los había —responde por fin—, y pensé en venderlo. Luego opté por pintarlo. Eso fue idea mía, no de la doctora Leibowitz. —Los mira con orgullo—. Ni siquiera se lo pregunté.

—¿Y ahora? —Jerome aún tiene cogida su mano. Ha acabado queriendo a Holly, pese a lo intratable que es a veces. Los dos han acabado queriéndola.

—El azul es el color del olvido —dice ella—. Lo leí una vez en un poema. —Guarda silencio por un momento—. Bill, ¿por qué lloras? ¿Estás pensando en Janey?

Sí. No. Sí y no.

—Lloro porque estamos aquí —contesta—. Un precioso día de otoño que parece de verano.

—Según la doctora Leibowitz llorar es bueno —comenta Holly con toda naturalidad—. Dice que las lágrimas se llevan las emociones.

—En eso puede que tenga razón. —Hodges está pensando en cómo se ponía Janey su sombrero. Cómo se lo ladeaba con el sesgo perfecto—. ¿Y ahora vamos a tomar un poco de ese champán o no?

Jerome sostiene la botella y Holly lo sirve. Alzan sus vasos.

—Por nosotros —dice Hodges.

Jerome y Holly repiten el brindis. Y beben.

2

Una noche lluviosa de noviembre de 2011 una enfermera recorre apresuradamente un pasillo de la Unidad de Traumatismos Craneoencefálicos de Lakes Region, un centro adscrito al John M. Kiner Memorial, el principal hospital de la ciudad. En la unidad hay diez o doce pacientes de beneficencia, incluido uno de triste fama… aunque la causa de esa fama ha empezado a difuminarse con el paso del tiempo.

La enfermera teme que el jefe de neurología se haya marchado ya, pero lo encuentra en la sala de médicos, revisando historiales.

—Puede que quiera usted venir, doctor Babineau —dice—. Es el señor Hartsfield. Está despierto. —Ante esto el neurólogo se limita a alzar la vista, pero se pone en pie cuando la enfermera añade—: Me ha hablado.

—¿Después de diecisiete meses? Extraordinario. ¿Está segura?

En su estado de agitación, la enfermera ha enrojecido.

—Sí, doctor. Totalmente segura.

—¿Qué ha dicho?

—Dice que le duele la cabeza. Y pregunta por su madre.

14 de septiembre de 2013